jueves, 3 de julio de 2014

En El Velódromo con Sergio Gaspar

Voy caminando a El Velódromo desde casa de mi madre. En el café -uno de los pocos de antes de la guerra que han sobrevivido al siglo pasado, aunque con altibajos: hace unos años estuvo, como el Zúrich, a punto de desaparecer, pero se restauró, con ayudas públicas, y sigue funcionando- he quedado con Sergio, al que hace tiempo que no veo. En el camino echo un vistazo a uno de esos jardines urbanos que el ayuntamiento está construyendo en el interior de algunas manzanas de casas: recupera, así, en parte, la intención de Ildefons Cerdà, aquel arquitecto que quiso reproducir la grandeza y la geometría de París en un nuevo barrio de Barcelona, el Ensanche, diseñando bloques de edificios en cuyo interior hubiese jardines, y también calles con ellos: el recorte que suponen los chaflanes estaba pensado para ganar espacio, y para que luciera un rombo verde en su centro. El crecimiento, es más, el amontonamiento de la población y del tráfico frustraron sus planes, y esos lugares destinados al esparcimiento fueron ocupados por los propietarios de los pisos, y por los coches. Estos que visito hoy están dedicados a la poeta Maria-Mercè Marçal. Tengo curiosidad por saber si el ayuntamiento ha incluido algún verso en la obra. Tendría gracia que no lo hubiese hecho. Pero sí lo hay, aunque minúsculo: en una especie de lápida metálica, ha incluido dos breves poemas de la Marçal, ambos con el mismo título, "Divisa" (A l’atzar agraeixo tres dons: haver nascut dona,/ de classe baixa i nació oprimida.// I el tèrbol atzur de ser tres voltes rebel: "Al azar agradezco tres dones: haber nacido mujer,/ de clase baja y nación oprimida.// Y el turbio azur de ser tres veces rebelde"; i Emmarco amb quatre fustes/ un pany de cel i el penjo a la paret.// Jo tinc un nom/ i amb guix l'escric a sota: "Enmarco con cuatro maderas/ un lienzo de cielo y lo cuelgo en la pared.// Tengo un nombre/ y con tiza lo escribo debajo"). Pero aquí no acaban las referencias literarias. Más allá, en un rincón del parquecito, se alza un muro del antiguo edificio de la editorial Ramón Sopena, con azulejos multicolores y efigies, bastante descascarilladas, de próceres de las letras españolas, entre los que reconozco a Cervantes y a Lope de Vega. Vuelvo a la calle y observo que el exotismo continúa: al lado de la entrada de los jardines está el bar Transilvania, con un enorme escudo de esa región rumana en el escaparate. El interior es razonablemente sombrío: se comprende. Llego, por fin, a El Velódromo, en la calle Muntaner, muy cerca del cual una placa esquinera recuerda que allí vivió Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela y autor de Doña Bárbara (uno de esos títulos cuya lectura tengo que agradecerle a Luis Izquierdo, profesor mío de literatura hispanoamericana en la facultad de Filología: sin su amable presión, y la de tantos otros maestros, un título tan relevante como este seguiría siendo desconocido para mí). En El Velódromo tuvimos un grupo de amigos hace años, cuando empezaba a darme a esto de la poesía, una tertulia literaria. Nos reuníamos por las tardes y charlábamos de versos y de libros. Entre los asistentes más o menos constantes estábamos Norberto, novelista argentino; Ubaldo, narrador cubano; José Agudo, poeta; Luis Fernández Zaurín, periodista y poeta, y yo mismo. A este núcleo duro de la tertulia se sumaban, ocasionalmente, otros letraheridos: Joan de la Vega, que se quedó espantado de la violencia dialéctica que presidía nuestros intercambios; Rodolfo del Hoyo, a quien tampoco complacía demasiado nuestra vehemencia; Christian Tubau, entonces un joven estudiante de filosofía; y una chica, de cuyo nombre no me acuerdo, que un día decidió dejarnos, porque nos había pasado algunos poemas suyos para que los valoráramos y no le había gustado nuestra valoración: creía que la habíamos destrozado, solo por ser mujer. Pero no: la habíamos destrozado porque era malísima. La tertulia duró algún tiempo, pero yo también acabé abandonándola: descubrí que dedicar dos o tres horas a hablar de literatura no hacía que escribiese mejor, y que, además, me alteraba bastante el ánimo. El Velódromo, tras su reconstrucción hace cuatro o cinco años, ha cambiado mucho. En la época de nuestras tertulias, era un lugar mugriento, en los tableros de cuyas mesas no podías apoyar los dedos, porque se quedaban pegados. Las paredes era mejor ni rozarlas, porque uno nunca sabía qué le podían contagiar. En la parte de atrás, bajo una luz enflaquecida, había dos mesas de billar en las que solían desenvolverse tipos descamisados o patibularios: gente, en cualquier caso, con la que a uno no le gustaría que saliese su hermana. El entrechochar de las bolas acompañaba el entrechocar de nuestras discusiones. Aunque lo mejor del local eran sus camareros, extraídos de las tabernas cimerias de Conan el Bárbaro: individuos con camisa blanca y lacito negro, pero capaces de escupir en el ajenjo que les habías pedido si no les había gustado cómo se lo habías pedido, o de traerte un trozo de pan con carbón si se te ocurría decir que querías el beicon bien hecho. Para mí que eran todavía los camareros de antes de la guerra, o sus reencarnaciones. Ahora atienden las mesas jóvenes muy guapos y sonrientes, todos discretamente uniformados, que hablan un catalán impoluto (y, seguramente, también inglés), que toman nota de las comandas en una libreta electrónica, y que pasan varias veces por la mesa para cerciorarse de que no deseamos nada más. También los precios han variado: antes el ajenjo con gargajo o el bocata de tizón costaban cuatro chavos; hoy, un café y un agua con gas importan 5,10 euros. (Al ir al servicio, que sigue estando en un piso inferior, me fijo en que una de las paredes del local es la original del bar antiguo: está despintada e indescriptiblemente sucia; la habrán conservado, me digo, igual que se conservan los lienzos de muralla antiguos que se descubren en las excavaciones de la ciudad: como homenaje al pasado y vínculo emocional). Yo llego con mucha antelación a la hora prevista: resuelvo el sudoku y el crucigrama, hojeo La Vanguardia -que, como en los buenos cafés antiguos, es gratis para los parroquianos- y todavía me da tiempo para leer un rato La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, un simpático compendio de alegatos en favor de la literatura y los saberes humanísticos. Leer algo así hoy día refresca, y también da argumentos. Sergio llega con puntualidad británica. Creo que nunca nadie ha sido tan puntual: cuando el segundero marca las doce del trigésimo minuto de las cinco de la tarde, aparece por la puerta. Me trae un ejemplar de La pasión de escribil para que se lo firme, y una consulta jurídica, que tiene que ver con el fascinante mundo de los recursos administrativos, y que le respondo lo mejor que sé. Hoy no hablamos apenas de literatura, ni del mundo editorial, ni siquiera de su primera novela, que aparecerá este otoño en un buen sello de Barcelona, sino de asuntos cotidianos y, sobre todo, de impuestos: se nota que ambos acabamos de presentar la declaración de la Renta. Le cuento que la presión fiscal en Gran Bretaña es aterradora, y que, respecto a determinados ingresos, tiene, a mi juicio, carácter confiscatorio. Él no está menos quejoso de la hacienda española y, sobre todo, del hecho de que el fisco exija el ingreso de dineros no cobrados todavía, o desatienda circunstancias del tráfico mercantil que perjudican gravemente a los ciudadanos. También charlamos de traumatólogos y psiquiatras. ¿Por qué estaremos tan zumbados los que nos dedicamos a la literatura? Hay estudios que demuestran que la incidencia de enfermedades mentales es mucho mayor entre literatos y artistas que entre cualesquiera otras ocupaciones, y basta repasar las biografías de los autores más destacados de los dos últimos siglos para comprobar que un buen número de ellos, si no la mayoría, fueron víctimas de depresiones o padecieron algún tipo de desorden mental. Lo que más me perturba es: ¿estamos chiflados porque nos dedicamos a la literatura, o nos dedicamos a la literatura porque estamos chiflados? Hablar de todo esto, paradójicamente, me tranquiliza. La experiencia de DVD Ediciones ya ha quedado atrás, y las preocupaciones que supuso en los últimos años han desaparecido. Sergio también está tranquilo: se expresa con mesura y hace autocrítica. Su sonrisa tarda en aflorar, pero, cuando lo hace, lo hace con decisión; y es contagiosa. 

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