martes, 29 de abril de 2014

Historia criminal del Cristianismo

Hace tres semanas, el 8 de abril, murió Karlheinz Deschner, escritor e historiador alemán. Este nombre, seguramente, no dirá nada a la mayoría de lectores: uno de tantos académicos centroeuropeos, uno de tantos escritores oscuros. La oscuridad, desde luego, tiene que ver con su obra, pero no por su naturaleza, sino por su objeto. Deschner ha sido el autor de uno de los más monumentales proyectos de investigación de la historia, que aventaja con creces a la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Gibbon, o a la Historia de la Revolución francesa, de Michelet: es la Historia criminal del Cristianismo, en diez volúmenes (5.000 páginas en total, en la edición alemana), en los que recoge, analiza y documenta el rosario -y nunca mejor dicho- de crímenes, persecuciones y desmanes, tanto físicos como intelectuales, que han protagonizado las sectas y confesiones cristianas, con especial atención a los cometidos por la Iglesia católica. La obra, con ser colosal, ha quedado inacabada: Deschner, consciente del poco tiempo que le quedaba -ha muerto con casi 90 años-, apenas pudo concluir el décimo volumen, Siglo XVIII y perspectivas, que analiza la caída del papado y la gradual separación entre Iglesia y Estado. Toda la modernidad cristiana -otro oximoron, como "el pensamiento navarro" que denunciaba Baroja- ha quedado pendiente de un estudio que daba para mucho, pero que ya nunca llegará. (No obstante, Deschner tuvo tiempo de publicar dos volúmenes complementarios, Política de los papas del siglo XX, para denunciar la connivencia de la Iglesia católica con las dictaduras de esa centuria: Yalde los publicó en España en 1994). La editorial Martínez Roca, hoy, como casi todas, absorbida por Planeta, ha publicado nueve volúmenes de la Historia criminal del Cristianismo, aunque no se corresponden con los nueve de la obra original: el último de ellos se titula Siglo X: desde las invasiones normandas hasta la muerte de Otón III. Antes que los crímenes del Cristianismo, sobrecoge el esfuerzo desplegado por Deschner: en 1970 empezó a estudiar el tema y solo después de 17 años de implacable labor preparatoria, realizada con minuciosidad teutona, se puso a escribir. Los diez volúmenes de la obra fueron apareciendo a lo largo de los 25 años siguientes. Me importa subrayar también que Deschner era novelista y crítico literario, había estudiado Teología, Psicología, Filosofía, Derecho y Literatura, y era doctor por las universidades de Bamberg y Würzburg, pero nunca había trabajado en la universidad, ni ocupado cargo docente u oficial alguno. Era un investigador autónomo, pues, un free-lance del pensamiento, y se me antoja muy revelador que alguien fuera de los círculos académicos establecidos haya llevado a cabo un proyecto de esta magnitud, y de tanta calidad. (Algo parecido pasa en España, salvando las distancias: muchos de los mejores pensadores de la literatura actual, por ejemplo, están fuera de la universidad; es más, la universidad no quiere saber de ellos). Que las religiones, en general, y el Cristianismo, en particular, han cometido barbaridades sin cuento, era y sigue siendo algo sabido, pese a los esfuerzos ingentes de tantos por dorar esa realidad -es decir, por escamotearla, por tergiversarla- con la palinodia de la fe benefactora, las contribuciones al progreso humano y la iglesia de los pobres. La Iglesia católica se ha opuesto, a lo largo de la historia, y hasta hoy mismo, a todos los avances de la humanidad, sin dejarse uno solo: ha condenado, con encíclicas y desde el púlpito, con excomuniones y con ejércitos, los descubrimientos de la ciencia, la separación del Estado y la separación de poderes, el sufragio universal, el sistema parlamentario, la libertad de cátedra y la libertad de conciencia, los derechos humanos y los derechos de la mujer. La Iglesia ha rechazado la vacunación y hasta los pararrayos, porque, si Dios quería que un microbio se introdujese en el cuerpo humano, o que un rayo destruyese una casa, ¿quién era el hombre para impedirlo? Hoy, la Iglesia sigue condenando el divorcio (pese a la hipocresía de las nulidades matrimoniales: el otro día me hablaron de una que se había declarado después de 26 años de matrimonio, y con varios hijos de por medio), el aborto, la eutanasia, las terapias génicas y la homosexualidad, entre muchas otras posibilidades de hacer feliz a la gente (como la masturbación, a la que nunca he entendido por qué se opone, si no es más que hacer el amor con la persona a la que más quieres, como ha observado Woody Allen). Para la Iglesia, lo importante no es ser feliz, sino ser creyente. Se trata, sobre todo, de espantar el miedo a la muerte y a la incertidumbre de la existencia, a su sinsentido radical, aferrándose a un conjunto de creencias orejeras, analgésicas, más aún, salvadoras. Se trata, pues, de emborracharse con la verdad, con una verdad destilada con palabras y con miedo, no de descubrirla. En realidad, no hay otra verdad que la ausencia de verdades: somos materia indefensa y fugaz, pero, por desgracia, pensante, tras cuya eclosión volveremos a la oscuridad de la que vinimos: a la nada. Nuestra esencia es la incerteza, la inestabilidad, la fragilidad, el dolor y la muerte. En este recorrido de levedades, acaso podamos ahorrarnos algo de sufrimiento, y hasta darnos algún placer, si empleamos el cuerpo y la mente con la inteligencia que la naturaleza nos ha dado. Pero ahí está la Iglesia para decirnos que no: que el cuerpo y la mente hay que emplearlos con devoción, con sacrificio, subordinados a los altos destinos para los que Dios los ha concebido: el trabajo, la reproducción, la monogamia. También hemos de aceptar la decadencia de ese cuerpo y esa mente, su desmoronamiento por las laderas de la enfermedad y la vejez, hasta la desaparición final, porque así le place a Dios, que consiente el mal y ha instaurado la muerte. La Iglesia católica es, hoy, una teocracia medieval, casi saudí, en el que no rige ninguno de los derechos ciudadanos que con tanto esfuerzo hemos conseguido los comunes de los mortales, casi siempre contra el parecer de la Iglesia católica. Y ese es uno de sus peores aspectos: desde los remotos tiempos de Constantino, cuando los cristianos entendieron que la mejor forma de perdurar era abrazar las estructuras de poder y se hicieron la religión oficial del Estado, la Iglesia es una institución, y cuenta, como toda institución, con sus funcionarios. Los clérigos, la jerarquía eclesiástica, esos mediadores entre la voluntad del pastor supremo y su pobre rebaño, son la peor supuración de la superstición trascendental. Ninguna otra religión los tiene, ni siquiera el islam, cuyos imames pueden ser cualquier creyente, aunque el mahometanismo tenga la contrapartida de no haber pasado por un Siglo de la Luces: los musulmanes, para su desgracia y la nuestra, siguen viviendo en las arenas del siglo VII. Y, desde que los cristianos decidieron dejar de ser perseguidos y pasar a ser perseguidores, los sacerdotes han sido, como nuestros políticos de ahora, pero con unas dimensiones infinitamente mayores, una casta extractiva. A veces he pensado que el Vaticano es una invención del demonio; más aún, que el Cristianismo, y hasta Dios, son una invención del demonio, ideada para castigar a los hombres. Aunque es verdad que, para ser un poder tan maligno como el que describe Deschner en Historia criminal del Cristianismopara encadenar tantísimas tropelías y provocar tanto sufrimiento y tanta muerte, no es menester ningún ser sobrenatural: el ser muy natural que es el hombre se basta y sobra, con su malevolencia y su crueldad.

9 comentarios:

  1. Cuánta razón y con qué pasión escribes!! Estoy deseando que me llegue "La pasión de escribil", está tardando demasiado, pero sigo fiel a mis libreros.

    Respecto a la Nulidad, bueno, yo llevé una del turno de oficio, pero no sé a santo de qué, tenemos que costear las nulidades eclesiásticas!!
    La conseguimos. Lo único bueno para mí fue conocer a una gran mujer, una amiga!!

    Un abrazo

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    1. La distribución sigue siendo el talón de Aquiles de las editoriales pequeñas. Ojalá "La pasión de escribil" no tarde mucho más. Gracias, otra vez, por tu interés.

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  2. Ole, ole y ole. Más claro, agua.
    Y mis mayores respetos para herr Deschner.
    Abrazo

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  3. Hola. Soy un ejemplar de la "peor supuración de la superstición trascendental". Suelo leer lo que escribe en su blog. Pero en esta ocasíón, y sin que me duelan prendas en darle la razón en algunas cosas de las que dice, considero que ha pisado la cera de los prejuicios y ha pegado un buen resbalón impropio de una persona inteligente, que no es otra que la que se detiene en los matices y pinceladas, dejando de lado los brochazos, más propios de personas menos formadas. Por supuesto, no ignoro muchas de las atrocidades que la Iglesia ha podido llevar a cabo a lo largo de su dilatada historia (mucho más larga, por ejemplo, que la del comunismo, de infeliz memoria), pero eso no obsta para, en justicia, estimar todo lo bueno que también ha aportado a lo largo de su dilatada historia. Sin embargo, sus sentimentales prejuicios le impiden considerarlos, aunque solo sea para criticarlos. Por otro lado, creo que su ateismo es muy burdo y no resistiría la primera andanada de una argumentación de contrario. Para terminar, recuerde las famosas palabras de Hamlet a su amigo Horacio, sobre las cosas que no conocía su filosofía. Atentamente. Marce

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    1. Estimado Marce:

      Gracias por su mensaje, que plantea muchas cuestiones interesantes. La primera: esos prejuicios míos a los que Ud. alude, sin especificar cuáles sean, son juicios: el resultado de mi reflexión personal y mi experiencia humana durante mis 51 años de existencia. Los verdaderos prejuicios son, en mi opinión, los que instalan en la mente de los niños, carentes aún de cedazo crítico, las familias y las escuelas católicas. Ese intenso adoctrinamiento infantil, esto es, cuando el adoctrinado está todavía racional y emocionalmente inerme, constituye la garantía de la transmisión de la superchería religiosa, y es el verdadero pre-juicio, o convicción anterior al análisis, que atenaza a tantos. Tampoco aclara Ud. qué es "todo lo bueno" que la Iglesia ha aportado a lo largo de la historia. Bertrand Russell solo le reconocía la transmisión medieval del saber de la antigüedad; yo admito la Capilla Sixtina. En cualquier caso, y sin perjuicio de la bondad de muchos hombres de fe, genuinamente entregados a aliviar el dolor y las penurias de sus semejantes, que reconozco y aplaudo, me parece evidente que la intención subyacente a esas aportaciones es la salvación, es decir, se trata, técnicamente, como señalaba George Bernard Shaw, de un soborno. No sé Ud., pero yo prefiero hacer el bien, si es que soy capaz de hacerlo, no para obtener una recompensa a cambio, sino por mera fraternidad o compasión, por desnuda obligación humana. Por último, calificar mi ateísmo de "burdo", sin conocerlo, y afirmar que "no resistiría la primera andanada de una argumentación de contrario" (que, por otra parte, tampoco lanza) es de una presunción sorprendente, que se aviene mal con la humildad cristiana, de la que supongo a Ud. partícipe. Mi ateísmo, burdo o no, es fruto de mi conciencia crítica y todo lo independiente que he podido; no sé si su deísmo lo es también. (¿Ha pensado, no obstante, que Ud. también es ateo: ateo de Osiris, de Odín, de Júpiter, de Afrodita, de Manitú, de tantísimos otros? Ud. coincide con mi ateísmo muchísimo más de lo que discrepa con su teísmo). Por último, le recuerdo que no somos los ateos los que hemos de demostrar nada, sino los creyentes los que han de demostrar que lo que creen es una realidad y no una fabulación de su mente o una consecuencia de su necesidad de consuelo: al actor incumbe la prueba.

      Reciba un cordial saludo.

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  4. Brillante, la Iglesia ha negado todos los avances de la humanidad y ha traído un Dios torturador que se complace con el castigo, con el castigo de la ignorancia.

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