domingo, 8 de septiembre de 2013

Stonehenge

Yo me había imaginado siempre a Stonehenge en un rincón áspero o una eminencia rocosa, envuelto en brumas caledonias y rodeado de robles milenarios y espasmos de musgo. Un lugar idóneo para el encuentro de druidas como Panorámix o brujas como la Fata Morgana. Sin embargo, Stonehenge está en una llanura, sin un solo árbol en muchos cientos de metros a la redonda. Más aún: dista un tiro de piedra de una autopista. No diré que decepcione, pero sí que baja un escalón en la escalera de las representaciones fantásticas. El mar de gente que se reúne en cualquier lugar turístico de Gran Bretaña en verano también está allí. Surcadas sus olas, y devengado el óbolo obligatorio de ocho libras (que la institución administradora del sitio, English Heritage, se ofrece a devolver si ese mismo día te haces su socio), se accede al gran espacio verde en el que se alzan las piedras. Pero el monumento queda lejos. Las normas de seguridad impiden que los visitantes se acercen a él -y mucho menos que lo toquen-, y debemos limitarnos a contemplarlo en la distancia. Los bloques grises le levantan con una tosquedad ambigua, mezcla de primitivismo y refinamiento. Uno de ellos luce un pivote en la parte superior, un breve pezón, en el que se encajaban los megalitos transversales. Lo derruido del lugar constituye una nueva arquitectura: piezas enteras, erguidas aún, se amalgaman con ruinas y desmoronamientos, y esa imbricación genera una personalidad que conforma y contradice, a la vez, las intenciones de sus constructores. El día, sorprendentemente, es azul. Por encima del conjunto pasa un helicóptero militar de dos hélices, de transporte. Hay, cerca, alguna base militar: en la autopista, poco antes de llegar al sitio, señales de tráfico nos avisan de que los tanques -no los ciervos o las vacas- cruzan la vía. Damos varias vueltas al crómlech, intentando avistar siquiera el círculo interior, de arenisca azul, llamado "la herradura", cuyo eje hendía el sol en el solsticio de verano. Pero solo vemos bultos pétreos, un zócalo milenariamente deshecho de tréboles, oraciones y tumbas.

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