sábado, 19 de abril de 2014

Gabo

A los muchos fallecimientos de escritores y gente de letras de este año aciago, que parece nacido para liquidarlos, se sumó ayer otro, no por anunciado menos doloroso: el de Gabriel García Márquez. Cuando muere alguien cuya obra ha sido importante en mi vida, lo primero que se me viene a la cabeza no es el hecho trágico de la desaparición de alguien relevante en las letras contemporáneas, ni el peso estético o intelectual de su obra, ni siquiera las circunstancias concretas en que la leí, sino el contacto personal que haya tenido con él, por mínimo que haya sido. García Márquez tuvo una intensa relación con Barcelona, aunque, cuando él vivía en la ciudad, yo era demasiado joven, un niño todavía, como para saber de sus andanzas y de su literatura. Pero no descarto que nos hayamos cruzado alguna vez por la calle, que hayamos comprado en las mismas tiendas, que hayamos cogido el mismo autobús, aunque yo fuese de la mano de mi madre y él, de la del coronel Aureliano Buendía. Solo lo vi una vez, cuando él ya no residía en la ciudad. Fue en la agencia literaria de Carmen Balcells, para la que elaboré informes de lectura durante un par de años, cuando estaba acabando Filología, a principios de los noventa. El coordinador de mi trabajo, Javier Aparicio -hoy ensayista y crítico de El País- me citaba en los despachos de la agencia, y yo le entregaba en mano el informe semanal. No sé por qué no se lo enviaba por correo. Supongo que me gustaba ir desde mi casa, paseando, hasta la Diagonal, donde la Balcells tenía su sede, y charlar con Javier sobre el libro analizado, que era normalmente una porquería. En aquellos encuentros, yo había de cruzar varias salas y pasillos, y, a veces, esperar un rato en algún despacho. Fue en una de esas ocasiones cuando lo vi. Yo pasaba, y él esperaba, sentado en un sillón, leyendo algo. Estaba solo, con las piernas cruzadas; recuerdo, sobre todo, el brochazo negro del bigote. Él no levantó la vista y yo no me paré: Gabo fue solo una imagen instantánea, detenida, fugaz, aunque su permanencia en mi memoria y mi sensibilidad fuera, y siga siendo, indeleble. No hice como un antiguo amigo mío, Ubaldo, que lo vio en la otra acera del Paseo Marítimo barcelonés y, sobreponiéndose al estruendo del tráfico y a la amplitud de la vía, con grandes aspavientos, le gritó: "¡Maestro!", y empezó a recitar, sin equivocarse en una sola palabra, el principio de Cien años de soledad: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...". Según me dijo Ubaldo, Gabo se paró un momento, sonrió, saludó al inopinado recitador con la mano, y siguió su camino. El gesto de mi amigo me pareció enternecedor, pero excéntrico y barroco -Ubaldo es cubano-, hasta que supe que el propio García Márquez había hecho algo parecido cuando, muy joven, había visto por primera vez a Hemingway: "¡Maestro!", le gritó, y luego empezó a recitarle algo de lo que el norteamericano había escrito. Otro recuerdo muy temprano que tengo del colombiano es mi lectura de la primera obra suya que conocí: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, a principios de los setenta. Alguien que titula así, pensé, tiene que ser bueno. Ese volumen contiene algunos de los mejores relatos de la literatura en español del siglo XX. Me acuerdo especialmente de El ahogado más hermoso del mundo, en el que vibra -aunque yo no lo sabía cuando lo leí- el mismo aliento poético que García Márquez reivindicó en el discurso de aceptación del Premio Nobel: "En cada línea que escribo -dijo aquel Gabo con liquiliqui blanco, en 1982- trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte". Cien años de soledad, en efecto, y toda su obra, es un magnífico, dilatado y pulidísimo poemario, como lo son En busca del tiempo perdido o Absalón, Absalón. También me recuerdo leyéndolo: en mi casa, sobre el hule de la mesa del comedor, adolescente, de noche, sudando -debía de ser verano, pero no descarto que el calor me lo infundiera la propia temperatura de las páginas-, y preguntándome cómo era posible urdir un relato (un poema) de semejantes proporciones y de semejante sostén, aéreo, pero también térreo, mítico, pero también cómico. Cien años de soledad me transportaba a las regiones de la leyenda y de lo sobrenatural, pero sin abandonar el sustento pacífico de la tierra: era vuelo y suelo, o, como se ha establecido ya como categoría de la filología, realidad y magia; y me hacía reír: a mí siempre me ha parecido también una obra de humor. Hice aquella primera lectura con una edición de Austral, que me regaló un gran amigo estadounidense, Jeff Birdsong. Luego me preocupé por conseguir algún ejemplar de la primera edición en España, de marzo de 1969, a cargo de Edhasa (de la edición príncipe de 1967, en Sudamericana, no cabía hablar: era muy difícil encontrarla y los precios eran prohibitivos), esa que lleva por sombrero en una de sus fotos más famosas, y, no contento con hacerme con uno, adquirí dos, en diferentes momentos de mi vida. El primero, que compré en 2000 por 5.000 pesetas, lleva dos sellos: de la librería Quijote, de Granada, y de Enrique Balmaseda Guerrero, abogado, a quien, obviamente, el libro no debió de gustarle demasiado; el segundo, inmaculado, aún conserva una de aquellas respuestas comerciales, en forma de tarjeta postal, que las editoriales insertaban en los volúmenes para conocer los gustos de sus clientes y obtener información sobre sus libros, y que los medios digitales han arrumbado hoy en el baúl de lo histórico. Yo tengo, junto con los Cien años, toda la obra de Gabo. Creo que su producción última, desde El amor en los tiempos del cólera, no está a la altura de la primera -sobre todo, de la tríada compuesta por la saga de los Buendía, El coronel no tiene quien le escriba y El otoño del patriarca-, pero no me extraña: mantener, en toda una vida de creación, el nivel que establecen estas tres obras sería un caso único de genialidad en la historia de la literatura universal. En cualquier caso, ojalá los peores libros de todos los novelistas, todos los escritores, fuesen como El general en su laberinto. La literatura estaría salvada entonces para siempre.

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