jueves, 26 de junio de 2014

Pedro Roca, escritor a puñetazos

Hurgar en las alcantarillas de la literatura suele arrojar resultados pintorescos. De un tiempo a esta parte abundan las, llamémoslas así, recuperaciones de escritores atrabiliarios, marginales, olvidados, que militaron en las desharrapadas huestes de la bohemia o en los rincones más inaccesibles de la sociedad literaria, o de la sociedad, a secas. En España, donde a la pobreza secular se une una robusta tradición picaresca, esos descamisados de la pluma no faltan, es más, abundan, y muchos autores actuales han encontrado en ellos materia para sus novelas, personajes que parecen más inventados que reales, aunque fueron de carne y hueso (más bien hueso que carne, por lo poco que comían). Del riojano Armando Buscarini, por ejemplo, un pobre escribidor que vendía sus plaquettes en puestos ambulantes, y que acabó sifilítico y loco, no solo se han escrito libros, sino que hasta se han bautizado butacas. Y de Pedro Luis de Gálvez, aquel fantasmón malévolo que, como ha contado Pío Baroja, se paseaba por los cafés de Madrid con el cadáver de su hijo en una caja de zapatos para implorar la caridad que le permitiera enterrarlo, se acaba de anunciar la enésima resucitación. Sin oponerme al estudio de cualquiera que haya juntado palabras con el laudable propósito de hacer literatura, estos personajes siempre se me han antojado más un pretexto para el lucimiento de quienes los estudian, que algo digno de ser escrutado. Lo que he leído de ambos, y de otros de semejante estirpe, me ha parecido siempre deplorable. Pero no solo en la literatura hay albañales. Otros mundos que han servido tradicionalmente de ascensor social, como el boxeo, aportan una larga nómina de freaks. Y, si juntamos los dos, literatura y boxeo, el resultado es inenarrable. En Barcelona, precisamente, se dio una de esas confluencias, que no ha pasado a la historia ni de la literatura del boxeo, pero que conserva el brillo de lo maravilloso: un combate entre el poeta Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde y precursor del dadaísmo, y Jack Johnson, ex campeón del mundo de los pesos pesados. Fue el 23 de abril de 1916, en la plaza de todos Monumental. Cravan necesitaba dinero para abandonar una Europa en guerra y huir a los Estados Unidos, donde imaginaba que mejoraría su suerte, y aceptó una pelea con Johnson, que, con 43 años, estaba en el ocaso de su carrera, pero que aún era capaz de vapulear al más pintado. Y así lo hizo con Cravan, que, a pesar de sus casi dos metros de altura, tenía menos pegada que un boy scout, pero solo en el sexto asalto. Resulta que Jonhnson estaba siendo filmado, y la productora le había exigido un determinado tiempo de metraje. Cuando ese tiempo se hubo cumplido, le soltó un sopapo definitivo al poeta. El respetable se dio cuenta de la pantomima y protestó con furia, pero la jugada se había consumado. Johnson disfrutó de sus derechos cinematográficos, y Cravan pudo marcharse a los Estados Unidos, como quería, aunque no escarmentó y siguió probando con los guantes: en 1918, luchó en México contra el campeón del país, Jim Smith, apodado Black Diamond, que lo despachó en cinco minutos, en lo que una crónica de la época calificó de "despampanante combinación bufonesco-pugilística". Un personaje parecido a Cravan, aunque infinitamente más cutre, fue Pedro Roca, el Uzcudun de Gracia, protagonista de Jamás me verá nadie en un ring. La historia del boxeador Pedro Roca, de Julià Guillamon. Roca vivió los tiempos heroicos del boxeo, en el primer tercio del siglo XX, cuando, como tantos otros, quiso utilizar la fuerza bruta con que lo había dotado la naturaleza para mejorar la triste suerte que le había deparado esa misma naturaleza, y para ello entrenaba con abnegación en gimnasios tenebrosos, a la vez que se ganaba el sustento con trabajos manuales. Pero Roca era tan malo como Cravan, aunque tenía un mejor directo. No obstante, si su adversario conseguía controlar aquella maza, no era difícil que cazara a Roca, cuyos movimientos en el cuadrilátero tenían la gracilidad de un saco de patatas, y cuya estrategia en los combates obedecía a un solo criterio: abalanzarse contra el otro para arrear y, más probablemente, ser arreado. De los combates que disputó como profesional, solo ganó uno, y porque su rival, en uno de los zambombazos que le propinó, se dislocó un hombro y tuvo que abandonar. En otra ocasión estuvo también a punto de vencer: increíblemente, derribó a su oponente, pero cometió el error de seguir atizándole cuando estaba en la lona, y fue descalificado. El sobrenombre de el Uzcudun de Gracia era, obviamente, exagerado, aunque respondía a cierto fervor popular, que reconocía en Roca a un convecino audaz pero risible. (También se le llamaba el peludo de Gracia, por su floresta pectoral; un cronista de La Vanguardia, tras uno de sus combates, es decir, tras una de las palizas que sufrió, dijo que era un boxeador calamitoso, pero que no se podía negar que era un hombre de pelo en pecho). Uzcudun, el toro vasco, fue el mejor peso pesado español de aquel cuarto de siglo, y uno de los mejores boxeadores de nuestra historia, aunque tampoco se caracterizaba por su finura: como Roca, aunque mucho mejor, se entregaba al combate con espíritu ursino, como el aizkolari que había sido. Sus mayores glorias no fueron los tres campeonatos de Europa que ganó, ni las innumerables victorias contra los mejores luchadores de su tiempo, sino algunas de sus derrotas: contra el monstruoso Primo Carnera, en Roma, ante el mismísimo Benito Mussolini, al que el boxeador italiano había prometido que ganaría por K. O., aunque solo pudo hacerlo a los puntos (los espectadores italianos recompensaron la bravura de Uzcudun con una larguísima ovación y dedicaron a Carnera una sonora pitada por haber sido incumplido su palabra), y contra el mítico Joe Louis, que le infligió el único knockout de su carrera, el 13 de diciembre de 1935, en el Madison Square Garden. Pedro Roca no llegó, ni remotamente, a semejantes alturas: sus peleas eran contra otros españoles tan desgraciados como él, solo que más aptos y mejor entrenados. Tras algunos años de practicar aquel boxeo cómico, en 1932 se le retiró la licencia para combatir, por considerar que tenía perturbadas las facultades mentales. Roca, no obstante, no estaba dispuesto a pasar inadvertido, y decidió reconvertir sus experiencias como boxeador, y su vida toda, en literatura. Escribió dos libros. En el primero, De boxeador a literato, publicado ese mismo año de 1932 (y uno de cuyos rarísimos ejemplares Guillamon revela haber encontrado inopinadamente en una librería de viejo barcelonesa, con una dedicatoria autógrafa en la misma cubierta: "Dedico una obra que no es broma a mi gran amigo [ilegible], 15/9/33, P. Roca"), narra sus aventuras pugilísticas y sus experiencias en las guerras de Marruecos, donde había combatido, con los puños, si era necesario, a los rifeños (y también a un asturiano que le discutió la propiedad de una llave inglesa que estaba utilizando; la discusión, como cabe imaginar, quedó zanjada muy pronto por el catalán). El segundo, Amor que no oyó amor (aunque en De boxeador a literato se anunciaba como Amor que no halló amor), apareció un año más tarde, y narra un delirante romance con Rosa, también llamada Madame Tres Joli y Madame R. R. Trejoli Bocú. La aportación de Roca a la literatura ha sido muy bien sintetizada por Guillamon, que escribe: "Pedro Roca consiguió a base de golpes en la cabeza lo que otros solo lograron a base de experimentos y muchas horas de estudio: el automatismo psíquico puro en prosa y en verso". Y, para demostrarlo, aquí transcribo, con toda fidelidad, este largo e inverosímil fragmento del prólogo de De boxeador a literato:

Ahora que he empezado, otro caso me pasó. Un día fui a Madrid, ya hace tiempo, yo entendía muy poco el castellano, entonces voy a una fonda, ¡de cuarta categoría!, calculo yo, y pido oli, que estaba comiendo habichuelas, y el camarero que me hace: ¿qué dice? Yo le digo: tráigame oli. Dice: No le entiendo. Tráigame oli, hombre, para "amanecer" las habichuelas. ¡No sé lo que me dice!

Con esas había allí un individuo que seguramente lo entendería, y dice, Pida Usted aceite. Yo dijo: bueno; ahora voy a pedir aceite. A ver qué te traen; pues saben lo que me trajo, pues viene y me trae oli. Dije, por eso he pedido aceite, ja, ja. Yo venga reír. Con ésas va uno y le dice: Cierra la cerradura. Yo que endí eso, dije: alguien se habrá reído tanto y le habrán tenido que traer serraduras. ¡Y era la cerradura de la puerta! Dije yo: ¡Si que me he bien lucido! Esta noche no como, porque yo sé que como se llama lo que yo como, pero si no me acuerdo y pido llumillo no sé lo que te traerán, a lo mejor te traen julivert; porque si pido pernil y te traen perejil, ya veremos; voy por la noche a cenar y dije: Tráigame "sopar", que quiere decir cenar; va y me trae sopa; yo que le digo: No, hombre, no sopark va y me trae sopa. Bueno, dije yo, ¡si que la haremos buena; Hoy te van a hartar de sopa que vas a reventar. Dije yo: ¡Tráete pernil! El: ¿que dice? Ese tío estudiará para pájaro, me pide dos veces sopa, ahora me pide perejil. Yo dije: bueno, ahora te habrá entendido. Por lo menos comerás algo, sino con las sopas hoy explotas; ya viene y me trae julivert. Yo que le digo: Ximplet. Tráete la cuenta. ¡Ya me iré a la venta! Y me fui a un sitio que decía la venta y allí compré merienda, hasta que encontré un intérprete y ya comí "colomi", que es palomo, luego estofado de bou, y comí bien. Pero de eso hace seis o siete años, entonces cualquier lo aprendía bien el castellano, ahora como el castellano es una persona y uno en Barcelona los conoce, se debe darce goce al hablar ese idioma de persona inteligente en todo el continente y universalmente todo el mundo debe hablar siempre, y además es el idioma que se habla más y más claro que haya. ¿El más rápido que hay es el catalán? ¡Por eso! Com es tan rápido a veces no lo entiendes. Hablas el francés, empiezan "que voulez-vous; en catalán "què vols"; en inglés, "espitin ingles; en castellano, "qué quieres", rico y elegante en palabras, claras y meditadas; en moro, que "chau chau", y te mareas; pero en castellano te recreas hablándolo y saboreándolo en palabras claras y bien acabadas, habladas como hombres y mujeres en sentido masculina, en hombre no como esas que comen "cuill" al ajo y lo hablan las fiestas, luego comen mucho y no comen nada, como ni tampoco son de España, y es porque no les da la gana; además son gente extraña; el castellano hay que hablarlo claro tal como lo enseñan los catedráticos y no como el que hablan los monárquicos. Afeminado, de gente cobarde.

3 comentarios:

  1. ¡Cáspita, Eduardo! ¿De dónde sacas a estos tipos? ¡Qué fulano! Delirante es decir poco.

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  2. Sin tu permiso ni nada me lo llevo a mi facebook. Esto es para compartir, amigo.
    Abrazote. O abrázote.

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  3. Supe del libro por un artículo que lo mencionaba en la edición catalana de "El País". Te lo recomiendo: es realmente interesante. Y gracias por difundir la entrada en facebook, con mi permiso o sin él. Ya he podido comprobar que está teniendo muchas visitas.

    Un gran abrazo.

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