jueves, 25 de septiembre de 2014

La decadencia de la literatura

Cada vez más tengo la sensación de ser miembro de un cofradía cuya labor es desconocida -o irrelevante- para el mundo. Dedicarse a la literatura parece ya solo una actividad exótica o, peor aún, pintoresca: una rareza a la que condescienden algunos raros. Y saber literatura tiene el mismo interés que saber ortografía: ninguno. Por cuarta vez en otros tantos años, un curso de literatura que se me había pedido que diseñara, para que se integrase en el programa académico de alguna institución docente, no se va a impartir por falta de alumnos. Me sucedió, por primera vez, en España, con la Escola d'Escriptura del Ateneo de Barcelona, a la que, en 2011, propuse, entre otros, un curso de 20 horas sobre poesía erótica universal. El tema me parecía atractivo, y a sus responsables también; además, pensaba hacer muchas clases prácticas. Pues bien, según me comunicó el director, solo se había matriculado una persona (aunque otras voces me susurraron después que, si no se había celebrado, era porque la Gene no le había otorgado la subvención solicitada, dada la escabrosidad del tema; me parece inverosímil, pero, si fue así, es medieval). Ya en Inglaterra, ofrecí al Instituto Cervantes de Londres un curso de introducción a la literatura española, de 10 horas, con especial atención a las relaciones entre las letras hispanas y las inglesas, que han sido más intensas de lo que suele creerse. El Cervantes lo programó dos veces: antes y después del verano de 2013. El resultado fue el mismo: nulo. En la primera convocatoria, no llegaron a diez inscritos (mi mayor éxito, no obstante, hasta ahora); en la segunda, que debería haber sido más exitosa, porque tras el verano la gente se apunta a los cursos del año académico con ilusión renovada, solo hubo dos, incomprensiblemente. Ayer, en fin, me comunicaron que otro curso, de Español a través de la Literatura, que se había incluido en el programa de la Escuela de Idiomas Modernos del King's College, de Londres, no había tenido matrículas suficientes, aunque no me especificaban cuántas; quizá no había habido ninguna. Para explicar estos fracasos, hay otras razones: es obvio que mi nombre no ha atraído lo suficiente a los alumnos, pero uno piensa que en el mundo de la enseñanza no abundan los Martí de Riquer o los T. S. Eliot, sino que más bien se nutre de honrados y oscuros trabajadores de la cultura, y que ello no impide que las aulas tengan alumnos. Aunque un nombre no diga nada a un potencial estudiante, tampoco perjudica sus expectativas, si el tema le interesa. Y, en mi caso al menos, la literatura no ha atraído a nadie lo bastante como para superar esa valla altísima de la rentabilidad económica que levantan todas las escuelas e instituciones con las que he querido trabajar. Resulta sorprendente que, en una ciudad como Barcelona y en el marco de la segunda escuela de letras más concurrida del mundo, tras la de Nueva York, no hubiera una docena de interesados en un asunto que a todos nos ha procurado tantos momentos de placer, y nunca mejor dicho, como la poesía erótica. Y más aún que en un centro de la importancia del Instituto Cervantes de Londres, con unos 3 000 alumnos matriculados en los diferentes cursos cada año, no haya habido quince que quisieran saber algo más de San Juan de la Cruz, Cervantes o Lorca. O que en el King's, una de las universidades más importantes de la capital, si no la más importante, no se hayan animado ni media docena, que era el límite que había que franquear para que el curso pudiera celebrarse. Pero no es solo mi fracaso personal -uno más en una larga lista de claudicaciones- el que me lleva a pensar en la decadencia de la literatura. Algunos datos sociológicos, si bien domésticos, me confirman en ello. Gran Bretaña es un país culto, letrado: obtiene siempre mejores resultados que España en los informes PISA y presenta mayores índices de lectura; el escritor más importante de la historia es inglés, y dos de sus universidades aparecen, desde hace décadas, entre las diez mejores del mundo. Y, sin embargo, todo el mundo rehúye la literatura. Desde el sofá de mi casa puedo comprobar cómo, en los muchos concursos culturales de televisión (esos que casi han desaparecido de las televisiones públicas de nuestro país), nadie elige la opción de la literatura cuando tiene esa posibilidad: prefieren que les pregunten sobre el pop de los 70, o sobre comedias televisivas, o sobre cocina tailandesa. Por no hablar de poesía: la poesía, cuando aparece, se queda siempre la última en las preferencias de los concursantes. Ayer mismo, cuatro ingleses de pura cepa no sabían que Charles Dickens, el primer narrador de la nación, no está enterrado en París, sino en la abadía de Westminster, y tres más fueron incapaces de pronunciar correctamente el nombre de "Odisseus", el protagonista de La Odisea: se conoce que les resultaba tan familiar como el sánscrito. Sin embargo, cuando más persuadido está uno de la desolación que abraza a lo que ama, observa algunas realidades paradójicas, y se sume en el desconcierto: Gran Bretaña, como España, está llena de poetas. Cualquier revista de humanidades, festival literario o lectura poética cuenta con docenas, a veces cientos, de vates. Y en otras revistas, festivales o lecturas concurren otros tantos, distintos de los anteriores. Es obvio que ninguno de ellos acude nunca a los concursos de televisión, pero no deja de intrigarme esta discrepancia entre los cultivadores, abundantes como las olas del mar, y los interesados, escasos como los justos en una multitud. Sospecho que los cultivadores tampoco están interesados en la literatura, o, por lo menos, en la literatura que no sea la que ellos escriben. En cualquier caso, las hormigas en el hormiguero se creen infinitas, pero ignoran que su mundo es solo un punto infinitesimal en un mundo indiferente.

2 comentarios:

  1. No voy a ocultar que me he reído (mi deporte favorito), pero tienes razón en lo que dices y me entristece mucho, pero así es la vida, una contradicción!!

    Ahora estoy leyendo un libro muy bonito de Alfred Brendel De la A a la Z de un pianista (Acantilado) cuando hable de Amor, dice: ¿Acaso hay músicos que no amen la música? Me temo que sí. (...)

    Un abrazo renovado

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  2. Sí, hay escritores que no aman la literatura (yo conozco unos cuantos) y músicos, como dice Brendel, que no aman la música, y estoy seguro de que también hay Papas que no aman a Dios, o que ni siquiera creen en él.

    Un gran beso.

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