sábado, 7 de diciembre de 2013

Fútbol y Libia

Leo en la prensa dos noticias que me llaman la atención. En el periódico gratuito Evening Standard de hace tres o cuatro días, reparo en un breve que incluye, insólitamente, la palabra Spain en el titular. Los ojos se me van al rincón de la página en que aparece. Dice que, de acuerdo con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana promovida por el Gobierno español, y que va a ser aprobada por las Cortes gracias a la mayoría absoluta de su partido, jugar al fútbol en la calle estará prohibido. La Ley contiene, al parecer, una disposición que veta realizar actividades deportivas fuera de los lugares designados a tal efecto, e infringirla será sancionado con una fuerte multa. Se podría pensar que, en un país en el que el fútbol se encuentra tan arraigado socialmente como Gran Bretaña, es lógico que la información que se dé sea esa. Sin embargo, no lo es: lo adecuado, lo propio del buen periodismo -aunque estemos hablando de un periódico gratuito-, sería dar cuenta de una ley que solo pretende amordazar a los ciudadanos y blindar a los gestores públicos, desde policías a diputados, frente a su desacuerdo y su ira. A la gente, en España, no solo se la empobrece, se la maltrata, se la desahucia: ahora también se la acalla. Ni siquiera aquello tan hispánico del derecho al pataleo sobrevive: con la ley en la mano tampoco se podrá protestar. Se trata, pues, de sufrir la ignominia con resignación, en silencio, como las hemorroides. La Ley es expresión, una vez más, de los genes autoritarios, irredentos, de la derecha española: esos que les hacen creer que pertenecen a un estadio superior de la ciudadanía, cuando son solo sus delegados y sus administradores; esos que otorgan a los representantes del Estado, como símbolo de los valores trascendentes que encarna -aunque lo que encarne en realidad sean los intereses de las castas dominantes, entre ellas, los partidos políticos-, una intangilidad casi feudal, cuando deberían estar a su disposición, transparentes, responsables e iguales. Y quizá sí, quizá, como anunciaba el breve del Evening Standard, la policía sancionará a los niños que jueguen a fútbol, o a cualquier otra cosa, en la calle. Acabaremos con una imagen secular, la de los críos dándole patadas a un balón entre portales y semáforos, pero la sustituiremos, a los ojos de los guiris que nos visiten, por una estampa aún más pintoresca:  la de un tricornio multando, en cualquier plaza de pueblo, a un futuro Iniesta.

Por otra parte, en El País de anteayer me entero de que la asamblea nacional libia ha decidido implantar la sharia como ley fundamental del país y fuente de su derecho. La noticia no era un breve, pero tampoco era extensa: en la parte inferior de la página, aparecía como disimulada, casi irrelevante. Sin embargo, a mí me parece muy significativa de un hecho pernicioso y lamentable: la prevalencia de la religión en la vida colectiva de muchos países del mundo. Lo más descorazonador es que a esa situación se llegue después del esfuerzo titánico que ha supuesto, en muchos casos, derrocar a los tiranos precedentes. Los pueblos se levantan contra sus dictadores -en Libia, Gadafi; en Egipto, Mubarak; en Túnez, Ben Alí; en Siria, al-Asad-, se enzarzan incluso en cruentas guerras civiles, mueren muchas personas en el intento, y, cuando por fin han desembarazado al país de los asesinos que lo gobernaban, solo saben darse a la religión, monoteísta, medieval y, en muchos aspectos, no menos terrible que aquellos. Sustituyen una opresión por otra. Combaten una ceguera con otra, incluso más impenetrable. Al derrocar al Sha en 1979, los iraníes ya señalaron el camino: a Reza Pahlevi lo reemplazó aquel líder dialogante, aquel modelo de tolerancia y civilidad, aquella garantía, más aún, aquel promotor incansable de los derechos de todos -mujeres y homosexuales, judíos y cristianos-, que fue el ayatolá Jomeini, cuyos descendientes políticos prolongan su legado inmarcesible afanándose por levantar otro emporio nuclear en la península arábiga. La religión -sobre todo, cuando aún no ha tenido un siglo de las luces, como el Islam- es uno de los inventos más infaustos del hombre, y una de sus creaciones más polémicas; y no solo porque sea discutida (aunque hacerlo, muchas veces, signifique la cárcel y hasta la muerte en muchos países musulmanes), sino porque genera discusión: genera conflicto, guerra. Es lógico: la religión, cuyo centro es Dios, no admite relativizaciones, porque ningún Dios es relativo; si lo fuese, ya no sería Dios. E incumbe al alma, esto es, a la inmortalidad, a la vida eterna, y con esto tampoco se juega: el creyente no se puede permitir que alguien perturbe su creencia inconmovible en que vivirá para siempre, en que esto, tan agradable, tan cálido, a pesar de las dificultades, que llamamos existencia, ha de prolongarse en un más allá indestructible. Es una pena que estos países atormentados no aprovechen la oportunidad que ellos mismos se han dado para establecer un régimen de libertades, en el que cada cual pueda creer lo que quiera, pensar lo que quiera, vestir como quiera, amar a quien quiera, hacer lo que quiera, dentro de la ley. Pero que sea una ley, de papel, humana, no grabada en unas tablas de piedra, ni caldeada por una zarza ardiente. 

2 comentarios:

  1. La religión debería ser siempre sólo una creencia personal, que no se pudiera imponer a nadie, basada en el amor a todas las personas.
    Los Estados deberían desaparecer y con él las leyes, sustituidas por asambleas populares y por unas normas racionales de convivencia entre todo el mundo.
    Y no es una utopía. Podría ser una firme realidad si la gente fuera capaz de asumir que tiene el poder en sus manos.

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  2. Las religiones en general y algunas ideologías en particular se tocan en el mismo extremo.

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