jueves, 10 de julio de 2014

Multitudes

Hace tres días fue San Fermín, y desde entonces todos los noticiarios, de todas las televisiones, nos informan del desarrollo de los encierros. Viene siendo así desde tiempo inmemorial. Una de las novedades de este año es que son retransmitidos en directo por una cadena de televisión estadounidense: el legado de Hemingway sigue vivo y activo. Las carreras sobrecogen: una multitud de jóvenes, más algunos maduritos ágiles, corren delante, detrás, al lado o, en el peor de los casos, debajo de los toros, con la esperanza de tocarlos, o de sentirlos cerca, sin ser atravesados por unos pitones que parecen cimitarras, ni arrollados por sus moles de 600 kilos de peso, ni atrapados en alguna montonera a la entrada de la plaza que haga que, a esos 600 kilos del morlaco, se sumen otros tantos de otros corredores, y que uno se convierta en un ladrillo más en un muro que los cornúpetas derriben a golpe de testuz. La gracia está, supongo, en el torrente de adrenalina que desata correr semejante peligro y sobrevivir. Siempre me ha llamado la atención también el aire de experiencia mística que imprimen muchos corredores a la carrera. Dejando aparte a los extranjeros, los borrachos y los espontáneos, que esos tienen poco de místicos, un núcleo duro de autóctonos, organizados a menudo en peñas, viven los encierros como San Juan de la Cruz vivía la noche oscura del alma: ponen cara de explorador polar a punto de iniciar la aventura ártica, o de kamikaze en el trance de subir al avión, o de superviviente en las trincheras a un ataque de los gurkas nepalíes. Pero si solo es un sprint entre bóvidos asustados, pienso siempre que veo su rictus de elevación espiritual, su darse mutuamente ánimos, como si fuesen a vivir un momento metafísico. ¿No sería mejor que dedicaran la energía que derrochan en esta actividad gratuita y peligrosísima a cultivarse y a trabajar más, a ser más conscientes del hecho irrepetible de la existencia, a ser mejores personas? En realidad, lo fascinante -y, a la vez, lo repugnante- de las fiestas de San Fermín no son los encierros, pese a su espectacularidad y a su creciente dimensión planetaria, sino las multitudes: cuando se lanza el chupinazo, un gentío inacabable, como las olas del mar, se amontona ante el ayuntamiento, y ese mismo gentío, acrecido, ocupa las calles de la ciudad todos los días de la fiesta, entre vómitos, aullidos y cuerpos tirados por el suelo. La gente disfruta del apiñamiento; a la gente le gusta ser multitud: el entrechocar de los vientres embriagados y sudorosos, los olores y las palabras desordenadamente vertidos, los tropiezos y apreturas. Ninguna de estas incomodidades empaña la gran satisfacción que proporciona la muchedumbre: sentirse parte de algo superior a uno, alcanzar la inmortalidad del grupo, renunciar a los pesares de la existencia individual para sumirse en la placentera anulación de la masa. Las obligaciones y exigencias del yo desaparecen entonces, reemplazadas por las normas, infinitamente más laxas, y, sobre todo, por los privilegios, físicos y hasta morales, de la aglomeración. Este mismo principio regía otras aglomeraciones que se produjeron también el 7 de julio, y de las que informaron asimismo los medios de comunicación. En Barcelona, se habían reunido 12.000 moteros de Harley Davidsons para celebrar conjuntamente su pasión. Que 12.000 tipos vestidos de cuero y plagados de tatuajes celebren conjuntamente su pasión quiere decir que ocuparán físicamente las calles, para quebranto de paseantes y vecinos, y que llenarán la ciudad de ruido. Porque así sucede siempre en España: divertirse significa hacer ruido; si no hay ruido, no hay diversión, cuando a mí siempre me ha parecido que lo más divertido se hace siempre en voz baja, o incluso en silencio: conversar, leer, caminar, ver cine, ver teatro, escribir, hacer el amor. Yo, alabada sea la Providencia, no sufrí el lunes pasado la concentración de harleydavidsonianos en Barcelona, pero sí recuerdo haber visto una igual en Nueva York, hace bastantes años: las harleys desfilaban por la Pequeña Italia, por la que estábamos paseando aquel día, como las huestes de Mordor: eran corceles de metal, que soltaban bostas de humo, cabalgados por jinetes negros; y cualquiera le decía a alguno de ellos que no habían respetado un paso de peatones. El estruendo era abrumador: tuvimos que refugiarnos en un portal y taparnos los oídos. Pero las hordas de la motocicleta se mantenían imperturbables: desfilaban, entre pizzerias y tiendas de comestibles, a cuyo frente se acumulaban las cajas de tomates, berenjenas y melocotones, con el orgullo del poseedor de algo mágico, con el exhibicionismo de un actor porno. También ellos disfrutaban del mogollón. El mogollón es reparador: restaña la, a menudo, insoportable levedad del ser, sustituyéndola por la deliciosa gravidez del ser muchos, y reafirma nuestras carencias, nuestras necesidades, o, mejor, nuestra forma de satisfacerlas o subsanarlas. Por último, el 7 de julio los telediarios informaban asimismo de la reedición del Canet Rock, en Canet de Mar, en el Maresme barcelonés. El festival era la reviviscencia de aquel otro, semimítico, palidísima imitación del Woodstock americano, pero muy conocido en los estertores del franquismo, que se celebró en este pueblo costero en los años 70. Los reporteros hablaban de la actuación diligente de los grupos musicales, pero de una organización defectuosa, que había hecho que se tuviese que guardar cola para todo, desde comprar una cerveza a ir a mear. Las imágenes eran de espanto: las consabidas multitudes, espachurradas por el calor, atendían a los retortijones del rock con fervor de neófitos y la excitación de engranajes de una maquinaria superior. Otra multitud: otro ensañamiento colectivo, que tan agradable resulta para tantos. El grupo, siempre el grupo: la persona, uno mismo, es inaguantable; muchas, demasiadas personas, es, por el contrario, una sublimación: un placer. El festival de Canet original, el de los setenta, me pilló demasiado joven: nunca asistí a ninguna edición, aunque ya entonces estos desafueros multitudinarios me atraían poco, pero sí fui al pueblo, con otros amigos, para aspirar el aroma del encuentro, para conocer el escenario en el que se producía. Recuerdo que caminamos por entre cañaverales y que pasamos mucho calor. Canet me pareció feo y, además, no ligué. Íbamos con algunas amigas, que aspirábamos fueran algo más, pero que decidieron ser algo menos. Volvimos cansados y decepcionados, sin entender cómo podía arraigar en aquellos secarrales el espíritu exuberante del festival. Yo perdí el poco interés que podía tener por escuchar algún día aquella música. De hecho, solo he ido una vez en mi vida a un concierto en directo: el de Simon & Garfunkel, reunidos para la ocasión, en Niza, en 1983, y lo recuerdo, a pesar de las enternecedoras canciones del dúo, como una agonía minuciosa, sin fisuras, desde unas colas larguísimas a la entrada, en las que se dieron de tortas un grupo de italianos y los franceses del equipo de seguridad, hasta unas colas larguísimas a la salida, que agotaron, no solo la paciencia de todos, sino también el transporte público, e hicieron que tuviera que volver andando al albergue de juventud en el que me alojaba, a varios kilómetros de distancia. El grupo, en fin, identifica y ampara, pero también aniquila y aplasta; el grupo anestesia, pero también desquicia; el grupo libera de las leyes, pero establece otras, más primitivas, más oscuras. A mí los únicos grupos que me gustan son los de lectura.

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