jueves, 6 de marzo de 2014

Laie

Laie es una de las pocas librerías literarias que quedan en Barcelona. Antes había muchas más, pero han cerrado casi todas. Laie, en cambio, perdura, sobrenadando en las aguas turbulentas de la crisis, como un surfero que se sostuviera inverosímilmente en una tabla de celulosa. A uno le gusta pensar que su amenazado equilibrio, que proviene de muchos años atrás, cuando las vacas, no gordas (nunca lo han sido en el ámbito de la cultura en España), pero sí razonablemente talludas, proseguirá hasta que el temporal haya amainado y se haya alumbrado un modelo de negocio del libro nuevo y estable. En Laie quedé ayer con Álex Chico, buen poeta y, sobre todo, buen amigo. Esta vez, a diferencia de la última que vine a España, no quiero estar encerrado en casa, trabajando en el inagotable Whitman, sino orearme algo, charlar con gente, verme con amigos: la soledad, por laborioso que sea el solitario, o por entretenido que esté, acaba corrompiendo como el óxido. Mientras lo esperaba, hojeé revistas del revistero y eché un vistazo a un cajón de madera con libros en oferta, entre las que atrapé un ejemplar de Design, de David Mellor, para mi hijo. Luego, ya con Álex, nos instalamos en el bar, que es casi tan agradable como la librería. De hecho, ese bar reproduce, en nuestros tiempos, el espacio acogedor que para generaciones enteras han supuesto los cafés. No tiene, a Dios gracias, el acento galdosiano de la mayoría de estos, ni su mugre secular, ni sus camareros empajaritados pero detestables, sino que despliega una cordialidad ajedrezada, hecha de luces cálidas, y espejos generosos, y asientos ligeramente incómodos, que favorecen el trabajo -como las sillas de los ajedrecistas, que no pueden ser demasiado muelles, para que no pierdan concentración-, y un runrún amortiguado de conversaciones, que nos recuerda, agradablemente, que no estamos solos, pero que no es demasiado opresivo como para sentirnos sofocados por los demás. El bar de Laie tiene dos espacios: uno interior y otro exterior. Este, una terraza cubierta, en cuyas mamparas de vidrios hay inscritos pasajes de cuentos y novelas (echo en falta poemas), se abre a un patio de casas. En el interior de las manzanas del Ensanche barcelonés debía haber jardines, según ideó Ildefons Cerdà, pero nunca ha habido sino trasteros, aparcamientos, prolongaciones de los pisos bajos de los inmuebles, y gatos, muchos gatos. Desde la terraza de Laie se advierten los balcones enrejados de los apartamentos que la sobrevuelan y las paredes posteriores de los edificios, castigadas por el tiempo y la humedad. No es una visión bonita, pero es veraz. A mí me gusta sentirme ahí, envuelto por cosas reales y feas, pero protegido por esa luz amarilla que me acaricia sin ofenderme, por los fragilísimos vidrios en los que hay frases de escritores famosos, por el café con leche que huele a tibieza y sabe a tierra. Este bar se ha convertido, por otra parte, en un lugar de encuentro; no sé si de tertulia, si es que las tertulias existen todavía, pero sí de conversación familiar. Y también de encuentros inesperados: aquí me vi, pasmado, con María Ángeles Pérez López, que estaba de paso por Barcelona, hace unos meses, y aquí me encontré también con Fernando Beltrán, que leía, junto a su maleta, sin preocuparse en exceso, según pude comprobar, por que aquel mismo día le hubieran robado, o hubiese perdido, ya no lo recuerdo bien, el D. N. I. Pero hay que entenderlo: Fernando no es el hombre más avezado a las cosas prácticas de este mundo, y, si está leyendo, todavía menos. Entre un buen libro y un D. N. I. extraviado, Fernando no duda: el libro. A sitios como Laie, por su fama de centro de reunión de escritores e intelectuales, acuden también quienes quieren serlo, aunque no cuenten para ello con el auxilio de la naturaleza. Una vez, alguien desconocido se acercó a mi mesa, cuando ya parecía irse, y me preguntó: "¿Es Ud. famoso?". Fui lo suficientemente tonto como para responder: "No". El hombre insistió: "¿Pero es Ud. escritor?". "Intento serlo", le dije. Y esa fue mi perdición: ahí empezo un soliloquio delirante sobre no sé cuántas cosas, desde la obra literaria de aquel hombre, cómo no, hasta su personalidad esotérica y visionaria. Era un pobre chalado, claro, pero un chalado muy molesto, que había interrumpido mi placentera lectura de Raúl Zurita. Sin embargo, aunque lo que me digan sea un torrente de memeces, siempre he encontrado muy difícil interrumpir a quienes las profieren: me han inculcado que es un gesto grosero, y no puedo sobreponerme a esa convicción. Por fin, reuní las fuerzas suficientes como para cortar aquella cháchara: dije algo lo bastante áspero como para ahuyentar a aquel hombre. En la terraza de Laie hice también, hace muchos años, en 1996, mi primera lectura pública: de La luz oída, el libro con el que había ganado unos meses antes el Premio Adonáis. Recuerdo que me sorprendió que no hubiera masas de gente ocupando los asientos, como en un cine, sino apenas un puñado de personas en torno a una mesa redonda. También esto hay que entenderlo: yo era joven e ignorante, y, aunque ya no soy joven, pero sigo siendo ignorante, ya he aprendido que la poesía se dirige, constitutivamente, a una parte microscópica del público lector, que es, a su vez, una parte microscópica de la sociedad en la que vivimos. (Aún caben, melancólicamente, más divisiones: la poesía que yo escribo se dirige a una parte microscópica de los lectores de poesía, que son una parte microscópico del público lector, etcétera). Aquella lectura fue un desastre, como el primer coito. Y no solo porque yo me comporté con torpeza primeriza, sino porque el presentador del acto, otro joven poeta barcelonés, carecía del menor conocimiento del asunto. Yo no esperaba que desentrañase el significado de mi libro, pero sí, al menos, que no tomase los alejandrinos en que está escrito por endecasílabos. No obstante, no tengo un mal recuerdo de aquello, a pesar de los errores acumulados: la memoria tiñe benévolamente lo que nos es grato, aunque haya salido mal. Cuando, después de un par de cervezas y de horas de charla, Álex y yo nos levantamos para irnos, no lo hacemos sin revisar los estantes de la librería. Laie no es muy grande, pero eso, precisamente, la hace más accesible. El orden es riguroso, pero no agobiante. La iluminación, favorecedora. Repaso las novedades de poesía, sin hallazgos destacables, como viene siendo habitual. Compro, sin embargo, Ávidas pretensiones, una novela ampliamente publicitada antes de aparecer (qué envidia), pero que ha escrito Fernando Aramburu, un excelente poeta, y una garantía. El libro es una sátira de la sociedad poética, y me gusta la sátira, aunque no tanto por el vituperio en sí, cuanto por la precisión de la prosa que exige, pero me intriga saber si su autor no se ha dejado arrastrar por la facilidad del asunto: pocas cosas son más ridiculizables que el mundillo de los poetas y letraheridos. Cuando más iluminadora resulta la sátira, cuando no resulta vil, es cuando recae en cosas que eluden la burla, cuyos perfiles la expulsan como los diseños hidrodinámicos al agua; y algunas quedan. A punto ya de salir, Luis, el dueño de la librería, siempre amable conmigo, me dice que ha puesto varios ejemplares de mi último libro, La pasión de escribil, en el estante preferente de la sección de libros de viaje. Allí está, en efecto, aunque se me haga raro que un libro titulado La pasión de escribir, pese a ser una crónica viajera, esté rodeado por otras crónicas viajeras. Contradicciones de la sensibilidad, supongo, como hay tantas. Pago la compra, nos damos un abrazo con Álex, y enfilo la calle Caspe para coger el tren que me devolverá a una casa solitaria. 

2 comentarios:

  1. Leo en tu entrada la anécdota de Fernando Beltrán y vuelvo otra vez a Renard: "Si vinieras a besarme mientras estoy leyendo un soneto de Baudelaire, sería capaz de no interrumpir la lectura; y si me anunciaran la muerte de mi padre entre dos estrofas de Hugo, diría: "Espere".

    Pero lo que realmente quería decirte es que me vienen de perlas tus entradas hablando de rincones de Barcelona; ya que dentro de unos días iré a la maratón, será un gusto correr Barcelana. Espero volver a pisar la plaza Real; tomar un café en el Glaciar; no sabía que Gonzalez-Ruano hubiera escrito allí, tampoco sé si mi amigo Carlos lo sabía y eso ya no podré saberlo nunca; sentía una grandísima admiración por él, decía que era el mejor crítico que haya existido nunca. Mi amigo escribía y también le dedicó unas páginas. Me gustaría poder visitar Laie y comprar esos libros de los que hablas, ya tengo ganas.
    Ahora estoy releyendo Insumisión, con calma..

    Gracias por redescubrir esos rincones y, espero poder zamparme unos calçots!!

    Un Abrazo

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    1. Siempre he pensado, Amelia, que la literatura ha de ser práctica: no de auto-ayuda, esa cosa horrenda, quiero decir, sino útil, informativa, reveladora: que abra espacios y atmósferas, que abra también, como parece que va a ser tu caso, ciudades. Ojalá mis modestas crónicas te sirvan para que tu paso por Barcelona sea un poco más agradable. Me ha llamado la atención que dijeras: "correr Barcelona" y no "correr en Barcelona" o "correr por Barcelona". Se nota que los runners desarrolláis una relación muy íntima con vuestra actividad y con los lugares en los que la practicáis. Te deseo una buena carrera, unas buenas lecturas y, si puede ser, unos buenos calçots. No los lamentarás, créeme.

      Y gracias, otra vez, por tu fidelidad a mi poesía.

      Muchos besos.

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