miércoles, 11 de septiembre de 2013

Mendigos

Dos cosas definen a las ciudades: sus mendigos y sus cementerios. Los mendigos de Londres son barrocos: individuos sobrecargados de bolsas, con el pelo como un cuadro de Juan Gris, ataviados con infinitas inmundicias. Pero son cultos y discretos. Recuerdo a un indigente leyendo a William Blake en una estación de tren, hace muchos años. A la entrada de mi estación de metro, Pimlico, hay uno, un joven rubio, que me da los buenos días cada mañana. Y hace solo dos días vi a otro rellenando el crucigrama. Se juntan y charlan. Al lado de casa, frente al río, se ha instalado un pequeño campamento. Durante mucho tiempo, solo hubo ahí una mujer negra, que vivía en un banco de la calle. Hiciese frío -y en Londres puede hacer mucho-, lloviese o nevase, ahí seguía la mujer, enterrada bajo una montaña de sacos de dormir mugrientos y cartones apedazados, como una talla bantú erigida en una estepa. Su presencia resultaba dolorosamente llamativa en un barrio como Pimlico, que adora lo blanco. Ahora se le han unido otros mendigos, que han levantado sus quechuas marchitas alrededor de la precursora. Uno de ellos va en bicicleta. A veces recoge sus cosas, las distribuye en bolsas innumerables -que resultan imprescindibles para que la lluvia frecuente no las corroa- y se marcha por ahí, como un ciclista elefantiásico, o como un chino en su carrito, a ver mundo. Luego vuelve y se instala otra vez con sus compañeros: la necesidad de conversación es más poderosa que el hedor que desprenden y la incomodidad del asentamiento. Los mendigos de Londres no piden dinero, o, si lo hacen, lo hacen con recogimiento, como si les apesadumbrara molestar a los transeúntes. Sobreviven, sin más, bebiendo alcohol y resolviendo sudokus. Y, si te hablan, no percibes menos circunloquios, ni menos peticiones de excusas, que en un ciudadano probo. Muchos, como grullas desnutridas, contemplan el cielo antes que el suelo.

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