sábado, 26 de abril de 2014

Un mal día

Hoy tengo una entrevista de trabajo. ¡Una entrevista de trabajo! En una universidad londinense hay interés, al parecer, por inaugurar un curso de español a través de la literatura, y quizá yo pueda impartirlo. No es fácil, porque hay que superar múltiples obstáculos administrativos y una valla especialmente alta al final: que se matriculen suficientes estudiantes como para hacer el curso rentable. (La cosa me recuerda a la carrera del Grand National, que de niño veía por televisión fascinado por los brincos de los caballos y espantado por sus brutales caídas; quién me iba a decir entonces que, al cabo del tiempo, yo mismo me vería en una situación semejante a la de esos cuadrúpedos que han de superar obstáculos casi infranqueables, mientras corren como poseídos por el demonio Asmodeo). Pero esto es lo más cerca que he estado en ocho meses de una ocupación en Gran Bretaña, y he de prepararla bien. Me levanto, pues, ilusionado. Me ducho, afeito y desayuno. Nos hemos quedado sin mermelada, pero no importa. Apaño otra cosa. Me siento al ordenador y escribo la entrada del día en el blog. Cuando se acerca la hora de irme, imprimo el syllabus -el programa- del curso -no puedo presentarme en la entrevista sin él-, pero descubro con horror que la impresora se ha quedado sin tinta. Pienso en qué hacer. Llamo a Ángeles para que me diga si tenemos otro cartucho en casa, pero no me coge el teléfono. Acercarme a su hospital para que lo imprima ella me llevará tiempo, y llegaré tarde a la cita. Quizá haya por aquí algún locutorio de internet en el que pueda imprimirlo. Salgo, deprisa y nervioso, y le pregunto al conserje del inmueble si hay algún internet cafe cerca. Me dice que no. Me echo a la calle. Llueve. Al girar por Battersea Park Road, el primer local con el que doy es un internet cafe. Le dedico al conserje un pensamiento encomiástico. Me meto en el tugurio -porque todos los locutorios de internet, en cualquier lugar del mundo, son tugurios-, atendido por una señora, que diría somalí, tapada por capisayos hasta las cejas. Me siento en un ordenador, pero el ordenador no reconoce el lápiz de memoria. Se lo digo a la señora, que me mira como si fuera subnormal. Manipula ella el aparato, pero tampoco consigue que lo reconozca. La miro como si fuera subnormal. Cambiamos de ordenador. Este sí reconoce el pen drive. Imprimo el archivo, pago (¡una libra!) y salgo otra vez a la calle. Sigue lloviendo. Veo que el 44, que me ha de llevar a la estación de Victoria, viene por Battersea Park Road. Corro hasta la siguiente parada: es un ejercicio muy agradable esprintar doscientos metros, con unos valiosos papeles en la mano y la lluvia en la cara, para que no se te escape el autobús. Lo alcanzo de milagro y, cuando todavía no he recuperado el aliento lo suficiente como para darle los buenos días al conductor, este me dice: "Solo llego hasta la estación de tren de Battersea". ¿Por qué? No se sabe, pero así es. Me bajo del autobús: no vale la pena pagar una libra y media por un trayecto de quinientos metros. Al borde del colapso cardiorrespiratorio, apoyo las manos en las rodillas e intento volver a mi ser. La lluvia me ayuda mucho. Camino por Battersea Park Road hasta la estación de tren. Allí descubro que, con la lluvia, los ferrocarrilles traen retraso. El siguiente llegará, si no se retrasa aún más, dentro de un cuarto de hora. Por qué en un país en el que siempre llueve los transportes públicos se estropean cuando llueve, es un misterio tan grande como por qué el 44 solo llega a la estación de tren de Battersea y no a la de Victoria, que es su destino establecido. Apenas puedo guarecerme en una marquesina del andén: están abarrotadas. Veo pasar el tiempo y caer la lluvia. Empapado como estoy, tengo frío. Por fin llega el tren: está abarrotado. A estas horas, ya se sabe. Me apeo en Victoria y me acerco a comprar el periódico: no ha llegado todavía. Cojo el metro: está abarrotado. Por suerte, solo son cinco paradas, hasta Temple. Llego. Salgo a la calle. Sigue lloviendo. Acelero hasta la escuela de idiomas de la universidad: he llegado a la hora por los pelos. Hablando de pelos, me voy al servicio, a recomponerlos un poco. Con las emociones de la mañana, parezco la medusa. Compruebo también que tengo la bragueta subida y que no me asoma ningún moco por la nariz: cosas que hay que hacer siempre que se tiene una entrevista de trabajo o se queda con una mujer. En este caso, son ambas cosas. Me encuentro por fin con mi entrevistadora, que se interesa por el curso, y me hace preguntas sobre él, durante casi una hora y media. Durante este tiempo, el bolígrafo se me cae al suelo dos veces, mi móvil suena tres, siento un terrible picor en la entrepierna y consigo que mi interlocutora crea que he mirado subrepticiamente el reloj, cuando en realidad solo estaba preocupado por el ruido que hacían mis gemelos al chocar contra el tablero de la mesa. Como resumen de la entrevista, la mujer alaba el esquema del curso que he preparado, pero me expresa su pesimismo sobre la posibilidad de que se matriculen suficientes alumnos. No obstante, se intentará. Con eso, por ahora, debo contentarme. Me despido y salgo a la calle. Llueve. Leo en El País que el Madrid ha ganado 1 a 0 al Bayern de Guardiola. Cuando llego a casa, averiguo también que no he ganado el Premio de la Crítica, en el que Insumisión era finalista. Quiero tomarme una cerveza, pero nos hemos quedado sin cervezas.

Mañana será otro día.

2 comentarios:

  1. Que agobio, Eduardo!!
    Leo tu entrada deprisa deprisa, sin aliento...me has hecho reir mucho!!
    Si, mañana seguro que no llueve!!
    Suerte!!!
    Y un abrazo

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    1. Me alegro, querida Amelia, de que mis desgracias hayan servido al menos para arrancarte una sonrisa. De algo habían de valer, y yo me alegro.

      Un beso grande.

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