lunes, 17 de marzo de 2014

El regreso

Regreso es una palabra corriente en mí: regreso a España; regreso a Inglaterra. No siento tanto la partida como, con placer, la vuelta. Es agradable tener dos casas, dos mundos; ojalá tuviese más, a pesar de ese riesgo de indeterminación que acecha a quienes se mueven por espacios distintos: por esa posibilidad de que ninguno de ellos lo acoja como suyo. Ayer aterricé de nuevo en Londres. Cuando me fui, a mediados de febrero, hacía frío, llovía -este ha sido el invierno más húmedo en el Reino Unido desde que hay registro meteorológicos- y oscurecía a las cinco. Al volver, la ciudad parece otra: brilla un sol radiante y no hay ni una nube en el cielo. La temperatura es suave, aunque un punto fresca todavía. No obstante, los ingleses salen ya a la calle en mangas de camisa. Eso no es indicio de ninguna ola de calor: los ingleses, y sobre todo las inglesas, salen a la calle en mangas de camisa en enero, a cinco bajo cero, y con un viento helador del Atlántico norte. Los inviernos son tan largos y rigurosos que la gente ansía el menor pretexto -y el menor pretexto puede ser una temperatura que no baje de los diez o doce grados- para dejarse acariciar por el sol. Recuerdo, cuando llegué, en septiembre del año pasado, que mucha gente tomaba el sol en bañador, incluso en tanga, en los parques de la ciudad, como si estuviera en la playa. Yo aún iba con anorak. Hoy llego de Heathrow, en metro, hasta South Kensington y allí cojo un taxi. No me apetece acarrear una maleta y una mochila llenas de libros hasta Victoria, y seguir acarreándolas en la estación para coger el 44. El taxista no tiene ni idea de la dirección que le doy, y le he de explicar cómo llegar. Suele suceder: Alexandra Avenue no es los Campos Elíseos. En el puente de Chelsea nos encallamos en un embotellamiento brutal, uno de esos atascos que hacen felices a los taxímetros. Yo miro a mi alrededor y reconozco las fachadas, las tiendas, hasta los rostros de la gente, que, pese a su inagotable diversidad, me resultan próximos, familiares. El sol arranca destellos carmesíes a los portales; la claridad del cielo se proyecta en un Támesis añil. En cada uno de mis regresos, noto menos extrañeza: la cotidianidad lamina las aristas de lo nuevo; lo doméstico es ahora esto hace poco tan ajeno. Por la tarde, cuando la luz aún se aferra a las cosas, Ángeles y yo salimos al pub. Atravesamos, como siempre, Battersea Park, en cuyo estanque vemos a un cisne, de una blancura dolorosa, con las alas enarcadas, haciéndole la corte a un ganso. El cisne, flotando, augusto, en el agua, persigue al ánade, que camina torpemente por la orilla. Los movimientos no son bruscos, pero sí constantes: el cisne no ceja, pero el ganso no se deja querer. Es evidente que se ha equivocado de especie, pero en el lago no vemos cisnas y concluimos que esto debe de ser como la cárcel, donde la ausencia del otro sexo lleva a algunos a visitar orificios a los que nunca habrían imaginado asomarse. En cualquier caso, nos preguntamos por qué el cisne no habrá elegido, como objeto de sus atenciones, a alguna otra ave más airosa, en lugar de a este pato gordo y desmañado, que emite unos cuacs muy poco incitantes. Muchos árboles ya han florecido. Los almendros lucen una pelusa blanca y poliédrica, y yo recuerdo las Semanas Santas de mi infancia, en Azanuy, cuando los niños asaltábamos sus ramas cuajadas y devorábamos los almendrucos blandos, ácidos y blanquísimos, como el plumaje del cisne. Vemos también las trompetas amarillas de los narcisos, delicadamente cabizbajos, y pienso en el poema de Wordsworth, titulado, simplemente, así, "Narcisos". Hace algunos años, nos lo recitó, traspuesta de emoción, la guía de la casa del poeta, en el Distrito de los Lagos:

Iba solitario como una nube
que flota sobre valles y colinas,
cuando de pronto vi una muchedumbre
de dorados narcisos: se extendían
junto al lago, a la sombra de los árboles,
en danza con la brisa de la tarde.

Reunidos como estrellas que brillaran
en el cielo lechoso del verano,
Poblaban una orilla junto al agua
dibujando un sendero ilimitado.
Miles se me ofrecían a la vista,
moviendo sus cabezas danzarinas.

El agua se ondeaba, pero ellas
mostraban una más viva alegría.
¿Cómo, si no feliz, será un poeta
en tan clara y gozosa compañía?
Mis ojos se embebían, ignorando
que aquel prodigio suponía un bálsamo.

Porque a menudo, tendido en mi cama,
pensativo o con ánimo cansado,
los veo en el ojo interior del alma
que es la gloria del hombre solitario.
y mi pecho recobra su hondo ritmo
y baila una vez más con los narcisos.


(Traducción de Gabriel Insausti)

Cuando llegamos al pub, The Grosvenor, está sonando música clásica española. La camarera, hija de gallegos, la pone de vez en cuando. Luego escuchamos jazz y, por fin, unas rancheras mexicanas. El dueño del local, chipriota, viene a saludarnos. Nos tomamos una pinta de cerveza y una sidra, y contemplamos la noche, que ha caído ya, sin esperanza ni miedo.

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