miércoles, 27 de agosto de 2014

Urnas, ánforas, vasijas

No: no me he vuelto arqueólogo. Sigo siendo, si acaso, poeta y crítico. Pero es que así se titula el último poemario de Ignacio Cartagena: Urnas, ánforas, vasijas. Sorprende que un libro tan corporal, tan luminoso y mediterráneo como este, tenga un título que remita a un mundo de enterramientos y sombras, a un cosmos cerámico y mineral. Pero es que Ignacio es un hombre singular. Lo conocí, hace ya algunos años, en un lugar tan improbable como Albania, donde había sido invitado a participar, nada menos que en representación de España, en un festival internacional de poesía. Ignacio, que es diplomático, era entonces el segundo de a bordo de la embajada española, pero también era -y sigue siendo- poeta, así que, en esa doble condición, acudió a varias sesiones del festival en las que yo participaba. Que Ignacio viniera a verme me proporcionaba, no solo a un oyente atento, sino también varios privilegios adicionales: presumir de público distinguido -"lo siento, chicos", les decía yo, después de la lectura, al grupo de amigos que había hecho, todos ellos poetas de países occidentales, "tengo que irme: me ha invitado a cenar el embajador" (como he dicho, Ignacio no era el embajador, pero presentarlo como tal me daba un caché que despertaba la admiración de mis colegas, y seguro que a él no le importaba que lo ascendiese de categoría)- y disfrutar de coche oficial, con conductor autóctono. Confieso que ir en un haiga hasta Tirana, charlando, con mucho cosmopolitismo, con un representante del servicio exterior, y llevado por un chófer al que solo le faltaba una gorra de plato para parecer un general, casi me hacía sentir un personaje de alguna novela de John Le Carré, o, mejor, de Graham Greene, además de que nos permitía eludir el casi inexistente sistema de transporte público en el país, y sobrellevar los baches de unas carreteras casi tan malas como los autobuses. Ignacio me invitó a cenar en un restaurante italiano de Tirana, donde nos propinamos unos fusilli inolvidables, y me impuso en la sombría geografía de la capital, con sus monstruosos monumentos al héroe nacional, Skandenberg, y las no menos faraónicas construcciones en las que vivían Enver Hoxha y sus acólitos estalinistas, pero también con sus espacios negros y sus barrios desolados. En aquel encuentro nació una gran amistad, que ha perdurado a lo largo de los años, y que ha conocido otras reuniones memorables. Hace un par de años, Ignacio tuvo la generosidad de invitarme a una lectura poética en el Palacio de las Naciones, en Ginebra, donde estuvo destinado después de Albania, y yo, a mi vez, hice por que participase en el ciclo de lecturas "Nuevas Voces", organizado en el Ateneo de Barcelona por mi buen amigo y excelente escritor Albert Tugues. Hoy me envía este reciente poemario, Urnas, ánforas, vasijas, con una breve nota manuscrita, en cuyo dorso ha dibujado -entre otras virtudes, Ignacio es un dibujante muy airoso- a un torero desafiando al toro en el tercio de banderillas, una imagen, según me indica, abocetada en una reunión sobre armas nucleares en la Conferencia de Desarme. Y es que Ignacio es muy taurino, pero qué le vamos a hacer: nadie es perfecto. Urnas, ánforas, vasijas, publicado por Pigmalión, con un breve prólogo de Vicente Valero, es el relato de un día de playa, desde el despertar de los veraneantes hasta una noche que cae suavemente, imbuida de la presencia de Nereo y sus nereidas. Ignacio avanza en esa narración con un tono asordinado, a menudo conversacional, grávido de ligereza y gracia. Su voz es tan natural que pasaría por la de alguien que nos cuenta, o más bien nos susurra, en una mesa apartada de una taberna, o quizá en la misma playa donde han transcurrido las horas del relato, esas peripecias mínimas, pero fértiles en evocaciones, esos sucesos arenosos, que aún lleva pegados a la piel, esa intensidad silenciosa que cobra todo cuando rozamos el cuerpo amado, cuando sentimos que el mundo, solar, vertical, está bien hecho. Pese a este sermo aparentemente humilis, o quizá gracias a él, Ignacio ha depositado en Urnas, ánforas, vasijas, como en todos sus demás poemarios, un vasto conocimiento de la literatura y una amplísima cultura, en la que se funden elementos tan dispares como la mitología grecorromana y la novela policiaca, el ajedrez y la gastronomía. La escansión -recurre sobre todo al endecasílabo y al alejandrino- contribuye a este sosiego de raigambre clásica, a este benevolente equilibrio. Dos rasgos más convierten a este libro en una lectura inspiradora: la sensualidad y el humor. Ninguno de los dos está subrayado: en la literatura de Ignacio no hay nada grandilocuente ni excesivo, pero su presencia resulta indudable desde el principio. Esa sensualidad se transforma a veces en erotismo, si es que puede utilizarse un término tan rotundo, que parece prometer inmediatas efusiones carnales, cuando nos referimos al sentimiento de excitación sensual que experimenta el protagonista de los poemas. Se trata, como todo en este libro, de una sensualidad, de un erotismo, contenidos, bosquejados con sutiles pinceladas, apenas silabeados. También el humor está ahí, y también es delicado, con esa delicadeza que es sinónimo de inteligencia. Urnas, ánforas, vasijas es un libro risueño, que celebra los detalles placenteros de la cotidianidad, que agradece la cercanía de los cuerpos y su temblor inconfundible, la frialdad del agua y el calor del sol, la constancia jubilosa de la vida. Como ha escrito Vicente Valero en el prólogo, "estos versos luminosos nos hablan con sencillez y naturalidad de aquellos momentos en que la vida decide ponerse de nuestra parte". Y tiene razón: los poemas de Ignacio convocan a la felicidad, y eso es algo infrecuente, y muy meritorio, en un discurso lírico contemporáneo, en el que predomina la angustia del yo, la disolución de la conciencia, el escándalo de la muerte. Urnas, ánforas, vasijas rompe la tradición romántica de exploración de la subjetividad, para investigar en los pliegues del aire, en los meandros exteriores del ser. No le falta hondura -ni chispazos sutilísimos de tristeza o desconcierto-, pero su introspección revierte, a través de los ojos, en el mundo, en la celebración de sus formas, y sus rincones, y sus alegrías. Urnas, ánforas, vasijas nos entrega a un poeta bienhumorado, más aún, dichoso, y su dicha se convierte en la nuestra. Ojalá de todos los libros pudiera decirse lo mismo. Este es su poema "El rentista":

Me siento cada vez más europeo
(en el peor sentido de la palabra).

Me siento un decadente senador
dispuesto -con la toga hecha jirones-
hoy mismo a deshacerse de una parte de sus fundos
con tal de conservar su biblioteca.
Y no porque adolezca de un espíritu platónico
que nunca me ha asistido;
tan solo porque así podré vender los manuscritos
a cambio del almuerzo de mañana.

Por eso, soy feliz en esta especie
de templo de Afrodita que has dispuesto para mí,
sentado junto al tronco de este pino piñonero,
bebiendo cornucopias de uva negra.
No aspiro a nada más: que vengan días,
tan leves como entonces, que de cuando
en cuando me concedan
-a oscuras, sin escándalo de nadie-
la gracia de invadir mis propias ruinas
como un bárbaro.

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