miércoles, 30 de abril de 2014

Tatuajes

Inglaterra es el paraíso del tatuaje. Se ven en cualquier parte, y me refiero tanto a cualquier parte de la calle como a cualquier parte del cuerpo. En determinados ambientes, uno ya no advierte, por ejemplo, brazos, sino brazos tatuados, ni pechos, sino pechos tatuados. A veces, los tatuajes alcanzan e incluso cubren la cara, y a uno le parece estar delante de un personaje de la segunda serie de La guerra de las galaxias. Los amantes del tatuaje tienen sus clubs, en los que despliegan con orgullo sus cartografías o sus últimas adquisiciones, y hasta organizan competiciones, en las que un jurado muy erudito determina cuál es mejor, si un dibujo de un dragón tailandés en la pantorrilla o una cuatricromía de tarántulas y escolopendras en el omoplato. El premio supongo que será otro tatuaje, si es que al ganador le queda piel para que se lo impongan. La pasión de los ingleses por esta técnica de modificación corporal proviene de su pasado explorador y colonial. Los barcos de Su Graciosa Majestad llegaban, pongamos por caso, a las islas de la Polinesia, y allí, en una playa dorada, entre cocoteros y sándalos, eran recibidos por mujeres vestidas solo con tatuajes. Se comprende que aquellos dibujos les fascinaran. Los tatuajes han existido desde los albores de la humanidad. Ya se practicaban en el Neolítico, y hay restos de ellos en momias egipcias: allí también eran, sobre todo, las mujeres las que se tatuaban. Ötzi, el Hombre de Hielo que se encontró en 1991 en un glaciar de los Alpes austríacos, al que se le han calculado 5.200 años de antigüedad, tenía la espalda cubierta de tatuajes, aunque, en su caso, los antropólogos creen que se trataba de tatuajes con fines terapéuticos, algo parecido a la acupuntura. Yo debo confesar que no siento demasiada simpatía por ellos: me parecen denotar una íntima insatisfacción con uno mismo, y se me hacen sucios y antinaturales. Sé que esto es una bobada: también es antinatural tomarse una pastilla para el dolor de cabeza, y todos lo hacemos, para nuestro gran alivio, pero no puedo evitar sentir un discreto rechazo por algo que perturba la hermosa sencillez del cuerpo, aunque sea un cuerpo gastado, aunque no sea un cuerpo hermoso. No obstante, he de admitir que, en alguna ocasión, he admirado alguna inscripción corporal. Una amiga mexicana tiene, en ese punto exacto en el que la espalda se incurva en lo que ya no es espalda, un círculo delicioso con una leyenda que es parte de un verso de sor Juana Inés de la Cruz: "Óyeme con los ojos". Y uno, en efecto, oía aquellas líneas negras, y la tersa blancura en la que se insertaban, con sumo placer. Hoy, por desgracia, lo que veo no son otros delicados ejemplos de tatuaje poético, sino explosiones de tinta en los rincones más inverosímiles de la anatomía. En el gimnasio al que acudo, a la hora de la ducha, me asaltan escenas del odioso manga japonés, grafitis pectorales escritos en arameo, mariposas sombrías en los sobacos, telarañas verdes en el abdomen, declaraciones de amor a Jenny, o Vanessa, o mamá, o al octavo regimiento de fusileros irlandeses, con letra gótica, criaturas de Tolkien tan espantosas que ni siquiera en las películas de El señor de los anillos se han atrevido a representarlas, mujeres desnudas cuyos pechos empequeñecen a los de Pamela Anderson antes de que se quitara la silicona, y una lista casi infinita de seres, actividades y jergas ignotas. Hay partes del cuerpo masculino que no me es dado ver si albergan tatuajes, pero sospecho que también ahí los habrá. En Tatuaje, una excelente novela de la serie Carvalho, de Vázquez Montalbán, se cuenta la historia de un personaje que se había hecho tatuar en el glande la cabeza de un gato con las fauces abiertas. Así, cuando se retiraba el prepucio, aparecía el felino dispuesto a comerse el mundo. La cosa tenía su gracia, pero no le arriendo la ganancia al tatuado: que le hagan a uno centenares, quizá miles de incisiones en el lugar del cuerpo donde se concentran más terminaciones nerviosas, para inyectarle tinta, ha de ser poco placentero, por no hablar de quitársela, que aún lo ha de ser menos. Según algunas investigaciones, entre el 80 y el 90% de los que se han hecho algún tatuaje, quiere eliminarlo en algún momento de su vida. Ningún sistema, ni siquiera los modernos procedimientos láser, garantizan un borrado perfecto, pero todos garantizan un dolor estupendo. Recuerdo el caso, aquí en Londres, de un joven que se había ido de vacaciones a España y que, después de una noche de borrachera en la correspondiente localidad de la costa, de la que no recordaba nada, había amanecido con un nombre de varón grabado en el antebrazo. A la lacerante -y cara- eliminación del tatuaje se sumaba el desconcierto y la sensación de imbecilidad, comprensible, que lo embargaba. Otros casos son igualmente sangrantes, aunque se conozca la razón del tatuaje: un amor eterno que solo duró algunos meses; un padre magnífico que se había revelado un zote; una hermandad carcelaria, con faltas de ortografía incluidas, que ya no se desea proclamar. Los tatuajes, como tantas otras cosas, sirven para identificarnos: para revelar que formamos parte de un grupo y que disfrutamos de su protección. Por eso abundan en los cárceles y en las organizaciones delictivas: la yakuza japonesa ha hecho de sus tatuajes un arte espléndido y tenebroso. Yo nunca me haré un tatuaje: soy demasiado mayor y demasiado conservador para eso. Pero nunca se sabe si, después de una cogorza olímpica, en la que todavía puedo incurrir, alguien que no me quiera bien me inducirá a inscribirme algo en alguna parte del cuerpo, que espero no sea el glande. A quien pueda sentir esa tentación, desde aquí le ruego que lo que me tatúe sea: "Óyeme con los ojos". 

4 comentarios:

  1. Saludos y bendiciones..!! Compartimos opiniones..! Especialmente el hecho de que sólo sean producto de la insatisfacción personal..!

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  2. Jean-Baptiste Bernadotte, navarro francés, se incorporó con 17 años al ejército de la I República y se distinguió en los conflictos que esta mantuvo con media Europa, ganando rápidos ascensos. Convencido revolucionario, añadió al nombre de pila el más laico de Jules (por César). Con 31 años era general.

    Nombrado ministro de la guerra, contrajo matrimonio con una concuñada del genial Bonaparte. Llegado el Imperio, recibió el nombramiento de mariscal de Francia y fue sumando triunfos militares. Sus servicios en Austerlitz le ganaron el título de príncipe soberano de Pontecorvo en la Italia napoleónica. Combatió a Suecia y se distinguió por el trato caballeroso que dispensó a sus prisioneros nórdicos.

    En 1810, muerto sin descendientes el heredero de la corona sueca y noruega, los suecos decidieron elegir un heredero que reuniese varias condiciones: que fuese un militar de valía, con el fin de contener a los rusos que acababan de desgajar Finlandia de su corona; que tuviese prestigio en Europa; que fuese popular en Suecia; y que sirviese a su país para contener la furia del entonces todopoderoso Napoleón I. Se fijaron pronto en el príncipe de Pontecorvo, que con tanto respeto había tratado a los soldados del norte, y le ofrecieron la corona. Informado Napoleón por Bernadotte, se mofó de la extravagante propuesta. Así que Bernadotte, que últimamente aceptaba mal la autoridad del emperador, aceptó lo que se le ofrecía, devolvió el principado de Pontecorvo a Napoleón y entró en Estocolmo aclamado por sus nuevos conciudadanos.

    Adoptado por el viejo y enfermo Carlos XIII, asumió el nombre de Carlos Juan, se convirtió al luteranismo, fue designado príncipe heredero y regente y, como tal, fue dueño de la política sueca desde su llegada. Si alguien esperaba que Suecia fuese un satélite de Francia, se equivocó: Bernadotte alió a su nuevo país con Gran Bretaña y Prusia, derrotó a sus excolegas los mariscales de Francia, lideró a los aliados en el norte de Europa, aseguró Noruega y participó de la victoria contra Napoleón.

    En 1818, muerto su padre adoptivo, accedió al trono con el nombre de Carlos XIV Juan de Suecia (o Carlos III Juan de Noruega), fundando así la dinastía Bernadotte, que aún reina hoy y cuyas armas funden las de la gloriosa dinastía Vasa con las del principado napoleónico de Pontecorvo. Bernadotte murió muy anciano, con 81 años, tras un largo, pacífico y próspero reinado que puso las bases de la Suecia y la Noruega modernas. Nunca había hablado sueco.

    Cuando los responsables del servicio mortuorio se disponían a lavar y adecentar el cadáver del viejo monarca para su última ceremonia, encontraron sobre su piel, escondido, el siguiente tatuaje de juventud: "Mort aux rois".

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    1. Tu comentario, querido Juan, no es un comentario: es la entrada de una enciclopedia. Qué lujo tenerte aquí.

      Abracísimos.

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