martes, 1 de abril de 2014

El hallazgo de un libro

Volvíamos ayer de merendar en el dolor cotidiano. Le Pain Quotidien es una cadena de bares supuestamente franceses (aunque puede que sean belgas: serán el Hercules Poirot de los bares), en uno de los cuales, en King's Road (frente a Manresa Street: he de averiguar por qué esta calle se llama como el pueblo de Cataluña en el que San Ignacio de Loyola ideó el jesuitismo; de hecho, le pain quotidien también tiene connotaciones religiosas: "el pan de cada día"), nos gusta tomar un capuccino y alguna pasta (que Ángeles, madrileña, llama bollo). Caminando por Oakley Street, al final de la cual el engalanado puente Alberto desplegaba su muchedumbre de luces, vimos dos cajas y una cortina vieja en el suelo, junto a la verja de entrada de una de las casas. Las cajas estaban llenas de libros. Oakley Street es una vía despejada, en cuyas aceras no hay nunca basura: sorprendía aquella presencia anómala. Y no había nadie cerca a quien pudiéramos vincular con ella. Pero las cajas y la cortina parecían, indudablemente, desechos. Mi atracción por los montones de libros debe de ser genética: cuando veo uno, siento la necesidad de pararme y rebuscar. Mi atemperado espíritu de bibliófilo (todavía no he llegado a sacrificar la literatura al objeto literario, pero reconozco que siento un cosquilleo en el cerebro cuando doy con algún ejemplar valioso o, por lo menos, interesante) me hace no despreciar ninguno. En la gran mayoría solo habrá basura, pero en la basura puede ocultarse alguna joya. Me detuve, pues, inevitablemente, en aquellas cajas de Oakley Street, sin haber despejado del todo, no obstante, la duda de si aún tendrían dueño: a lo mejor alguien las estaba descargando para meterlas en un piso. Pero no: allí estaban, mostrencas, abandonadas. Las vacié en un instante, mientras Ángeles esperaba, inquieta, a medio camino entre la vergüenza y la vigilancia. Solo contenían lo que ya suponía: best-sellers inmundos, diccionarios viejos, libros sobre perros y jardinería, cuadernillos de sudokus (hechos). A los dedos se me pegaba el tacto ofensivo de las ediciones baratas, confeccionadas con un papel parecido al de los periódicos; y olía a tinta bastarda, ajada. Sin embargo, cuando ya desesperaba de encontrar nada, en el fondo de una de las cajas, vi una encuadernación sugerente: un libro pequeño, de tapas verdes, en cuyo lomo advertí enseguida la palabra "poems". La tipografía, dorada, añeja, y la ilustración de la cubierta -un violín sobre dos cornos cruzados, en un círculo de pájaros voladores, a todo lo cual se superponía la palabra "music"- indicaban que se trataba de un libro antiguo. Y así era. Lo abrí con ansiedad y leí en la portada: Music and Other Poems, de Henry Van Dyke, publicado por Charles Scribner's Sons en Nueva York en 1909. Un dibujo a tinta de una figura femenina tocando el laúd, de estilo vagamente prerrafaelita, acompañaba al título y a los nombres del autor y el editor, impresos en rojo. Volví a mirar a mi alrededor: seguía sin haber nadie que diera cuenta del abandono. No vacilé en llevármelo. De camino a casa, lo examiné con más cuidado. Un antiguo propietario lo había firmado: en la primera página figuraba "E. V. Leighton. April 1934"; algunas páginas todavía estaban intonsas; y, lo más maravilloso, entre sus páginas había una fotografía. Me encanta descubrir recuerdos personales en las páginas de los libros: flores secas, billetes de autobús (siempre miro la fecha, y siempre pienso qué estaría haciendo yo aquel día), listas de la compra, incluso cartas o fotos, como en esta ocasión. Todas esas minucias cotidianas me transmiten un poderoso sentimiento de intimidad: son pequeños regalos de otras vidas, minúsculas ventanas a otras subjetividades, angustiadas o exultantes, a otros yos. Siempre he deseado ser los otros: siempre he querido vivir más, y una de las mejores formas de hacerlo es participar de las vidas ajenas, de sus preocupaciones y esperanzas, aunque sea por esa vía, simbólica, de los pecios en los libros. La foto del libro de Van Dyke, que tengo delante de mí al escribir estas líneas, es una instantánea muy pequeña, en blanco y negro, en la que se ve a cuatro niños, sonrientes, sentados en un prado de hierba muy alta. Detrás de ellos, pasa una mujer, a la que no se le ve la cara. Al fondo, una línea de árboles. Ninguna anotación en el dorso indica la fecha o circunstancias de la imagen. Por las características de la foto y la ropa de los fotografiados, deben de ser los años veinte o treinta, lo que resultaría coherente con la firma del señor o, más probablemente, la señora Leighton. Al llegar a casa, busqué información sobre Henry Van Dyke. Fue un escritor estadounidense, profesor en la universidad de Princeton y pastor de la iglesia presbiteriana. Había nacido a mediados del s. XIX y muerto en 1933, un año antes de que el señor o la señora Leighton estamparan su firma en el volumen encontrado. Por la enorme cantidad de libros que había publicado, de casi todos los géneros, y por su, en cambio, escueta presencia en la historia de la literatura americana, deduje que se trataba de un autor popular, pero escasamente prestigiado. De hecho, mi ejemplar de Music and Other Poems aún tenía escrito, en un pico de una de las páginas de respeto, un precio de ocasión vergonzantemente bajo: 40 p, esto es, cuarenta peniques (hoy, menos de un euro). Los libreros de viejo serán zotes antediluvianos en su mayoría, pero pocas veces se equivocan con los precios: si algo vale poco, es que literariamente vale poco. Un vistazo a los poemas del libro me confirmaba el tenor retórico y clerical de la literatura de Van Dyke: técnicamente impecable, de acuerdo con las normas compositivas de su época, pero muda para un lector actual. Pese a ello, no me disgustaba la figura del poeta: había sido embajador de los Estados Unidos en varios países europeos en el primer cuarto del siglo (nombrado por el demócrata Woodrow Wilson, compañero suyo de colegio) y se había opuesto vigorosamente, con un discurso pacifista, a la anexión de las Filipinas, ganadas en la guerra contra España. Y su obra, pese a su desalentador conservadurismo, aún tiene relevancia en la cultura anglosajona de hoy. Parte de uno de los poemas de Music and Other Poems, "Katrina's Sun-Dial" ("El reloj de sol de Katrina"), figura inscrito en el monumento conmemorativo de las víctimas británicas del 11-S, en la plaza Grosvenor de Londres. Dice así:

El tiempo es
demasiado lento para los que esperan,
demasiado rápido para los que temen,
demasiado largo para los que penan,
demasiado corto para los que gozan;
pero, para los que aman,
el tiempo no es.

Quizá no sea una gran poema, pero da el pego en un monumento funerario. Quizá Music and Other Poemas no sea un gran libro, pero es un libro al que he rescatado de la muerte, y me gusta.

2 comentarios:

  1. Has leído "Los Modlin", de Paco Gómez?
    Es una historia alucinante!!

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    1. Pues no, pero, si tiene que ver con el hallazgo de libros curiosos, lo buscaré. Gracias, otra vez, por la sugerencia.

      Un gran beso.

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