domingo, 15 de diciembre de 2013

Las cosas del volver

El invierno es largo en Londres -y eterno al norte del país. Además, es acaparador: se queda con casi todas las horas del día: a las cuatro, empieza a oscurecer. No me habitúo a esta precocidad de la noche. Lo pienso mientras devoramos un comistrajo en uno de los sedicentemente llamados restaurantes del aeropuerto de Gatwick (de nombre Garfunkel; ¿dónde estará Simon?), a la vista de unas pistas de aterrizaje, seguramente secundarias, por las que apenas circula ningún avión, mientras el sol declina con rapidez. En realidad, no lo vemos ponerse: está oculto por las nubes; la pátina dorada que, hace poco, tiznaba todavía la humedad algodonosa del cielo, ha menguado y, por fin, desaparecido, abandonándolo todo a su grisura esencial. Nos atiende un camarero portugués, otra de las modalidades de la categoría "camarero extranjero" en la que tan pródigamente militan los españoles. En el avión que nos trae a Barcelona, leo a David Rosenmann-Taub, un excelente poeta chileno al que publicamos en DVD hace algunos años, y sobre el que he recibido el encargo de escribir un ensayo. No es fácil hacerlo: las turbulencia de su verso se mezcla con las de la aeronave, y el resultado es una agitación que me afecta al estómago. Sin embargo, dejar de tener ocupada la mente en algo mientras vuelo me resulta muy perjudicial: me hago dolorosamente consciente entonces de la incomodidad que sufro, del nicho que ocupo -es más: en el que reboso- en el espacio desquiciantemente hermético del avión, y esa conciencia incrementa la incomodidad, el dolor. Opto por jugar al ajedrez con mi iphone (qué palabra más horrible, y qué pija; antes de escribirla, he tenido que preguntar si el teléfono que tengo es un iphone, un ipod o un ipad: ignoro las diferencias), ahora que puedo hacerlo. En el momento del despegue, en que también estaba jugando, un azafato calvo me ha pedido que lo apagara. Cuando le he dicho que no estaba conectado a internet, el aeromozo me ha ordenado que lo apagara, y lo ha hecho con taxatividad castrense, igual que se le pide a un atracador que tire el alma y se entregue a la justicia. Lo he hecho, claro: una pequeña humillación más en esta sucesión de humillaciones diminutas, o no tanto, que es la vida. Para llegar a casa, y como Pablo está de viaje en Italia, hemos tenido que coger un taxi: nos ha costado 51 euros. Hace no demasiados años, una carrera del aeropuerto a Sant Cugat costaba 30 o 35 euros: ha subido tanto, que parece la factura de la electricidad; más o menos lo ha hecho en la misma proporción en que mi sueldo ha bajado. En casa ya, nos reciben, colgadas de los balcones de nuestros vecinos, multitud de estel·lades. Ángeles las mira con nerviosismo; yo, con una mezcla de indiferencia y desprecio. En el buzón me espera un montón de correo. En uno de los sobres hay dos ejemplares del libro que acaba de publicar una escritora amiga, con un prólogo mío. Observo que no hay copyright del prólogo -un error, por algún extraño motivo, común: ya me ha pasado en otras editoriales- y que la autora no incluye mi nombre entre los agradecimientos. Esto es menos común, y supone un brevísimo pinchazo, otra muesca, minúscula, en la lista de humillaciones que engroso cada día. Pero en esto, como todo lo que tiene que ver con el mundo literario, me he entrenado para olvidar inmediatamente: si no olvidara, la amargura se me comería, y me niego a ser devorado por un bicho tan repulsivo. Hay que mantener la cabeza lo suficientemente limpia, lo suficientemente despejada, como para seguir escribiendo, que es lo único que importa. Ceno apenas, me entero de que el Barça ha ganado y el Madrid, empatado 2-2 con el Osasuna (¡benditos navarros!), y luego me engancho a una película infame, Pirañas 3D, pero con una protagonista -cuya participación en el film ha sido obviamente alimenticia- a la que he tenido ocasión de admirar en otras producciones, Elisabeth Shue. Aunque mantiene una garrida prestancia, advierto alrededor de sus ojos, en la base del cuello, en la piel de las manos, la vejez incipiente, en forma de arrugas y destensamientos: eso que parecía imposible en aquel cuerpo, compacto como el ónice, que parecía creado con el solo fin de seducir. Pero ahora esa derrota física que ya se insinúa humaniza a la actriz, y pienso que quizá le dé, paradójicamente, la posibilidad de desempeñar papeles más hondos, pluridimensionales. Por otra parte, hacía tiempo que no veía nada como esta película que se regodeara con tanto detalle -detalle digital, claro- en el desgarro de la carne, en la devoración de los ojos y los penes (aunque, como el pene es el del malo de la película, la piraña que se lo ha zampado acaba vomitándolo), en la sangre y el sufrimiento. Sigue sorprendiéndome que en los Estados Unidos se organice un escándalo nacional por que en una gala musical a una cantante se le salga un pezón, pero que se proyecten en las salas de cine y en las pantallas de televisión engendros como este, cuya violencia, por más freak que sea, supera cualquier medida humana, cualquier consideración racional. Las pirañas, por cierto, devoran como la noche, como la amargura, como la humillación.

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