lunes, 25 de agosto de 2014

Kenwoood House

Visitamos Kenwood House, un palacio enclavado en el barrio de Hampstead, al norte de Londres. El lugar -que es un edificio muy representativo de la vida (o más bien vidorra) de la aristocracia inglesa desde el siglo XVII, así como un importante museo y el centro de una finca mayor que Liechtenstein- ha estado cerrado por obras de remodelación desde el año pasado, y se ha vuelto a abrir recientemente. Es curioso, porque Kenwood House ha sido un lugar muy popular entre los londinenses desde mediados del siglo pasado -la gente acudía al parque que lo rodea para hacer el picnic, escuchar los conciertos que se organizaban y asistir a espectáculos de fuegos artificiales-, pero esa misma popularidad ha llevado a su cierre: otros londinenses se quejaban de las molestias y el ruido que causaban las actividades de Kenwood, y eso ha hecho que cesaran. Pero sin actividades no había ingresos, y sin ingresos no había palacio: hace falta más de un millón de libras esterlinas al año para mantener el edificio, las colecciones de arte y el terreno. La administración ha encontrado el modo de subvenir a esas necesidades -aunque respetando la gratuidad de los museos públicos: por acceder a Kenwood se sigue sin pagar entrada- y el lugar, espléndido, se ha reabierto al público. Nos cuesta llegar: hemos malinterpretado Google Maps -el mejor invento de la humanidad para orientarse por el universo mundo desde las cartas de navegación de Marco Polo- y hemos salido en una estación de metro equivocada, a casi una hora de distancia andando del edificio. Nos lo tomamos con calma y decidimos comer primero: es casi la una, y eso, aquí, significa que ya es la hora del almuerzo. Lo hacemos en un restaurante indio. Está completamente vacío, lo que es mala señal, pero comemos bien; de hecho, comemos hasta hartarnos: platos con dados de cordero, o de otros animales menos identificables, sumergidos en yogur, menta, curry y cilantro. El local ha tenido, además, el buen gusto de no colgar en las paredes esos tapices y cuadros de dioses de muchos ojos o de muchos brazos que suelen adornar otros restaurantes, y que consiguen que coma deprimido, por su fealdad, a la par que sobrecogido, como si lo hiciera a la vista del retrato de un ciempiés. Más aún, sus paredes lucen una admirable vaciedad: la vaciedad parece ser la esencia del local. Tras el yantar, Pablo se compra un jersey en una charity shop vecina, por cinco libras. Hace frío, o nos lo parece: después de los casi treinta grados de Lanzarote, estos 16 o 17, afilados por ráfagas impiadosas de viento, se nos antojan Laponia. Atravesamos el parque de Hampstead Heath, en cuyo extremo septentrional se sitúa Kenwood House. Hampstead Heath es uno de los parques más grandes de Londres, y también uno de los más agrestes. En un momento determinado de la paseata, Pablo mira en torno y nos pregunta, sorprendido: "Pero, ¿esto es Londres?". No extraña su estupor: a nuestro alrededor solo hay maleza, arboledas y pastos; ni una sola construcción, ni un solo ruido ciudadano, alteran la estampa rural del paraje. Recorremos senderos estrechos y serpenteantes, y damos, por fin, con la entrada a Kenwood. La mansión es, en sí, impresionante. Desde su construcción a principios del siglo XVII, ha sufrido varias ampliaciones. La más importante quizá sea la que llevó a cabo, entre 1764 y 1779, el arquitecto Robert Adam, que le añadió el pabellón que alberga la biblioteca -la dependencia más espectacular del conjunto- y las columnas jónicas de la entrada. Kenwood había pertenecido a la familia Mansfield desde que William Murray, primer earl de esa casa, la comprara en 1754, pero en 1925 pasó a manos de Edward Guiness, miembro de la familia Guiness, por cuyos méritos como proveedor de cerveza -uno de los suministros imprescindibles de la Casa Real, y de Inglaterra toda-, y también por ser el segundo hombre más rico del país, había recibido el título de barón de Iveagh en 1891. Pero Guiness no la disfrutó demasiado: murió solo dos años después, aunque tuvo el bonito gesto de legar la propiedad, y sus magníficas colecciones de arte, al Estado. En realidad, son estas colecciones de pintura y escultura las que seducen al visitante. En Kenwood se expone el celebérrimo autorretrato de Rembrandt que todos hemos visto reproducido en libros de arte e historia, y en documentales sobre su figura, en el cual el pintor holandés aparece con cara de charcutero, gorro blanco, pelliza oscura y una paleta y pinceles difusos en la mano izquierda. Este cuadro, por cierto, trae malos recuerdos a los españoles: en los años 40, el Museo del Prado lo compró, pero solo se hizo con una copia: el original es este, y no se ha movido del legado Iveagh desde que entró a formar parte de él, a mediados del siglo XIX; nos dieron, pues, gato por liebre. Frente a las oscuridades del cuadro de Rembrandt, la otra pintura más famosa del conjunto, Dama tocando la guitarra, de Vermeer, luce, como toda la obra del pintor de Delft, una nitidez luminosa, a cuyo realce contribuye una penumbra exangüe. Nos entretenemos en ambos cuadros, y en otros de la escuela inglesa -Gainsborough aporta La condesa Howe; Constable, algunos paisajes; Turner, una marina-, pero también en el trabajo, digamos, industrial de otros artistas, como William Larkin, un retratista de la corte de Jaime I de Inglaterra que, por su muerte prematura, en 1619, con treinta y pocos años de edad, apenas pudo trabajar una década en su obra. Pero aprovechó muy bien el tiempo: para economizarlo, utilizaba casi siempre una misma plantilla, y solo cambiaba las caras de los retratados; las posturas, vestimentas y fondos, en los que predominaban los cortinajes (a Larkin se le llamaba "el maestro de las cortinas"), eran muy parecidos y, en algún caso, prácticamente iguales. Para que luego digamos que la picaresca es solo española. La biblioteca de Kenwood es el espacio más esplendoroso del palacio. Tras varias restauraciones, hoy se exhibe con su lujo original, en el que destacan las 19 pinturas del techo, del veneciano Antonio Zucchi, ceñidas por una inacabable gama de verdes, azules y rosas pálidos. En las sillas y sillones, unos cardos delicadamente dispuestos -y no esos horribles cordones que se suelen poner, que parecen cinturones de castidad- indican que uno no se puede sentar. En el extremo absidal de la biblioteca se congrega el grueso de los libros, entre los que reconozco a los autores mayores de la literatura inglesa y la colección encuadernada de la revista Punch, acaso la publicación satírica más importante de la historia de la literatura, cuyo título es acorde con su contenido: punch significa golpe, puñetazo, y también designa al títere que en los teatrillos de polichinelas repartía garrotazos a los demás. Recuerdo haber utilizado algunos trabajos aparecidos en Punch para mi antología Los versos satíricos, y he vuelto a saber de ella con ocasión de la traducción de Whitman: en Punch, como no podía ser de otro modo, Hojas de hierba recibió varapalos sangrantes. Recorremos el resto de la casa, pero no nos atrevemos con los extensísimos jardines: tras la caminata para llegar, y el síndrome del museo que ya atenaza nuestra piernas, optamos por buscar la parada de metro más cercana y refugiarnos en casa. Además, hace frío, aunque sea agosto.

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