domingo, 20 de octubre de 2013

Por Londres con una silla en la cabeza

Ayer Ángeles y yo fuimos a comprar una silla. Una silla normal, de oficina. Después de casi dos meses escribiendo cinco horas al día en una silla de comedor, más tiesa que una escoba, diseñada para todo menos para pasarse escribiendo cinco horas al día, mi espalda ya no aguantaba más. El dolor de espalda es uno de los más terribles e insidiosos que nos procura la vida moderna: como si nos aplicaran una placa candente en los hombros, o nos clavaran invisibles varillas de bambú en los huesos. Y estar sentado tanto tiempo es insalubre: no nos descansa, sino que nos tritura por dentro. Nos fuimos, pues, a Wanstead, un suburbio de Londres que antes fue un municipio independiente, pero que ha sido engullido por el crecimiento imparable de la ciudad. Allí abundan los comercios de segunda mano, y una compañera de trabajo de Ángeles le había informado de que pueden encontrarse sillas ergonómicas a muy buen precio. Lo del precio era fundamental: una buena silla de oficina nueva puede costar 600 libras, y, de segunda mano, 200. En el anunciado tugurio de Wanstead, había mobiliario steelcase por 40 libras. El barrio, en efecto, es una sucesión de tiendas baratas, un cúmulo de abarrotes, atendidos tanto por ingleses como por paquistaníes y jamaicanos, donde se pueden comprar desde escafandras a coches antiguos, y donde impera, como comprobaremos luego, un sistema de cobro a la española: en mano y sin factura. Pese a esta configuración estrictamente comercial, Wanstead no ha sido nunca un arrabal irrelevante: aquí han vivido el astrónomo James Pound, el poeta Thomas Hood y Robert Dudley, conde de Leicester y favorito de Isabel I, cuya muerte sumió a la reina en una profunda tristeza, además de contar con un pub, el George, fundado a principios del s. XVIII y aún en funcionamiento, a cuya entrada se conserva una placa fechada el 17 de julio de 1752, en la que el terrateniente de la época, David Jersey, rememora el monstruoso pastel de cereza con el que él y los demás parroquianos celebraron una fiesta aquel día. (Jersey especifica incluso el precio de la tarta: media guinea). Adquirida la silla, hubimos de afrontar la dura realidad: había que volver a casa, en metro, con ella a cuestas. Cruzamos casi toda la central line y luego tuvimos que hacer trasbordo en Oxford Circus, aunque el circo lo protagonizábamos nosotros, entrando y saliendo de los vagones, subiendo escaleras mecánicas y no mecánicas, y atravesando pasillos con una enorme silla a la espalda. Lo único bueno del viaje es que, por muy lleno que fuese el tren, nosotros siempre teníamos asiento. Al llegar a nuestra parada, Pimlico, aún nos faltaban unos diez minutos caminando para llegar a casa, y uno nunca aquilata el peso real de las cosas hasta que ha de transportarlas a tracción sangre. La silla, que al salir de la tienda parecía, simplemente, sólida, a estas alturas se nos antojaba la pirámide de Keops. Luego de llevarla los dos, cada uno de un brazo, unos cientos de metros, decidí echármela a la cabeza y avanzar más deprisa. Pensé, además, que, si había de pasar muchos días sentado en ella, era justo que, durante un rato al menos, ella se sentara en mí. Y así fui yo, con una silla steelcase beige, con reposabrazos, refuerzo lumbar y cinco patas giratorias de sombrero. Lo más curioso es que los transeúntes que pasaban a nuestro lado ni siquiera hacían el gesto de mirarnos: pasaban como si tal cosa; igual podría haber llevado yo en la coronilla un cerdo azul, o un pigmeo desnudo, que no habrían reparado en nosotros, o mejor, habrían seguido haciendo como que no reparaban en nosotros. En Londres uno puede ir por la calle con una cacatúa colgando de la bragueta, o dando brincos como un canguro, o vestido de lagarterana, que no pasa nada. Pero, aunque su transporte era ahora algo más fácil, la silla no pesaba menos que antes. Cuando, llegados por fin al hogar, me la quité de la cabeza, parecía Torrebruno. Pero ahora ya escribo sentado en ella: la espalda me duele menos, y no tengo la sensación de que mis nalgas se estén friendo en una sartén. El viaje a Wanstead ha valido la pena.

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