martes, 15 de abril de 2014

Cosas que pasan en Cáceres

Javier Pérez Walias y su mujer Teresa nos han invitado a comer en su casa en Cáceres, y luego han quedado con otros buenos amigos, Mario Martín Gijón y Julio César Galán, para que sigamos la tertulia con un café o una cerveza delante. Cuando ya estamos en la ciudad, en el Paseo de Cánovas, distinguimos en una esquina a Carlos Floriano, vicesecretario general de organización del Partido Popular (signifique esto lo que signifique) y cacereño de pro. Que esté en una esquina no alude a su profesión: simplemente, se dispone a cruzar un semáforo. Va con un niño y otro caballero, que viste un traje de impecable factura, zapatos relucientes y corbata de flores. Floriano, como su nombre indica, es un hombre afortunado: propietario de un importante patrimonio inmobiliario sin haber hecho nada por ganarlo, doctor en Derecho sin saber ni jota de derecho y neogeneracional encaramado a un puesto de relevancia en el partido, en el que, día a día, y ante el país entero, hace gala de su ecuanimidad, su amplitud de miras y su espíritu contrario a todo sectarismo; un hombre que ennoblece a la clase política española, y que ahora, como ciudadano piadoso y de orden que es, se apresta a celebrar, embutido en una camisa azul de listas y cuello blancos, y pantalones de pinzas, estas señaladas fechas pascuales. Ya en casa de Javier, que es una enorme biblioteca, curioseo en sus libros. Observo algo que halaga mi vanidad: tiene dos ejemplares de Insumisión. También me agrada localizar entre los volúmenes la poesía completa de Basilio Fernández, a la que dediqué mi tesis doctoral, y Oscura marea, de Manuel Álvarez Ortega, el mejor poeta español vivo, junto con Antonio Gamoneda, aunque muy pocos lo conozcan. De ambos me gusta, además de su poesía, su voluntad de oscuridad, pero no estilística -aunque a mí los poetas considerados oscuros siempre me han parecido luminosos-, sino vital. Basilio publicó un puñado de poemas en revistas de vanguardia de los años 20, para luego enmudecer públicamente, aunque nunca dejara de escribir, mientras servía patatas y quesos en el negocio de alimentación heredado de sus padres, en Gijón. Álvarez Ortega, en cambio, ha publicado mucho, pero procurándose siempre una marginalidad exquisita, casi altanera. Cuando publicó su primera poesía completa, a mediados de los 90, se negó a que se vendiera en librerías: él quería controlar quién leía sus versos, porque no todo el mundo le parecía digno de hacerlo. Otra particularidad en la disposición de la biblioteca de Javier me llama la atención: Libro de los venenos, de Gamoneda -uno de sus mejores títulos, a la vez que uno de los menos conocidos-, está al lado de la poesía completa de García Montero. "Esto sí que es eclecticismo", le digo. Algo azorado, cambia a Gamoneda de sitio. La comida es muy agradable: son importantes las patatas a la importancia que Javier, buen cocinero amén de buen poeta (ambas actividades requieren, en realidad, habilidades parecidas, sobre todo, la capacidad de enfangarse en la materia, de agarrar las cosas y amasarlas, moldearlas, manipularlas), nos ha preparado, y tampoco están mal el entrecot de ternera con guarnición de criadillas y setas y el yogur con frutas casero que completan el menú. Hacia las cinco, se nos unen Mario y Julio. Javier nos regala su Al Qarafa, publicado en De La Luna Libros, y Julio, su Inclinación al envés, recientemente aparecido en la colección "El pájaro solitario" de Pre-Textos. Ambos presentan una factura excelente y prometen una lectura muy interesante, aunque yo ya conozco algunas composiciones de Al Qarafa, cuyo tema me es próximo: la muerte. Mario, que arrastra un resfriado descomunal, no trae ningún libro, pero está a punto de publicar un nuevo poemario en Polibea: Tratado de entrañeza. Y no es errata: es "entrañeza", y no "extrañeza", con uno de los habituales juegos lingüísticos de Mario, que definen su poesía entre lúdica y quirúrgica (Rendicción se titula su último poemario). Hablamos y hablamos los cuatro. Hacia el final de la tarde, decidimos salir a dar una vuelta. Julio, apremiado por la tesis doctoral, que está acabando, y por su hijo pequeño, que está empezando, se ha tenido que marchar, pero Javier, Mario, Teresa, Ángeles y yo nos vamos de paseo. El casco antiguo está abarrotado: la gente espera a las procesiones a la puerta de las iglesias y en las calles. Nos abrimos paso con alguna dificultad hasta un local llamado "Los siete jardines", del que, por desgracia, solo conocemos uno. Antes, pasamos por delante del hotel Atrio, el más lujoso de Cáceres, donde Ángeles y yo nos alojamos un fin de semana hace casi un año. Recuerdo que lo único que no nos gustó del lugar fue que el maître de nuestra cena romántica se empeñó en darnos conversación desde el primer hasta el último plato. "Era un metrementodo", observa Mario. Ya en "Los siete jardines", a la sombra de un olivo, vemos el paisaje que se extiende a nuestros ojos. Cáceres acaba abruptamente: no hay continuidad urbana, sino un tajo muy perceptible entre la ciudad y el campo: tras la última casa, solo hay labrantíos, sequedad, espacio. Anochece con lentitud, y despachamos unas cervezas extremeñas de nombre vagamente bávaro, Sevebrau. Queremos cenar algo, pero no allí, donde la carta flaquea, sino en algún lugar con fundamento. A la salida nos encontramos con un problema: las procesiones ya han empezado, y casi todas las calles están bloqueadas. La gente las ocupa incluso con asientos: hay señoras acomodadas en primera fila, con la pinta expectante de quien asiste al estreno de la última película de Brad Pitt. Javier nos informa de que eludirlas nos implicará dar un rodeo enorme, y ya va siendo tarde, así que inspira profundamente, se sube un poco los pantalones y se lanza contra la procesión como un explorador del Trópico se lanzaría, en un esquife, contra la corriente amazónica. Yo pienso que, si él puede remar contra la corriente de los pasos de Semana Santa en una ciudad española, yo no voy a ser menos, y me aferro a su estela, confiando en que Mario, que viene detrás de mí, siga nuestro ejemplo y no se empantane en las arenas movedizas de la orilla, de donde acaso no podría salir. Al cabo de muy poco, y con Javier varios metros por delante de mí, me veo en el centro de la procesión, rodeado por nazarenos vestidos con hábitos carmesíes y cucuruchos escalofriantes: por un momento, me siento palestino, pero palestino de cuando los romanos, y también masoquista, porque hay que serlo para infligirse este tormento de capuchas, cíngulos, pesos, saetas y latigazos. La iconografía cristiana, y, sobre todo, los motivos pascuales, siempre me han dado escalofríos: los colores de luto, las coronas de espinas, los corazones desgarrados, las lanzadas y despellejamientos, la bárbara crucifixión, las lágrimas y los quebrantos: todo me parece espantoso, de una crueldad máxima. Este es, según dicen, el dios del amor. Pero yo veo poco amor en esta exaltación del duelo y el sufrimiento, en esta orgía de ayes. Cuando pasamos junto a la imagen del Cristo, una señora nos increpa: "¡Vamos, hombre!", y muchas otras nos miran homicidamente. No nos detenemos: si lo hiciéramos, el caudal nos engulliría. Hay que seguir avanzando, contra viento y marea. Nos abrimos paso, a golpe de antebrazo, por entre la banda de música, que aún no se ha arrancado a tocar las bonitas piezas que acompañan al desfile. Los tambores, no obstante, repican, y me parece advertir que el del bombo sacude con más fuerza el parche cuando pasamos a su lado, como si sublimara en el instrumento sus deseos de aporrearnos la cabeza. Por fin, tras mucha tribulación, rebasamos la crística aglomeración y salimos a campo abierto: hemos sobrevivido. Nos miramos los tres, con la expresión de felicidad con que se reconoce a los compañeros que han superado, como uno mismo, una prueba definitiva: unos rápidos asesinos, unos remolinos omnívoros o una catarata altísima, y también con un fulgor de orgullo, como si el hecho de que tres ateos hayan atravesado de aquel modo una procesión, y salido vivos del embate, tuviera una significación moral. No sabemos lo que ha sido de Teresa y de Ángeles, pero confiamos en que hayan sabido encontrar algún ramal inofensivo por el que eludir el avasallamiento de la procesión. Nos reunimos algún rato después, en el aparcamiento donde hemos dejado el coche, no lejos del lugar donde, por la mañana, Carlos Floriano nos ha iluminado el día. Cenamos en "El Globo", cerca de la estación. Dejamos a Mario y a Javier y Teresa en sus casas. Repostamos gasolina. Volvemos a Hoyos. Llegamos casi a las dos de la madrugada, pero nos sentimos felices. 

3 comentarios:

  1. Qué bueno el Libro de los venenos!! Todavía recuerdo lo que dice de la yerba verdolaga; a más de uno se la daba yo!!

    Un abrazo

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  2. Es un libro coral, de múltiples registros y ecos. Una vez lo cité, muy favorablemente, en una ponencia sobre Gamoneda, y vi cómo a Antonio, que estaba allí, la mención de este libro le despertaba un interés (y quizá un agradecimiento) especial, seguramente porque no se le hablaba de él a menudo. A mí es uno de sus poemarios que más me gustan.

    Un beso.

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  3. Yo tengo un ejemplar de esos "venenos" dedicado con la letra indescifrable de Gamoneda. Fue mi relectura en un reciente viaje a León, donde no pude visitarle en su casa a pesar de estar previsto.
    En cuanto al de Javier que haya salido en "Luna de Poniente" es una satisfacción para mí.
    Y acerca de los nazarenos, en correo aparte te envío un texto "escéptico" que a lo mejor te hace sonreír.
    Un abrazo.

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