lunes, 21 de octubre de 2013

Virginia y Fernando (y David Rosenmann-Taub)

Ayer cenamos con Virginia Sarmiento y su marido Fernando. A ambos los conocí hace cuatro años, en Barcelona, cuando DVD ediciones publicó la antología del poeta chileno David Rosenmann-Taub Me incitó el espejo, competentemente preparada por Álvaro Salvador y Erika Martínez. Rosenmann-Taub es un escritor extraordinario, aunque durante muchos años haya cultivado un apartamiento que ha llevado a algunos a sospechar, incluso, que se trataba de una invención, como le sucedía a Juan Larrea, cuyos contemporáneos creían un heterónimo de Gerardo Diego. Cosas así les suceden a algunos grandes pero ocultos escritores: a la gente se le hace difícil imaginar que lo que escriben sea posible; y que, siéndolo, su autor no se revele. La popularidad es un tóxico muy dañino, pero algunos -aquellos que solo pueden aspirar a la popularidad- la consideran imprescindible para vivir: como si fueran bebedores de mercurio. Virginia dirige la Fundación Corda, con sede en Nueva York, cuyo objetivo consiste en reunir, preservar y difundir el legado artístico de Rosenmann-Taub, que no se limita a la poesía, con ser esta fundamental, sino que se extiende también a su actividad como músico y dibujante. Ayer nos reunimos en un restaurante indio del Soho, el Chettinad, que pasa por ser uno de los mejores de Londres, especializado en comida del sur de la India, un país que contiene tantas gastronomías como idiomas, y hablamos de su vida y de la nuestra, tan asendereada. Ambos se pasan una buena parte del año viajando, pero residen en Chapel Hill, en Carolina del Norte, un lugar hermosísimo. Ángeles y yo lo visitamos en nuestra última estancia en los Estados Unidos, y quedamos asombrados por su espectacularidad, aunque se trataba de una espectacularidad sosegada, henchida de verdes, abrumadora de luz, y casas porticadas, e iglesias de aire colonial, impregnadas de la calma, un punto mediterráneamente cachazuda, del sur del país. También recuerdo que en Chapel Hill, la persona a la que estábamos visitando, un buen amigo, que estudiaba allí, nos enseñó una de las facultades que componen su potente universidad: los varios pisos que se divisaban desde el vestíbulo estaban atiborrados de ordenadores. En Carolina del Norte también visitamos Connemara, la finca en la que vivió y murió el poeta Carl Sandburg, de pelo blanco y versos nacionales, entre whitmanianos e íntimos, otro lugar de belleza difícilmente igualable, asentado en una pradera despejada, donde había arroyos y graneros blancos. Con Virginia y Fernando hablamos de todo esto, y de literatura, desde luego. Virginia dijo algo con lo que me sentí inmediatamente de acuerdo: detesta que se califique la poesía de Rosenmann-Taub de "hermética". No es, desde luego, una poesía sintácticamente acogedora, pero el hermetismo, en poesía, no existe, o, a lo sumo, solo existe para aquellos que no saben, o no quieren, abrir la puerta. Si una poesía nos capta, por su vigor sensorial, por su música o su color, por la exaltación y el misterio a que nos conducen sus ecos y sus asociaciones, es que ya hemos entrado en ella; y si no lo hace, no es porque no resulte diáfana, sino porque nosotros preferimos otra suerte de accesibilidad. Además, el hermetismo está demasiado cerca del insulto: algunos lo han utilizado para descalificar, aunque lo único que han descalificado con ello ha sido su capacidad para entender que la poesía, como decía Vicente Aleixandre, es una casa con muchas puertas. Tras la charla, y una cena a base de múltiples arroces y manjares irreconocibles, y después de que no nos permitieran llevarnos a casa el buen vino blanco alemán que nos había sobrado (era la segunda botella), porque no tenían licencia para vender alcohol fuera del establecimiento y, si lo hacían y alguien lo averiguaba, podían cerrarles el local (esto nos dijo, compungido, el camarero de bronce, rayano en la negrura, que nos había atendido con obsequiosidad oriental; el puritanismo anglicano con el alcohol se me hace fatigoso), los acompañamos a su hotel, en Fleet Street. De regreso, pasamos por delante de Somerset House, el gran palacio construido por William Chambers en 1776 entre el Támesis y el Strand, que ahora alberga museos y restaurantes, y donde se celebran festivales de arte, música y literatura. Nos asomamos al patio, enorme y solitario. A cada uno de los lados de la fachada principal, salpicada de ventanas, dos torrecillas blancas con relojes marcaban una hora unánime. Delante, un friso con imágenes femeninas y una cúpula verde apuntaban al cielo, donde brillaba la luna llena, mucho más blanca que las torres: casi plata. Y, abajo, una fuente moderna, de chorros que salen verticales del suelo, llenaba el lugar de un delicado estruendo líquido. Fernando empezó entonces a correr entre los espacios que dejaban los chorros, y los recorrió todos. Cuando volvió, estaba contento de que apenas le hubiera rozado el agua. Solo nos rodeaba el silencio entonces, y los cuatro sonreíamos.

ATARAXIA

De rodillas el Árbol.
Caigo sobre mis ojos: me acompaño:
sólo tengo caminos.
La luz clama: "¡Estoy ciega!"
Cunde frescos sentidos
el ansia, polvorienta, disoluta.
Los pies del cielo con mis pies tropiezan.
Vetusto claroscuro:
caminos y caminos y ninguna
huella. Jamás el mundo.

David Rosenmann-Taub
(Los despojos del sol)

No hay comentarios:

Publicar un comentario