domingo, 20 de abril de 2014

Trevejo, Monfortinho y Coria

Por la mañana visitamos Trevejo con Tomás y Ana. Es asombroso que las ruinas del castillo del siglo XV que corona la localidad sigan en pie: las piedras se superponen en un inverosímil equilibrio, expuestas a los vientos y las nieves, que aquí no son pocos ni clementes, sin otro sostén que su peso y algún madero que las apuntala con desgana. Recorremos los vericuetos de la construcción, ahora ya solo destrucción, sorprendidos por su abandono, arañados por la maleza. Lo deshecho del lugar, sin embargo, conserva cierto encanto romántico, y es un lugar ideal para los juegos de los niños, a juzgar por sus chillidos, que los padres consienten, es más, que estimulan. Reparamos en las tumbas antropomórficas excavadas en el rocaje de granito que rodea a la iglesia de San Juan, al pie de la fortaleza, y nos entregamos, en la cumbre, a la contemplación de un paisaje oceánico, que abarca las sierras vecinas de Garduño, Albilla, San Pedro y Cachaza. Las casas del pueblo de Trevejo, todas de teja, se apiñan a poca distancia. Tomás y yo esperamos a Ángeles y a Ana en la taberna del pueblo, un cubículo sombrío en el que, hace un par de años, un argentino emprendedor había dispuesto, además de mesas y sillas para beber y comer, una vitrina con libros a la venta. Allí encontré, increíblemente, una excelente edición de L'Atlàntida, de Jacint Verdaguer, publicada en Barcelona en 1950, que algún emigrante de la zona debió de traer de Cataluña al volver a su tierra al cabo de los años. Me costó 10 euros. Luego supimos que el argentino había abandonado el negocio, porque alguien había entrado en su casa y la había desvalijado. ¿Quién es capaz de idear, y ejecutar, un robo domiciliario en un lugar como Trevejo, donde solo hay cabras, y piedras, y cielo? Mientras nos tomamos una cerveza y Tomás -yo no- ataca con intrepidez una tapa con un producto indescriptible, que no sé si es una excrecencia intestinal de la fauna de la zona o los restos de un extraterrestre cuya nave se ha estampado contra el castillo, me cuenta de las dificultades que está encontrando para que su último poemario vea la luz. Tomás, que tiene 57 años, es un excelente poeta, con una trayectoria distinguida a sus espaldas. Sin embargo, tiene la sensación, que yo comparto, de que, como decía César González-Ruano, España es un país en el que uno siempre está empezando. Reunidos los cuatro, vamos a Monfortinho, un pueblo termal al otro lado de la raya con Portugal, para comer en O Paladar, un clásico entre nosotros, y entre muchos otros españoles: el comedor está lleno, pero casi todos son compatriotas. Despachamos con placer un bacalao a la dorada, un arroz con pulpo y dos botellas de vino verde, y nos acercamos después al Hotel Fonte Santa, donde Ángeles y yo nos hemos alojado en alguna ocasión (y donde yo he escrito algún poema de Bajo la piel, los días), para admirar la vista de la Sierra de la Estrella que se abre desde la terraza, y en la que no se distingue ni una sola construcción: es campo puro, soledad absoluta. Volvemos a España y pasamos la tarde en Coria, en cuyo casco antiguo burbujean los preparativos de las procesiones vespertinas. En la catedral hay misa, y detrás del coro se alinean las imágenes, rutilantes, que sacarán las hermandades. Un ejército de limpiadores píos las ha dejado como los chorros del oro: la sangre derramada refulge, carmesí; los rostros de sufrimiento parecen sufrir más todavía; las lágrimas en el rostro de la Dolorosa se perfilan con nitidez sobrecogedora. A la puerta del templo, un nazareno adolescente parece despistado: lleva un hábito verde, sobre cuyo pecho descansa una gran cruz con leyendas en latín, de nobles hechuras religiosas, pero, por arriba y por abajo, la modernidad revela el anacronismo: el chico calza zapatillas Nike y, cuando sonríe, deja ver una aparatosa fijación dental. El tambor que le cuelga, y que aporreará dentro de un rato con estruendosa devoción, está decorado con los colores de la bandera española. Paseamos por las callejas de piedra, en las que se suceden las iglesias, los conventos, los caserones y las plazuelas. Aprovechando el paseo, Tomás, que lleva años compilando antologías del disparate, nos entera de la reciente y maravillosa confusión de un alumno suyo. Contaba el joven el mito de Orfeo y, al llegar a la entrada en el infierno del liróforo tracio, dice que lo recibió "el can cervecero". Qué estupenda imagen, y qué creativo es el error. A mí, que no espero ir a otro sitio que al infierno (donde el clima es mucho peor, pero la compañía mucho más interesante que en el cielo, como anotó Mark Twain), me haría feliz que me recibiera un perro, quizá un San Bernardo, con una cerveza. Con el calor que debe de pasarse allí, qué placer no me daría esa birra, tan hospitalaria, y bien fresca, acompañada, si el can fuera de cualquier parte de España menos de Cataluña, de unas aceitunas o, mejor aún, de unos jugosos boquerones (espero que no del mejunje inenarrable que nos sirvieron en Trevejo). Cuando abandonamos la parte vieja, ya en busca del coche con el que volveremos a Hoyos, advertimos una placa de cerámica encima de un portal, en la que se lee que, en las fiestas de 1994, el toro Astronauta subió por las escaleras de la casa hasta la cocina del segundo piso. Se conoce que el morlaco quería hacer honor a su nombre y ascender todo lo que pudiera, aunque la placa no aclara cómo llegó a la cocina ni cómo lo sacaron del lugar. Coria, capital taurina, era uno de esos lugares en los que la gente encontraba muy divertido martirizar a los animales: en las fiestas de San Juan, los toros eran asaeteados por cientos de dardos -soplillos- disparados por los vecinos con cerbatanas. En particular, era motivo de orgullo acertarle en los testículos, que constituían, por su tamaño y su pendular, un blanco muy buscado. (Ahora que lo pienso, quizá Astronauta se refugiara en la cocina de aquella casa para huir de los pinchazos). Por suerte, Coria ha renunciado a la bárbara costumbre de los soplillos, y abandonado, en consecuencia, ese club de neandertales contemporáneos en el que todavía militan, con tenacidad que es, en realidad, primitivismo y cazurrería, los vallisoletanos del Toro de la Vega, en Tordesillas, al que alancean hasta la muerte (y luego le cortan los testículos: qué obsesión tiene la gente con los huevos de los pobres bichos), y los sorianos del Toro de Júbilo de Medinaceli (júbilo para los vecinos, no para el animal), al que embolan y prenden fuego, algo que debe de ser también para mondarse de risa. Cuando volvemos a Hoyos, ya es esa hora en la que las cosas cercanas se alejan. En el cielo oteamos una nube de buitres, que planean majestuosamente y se difuminan en las sombras líquidas del atardecer. Huele a jara y a espliego, cuyos púrpuras y amarillos se abrazan en el oleaje quieto de la vegetación. Las matas son tan altas como algunos árboles. La carretera serpentea por el campo, pero parece más bien que se sumerja en él. Cuando llegamos a casa, tenemos la sensación de haber atravesado un mar fragante y un cielo con marejada.

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