domingo, 22 de junio de 2014

Paseando por Sant Cugat

Como muchas otras tardes, salgo a pasear por el pueblo. En mi vida anterior, lo hacía con Ángeles, pero ahora lo hago solo. Enfilo la calle hacia el centro, que es paralela al gran parque Central. En el espacio que ocupa, antes había huertos y frutales, cuyo recuerdo han mantenido los urbanistas municipales con algunas higueras y un par de melocotoneros. Las plantaciones se disponían a lo largo del cauce natural que formaba la lluvia, el llamado torrent de la bomba: con ese nombre, el caudal que se formaba no debía de ser poca cosa. El cauce sigue existiendo, pero acondicionado y oculto entre los árboles. A un extremo del parque, como desaguadero natural del torrente, se instaló al principio una laguna artificial. Pero la laguna se convirtió, hace algunos años, en el criadero perfecto del mosquito tigre, y el ayuntamiento decidió matar al perro para que se acabara la rabia: desecó la laguna y le puso canastas de baloncesto. Ahora los que la usan ya no son los mosquitos, sino grupos de sudamericanos que entretienen gratis las horas de ocio. (Así sucede en todos los parques del pueblo: los emigrantes se reúnen en ellos para pasar el rato; la mayoría se acompañan de música, con loros estruendosos). Veo también al orgulloso poseedor de dos perros afganos, que los hace correr atados por una cuerda muy larga, como si fueran caballos: el pelo de los canes, blanco, marengo, ondea como las olas del mar. En la calle de Santa María, la principal arteria comercial de Sant Cugat, el ambiente es veraniego, y la inminencia de San Juan acrecienta el espíritu festivo. Abundan los pantalones cortos y las sandalias; y también, entre los hombres, ese peinado singular que Ángeles ha bautizado como la melenita catalana: esas guedejas largas, undosas, juveniles, con que muchos maduritos -cuarentones y cincuentones- coronan una estampa de la que también forman parte los náuticos, las bermudas y las camisas de Ralph Lauren. Al inicio de la calle se ha instalado el tenderete de una entidad independentista, recabando firmas para sus propósitos: el independentismo siempre está recogiendo firmas, pero el unionismo, si conviene, también: hace pocos años, el Partido Popular recolectó cuatro millones de ellas en su campaña nacional contra el nuevo Estatuto de Cataluña. Recoger firmas es muy socorrido. Un poco más allá del chiringuito secesionista, los populares de Sant Cugat y sus vecinos de arriba siguen instalados en el conflicto vexilológico: los primeros, siempre respetuosos con la legalidad, hacen ondear la senyera y la bandera española en la fachada de su sede; los segundos han colgado encima de ambas, casi tocándolas, una gigantesca estelada. Las reuniones de la comunidad de propietarios deben de ser divertidas. Cruzo Quatre Cantons y sigo por Santiago Rusiñol en dirección al monasterio. Indiferente al catalanismo de unos y al españolismo de otros, alguien vestido con un mono azul, un casco de obra y una mirada sombría ha desplegado en el centro de la calle una enorme pancarta, en la que recuerda que es triste pedir, pero más triste es robar (o editar, según otros), y solicita una ayuda a los compañeros. Pero los compañeros, que pasan con sus afganos y chupando helados que se les deshacen entre los dedos, no parecen estar por la labor. Yo le echo una moneda al obrero, aunque solo sea para compensar los gastos que le habrá supuesto componer y transportar ese cartel hiperbólico. En la calle veo también, junto a mendigos, afganos y señores muy orgullosos de su cabello, muchos niños: llevados en carritos, jugando con pelotas o globos, o, simplemente, como corresponde a los niños, molestando. Recuerdo aquel taxista de la localidad que una vez, dándonos conversación a Ángeles y a mí, ensalzó el hecho de que en Sant Cugat hubiera mucha natación. Hombre, sí, hay bastantes piscinas, y aquí vive la inmarcesible Gemma Mengual, propietaria, por lo demás, de un restaurante japonés, carísimo, al lado de nuestra casa, pero no sé hasta qué punto los habitantes de Sant Cugat destacan por su amor a los deportes acuáticos. "Natalidad", me susurró Ángeles por lo bajini; "quiere decir natalidad". Acabáramos. Me compro yo también un granizado de limón en la mejor heladería del pueblo -atendida por unos valencianos que pasan el invierno en su tierra, haciendo turrón, y el verano en Cataluña, haciendo mantecados- y sigo hasta la plaza del monasterio. Como hoy no es solo el día en que empieza el verano, sino también el día internacional de la música, los munícipes han tenido la originalísima idea de celebrarlo con un concierto en la plaza. Actúa un coro de gente mayor, que canta canciones populares catalanas. Mantienen el tipo en un ambiente ruidoso, en el que se mezclan los gritos de los niños, los ladridos de los perros (sobre todo, de los afganos), el runrún de las conversaciones y el fragor no muy lejano del tráfico, pero me parecen bastante desangelados. También entre el público predomina la gente mayor; de hecho, casi todo son cabezas blancas o calvas. Chupando el granizado, paso bajo la gran senyera que ondea en la plaza (es grande, pero no se puede comparar con la española que flamea en la plaza de Colón, de Madrid, que es como un campo de fútbol), me cruzo con alguien en cuya camiseta se lee: "Me llamo Bron, Cabrón", rodeo el muro del monasterio y bajo hasta el ayuntamiento. Hasta no hace mucho, la casa consistorial estaba en la plaza de Barcelona, un lugar recoleto, casi familiar, al que daba gozo ir. Pero se ha trasladado, y ahora, convertido en una gigantesca mole verde, se despliega entre la Rambla del Celler y la calle Dos de Maig (curiosamente, una fecha señalada del independentismo, pero no del catalán, sino del español). Observo que, en estricto cumplimiento de la legalidad, hay cuatro banderas en la fachada: la catalana, la española, la municipal y la europea. Sin embargo, la española es la única que no ondea. Las otras tres lucen al viento, esplendorosas, sus colores, pero la nacional está pegada al asta, y resulta invisible. No parece enrollada; creo, más bien, que está atada: alguien la debe de haber sujetado, discretamente, al pie del mástil, para que no les haga la competencia a las otras. Otro día pasaré a comprobarlo. Ahora, como el granizado ya se me ha acabado y estoy hasta los cojones de banderas, me vuelvo a casa.

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