viernes, 18 de abril de 2014

Tomás, Ana y Hoyos

Hoy han venido a casa, desde León, Tomás Sánchez Santiago y su mujer Ana. Vivir en el pueblo tiene estas ventajas: se puede invitar a los amigos a pasar unos días en casa, con la seguridad de que encontrarán aquí un paisaje propicio, una comida excelente, un lugar cómodo donde alojarse y una conversación que se procurará fluida y, en la medida de las posibilidades de uno, agradable. Nos gustaría que esto -que los amigos nos acompañen- pasara con más frecuencia. A Tomás lo conozco desde hace casi veinte años, y es uno de los amigos más entrañables que tengo: un hermano, en realidad. No es óbice para ello que él viva en León y yo antes en Barcelona y ahora en Londres. La amistad, si es verdadera, es un cauce, visible o subterráneo, por el que uno puede desplazarse en todos los sentidos, y que nunca se agota. Sufre desvíos, desapariciones momentáneas, remansamientos, incluso remolinos y turbulencias, pero nunca deja de fluir. Y así es con Tomás, cuya presencia no es solo personal, sino también literaria: con la regularidad -o irregularidad- que imponen las circunstancias editoriales, su labor como escritor, excelente, asoma a mi vida en forma de poemarios, ediciones críticas, artículos o conferencias. Cuando llegan, nos abrazamos, ven la casa, se instalan en el cuarto que les hemos preparado, intercambiamos noticias con urgencia, con el afán casi adolescente de dos personas que hace tiempo que no se ven y que quieren ponerse al día de sus asuntos, y salimos luego a ver el pueblo, que es lo que tenemos más a mano. Paseamos por las calles tranquilas, de piedra. Las casonas, con sus escudos héraldicos y ventanas dobles, con ajimez, se suceden; también las fuentes públicas y los rincones proletarios. Pasamos por una calle cuyo nombre es un oxímoron: "Clemente y Guerra". Admiramos la majestuosidad de los edificios eclesiales: aquí se refugiaban el obispo de Coria y su séquito cuando en el llano, en verano, Dios quería que el calor se hiciera insoportable. Hoyos, pese a su nombre, está en alto, y, rodeado de bosques y ríos, es un vergel. (Aunque no ha sido un remanso de paz para todos los obispos: en 1809, los franceses del mariscal Soult, derrotados en Talavera y, por lo tanto, muy enfadados, entraron en en pueblo, irrumpieron en el palacio episcopal y le pegaron dos tiros al anciano obispo, Juan Álvarez de Castro: uno en la entrepierna y otro en la boca. Les animaba a cometer semejante barbaridad que Álvarez de Castro hubiera denostado públicamente la invasión francesa, y comparado a Napoleón Bonaparte con el mismísimo Lucifer). Después del casco histórico, visitamos El Escobar, el barrio marginal del pueblo, ahora restaurado, pero durante mucho tiempo no muy distinto del que reflejara Buñuel en Las Hurdes, tierra sin pan: un apiñamiento de casas inverosímilmente bajas, con tejados que caen a la altura de los ojos, y puertas más propias de La Comarca que de una comunidad de seres humanos. En alguna, sentado en los exiguos, casi inexistentes peldaños de entrada, todavía pasa el tiempo alguien, señor o señora, con la cara surcada de arrugas, que nos devuelve las buenas tardes, solemne, cuando se las damos. En un rincón vemos un BMW casi tan grande como la casa frente a la que está aparcado. Llegamos después a la ermita del Cristo, una airosa y lacónica construcción del siglo XVI, y seguimos por un camino hasta los restos de un hermoso acueducto, que se levanta todavía en medio de los huertos, y que nos sorprende por su tamaño, por su negrura pizarrosa y por su cantería, que se sostiene sin argamasa, solo por la presión de las lajas encajadas. Más allá, remontamos un camino desde cuyas alturas se disfruta de una magnífica perspectiva de la Sierra de Gata, con su ondulación verde, constante, y sus pueblos diseminados por las laderas: Gata, Villasbuenas, Santibáñez el Alto. A nuestra izquierda se eleva una columna de humo, que parece ser un incendio, aunque localizado: no se extiende a lo largo del horizonte, lo que haría pensar en un frente amplio y devorador, sino que se concentra, prieto, circular, en algún punto tras el puerto de Perales. Tomás y yo hablamos de poetas y poesía, por este orden. Desabaratamos un rebaño de cabras que ramonea cerca. Los animales, incomodados en la rumia, brincan y tintinean, y se retiran un poco para seguir mascando con tranquilidad. Al volver al pueblo, otra vez junto a la ermita, vemos que se acerca una procesión. La abren unos muchachos, que portan una cruz, y la gente carga detrás con varias imágenes de Cristo y de la Virgen, estridentemente vestida. Sin embargo, y, a diferencia de lo que hemos visto estos días en Cáceres y Plasencia, no hay aquí espectáculo ninguno: los costaleros no parecen a punto de sufrir un hundimiento de la columna vertebral, y los vecinos caminan a su lado en un digno silencio, solo fisurado por el cántico suave de las mujeres de edad. Tomás, descreído, me dice que, pese a ello, respeta mucho la fe genuina del pueblo. Yo no, pero guardo silencio y veo a la gente pasar, grave, acicalada, pero sin aspavientos: los abuelos hablan con los nietos; las mujeres van del brazo de los maridos; las mozas se han puesto falda (y eso, debo decir, le da cierta viveza al espectáculo; en algún caso, una gran viveza). Llegan hasta la ermita y dan la vuelta. Nuestra paseata concluye, así, en compañía de los romeros: unos celebrantes discretos, silenciosos, investidos de una sobriedad muy parecida a la que durante siglos presidiera estas ceremonias, hasta que el turismo y la televisión y la masificación y la banalización convirtieron un acto piadoso en un acto de exhibición. 

2 comentarios:

  1. Tomás se llamaba mi querido padre!
    A TSS lo conocí el año pasado, en el Gran Café, de León, presentaba el poemario "Carta Blanca" el último, creo, de Rafael Saravia; en realidad fui porque quería conocerlo y oírlo. Lo he descubierto tarde, pero intento leer todo lo que publica. Me llamó la atención el título del primer libro que leí suyo "El que desordena" ,aunque nada de desorden encontré en él. Cuando acabó la presentación me acerqué a él, tímidamente o no tanto, no sé, le dije que me gustaba como escribía y hablamos unos minutos de Aníbal Nuñez, Angel Campos Pámpano y Claudio Rodriguez y él me dijo, muy amablemente (no sé si lo recordará) me estás hablando de mis amigos!!. Me alegró mucho conocerlo. También estaba Antonio Gamoneda.
    Ayer releí "El coronel no tiene quien le escriba", tenía como necesidad de volver a leer a Gabo, es uno de mis libros favoritos, hoy empezaré El otoño del patriarca, quizá el más poético.

    Un Abrazo

    Y saludos a Tomás!

    Para mí es un gusto leer vuestros libros y también los de los nombrados en éste "comentario", los leo y releo...

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    1. Me alegro de que conozcas en persona a Tomás: es un poeta maravilloso y una de las mejores personas que conozco, Y también a Rafael Saravia, un amigo encantador (y uno de los poetas más guapos de España, junto con Elías Moro). "El que desordena" lo publicamos en DVD, y es una de las contribuciones al catálogo de la editorial de las que me siento más orgulloso. En cuanto a Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano y Claudio Rodríguez, yo, a diferencia de Tomás, solo conocí al último, pero a los tres los considero mis amigos.

      Cuando vuelva a hablar con Tomás (que ya está en León, después de habernos visitado en Extremadura, y nosotros, en Londres), le preguntaré si se acuerda de ti. Tengo curiosidad por que me diga cómo te recuerda.

      Muchas gracias por tu fidelidad y tu cariño, Amelia.

      Un besazo.

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