jueves, 19 de diciembre de 2013

El otro despilfarro

Hace tres días se publicó en El País un artículo de opinión, "El otro despilfarro", firmado por Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, en el que se decía lo siguiente: "Siempre que hay en España unas elecciones, de cualquier ámbito que sea, se producen cambios numerosos y drásticos en parte -y no poco importante- del personal que presta sus servicios en la Administración Pública. Los nuevos mandarines proceden inmediatamente a nombrar en subdirecciones, vocalías, cargos de confianza, consejos y figuras parecidas, a funcionarios o profesionales que pertenecen a sus partidos, círculos o simpatías. En definitiva, gentes de la propia persuasión, de la propia cuerda. Lo que resulta de ello es que la mayoría de aquellos que desempeñaban tales funciones pasan ahora a habitar un espacio profesionalmente incierto. Se trata de cientos, acaso de miles, de profesionales de alta formación, cuya potencial aportación a la fuente de la riqueza social se ignora, se despilfarra". Suscribo hasta la última coma lo escrito por Laporta, entre otras cosas, porque yo mismo he sido víctima de lo que denuncia. Cuando Convergència i Unió ganó las penúltimas elecciones autonómicas y acabó con el segundo gobierno tripartito, casi todos los equipos directivos se sustituyeron por otros afines al vencedor. Eso incluyó, en no pocos casos, a subdirectores generales, que son cargos de libre designación (y, por lo tanto, de libre remoción), pero no de naturaleza política, sino técnica, es decir, la subdirección general no es un puesto eventual, creado ad hoc para dar cobijo a los asistentes de los que mandan, sino estructural: se trata del último escalón de la carrera funcionarial, y, en consecuencia, está reservado a funcionarios. En mi caso particular, yo había sido jefe de sección y de servicio durante los muchos años de gobierno de Convergència en la Generalitat, y propuesto como subdirector por un director de servicios que había servido a la Generalitat bajo los gobiernos tanto convergentes como del Tripartito. Nada de todo ello condicionaba mi actuación como funcionario, ni la de quien me propuso, cuya filiación política ignoro, como él ignora la mía: si uno es profesional y decente, trabaja aplicando la ley, con independencia de que comparta o no los criterios políticos que sustentan la actuación pública. Decía, pues, que con la salida del poder de socialistas, republicanos y ecocomunistas, también a mí me defenestraron. La nueva directora de servicios del Departamento en el que trabajaba, hija de un exrector de la Universidad de Barcelona al que se recuerda por su represión del movimiento estudiantil antifranquista, y hermana de una exministra de Aznar, hasta entonces una oscura funcionaria, pero resucitada por Convergència para aplicar, en el ámbito de sus competencias, las inclementes políticas de recortes que el partido traía in pectore, fue también la encargada de la limpieza del personal: había que desembarazarse de los rojos indeseables, o de cuantos se les parecieran, o de sus simpatizantes, o de los que se sospechase que podían serlo. Cuando me tocó a mí, lo hizo, además, con mentiras. Como ni siquiera había venido a saludarme al incorporarse al puesto, y no era difícil sospechar que sus intenciones no eran las de ratificarme en el mío, le pregunté sin tapujos si seguía contando con mis servicios. Me respondió que sí. Diez días después, me destituyó. No se preocupó por saber si yo era un funcionario competente, ni si mi labor de cinco años como subdirector había sido buena o mala, ni si mis ideas para el futuro del Departamento eran las adecuadas; tampoco me pidió la opinión, ni se interesó por mis preferencias, ni me dio la oportunidad de demostrarle que podía hacer un trabajo meritorio. En último término, le dio igual si mi sustitución y mi nuevo destino iban a beneficiar o no a la propia Administración, que había invertido una enorme cantidad de dinero en mi formación. Lo que sí tenía claro es que le beneficiaba a ella, que podría ocupar mi puesto, como dice Francisco J. Laporta, con alguien de su cuerda. Salí, pues, de aquel destino y fui rodando, cuesta abajo, hasta topar con una plaza sombría, de nivel muy inferior, en la que pené dos años y medio. Allí, como bromeábamos con algunos compañeros, tenía la sensación, al entrar cada mañana, de ponerme un casco de minero y apretar el botón del ascensor que me bajaba hasta el pozo 27. El trabajo era gris, de grisú. Y, solo dos años más tarde, mientras hacía ese trabajo recóndito, me enteré de que la que me había decapitado a mi, había sido, a su vez, decapitada, y por sus propios compañeros. Ignoro los motivos del cese, pero, conociendo su desempeño conmigo, no me resulta difícil imaginármelos. Ahora está, ella también, en el pozo. Pero es un pozo 12, con despacho, tarjeta de empresa y algunos resquicios de luz.

2 comentarios:

  1. Ellos se lo han perdido, Eduardo, aunque supongo que para ti fue un mal trago. Esos son los niveles de gestión pública que tenemos en toda España, desgraciadamente. Y lo malo es que, sabiéndolo todos, no hay voluntad de mejora sino todo lo contrario.

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