lunes, 31 de marzo de 2014

Dos muertes

De las muchísimas muertes que hubo la semana pasada en España (muertes en hospitales, muertes en carretera, muertes en domicilios, muertes con violencia, muertes accidentales; de viejos, de jóvenes, de amas de casa, de niños, de policías, de ladrones: la muerte es democrática) dos se conocieron por la prensa: la de Adolfo Suárez González, expresidente del gobierno español, el lunes, 23; y la de Petra Cuevas, bordadora, el jueves, 27. El fallecimiento del político tuvo una repercusión asfixiante: parecía que se hubiera muerto el Papa. A ello contribuyó el gesto inaudito de su hijo, Adolfo Suárez Illana, que anunció que su padre estaba a punto de fallecer varios días antes de que sucediera, supongo que para ir preparando el terreno. (Por otra parte, ¿y si no hubiera muerto? Y si, desafiando a los médicos, como a veces ocurre, el anciano Suárez hubiera seguido respirando semanas, o meses?). El ditirambo fúnebre se admite en casi todos los casos: la muerte es una realidad tan implacable, tan desgarradora, que una especie de ley no escrita nos impone el elogio retroactivo, o, por lo menos -si no nos ha importado mayormente que la persona se muriera, o incluso nos ha gustado-, el silencio. No pienso vulnerar esa ley, aunque a mí Suárez siempre me ha parecido un personaje sobrevalorado. Fue un político mediocre, que se benefició de una carrera labrada a los pechos del poder, pero también de un gran encanto personal y, sobre todo, de una extraordinaria capacidad de adaptación. Eso le permitió capear los embates de una Transición que se le echó encima como un ciclón, y salir indemne de un golpe de estado, en el que, también hay que decirlo, se comportó con gallardía. De donde no salió indemne fue de la Transición misma: su celebrada elasticidad ideológica no le sirvió para sobrevivir a la voladura del centro político, en el que se había guarecido desde las sentinas del Movimiento Nacional. En cualquier caso, Adolfo Suárez tuvo una vida plácida: hijo de un procurador de los tribunales, se licenció -y hasta doctoró- en Derecho, tras pasar sin brillantez por las aulas. Muy pronto conoció a un preboste del falangismo, Fernando Herrero Tejedor, a cuya sombra medró en las prietas filas del Movimiento: se integró primero en la Secretaría General, ascendió después a jefe del gabinete técnico del Vicesecretario General, fue procurador en Cortes por Ávila, gobernador civil de Segovia, director general de Radio Televisión Española, vicesecretario general del Movimiento, ministro secretario general del Movimiento en el primer gobierno del infame Carlos Arias Navarro y, final y apoteósicamente, primer presidente democrático del país. Frente a esta impoluta trayectoria ascendente, la de Petra Cuevas presenta una línea similar, pero descendente, o, por lo menos, constante en la desgracia. Petra nació en Orgaz,  un pueblo de Toledo, en 1908. Cuando hacía muy poco que había dejado de ser una niña, en el Madrid de los veinte, empezó a trabajar como niñera y, luego, como aprendiz de bordadora. Con la misma perspicacia con la que Suárez supo venir a mejor fortuna, pero al revés, Petra se afilió a UGT en 1931 y al PCE en 1936, justo antes de que estallara la Guerra Civil. Y, durante el conflicto, mientras Suárez crece a resguardo de las bombas en la apacible Ávila, Petra cose ropa para el ejército republicano en el Madrid asediado. Pero Petra y los suyos pierden la guerra, y los franquistas no parecen dispuestos a olvidar lo mucho que aquella mujer ha tejido en su contra. Convertida en un peligro para la seguridad nacional, la policía tortura a su padre para que revele su paradero. Petra se entrega, y es, a su vez, torturada: durante 45 días, en el edificio de la Gobernación, la actual sede de la Comunidad de Madrid, la golpean y le aplican descargas eléctricas, sobre todo en las manos, aquellas manos que tanta ropa habían cosido para la República. (Petra, por cierto, creía que uno de sus torturadores había sido Carlos Arias Navarro). Hecha un guiñapo, la trasladan a la cárcel de las Ventas, donde, en un terrible hacinamiento, asiste cada noche a las sacas de presas que van a ser fusiladas, entre ellas, las célebres "trece rosas". Se la acusa de un delito contra la seguridad interior del Estado y es sometida a dos consejos de guerra. Mientras se sustancia el procedimiento, entra y sale varias veces de la cárcel. En uno de estos breves periodos de libertad, se queda embarazada. Es finalmente condenada a doce años de prisión, y tiene a su hija en la cárcel. La niña muere a los seis meses, por falta de cuidados médicos. En 1940, ha muerto también su hermano Julián, a los 24 años, luchando en París contra los nazis. El peregrinaje de Petra por varias cárceles españolas acaba, por fin, en 1948, cuando se beneficia de un indulto concedido para celebrar el glorioso Alzamiento Nacional. No obstante, sigue vigilada por la policía, y ha de batallar por subsistir en la sórdida España de la posguerra. Lo consigue gracias a su habilidad como bordadora: cose, trabaja en talleres y abre finalmente el suyo propio, que mantiene en funcionamiento hasta los años setenta. En 1964 se casa con un vecino del barrio, que la deja viuda seis años después. Con la vuelta de la democracia, retoma la actividad política y sindical, que no abandona, prácticamente, hasta fallecer, con 105 años de edad. La muerte de Petra Cuevas no ha motivado el mismo despliegue periodístico que la de Suárez: apenas una necrológica en El País -dudo que la prensa de derechas, que es casi toda en España, le dedicara ni una sola línea- daba cuenta de su desaparición. También sus vidas fueron antipódicas: uno triunfó sumándose a las filas de los triunfadores; la otra sufrió por no desertar de las de quienes sufrían. Como ella hubo muchos más, miles, cientos de miles, que padecieron, anónimos, olvidados, la ignominia de la persecución, el exilio, la tortura y el asesinato. Su vida -y su muerte- no son menos importantes que las de Adolfo Suárez. Tampoco defendieron la democracia con menor ahínco que este. Y su ejemplo moral, en mi opinión, lo excede, porque, a diferencia del político abulense, Petra lo mantuvo con sufrimiento, un sufrimiento a menudo insoportable. Es menester que recordemos que, pese a los fastos a que conduce la celebridad, pese a la condición de personajes de la historia que adquieren algunos, justa o injustamente, nuestra vida en común, y los valores que la sostienen, son fruto, en primer lugar, de la lucha callada, doliente, incansable, de bordadoras como Petra Cuevas.

domingo, 30 de marzo de 2014

Dickensiana

Dickens es un escritor formidable, uno de esos escritores de best-sellers que son, también, magnífica literatura. Hubo otros en su siglo: Salgari, Galdós, Balzac, sobre todo Balzac. Gente que escribía para entretener, pero que no perdía de vista que entretener es un arte. Hoy, casi ningún hacedor de best-sellers -entendiendo por tal, en aquel siglo, al que concitaba que cientos de miles, si no millones, de lectores esperasen con ansiedad la aparición del siguiente capítulo de su folletín, o de su próximo libro- comparte esa visión, y sus productos son meras exudaciones de la industria editorial. Curiosamente, a mí los libros de Dickens que más me gustan son los más sombríos, como Casa desolada, aunque siempre haya sombras en sus novelas, solo que disfrazadas de luces. Otros, en cambio, que pasan por más jocosos, como Los papeles póstumos del Club Pickwick -Jordi Llovet, uno de los profesores de la facultad de Filología por los que sentía más respeto, ha escrito que es uno de los libros más divertidos de la literatura occidental-, me han deparado escasa diversión. Aunque quijostescos, encuentro a Pickwick y a sus aventuras hiperbólicos, repetitivos y locales, y me cuesta avanzar. Pero esto no es, no puede ser, sino una preferencia personal: no pongo en duda la grandeza creativa del inglés. Hoy vamos a visitar su casa-museo, en el 48 de Doughty Street, cerca de Bloomsbury, que debe de ser el barrio más literario del mundo. Antes, sin embargo, decidimos comer. Lo intentamos primero en el restaurante del Hotel Russell, un establecimiento de lujo que ocupa un impresionante edificio victoriano, rojizo y cuya fachada remata una multitud de tejados, situado en la plaza del mismo nombre. No lo hacemos porque queramos dilapidar nuestra ya escasa fortuna, sino porque somos los felices poseedores de una tarjeta de descuentos en restaurantes según la cual podemos almorzar en el hotel con una reducción del 50%. En un alarde matemático, calculamos que la mitad de una factura astronómica seguirá siendo una factura astronómica, pero menos, así que decidimos darnos un homenaje. Nuestro gozo acaba en el fondo del pozo cuando las camareras nos informan de que los domingos no sirven comidas. Buscamos un local alternativo y damos con un pub, The Lamb -el cordero-, situado al otro extremo de la cadena trófica de restaurantes en Londres: pequeño e incómodo, pero alegre. La fachada está llena de flores, y la barra, de parroquianos que trasiegan cerveza muy oscura con la devoción de un cuáquero, como si practicaran un ritual con afán de trascendencia. Nos embuten en una mesita lateral, y allí comemos. Me sirven la ensalada con una vinagrera y un bote de mayonesa. "¿No hay aceite?", le pregunto, meridional, a Ángeles. Y me aclara: "Es que aquí no sirven aceite. Le ponen mayonesa a la ensalada". Ponerle mayonesa a la ensalada es algo que no estoy dispuesto a hacer ni aun sometido a tortura, así que le pido aceite -"de oliva, a poder ser"- al camarero, que me mira, atribulado por la enormidad de mi petición, pero se sobrepone, muy británicamente, al desconcierto, y desaparece en la cocina. Al cabo de diez minutos -después, supongo, de haber revuelto las alacenas de los productos de lujo para encontrar un ápice del oro líquido- aparece, triunfal, con una lecherita para el té, pero con aceite. El café nos lo tomamos ya en el bar de la casa de Dickens, acompañado por un triángulo de pastel de calabacín y lima, que nos sirve una camarera argentina. Los ingleses trasladan su excentricidad a la repostería, cuyas combinaciones son inverosímiles e innumerables: pepino y grosella, coco y ginebra, apio y pera. Pero suelen resultar, como las sopas, siempre densas, acompañadas con pan y mantequilla: los climas fríos requieren comidas gruesas. En esta casa, de cinco pisos y aspecto sobrio, a la que se accede por una puerta verde, en un barrio tranquilo y burgués, de calles anchas, Dickens solo vivió dos años, de 1837 a 1839, aunque fueron años importantes en su vida personal y literaria: aquí nacieron dos de sus hijas, murió una cuñada con 17 años y él escribió Oliver Twist, la novela en la que se mejor se plasma el trauma sufrido por él y su familia, cuando su padre fue encarcelado por deudas, su mujer y sus otros hijos se fueron a vivir con él a la cárcel, y el pequeño Charles, con doce años, tuvo que empezar a trabajar diez horas al día en una fábrica de betún para calzado, pegando las etiquetas a los botes del producto. No es de extrañar que sus libros estén plagados de huérfanos que viven y trabajan en lugares insalubres, maltratados por adultos crueles y explotados por patronos inhumanos. El principal atractivo de la casa es la abundancia de objetos personales del escritor, desde sus navajas de afeitar hasta el bastón con el que paseaba o la mesa en la que escribía. La reconstrucción del mobiliario y la decoración victorianos es pulcra, y abundan, asimismo, los retratos, ilustraciones y litografías del escritor, sus amigos y su familia. Me llama especialmente la atención la sala de lectura, pero no la de lectura privada de Dickens, sino la de lectura pública, donde organizaba audiciones de lo que escribía. Es un salón amplio, dentro de la pequeñez general de las habitaciones, en el que se conserva el atril desde el que leía. Pero no era una actividad gratuita: Dickens cobraba por leer. Mantener dignamente a su creciente familia fue una preocupación constante, y, de hecho, ese -el crecimiento de la familia- fue el motivo por el que tuvo que abandonar la casa de Doughty Street y trasladarse a otra, más espaciosa, en Devonshire Terrace. Dickens cobraba por todo: tenía que hacerlo para que todos comieran. Eso le llevaba a escribir continua, ingentemente, y a adoptar medidas tan drásticas como raparse la mitad de la barba para no poder salir a la calle (entonces algo así todavía resultaba vergonzante; hoy se sale a la calle disfrazado de cualquier cosa) y obligarse así a quedarse en casa a terminar lo que había empezado. Balzac bebía litros de café al día con el mismo propósito; Dickens se pelaba media barba; otros escribían de pie, para no dormirse si lo hacían sentados: cada cual escoge la cadena con la que quiere permanecer atado a la literatura. Acabada la visita, nos acercamos a Russell Square, el lugar de nuestro almuerzo frustrado, y paseamos un rato. La plaza, diseñada en 1800, se construyó en unos terrenos cedidos graciosamente por su propietario, el duque de Bedford, a la ciudad. No tiene la extensión de los enormes parques londinenses, pero ocupa un generoso cuadrángulo, salpicado de árboles y tapizado de hierba. Como hoy hace bueno, el césped se ha llenado de gente. El clima de este país es tan inclemente, que basta un poco de sol para que proliferen los sun-bathers en los parques. Aquí, en la vegetación, cuando llueve, crecen setas, y, cuando luce el sol, crecen personas. Nosotros decidimos volver caminando a casa. El GPS dice que tardaremos una hora y media, pero no importa: nos sentimos fortalecidos por la sopa de The Lamb, el pastel de calabacín y lima de la casa de Dickens, y la temperatura amable.

sábado, 29 de marzo de 2014

Un aviso de embargo

Eso es lo que hemos recibido: un aviso de embargo. Si no pagamos inmediatamente la deuda que el ayuntamiento dice que tenemos con el ayuntamiento, el ayuntamiento la ejecutará inmediatamente y procederá, en su caso, al embargo de nuestros bienes. Que dichos bienes sean escasos -unos pocos muebles y unas cuantas cajas de libros- no le importa al ayuntamiento: lo que el ayuntamiento quiere es cobrar. Nos sorprende la agresividad de la notificación. Todas las conminaciones de pago lo son, aquí y en la Patagonia, pero los británicos destacan por la imperiosa taxatividad de sus escritos, aguzada por ese inglés majestuosamente caracoleante que lo envuelve a uno en una sucesión de eufemismos, circunloquios y understatements. Dicen cosas como: "Si no hace efectiva la deuda que consta en nuestros archivos en el perentorio plazo indicado en el encabezamiento de la presente intimación, nos veremos en la obligación, con gran pesar, de proceder como mejor convenga a los intereses de la comunidad, y de acudir, en su caso, a las instancias judiciales que velen por la satisfacción de los deberes públicos". Uno lee eso y se queda sobrecogido. A Ángeles, sin embargo, no se le ha movido una ceja. Según ella, amenazan con fiereza, pero actúan con laxitud, si no con negligencia. En este caso, por ejemplo -me tranquiliza-, ella ya ha transferido al ayuntamiento los datos necesarios para que se cobre el council tax, el impuesto municipal por el que ha manifestado su intención de reducirnos a la pobreza. Es más, añade, lo ha hecho varias veces en estos últimos meses, pero la descoordinación administrativa -que es tan universal como el lenguaje coercitivo- ha frustrado el pago. La gélida acometividad del consistorio me ha hecho pensar en algo que ya he observado en la realidad de Inglaterra, y en muchos de sus documentales: la frialdad quirúrgica con que las autoridades, o los agentes de la autoridad, aplican las normas; una impasibilidad inhumana que está presente, asimismo, en la sociedad civil, aunque no sé si se proyecta de aquellas a esta, en una suerte de perversa transferencia , o es esta la que lo promueve en sus gobernantes, en sus instancias de poder. Tiendo a pensar que, como en todas partes, los de arriba no son sino exudación de los de abajo: los que mandan son solo los ciudadanos comunes -con sus defectos, inclinaciones y costumbres- con mando. En la televisión abundan los reality shows -pero no sensacionalistas, sino testimoniales- en los que se exponen situaciones sociales conflictivas e incluso trágicas: embargos por deudas, desahucios, castigos por maltratar a los animales, sanciones y expulsiones en las fronteras, delitos de tráfico. No deja de asombrarme hasta qué punto la expresión "el imperio de la ley" cobra sentido en esta sociedad, y la serenidad, casi la placidez, con la que los funcionarios advierten de las consecuencias de sus actos a los protagonistas involuntarios de esos programas, o les imponen las penas correspondientes, y la actitud generalmente estoica de estos. Siempre pienso que, en España, situaciones así conducirían a la protesta y al enfrentamiento, al grito y al desgarro, a la amenaza y al rechinar de dientes, hasta a la agresión física. Aquí no. ¿Que vienen unos agentes judiciales a expulsarte del piso porque llevas tres meses sin pagar el alquiler? Pues nada, ellos te informarán, con el mismo tono de voz con el que leerían el manual de instrucciones de una lavadora, que dispones de una hora para retirar tus efectos personales de la propiedad y que, si no lo haces, ellos mismos se verán obligados a hacerlo, con el auxilio de las fuerzas del orden público, si es necesario. Ante lo cual el deudor, o su esposa, o un amigo que está pasando unos días con ellos, responderá que sí, que enseguida se encarga de todo, pero que su madre se está muriendo en el piso de arriba y que qué podría hacer. Entonces, los agentes judiciales le informarán, con pulcra profesionalidad, de los diferentes servicios sociales que pueden hacerse cargo de su madre agonizante, pero que eso en ningún caso puede suponer el menor retraso en el lanzamiento. Ellos lo sienten mucho, pero la orden dictada por el juez ha de ser ejecutada, y no hay nada que puedan hacer; de hecho, nada en el mundo -salvo, quizá, una catástrofe nuclear- puede impedir que se cumpla. Sí, sí, lo comprendo, responderá el hijo de la anciana moribunda, o la esposa, o el amigo: no pretendía molestarles. Y, a continuación, empezarán a empaquetar sus cosas, a hacer que sus varios hijos pequeños empaqueten las suyas, y a bajar a la madre por las escaleras, en parihuelas. La ley es una realidad absoluta y todopoderosa en este país. Si la ley dice algo, ese algo se cumple. Si la ley utiliza una palabra, es esa palabra, y no otra, en ningún caso, la que determina lo que está bien o está mal. Nada queda por encima de la ley, ni es ajeno a la ley: la ley es una inmensa burbuja de comportamientos posibles e imposibles, una atmósfera gaseosa que es como la terrestre: nos permite respirar, pero también nos oxida y nos mata, una cápsula hermética e infranqueable. Aquí todo es ley, que rige a los súbditos de esta gran nación con draconiana pero acogedora plenitud, como una madre severa y justa a la vez. Y la gente lo siente y lo sufre, pero no quiere deshacerse de su opresión, porque esa opresión les da seguridad, aunque sea una seguridad envenenada. Yo solo espero que los datos que ha remitido Ángeles al ayuntamiento lleguen, tras un largo periplo, a la mesa adecuada, y no se incoe el procedimiento de embargo anunciado. Detestaría tener que echarles una mesa por la cabeza a los agentes judiciales, aunque mi madre no se esté muriendo en el piso de arriba.

viernes, 28 de marzo de 2014

Un recorrido étnico

Las calles de Londres son un festín. Ayer salí por la mañana a comprar. El día era fresco y luminoso. En Battersea Park Road, la calle que constituye la frontera entre nuestro barrio y los barrios del sur, proletarios y amusulmanados, vi a un grupo de hombres reunidos a la entrada de un restaurante. Formaban en la calle, sin ocupación, sin otro propósito que matar el tiempo. Algunos estaban de pie; otros, sentados en los asientos de la terraza. Varios llevaban chupas de cuero -pero no de esas, desafiantes, que visten los motoristas y los que van mucho al gimnasio, sino de las otras, las de la gente mayor, lacias, sin distintivos- y casi todos fumaban. Un hecho exótico: fumar se está convirtiendo aquí en una rareza. Los rasgos de aquella gente eran indudablemente meridionales; al menos, no lucían las blancuras lácteas ni el espigamiento hiperbóreo de los británicos. Tenían la piel arrugada, oscurecida, y pensé que así debe de quedárseles a los que se pasan media vida ajustando tuercas en una cadena de montaje, como Charlot. Supuse que eran árabes, pero, al pasar junto a ellos, los oí hablar -no lo pude evitar: casi vociferaban- en italiano. Aquello era un pueblo de Sicilia. Los hombres se reunían de mañana, al sol, en el bar, para hablar de sus asuntos -de nada, en realidad- y ver pasar las horas. Me fijé en el restaurante del que constituían la parroquia: "Capitán Corelli", se llama; sí, como aquel personaje, interpretado por Nicholas Cage, que le toca la mandolina a Penélope Cruz. Debajo del nombre se anuncian los, probablemente, tres productos italianos más universales, además de Sofía Loren: "capuccino, pizza, pasta". Un prodigio de síntesis comercial. La población transalpina de la zona debe de ser numerosa: en el tramo de Battersea Park Road que va desde la estación del tren hasta poco más allá de Latchmere, hay cinco restaurantes italianos, ninguno de los cuales forma parte de una cadena. Seguí mi camino al Tesco y, un poco más adelante, me crucé con un grupo de chinos. Los chinos no practican la indolencia; por lo menos, no en Europa. Era un grupo inarticulado, difuso, que tenía dificultades para ser considerado grupo: sus miembros se movían con cierta incomodidad, como si permanecer en aquella breve cofradía contradijera algún objetivo existencial. Hablaban bajo y muy seguido, con su idioma nervioso, salpicado de gangosidades. Los chinos se reunían delante de un local de masajes, en el que se desperezaban tres mujeres que apenas levantaban dos palmos del suelo; me pregunté si serían masajes con final feliz. Cuando volví a pasar por allí, al cabo de diez minutos, el grupo había desaparecido; solo las mujeres del local de masajes (¿masajería?) seguían bostezando en las butacas. No había más grupos de personas por la calle, pero, muy cerca ya del supermercado, pasé por una sucesión de locales regentados por árabes: kebabs, casas de comidas, locutorios de internet, tintorerías, todos escuetos y desteñidos, lo que, en el caso de la tintorería, tiene su gracia. La clientela era aquí, en su mayoría, musulmana y negra. Los primeros comían sin prisa, o miraban la calle desde las mesas del interior, o simplemente esperaban, aunque no sé el qué. Parecían parte del mobiliario. Los negros, en cambio, revoloteaban: entraban, salían, se juntaban para dispersarse a continuación, pedían faláfel y se lo zampaban en un abrir y cerrar de caninos, ocupaban la acera con sus mochilas y sus muchísimas extremidades, se reían y se callaban y se volvían a reír. Los dejé atrás a todos y me hice, por fin, con algunas cosas que se nos habían olvidado en la compra semanal: la principal, una caja de budweiser. Llevar una provisión semejante de cerveza por la calle me hace sentir incómodo, pero el tramo hasta casa es corto. Los conserjes del inmueble, mahometanos también, me miran con una sonrisa. Luego de descargar las bolsas en la cocina, volví a salir, esta vez en dirección a Chelsea. Crucé, como cruzo tantos días, el parque de Battersea, tan grande, tan vacío. El suelo olía fuerte a estiércol: cada día los jardineros lo abonan generosamente. La mezcla del fertilizante y de la lluvia que cae sin cesar hace que los arriates de Battersea parezcan pieles verdes de oso. Luego, los mismos jardineros que se preocupan por que crezca la hierba, han de hacer horas extras para cortarla. Es una labor sisífica y contradictoria, pero a ellos parece gustarles. Mi camino siguió a continuación por un sendero flanqueado por cerezos, que están en flor desde hace dos semanas. La floración no durará mucho más: ha llegado a su ápice, que consiste en que las ramas de los árboles estén cuajadas de flores blancas, como si las revistiera un abrigo inmaculado. Uno se siente japonés desfilando bajo esas nubes de pétalos, punteados, en el centro, por un pezón rosa. Al terminar el sendero, di con los camiones de una feria, que estaba instalando sus atracciones. Muchas aún estaban envueltas en lonas, pero distinguí un tiovivo, y casetas de tiro, y un pulpo giratorio. Las ferias tienen algo de radicalmente mediterráneo; no diré que aquí disuenen, pero no me encajan en las brumas, no condicen con la melancolía. No obstante, cuando esté en funcionamiento, no pienso perdérmela. Tengo intención de hacerme, como sea, con un muñeco de peluche.

jueves, 27 de marzo de 2014

European Bookshop

Hace un par de días, después de entrevistarme con Teresa en el King's College, me acerqué, paseando, hasta Regent Street. En una calle aledaña, Warwick Street, está la European Bookshop, una librería especializada en libros en otros idiomas. En un país tan centrado en su propia literatura -como, en general, todos los anglosajones: que el inglés sea la lengua franca internacional hace que sus hablantes pierdan interés en lo que se escribe en otros idiomas-, un lugar como ese constituye una referencia, si no una rareza. Teresa me había recomendado visitarlo, por si encontraba algún libro de texto que me ayudase con el curso que estamos preparando. Para llegar a la librería, hube de atravesar Piccadilly Circus -cuya fuente de Eros va a ser restaurada: había obreros envolviéndola en andamios; curiosamente, andamio y patíbulo se dicen igual en inglés: scaffold- y enfrentarme a las masas de gente que circulan permanentemente por el centro de la ciudad. Uno diría que siempre están ahí: también de noche; también lloviendo; también bajo la nieve. Masas y masas de gente: la gente que no cesa. Oxford Street, con su infinidad de grandes tiendas, es, probablemente, el peor punto. Toda la humanidad parece extenderse por sus aceras, pero, paradójicamente, uno deja de ser humano cuando la recorre: se pierde toda noción de humanidad; la identidad se desmigaja en un frenesí de piernas, y cuerpos, y miradas, y móviles en las orejas, y autobuses y coches frenando y arrancando, y mendigos en los microscópicos espacios que dejan los transeúntes, y súbitos remolinos de seres, a la salida de las boutiques y los grandes almacenes, que, si se descuida uno, pueden acabar con él en la otra acera o en cualquier bocacalle sin salida, rodeado por los cubos de basura de un restaurante chino. Oxford Street es un horror. Yo solo he conocido dos lugares peores: algunas zonas de Nueva York -recuerdo Times Square con particular espanto- y los alrededores del Gran Bazar en Estambul. Ahí Álvaro, que debía de tener ocho o nueve años, y yo fuimos literalmente arrastrados por un río de gente. La gente, empacada como granos de arroz, apenas caminaba: solo se dejaba llevar. Una nueva paradoja: en aquella situación de aplastamiento, casi levitábamos: los pies podían alzarse del suelo, y uno seguía avanzando. De uno a otro lado de la calle, todo era gente, que ni aumentaba ni disminuía: parecía un flujo uniforme, constante, inalterable, de personas, emanado de las tripas de aquel mercado infinito, y que desaguaba en las callejuelas asimismo intestinales de Constantinopla. Yo sujetaba a Álvaro de la mano con la fuerza de una trampa para osos. Tenía miedo de que, si lo soltaba, se perdiera en aquella corriente monstruosa; como a quien arrastra el caudal amazónico, nunca volvería a encontrarlo. Cuando llego, salvando a la muchedumbre feroz, a la European Bookshop, aún he de dejar que pase por delante un grupo de hooligans, escapado de algún acontecimiento futbolístico del que no tengo noticia, berreando su alcohólico entusiasmo. Uno de ellos es capaz de articular: "¡Ha sido el mejor espectáculo de fútbol que he visto en mi vida!". Y yo no sé a qué se refiere, pero, por su estado de excitación, ha debido de ser, ciertamente, memorable. Pienso en el oxímoron que supone que ese hatajo de energúmenos esté frente a una librería; pienso en la distancia abismal, pese a la cercanía física, que hay entre su escandalera y el silencio de la tienda. Pasan, por fin, dejando una estela de olor a cerveza y a masculinidad, y puedo entrar en el local. No es muy grande. No hay nadie. Bajo al piso inferior (arriba están el francés y el italiano; abajo, el alemán y el español. Recuerdo que Borges decía que la ordenación de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria. En las librerías, la poesía suele estar en los estantes de abajo. En esta, el castellano está también en las catacumbas). Hay muchas secciones previsibles: novedades, diccionarios y gramáticas, libros de textos para estudiantes de español. Busco, en primer lugar, algún manual para mi curso, pero no encuentro nada. Casi lo celebro, porque eso me permite entretenerme un buen rato en las baldas de poesía, que, en esta ocasión, no están en el suelo. Siempre he creído que un librero profesional debe ser un filtro para el lector, y que la selección de lo que pone a la venta en su establecimiento ha de ser rigurosa. Por eso me llama la atención el batiburrillo de textos y las diferencias de calidad que se observan en los fondos de algunos locales. En este, encuentro ejemplares de las colecciones que ya me imaginaba -Cátedra, Alianza, Espasa, Visor, Tusquets- con los de otras que se me antojan inverosímiles: ¿qué hacen aquí, por ejemplo, varios libros de Algaida, una colección de la que nunca he sabido que nadie comprara un libro? También doy con publicaciones de sellos infinitesimales, casi plaquettes, y con otras patrocinadas por sus autores, que son, previsiblemente, españoles residentes en Inglaterra, que desean ofrecer al mundo el fruto artístico de su experiencia en las Islas Británicas. Estas no se diferencian mucho del ciclostilado. Junto a Caballero Bonald, por ejemplo, puede haber En las riberas del Helmsdale, de Toribio Schwandivili Melgar, publicado en Kidderminster, con ilustraciones del autor. Esto le da a la oferta de la European Bookshop una notable dosis de exotismo, pero también sume al potencial comprador en algún desconcierto. En la librería hay, asimismo, una sección de ofertas, pero son ofertas relativas, porque libros con un precio de venta al público de 18 libras, por ejemplo, se venden ahora a 14. Me sucede a menudo en las librerías de ocasión que no puedo recordar si ya tengo un libro que me gustaría comprar. En algún caso, no dudo: Toreo de salón, de Camilo José Cela, en Lumen (una edición, moderadamente rara, que me sorprende que esté aquí) ya es mío, pero y La última costa, de Francisco Brines: ¿lo tengo? Algo, muy remotamente, me sopla que sí. Pero ¿y si me equivoco? ¿Lo dejaré pasar, estando a seis libras? Por fin, no me llevo nada, y eso me entristece un poco: me siento como un cazador que vuelve a casa con el morral vacío. Salgo otra vez al tráfago del centro, que se me hace, por el contraste con el sosiego del que vengo, más desquiciante todavía, y me pierdo entre el gentío innumerable, en busca de una boca de metro.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Por complacer a mis superiores

Así se titula uno de los más recientes libros de Javier Sánchez Menéndez, poeta y editor de La Isla de Siltolá. Me lo hizo llegar, junto con otras novedades de la editorial, en su último envío, poco antes de volver yo a Inglaterra. Por complacer a mis superiores es una antología de su poesía, desde Motivos, publicado en 1983, hasta Cartoons, una plaquette fechada en 2011, a la que se suman seis poemas inéditos. Entre ambos, figuran muestras de otros siete poemarios, lo que configura una obra amplia, pero en constante penumbra, con un gran silencio poético -que no sé si calificar de bache- entre La muerte oculta, de 1996, y Una aproximación al desconcierto, de 2011. Las desapariciones poéticas no son infrecuentes. La más famosa quizá sea la de Rimbaud, el cual, luego de revolucionar la poesía moderna -aunque eso todavía no lo sabían sus contemporáneos; solo él-, se fue al Cuerno de África a traficar con armas y, probablemente, con esclavos. Para cuando el mundo se enteró de lo que había escrito, él exclamaba "¡merde!" si le mentaban a la poesía. Hay paréntesis menos aventureros, aunque no menos dilatados: José Hierro se pasó casi treinta años sin publicar ni un verso nuevo entre Libro de las alucinaciones, de 1964, y Agenda, de 1991; Angelina Gatell, una excelente poeta social, guardó también un abrumador silencio entre Las claudicaciones, de 1969, y Los espacios vacíos y Desde el olvido, una amplísima antología de su obra, que vio la luz en 2000; y, por no irnos tan lejos, mi buen amigo, editor de la fenecida DVD y asimismo excelente escritor Sergio Gaspar, se retrajo igualmente de toda publicación entre Aben Razín, que se remonta a 1991, y Estancia, aparecido en 2009. Tras sus tres lustros de silencio, no sé si Javier Sánchez Menéndez está intentando recuperar el tiempo perdido, pero lo parece: su ritmo de publicación es elevado, al igual que el de su editorial, que mantiene una producción abundantísima, insólita en esta época de decaimiento; y su blog también bulle de actividad. Las entradas de La vida al filo de la espada -así se llama la bitácora- destilan una extraña aspereza, pero también una íntima indefensión. Se diría que son ácidas porque quien las escribe se siente desvalido. Y así sucede también, me parece, con su poesía. "Por complacer a mis superiores" es un verso de Nicanor Parra, una de las influencias, reconocida y reconocible, más importantes de su obra, junto con Antonio Colinas y Juan Ramón Jiménez. No es una mala tríada. Los poemas de Javier son oblicuos y austeros, narrativos pero con alguna porción de bruma, inclinados a la coloquialidad, pero sin abandonarse completamente a ella. La experiencia del amor y la irradiación de la cultura en la sensibilidad y en el mundo son sus temas esenciales. Esto último no deriva, en cambio, en culturalismo: las referencias a la literatura y al arte, las reflexiones metapoéticas, la influencia de lo anglosajón, se entrelazan en una conciencia indócil, inquisitiva, que las manipula como elemento de construcción, pero también de cuestionamiento. Y nunca dibuja un espacio exclusivo: la cultura son también los dibujos animados, las canciones pop, la televisión, los juegos de cartas. La persecución de la belleza es reconocible, pero también problemática, sometida a una cotidianidad feroz y a una subjetividad líquida. En general, los poemas de Javier revelan un yo atento a su fragilidad, que la analiza con cautela y algún asombro, pero que no duda en exponerla ante nuestros ojos, como quien airea una sábana. Un yo entregado a la exploración minuciosa de los sentimientos y a la contemplación lacerante de su ambigüedad: del dolor y el placer que nos causan; de la sorpresa y la incomprensión que suscitan. Por complacer a mis superiores se me antoja una reunión de sucesos que el yo lírico no acaba de entender, pero que nosotros comprendemos bien; de exclamaciones ante lo que le deslumbra o le desborda, pero siempre lacónicas, contenidas, como si se hubieran enredado en su mirada y en su voz, como si no pudieran desasirse de una interioridad analítica, que, no obstante, reconoce su fracaso. El mundo expuesto en la poesía de Javier es un mundo al que se desea amar, pero que no se deja amar; y el yo que desea amar es un yo angustiosamente consciente de lo que le impide hacerlo: de sí mismo, en primer lugar, de sus debilidades y su insuficiencia, pero también de las ofensas del tiempo, de los errores del ser, de la confusión de todo. Así dice el poema "Snoopy", de Cartoons:

El negro perro blanco

sobre su casa roja.
Heather tiene su pelo
en arce de amor.

Una rama palpita,

mecida por el viento,
con un suave caronte.
Barquero de las sombras,
el dogo ha preferido
el corazón silvestre.

Ropa interior negra,

nada parece todo.
Recuerdos, golosinas,
un hueso y el cuaderno,
la caricia de Charlie.

Blanco parece negro.

martes, 25 de marzo de 2014

Trabajar en Inglaterra (y un paseo por el Embankment)

Encontrar trabajo en Inglaterra -y, específicamente, en el campo que me es propio: la lengua y la literatura españolas- no es cosa fácil. No lo es en ningún sitio, realmente, pero aquí las exigencias para conseguirlo son enormes, y la competencia, brutal. A los parados del país, que, lógicamente, no cejan en su empeño de emplearse, se suman los cientos de miles de extranjeros que acuden sin pausa a esta supuesta sociedad de las oportunidades, dinámica y en crecimiento -parece remontar, por fin, la crisis que también la ha sacudido estos últimos años: su clase política es mejor que la nuestra, y las bases de su economía, muy superiores-, entre los cuales se encuentran varias decenas de miles de españoles, todos con el mismo afán de sentirse útiles y valorados, y de ganar dinero. Las universidades británicas son un coto exclusivo. Las posibilidades de que alguien recién llegado, que no se ha formado en ellas, y que desconoce su red de influencias y ayudas, se haga con un puesto como profesor, o siquiera como colaborador, son nulas. (Claro que en España las cosas no son mejores: allí también es imposible acceder; más aún: allí no solo no se puede entrar, salvo que uno sea el candidato del departamento que convoca la plaza, sino que es muy fácil salir: muchos miles de profesores eventuales, interinos y asociados han sido despedidos en los últimos años). La enseñanza primaria y secundaria tampoco es fácil: se requiere una formación pedagógica específica, que es preciso convalidar, experiencia previa y un currículum docente inmaculado; y hay también muchísimos candidatos, como en todas partes: los que quieren ser profesores de español somos legión. Por último, las ayudas que otorgan las instituciones dedicadas a la investigación son abundantes, pero lo son mucho más las peticiones que reciben. Por ejemplo, en las últimas becas Leverhulme, unas de las más concurridas del país, hubo 800 solicitudes para 40 ayudas. Y es muy difícil, por no decir imposible, que un independent scholar, sin vinculación alguna con las universidades nacionales o de la Commonwealth, salvo que se trate de un reputadísimo investigador, obtenga alguna. En este contexto, uno se sigue esforzando, pero el camino es arduo. Ayer me encontré con Teresa García, una profesora de español del Modern Language Centre del King's College, una de las más prestigiosas universidades londinenses. A Teresa la conocí el año pasado, por mediación de una amiga mexicana, compañera suya en el departamento. Teresa me ha propuesto que prepare un curso de castellano para el próximo año académico, con la esperanza de que sea aceptado por las autoridades administrativo-académicas (primera valla de la carrera de obstáculos); de que, una vez aceptado, si es que lo es, no se interponga ningún otro candidato a impartirlo o ninguna dificultad organizativo-económica, de las muchas que amenazan siempre a cualquier proyecto en ciernes, que lo haga imposible (segunda valla de la carrera de obstáculos); y de que, por fin, y apoteósicamente, se matriculen suficientes alumnos como para hacerlo rentable (tercera valla de la carrera de obstáculos). Si no me he estampado, pues, contra ninguno de estos escollos, ni tropezado yo solo -llevado por la urgencia o, más probablemente, por la torpeza- en la carrera para superarlos, podría ser que, a partir del próximo octubre, diese una hora y media de clase a la semana en el King's. Lo cual estaría muy bien, aunque no sea, precisamente, un programa de trabajo agotador, ni una fuente apabullante de ingresos. Teresa y yo nos vemos en Fernández & Wells, un bar semiespañol -anuncia vino, tapas y jamón- en Somerset House. El local está muy bien situado, a la vista del impresionante patio del no menos impresionante edificio, pero los asientos no resultan cómodos, la decoración es desangelada y los precios son dignos de la Riviera francesa: un simple té verde cuesta 3,25 libras, unos cuatro euros. Charlamos de mi adaptación al Reino Unido y de sus cuitas laborales. La tarde cae lentamente. Cuando nos despedimos, hace frío, pero no me apetece encerrarme otra vez en los lóbregos túneles del metro para volver a casa, sino andar. Lo hago por el embankment, una singular mezcla de luz y oscuridad a esas horas. El London Eye se destaca, con su monumentalidad de aluminio, con su redondez azul, al otro lado del río. La atracción no encaja, realmente, donde se encuentra -un lugar de nobles edificios decimonónicos, de mármoles, ménsulas y frontispicios-, pero tampoco encajaba la Torre Eiffel en el París de su época, y se ha convertido en el símbolo de la ciudad: todo es cuestión de tiempo y perspectiva. En el agua se suceden las embarcaciones, tanto las que navegan como las amarradas. Muchas de estas son locales de ocio. Paso al lado de un barco que es un bar, y que se anuncia así: "Bar & Co". Luego me cruzo con la "Aguja de Cleopatra", el hermoso obelisco situado a la orilla del río, aunque no tenga nada que ver con Cleopatra, sino con Tutmosis III, en cuyo reinado, mil años anterior al de la hermosa reina, se labró y erigió. La historia del monumento es curiosa: fue un regalo de Muhammad Alí (no el boxeador, sino el sultán de Egipto y Sudán) en 1819, en conmemoración de las victorias de Nelson y Abercrombie (no la marca de ropa, sino el militar escocés) sobre Napoleón en el Nilo y Alejandría. Pese a ser gratis total, el gobierno inglés no aceptó correr con los gastos del traslado, y en Alejandría se quedó el obelisco hasta 1877, en que Erasmus Wilson, un cirujano inglés, sufragó el flete a Londres. Pero las características y dimensiones del monumento hicieron del viaje un infierno. En el golfo de Vizcaya, batido por una terrible tormenta, perdió sujeción y empezó a moverse sin control, y buque que lo trasladaba, pertinentemente llamado Cleopatra, quedó a la deriva. Cuatro días después, cuando se creía naufragado, lo localizaron unos arrastreros españoles y fue llevado hasta Ferrol (que entonces aún no era del Caudillo), donde fue reparado, y desde donde partió a Inglaterra: España, pues, ha tenido un papel esencial en que la "Aguja de Cleopatra" luzca hoy junto al Támesis, donde se erigió, definitivamente, el 12 de septiembre de 1878. La cápsula del tiempo que se colocó en su base, según registran las crónicas, debe de ser una de las más concurridas de la historia universal: una especie de camarote de los hermanos Marx de las cápsulas del tiempo. Entre los muchísimos objetos depositados en ella, hay un juego de doce fotografías de las londinenses más guapas de la época (algo así como un book de modelos victorianas), pipas y puros (cuánto han cambiado los tiempos), la transcripción del capítulo 3, versículo 16, del Evangelio de San Juan en 215 idiomas ("porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna") y hasta una guía de ferrocarriles. Al obelisco lo flanquean dos enormes esfinges, construidas ad hoc. Pero están al revés: en lugar de proteger al monumento, lo miran. Cualquiera podría, pues, acercarse a él con las peores intenciones, sin que las esfinges pudieran hacer nada para impedirlo. Yo lo observo, inofensivo, mientras sigo mi camino en esta luminosa oscuridad fluvial.

lunes, 24 de marzo de 2014

Islington

Nos decidimos a visitar Islington, el barrio en el que vive el alcalde de Londres, el gallináceo Boris Johnson. Es un domingo de sol, aunque el viento es gélido: siete grados centígrados, y estamos a finales de marzo. Tardamos una hora en llegar, en metro y autobús: Islington está lejos. Cuando salimos de la estación de Farringdon, nos sumergimos momentáneamente en un mundo dickensiano: nos rodean los grandes bloques de edificios de ladrillo del Peabody Estate, una urbanización decimonónica; el ladrillo es ese, entre rojizo y marronoso, que tanto le gustaba a la reina Victoria. Aquí, según parece, situó Dickens algunas de las escenas de Oliver Twist, en concreto, aquella en la que Artful Dodger instruye a Oliver y a sus compinches en el noble arte de robar carteras. Parece que perdura por estos pagos cierta tradición de mangar: observamos avisos de la policía por la calle en los que se informa al público de que abundan los ladrones de teléfonos móviles, y se aconseja manejarlos con cuidado. Como ya es tarde y el paseo se promete largo, antes de seguir andando, decidimos comer. Lo hacemos en un pub de la zona, donde, en una gigantesca pantalla de televisión, se retransmite un partido de fútbol de la liga inglesa: juegan el Tottenham, que es el equipo del barrio, y el Southampton. Algunos aficionados miran el partido, sorprendentemente silenciosos, mientras chupan sus pintas de cerveza, muy oscura. Observo, en una pared, un fotograma de aquel maravilloso sketch de los "andares tontos", de los Monty Python: John Cleese aparece, con levita, bombín y cartera, meneando una pierna por las calles de Londres. Es uno de los cortos más surrealistas y descacharrantes del grupo cómico, que revela la constante capacidad de los ingleses para burlarse de sí mismos: el estirado personaje de Whitehall, antonomasia del británico estirado, se retuerce al caminar: se afloja, ensortija y contorsiona, aunque no sepa hacerlo anímicamente, sino solo físicamente. También la celebrada ironía inglesa es una forma de desestiramiento. En el pub nos atiende un camarero de Martorell, que planea cambiar pronto de trabajo: a él, nos explica, lo que le gusta es la coctelería. Cuando proseguimos la caminata, en Corporation Row, pasamos por delante de otra institución victoriana, el internado para jóvenes. Hay sucesivas entradas a lo largo del muro de piedra. Una está señalada para "Special girls". No sé por qué eran especiales las chicas que entraban por aquí, pero decido hacerle una foto a Ángeles bajo el dintel. Más adelante, pasamos cerca del teatro Sadler's Wells, fundado en 1683, aunque apenas quedan restos del edificio antiguo. William Wordsworth habla en El preludio -que publicamos en DVD ediciones, íntegro, en 2003, con una extraordinaria traducción de Bel Atreides- de obras que vio en el Sadler's Wells. Entramos ya, propiamente, en el barrio de Islington: hasta ahora solo nos hemos estado acercando. Nos da la bienvenida un edificio espléndido, arcilloso, con una torre rematada por una cúpula: es la antigua Posada del Ángel, en la que, en los siglos XVII y XVIII, solían pernoctar los viajeros que llegaban tarde a Londres y no querían arriesgarse a seguir camino y ser desvalijados por los numerosos salteadores que infestaban las vías de acceso a la ciudad. Dickens la menciona en Oliver Twist y se cree que aquí escribió Thomas Paine su famoso opúsculo Los derechos del hombre. Ya en Islington, recorremos un trecho del Regent's Canal, uno de los muchos canales que atraviesan Londres: en una orilla se alinean los narrow boats, en cuyas cubiertas se mezclan los asuntos fluviales, como los aparejos de navegación, con los asuntos domésticos, como la ropa tendida o las macetas de flores. Nos apartamos del curso de agua y damos con Noel Street, en cuyo número 25 vivieron -y murieron, trágicamente- el dramaturgo Joe Orton y su compañero, Kenneth Halliwell. (La placa que indica que ese fue su lugar de residencia es difícilmente visible: no está junto a la puerta, sino en lo alto; y no es azul, como las del resto de la ciudad, sino de un verde mortecino, con poco contraste. Se conoce que las placas verdes, y no azules, son una seña de identidad del barrio de Islington). Orton y Halliwell, en efecto, vivieron aquí varios años, dedicados a amarse, a escribir y a saquear las bibliotecas de la zona. Tan metódico fue su vandalismo, que fueron condenados por los daños causados, y pasaron seis meses en la cárcel: ¿es imaginable, hoy, alguien preso por robar libros? Pero el 9 de agosto de 1967, trastornado por los celos, el depresivo Halliwell le aplastó el cráneo a Orton con un martillo y luego se suicidó con una sobredosis de barbitúricos. No es el único lugar literario del barrio con una reputación trágica. Un poco más adelante, en St. Peter's Street, está la casa en la que vivía Salman Rushdie cuando el ayatolá Jomeini, aquel hombre al que tanto añoramos por su espíritu liberal y la sofisticación de su pensamiento, dictó la fatwa que lo condenaba a muerte por haber escrito Los versos satánicos. En el casco antiguo de Islington, por decirlo así, se esconden algunas plazas encantadoras, como Gibson Square, arropada ahora por el sol, que enciende las fachadas blancas de las casas y sus puertas multicolores, y Milner Square, más pequeña y umbría, pero con una vegetación más prieta. Por un pasaje que la cruza, se llega a una calle de regusto portugués, Almeida Street, y, al poco, a Upper Street, desde la que no tarda en alcanzarse un lugar magnífico, y del que pocos visitantes tienen noticia: el New River Walk, un curso fluvial abierto en el siglo XVII para traer agua a la sedienta Londres desde el lejano Hertfordshire. Aquí se han bañado Samuel Coleridge y Charles Lamb, eludiendo la vigilancia de los guardas destacados para impedir que la gente hiciera precisamente eso, bañarse, en un agua destinada al consumo público. De esta ímproba misión -y fracasada, según el testimonio de los escritores- queda el vestigio de una caseta de ladrillo, junto al cauce del río, donde se guarecían los vigilantes. El lugar sigue siendo hermoso, pero apreciamos algún abandono: en el agua, que no corre, flotan desperdicios, y también hay desechos y mucha hojarasca en el paseo aledaño. En el lecho del río vemos instaladas cañerías, a las que se encaraman los patos. Desde luego, a estos no parece importarles la suciedad; más bien la disfrutan, y hasta se la comen. Por otra parte, la vegetación es espléndida: abundan los mazos de flores, los narcisos, los sauces llorones, que derraman sus lágrimas verdes sobre el espejo turbio del New River. Los troncos de algunos árboles, huyendo de la sombra con que los asfixian los árboles vecinos, cruzan el río a escasa distancia del agua y emergen a la luz en la orilla contraria. Es bonito, pero peligroso: si uno transita a oscuras por aquí, corre el riesgo de dejarse los dientes en alguno de ellos. Al salir del paseo, vemos a alguien sacando algo -algas-, con una redecilla, del lecho del río, y nos preguntamos qué provecho puede obtener de algo así. La caminata se acerca a su fin. A ratos, el sol desaparece, e incluso llueve, más aún: nos graniza. La piedra cae durante poco tiempo, pero es piedra: un arroz helado que no llega a doler, pero sí a desbarajustarnos: hay que recomponer los abrigos y la marcha, que ahora ya no obedecen al interés del entorno, sino a evitar la incomodidad de la precipitación. Pasamos por delante de la Canonbury Tower, una construcción de 1562 en la que vivió algún tiempo Walter Raleigh, el corsario y saqueador de Cádiz, que aquí es sir, pero al que la literatura clásica española llama, simple y despectivamente, Guantarral. En el centro de la casa se alza una impresionante torre rectangular. Más allá encontramos Canonbury Square, donde, como en otros lugares de Londres, por una extraña atracción, han vivido varios escritores o gente vinculada a la literatura: George Orwell, que compuso aquí parte de 1984; Evelyn Waugh, que se casó con Evelyn Gardner, y que se distinguían llamándose "Evelyn él" y "Evelyn ella"; y Samuel Phelps, el actor y productor de teatro, especializado en obras de Shakespeare, muchas de las cuales se representaron en el teatro Sadler's Wells.

domingo, 23 de marzo de 2014

Ávidas pretensiones

En España supe de la concesión del Premio Biblioteca Breve de 2014 a la novela Ávidas pretensiones, de Fernando Aramburu. Siendo el Biblioteca Breve uno de los más prestigiosos galardones de narrativa actuales; siendo Aramburu un escritor, en su vertiente de poeta, por el que siento predilección; y siendo el libro, según anunciaba la prensa, una sátira de los procelosos y muy ridiculizables encuentros de poetas, un asunto que me concierne profesionalmente, no quise volver a Londres sin llevarlo en el morral. Y lo conseguí por los pelos: creo que lo compré el mismo día en que llegó a las librerías. Mi estima por Aramburu proviene de mi lectura de Yo quisiera llover, una antología de su poesía, publicada por Demipage en 2010. Me gustó tanto, que la reseñé en Letras Libres en abril de 2011 (http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/yo-quisiera-llover-de-fernando-aramburu). En la crítica decía, entre otras cosas, esto: "Su cincel retórico es, en realidad, un estilete: su dedicación minuciosa al pulimento y la musculación del verso lo revelan adepto de lo que Valéry llamaba «la moral de la forma», esa tenacidad de orfebre que acredita el amor por la obra bien hecha. Su tono, clásico siempre, oscila de lo épico a lo oratorio, sin perder frescura ni inmediatez, ni contradecir el espíritu quebrantador de la lírica contemporánea, que Aramburu conoce tan bien como la barroca o la romántica. Por eso en su obra hay sonetos y poemas a la cerveza, apóstrofes a Dios y evocaciones de los tiovivos de infancia. Al modo del majestuoso Saint-John Perse, que escribía como si se dirigiera a un senado principesco, Aramburu destila gravedad y luz, con tropos espaciosos y exactos, que expanden ecos arquitectónicos, como voces que rebotaran en un ábside, pero sin incurrir en el atiplamiento ampuloso ni en las pueriles arideces de la paronomasia: «Tu amar, tu dolor de ti, labio perdido entre espejos,/ fuente sola, fuente negra al margen de los caminos,/ tu amar que es entrar de golpe al fuego/ sin el cual nada se encuentra…», escribe en el extraordinario «Ave sombra»". Con semejante idea de su literatura, abordé muy ilusionado la lectura de Ávidas pretensiones, pero, como se habrá deducido ya de las dos primeras frases de esta oración, el libro me ha decepcionado. No por su lenguaje, que lo salva: un lenguaje flexible, jocoso, eufónico (aun en sus cacofonías), fluido y plural, esto es, capaz de manejar todos los registros, y de pasar de uno a otro sin fatigas ni tropiezos, sino por la endeblez de la materia narrativa, por los desequilibrios estructurales y por la sucesión de tópicos, que han hecho -quién me lo iba a decir- que, a partir de cierto momento -y bastante temprano, por cierto-, haya estado deseando que el libro acabase ya. Ávidas pretensiones narra un encuentro poético patrocinado por un gobierno regional y celebrado en un convento de monjas: eso es todo. En esa reunión se desatan las pasiones, más bien bajas, que se atribuyen convencionalmente, y desde tiempos inmemoriales, a los poetas. Divididos en dos grupos estéticos -los metafísicos, o metafas, en la jerga del libro, y los realistas, o realitas-, todos pugnan por sobresalir, por aparecer en las antologías, por humillar a los miembros de los grupos poéticos contrarios, por trabajar poco -o nada- y figurar mucho, y, sobre todo, por cultivar los placeres asociados a la bohemia: beber, procurarse sustancias psicotrópicas -desde porros hasta hongos machacados- y follar. De hecho, casi todos los personajes del libro comparten esa sola obsesión: follar. Hay abundantes magreos, masturbaciones a dúo, intentos de felación no consentida, lluvias doradas y placeres coprofílicos, en todas las combinaciones posibles: heterosexuales, homosexuales (con una especial atención a una pareja de lesbianas, que van paseando sus pasiones por los pueblos de la sierra) y bisexuales. También hay abundante escatología -un poeta metafísico sufre una diarrea explosiva en el bosque, y allí permanece muchas horas, abandonado por sus amigos- y no poca violencia: ese mismo metafa golpea a una poeta y, en el tramo final del libro, con un palo, a todo bicho viviente, para vengarse de la humillación sufrida. Todo esto quizá parezca divertido, pero solo es una caricatura, y una caricatura bastante grosera, la verdad. Al cabo de algunos capítulos, las manías de cada cual, las rencillas soterradas o explícitas, la virulencia de los gestos y la chabacanería de la sátira, con escaso fundamento en la realidad, acaban cansando: eso que nos cuenta Aramburu es solo un chiste, una hipérbole, una fantasía destinada a confirmar fantasías preconcebidas. Se sostiene, como he dicho, por su lenguaje, que es espléndido, y que, con frecuencia, induce a la sonrisa y hasta a la carcajada, pero se desmorona por su falta de sostén vital, por sus giros previsibles y por su exageración bufa. Hay algunos momentos en que parece deslizar un Aramburu más verdadero, o, por lo menos, un Aramburu que cree, genuinamente, candorosamente todavía, en la poesía, como cuando razona el carácter universal del poema o describe cómo Vanessita Rincón -pareja y mantenida, de esplendoroso físico, de un poeta anciano y ciego- lee sus poemas en el concurso que se organiza en las jornadas -algo también inverosímil: no sé de ningún encuentro poético en el que se haya celebrado un concurso entre los presentes para determinar cuál de ellos es el mejor-, y los deja a todos maravillados (y, si todos ya estaban deseando follársela, ahora lo desean todavía con ahínco superior). Pero, en general, el libro es un encadenamiento de anécdotas, a ratos confuso, con personajes estereotipados, que ratifican las tesis expuestas, y situaciones cuya razón de ser es, asimismo, la demostración de quod erat demonstrandum: que los poetas no son sino una piara de indeseables, una caterva de egocéntricos y rijosos, un tropel de zoquetes que oscilan entre el desvalimiento y la crueldad. Lo cual, bien pensado, puede que sea, al menos en parte, verdad; y también que, si Aramburu lo ha consignado así en la novela, probablemente sea por despecho o irritación: porque crea que las debilidades de quienes la ejercen, que son muchas, desmerecen o ensucian algo digno de ser preservado. Quizá tenga razón y la poesía sea algo demasiado importante como para dejarla en manos de los poetas, pero la forma de argumentarlo, en Ávidas pretensiones, no ha sido, narrativamente, la más persuasiva, ni la mejor cimentada.

sábado, 22 de marzo de 2014

En la National Portrait Gallery

Los ingleses son un pueblo muy musical. En cualquier parte improvisan una actuación. Londres está lleno de músicos callejeros, que se tienen que esforzar por sobreponerse al ruido ensordecedor de la ciudad, y lo consiguen. En los pasillos del metro, muchos cantan con solvencia y, a menudo, con magnífica voz, y uno se pregunta por qué esa gente no está actuando en un local profesional, e incluso de campanillas. En los pubs suele haber uno o varios días a la semana con actuaciones musicales, en los que aficionados o semiprofesionales demuestran una diligencia sorprendente; y esos momentos de melodías regadas con cerveza, de rock suave o de dulcísimas baladas celtas son impagables, por amables, por imprevistos. La música se promueve, en realidad, en toda suerte de espacios. Todos los viernes por la tarde, por ejemplo, hay un pequeño concierto, gratuito, en la National Portrait Gallery. No se hace en el auditorio, sino en una sala cualquiera del museo. Allí  se colocan varias docenas de sillas, se instala el músico con sus aparejos y sus micrófonos, y acude el público. Y es recomendable ir con alguna antelación, porque los asientos se ocupan enseguida. Suele tocarse música clásica, pero la invitada de ayer era una joven guitarrista. Era pequeña, llevaba el pelo recogido en un moño deslavazado y, como buena inglesa, tenía la piel muy blanca. Iba completamente de negro, salvo por un florón azul en la hebilla de los zapatos, y el contraste de la piel y la ropa le daba un cierto aire de tigresa de las nieves. Pero su voz, cristalina, delicada, desmentía toda ferocidad. Cantó durante tres cuartos de hora, y, mientras lo hacía, el hombre que se había sentado a nuestro lado -barbita, pendiente, tatuajes desvaídos en el dorso de la mano- la dibujaba a lápiz, con eficacia, en un cuaderno que traía. Las canciones estaban todas cortadas por un mismo patrón: sentimentales, intimistas, femeninas. Solo la última, una chispeante tonada brasileña, se apartó del molde. Las piezas, de matices sesenteros, me recordaban a las que susurraba Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Eran tan frágiles que casi se quebraban. Hablaban de idilios, y nostalgias, y hombres a los que les gustaba quedarse en casa con su amada y una botella de vino. Y tenían algo de juglaresco: no me costaba imaginarme a aquella mujer tocando el laúd, o el arpa, o cualquier otro instrumento bajomedieval y refinado, en una corte antigua, rodeada por otras mujeres que celebraban sus lamentos. De hecho, las letras de las canciones eran poemas, o lo parecían: la emoción se cifraba en el lento deshilado de los sentimientos, y en su repetición. Cuando acabó, hubo un breve remolino de asistentes que querían comprar sus cedés. Yo aproveché el momento para echar un vistazo a las pinturas de la sala, dedicada al arte neoclásico. El contraste había sido máximo: una vocalista posmoderna, cuyas letras eran un canto velado al amor libre, escrutada gravemente por un público de gentes empelucadas, enlevitadas, enharinadas, ceñidas por marcos con angelotes. También las musas y otras figuras mitológicas habían fiscalizado su recitación. Distinguí entre los retratos los de dos escritores sobresalientes: Laurence Sterne, asimismo de luto, como la cantante, pero con una mirada afilada y una sonrisa desafiante, y el doctor Johnson, austero a pesar de su gordura, melancólico, con un papel o un libro en la mano, luminosamente gris. La mayoría de los cuadros se debían a los grandes retratistas del XVIII, como Reynolds o Gainsborough. Uno de George Colman el Viejo, pintado por este, era el favorito de Ángeles, por su luz difusa, por su aire indirecto, pero yo prefería el de una actriz, justo delante de nosotros, que empuñaba una daga con una mano y con la otra sostenía, a alguna distancia de la cara, una máscara teatral. Nos miraba inexpresiva pero imperiosa, con toda la luz del mundo en una piel sin accidentes, en un mundo sin accidentes. Saliendo del museo, reparamos también en uno de los más célebres retratos de Shakespeare, si es que es Shakespeare el retratado: ese, oscuro, en el que aparece con la frente despejada y el pelo rizado a ambos lados y por detrás de la cabeza, y con un grueso aro de oro en la oreja izquierda. Al llegar a la calle, nos golpeó un frío que no cesa y vimos el gigantesco gallo azul que adorna -es un decir- la plaza de Trafalgar desde hace muchos meses. Había oído que querían retirarlo, pero aún sigue ahí.

viernes, 21 de marzo de 2014

Otro día en Brighton

Vuelvo a quedar con Juan Luis Calbarro en Brighton para pasar la mañana. La verdad es que es un placer tenerlo cerca: que un gran amigo, de muchos años, con el que se puede hablar de todo (y al que se le puede confesar todo), lo acompañe a uno, durante algún tiempo, en esta aventura inglesa, es una suerte y un alivio. Lo echaré mucho de menos cuando vuelva a Mallorca. Además, Juan se ha convertido en mi editor, y yo sigo con ilusión -por la cuenta que me trae, pero también por estricto interés en la difusión de la poesía- sus esfuerzos para hacer de Los Papeles de Brighton un sello reconocido. Cuando nos encontramos en la estación de tren, precisamente, lo primero que hace es darme los ejemplares de cortesía de Décimas de fiebre que me corresponden como autor. Embarcados en el coche que ha alquilado, nos dirigimos -en realidad, me dirige: siempre es él el que determina qué vamos a visitar en cada ocasión- a un pueblo minúsculo de la zona, Clayton, que alberga la hermosa iglesia anglosajona -hoy, anglicana- de San Juan el Bautista. Lo más relevante del templo son los frescos normandos que se estamparon en sus muros a principios del siglo XII, pero que no se descubrieron hasta finales del XIX, cuando, con ocasión de unos trabajos de restauración, aparecieron bajo una capa de yeso y estuco. Mientras Juan y yo contemplamos la representación del Día del Juicio Final, tema central de los frescos, un pacífico labrador (perro, no labriego), nos contempla a nosotros. Su previsible dueña está sentada, muy quieta, en la primera fila de bancos, acaso rezando, acaso admirando las imágenes. Las pinturas, de tonos rojizos, en las que destaca la mandorla central, con una figura semejante a un pantocrátor, y la imagen lateral de los cuatro jinetes del apocalipsis, nos recuerda a nuestro arte románico. No es extraño: fueron pintadas por monjes de Cluny establecidos en Sussex. Salimos de la pequeña nave por una puerta de roble, rotundamente normanda, y damos un breve paseo por el cementerio aledaño. Los cementerios de las iglesias inglesas son a menudo más atractivos que las propias iglesias. En este advertimos el típico desorden ordenado de los camposantos antiguos, el punto de abandono que los vuelve seductores, la superposición de lápidas y épocas e inscripciones. En muchas tumbas crecen los narcisos: matas de un amarillo deslumbrante dan vida a los muertos. No es por azar: los familiares de algunos difuntos siembran las sepulturas y las cultivan como jardines, a sabiendas de que el lugar es rico en abono orgánico. En una lápida leemos de alguien que fue un true gentleman; así, a palo seco: un auténtico caballero. No nos parece mal elogio fúnebre. En otra, que el allí enterrado fue sastre de las reinas de Inglaterra entre 1935 y 1970. También hay una tumba de un soldado muerto en las Malvinas, con 23 años. Nos dirigimos luego a unos molinos que Juan hace tiempo que quiere visitar. En el camino, para entretener el hambre, Juan me regala unas golosinas que ha comprado pensando especialmente en mí: son unos palitos de chocolate con tropezones de almendra, coreanos, que se llaman peperos. Los devoro con especial saña. Pronto divisamos los molinos. Esta zona es muy ventosa, y eso justifica su presencia. Se encuentran en la cima de una colina, y su perfil anguloso (no redondeado, como el de los molinos españoles) se distingue a mucha distancia. Son Jack y Jill, aunque el importante es Jill, que es hembra. Los molinos, como los barcos, son de género femenino en inglés. Jack es su gnómico acompañante, y la pareja que forman recuerda a las de muchas especies de insectos, en las que el macho es apenas un apéndice -y, en algunos casos, hasta la cena- de una hembra poderosa. Ambos son muy blancos, y siguen funcionando: todavía muelen el cereal con piedras. Desde el lugar en que se encuentran, se divisa una perspectiva espléndida. El paisaje de esta zona de Sussex es suavemente ondulado, con eminencias muy erosionadas, pero infaliblemente cubiertas por un tapete esmeralda, en el que pastan caballos y vacas, y que recorren infatigables excursionistas: pasear por el campo es uno de los pasatiempos favoritos de los ingleses. El día es amable -apenas hay nubes-, pero las ráfagas de viento son crueles. Hacer pis en estas circunstancias no carece de riesgos -el mayor de los cuales, aparte del repentino enfriamiento de la zona involucrada y de que algún vecino, celoso de la salubridad comunal, nos recrimine la incívica micción-, es que el chorro desatienda la orientación que uno le da, por férreamente que lo haga, y se dirija, al albur del viento, al lugar más inapropiado, como la cara de uno-, pero he de arrostrar el peligro. Y nunca mejor dicho. Salvo, inmaculado, la dificultad y vuelvo con Juan, que me espera en el coche. Visitamos a continuación el museo de artes y oficios de Ditchling, que se nos quedó pendiente la última vez que pasamos por aquí, y que ahora nos revela una elegante e interesantísima colección de tipografías, grabados, impresiones y hasta tapices (algunos de los sayos que vestía Charlton Heston en Ben Hur se tejieron aquí) del grupo de artistas que se congregaron en esta zona en la primera mitad del siglo pasado, encabezados por Eric Gill, y que desarrollaron una extraordinaria labor escultórica y gráfica. Nos llama la atención la crítica social presente en muchas de sus obras y, al mismo tiempo, la importancia que tienen los motivos religiosos en la colección: muchos de estos artistas se convirtieron al catolicismo y se aplicaron a la representación de sus misterios, lo cual no impidió que llevaran una vida sexual que, como en el caso de Gill, rozaba, si no incurría abiertamente en lo delictivo. Es la reputada hipocresía inglesa, aliada con la no menos descomunal hipocresía cristiana, cuya resultado es una hipocresía máxima. Acabado el recorrido, solo nos queda comer, el momento central del encuentro. Buscamos, en el propio pueblo de Ditchling, el restaurante atendido por unas encantadoras viejecitas en el que almorzamos la última vez, pero está cerrado por obras. Quizá con ellas quieran expulsar a los fantasmas que, según nos aseguraron las octogenarias, todavía merodean por sus salones. Hemos de buscar un restaurante alternativo, y lo encontramos en The White Horse, al otro lado de la calle, entre cuyos atractivos no es el menor la camarera rubia y delicadísima que nos atiende con solicitud cuáquera. Yo acompaño la hamburguesa y la sopa del día que me tomo con dos pintas de lager -un exceso: casi un litro de cerveza-, pero el sol que entra por la ventana, con urgencia sutil, y el calor de la sala, alimentado por una chimenea discreta, parecen exigirlo. Hablamos de la editorial, de literatura, de las familias, de Inglaterra, Cataluña y España, de política y amores: discrepamos y convenimos; y vivimos todo eso que hace que dos amigos sean amigos.

jueves, 20 de marzo de 2014

María Salvador

Hace no mucho descubrí en Internet, por no sé qué azares de la asociación, que María Salvador vivía en Londres y que trabajaba en la National Portrait Gallery. A María la conocí hace siete años, en Barcelona, poco después de que hubiese publicado su hasta ahora único libro de poesía, El origen de la simetría, en Icaria, una buena editorial cuyo ritmo de publicación ha descendido demasiado, me temo, últimamente. Me gustó aquel poemario -su frescura, su atrevimiento- y lo reseñé en Quimera, con el título "El yo en equilibrio". A Barcelona vino con su entonces compañero, Raúl Quinto, también escritor y buen amigo. Nos encontramos en el café Zurich y charlamos agradablemente de poesías y poetas, que es lo que casi inevitablemente acabamos haciendo los del gremio. María me pareció entonces una chica despierta, ilusionada e ilusionante, pero que albergaba una cierta cantidad de zozobra personal, a la que había dado curso en su poemario. Aquello, sin embargo, no era de extrañar: así nos sucede a la mayoría. Después de nuestro fugaz encuentro barcelonés, no supe de ella hasta hace muy poco, en Inglaterra. Me atreví a escribirle y concertamos una cita. Hoy, al llegar a su lugar de trabajo, en la plaza de Trafalgar, donde habíamos quedado, la he encontrado leyendo una reciente antología de poesía norteamericana joven publicada en España, y se me ha hecho extraño ver a alguien, en la calle, con un libro de poesía en español. Luego, en un café Nero cercano, donde nos hemos refugiado de las irremediables multitudes que saturan la zona, ha manifestado su indignación con algunas de las traducciones de ese libro: "Me dan ganas de corregirlas a bolígrafo y enviarle el libro al editor". La traducción, en efecto, acoge en España a grandes nulidades, que cuentan a su favor con el hecho de que pocos españoles conocen otros idiomas lo suficientemente bien como para valorar la versión que se les ofrece, aunque saber español debería proporcionarles los elementos de juicio suficientes como para hacerlo sin desacierto. María me cuenta que lleva varios años trotando por el mundo: ha vivido en Japón -y aprendido el idioma lo bastante como para leer y hasta escribir en él-, ha estudiado en Berkeley, ahora lleva año y medio en Londres -a donde vino para hacer un máster en una universidad con nombre de músculo humano: SOAS- y dentro de poco se marchará con una beca Fulbright a los Estados Unidos, para hacer el doctorado en su especialidad, la historia del arte japonés. Supongo que ese el destino de la gente joven inquieta y con talento que es consciente de la cochambre -y cochambre, además, inaccesible- en que se ha convertido la universidad española. Pese a la amplitud de sus viajes y su conocimiento de idiomas, sigue hablando castellano con un delicioso acento granadino y unos gestos no menos andaluces. Observo que se muestra muy crítica con todo lo que rodea al mundo literario español, y que la ha disuadido, según dice, de seguir participando en un juego que tiene mucho de juego y poco de literario. Pero también se muestra muy estricta consigo misma. Yo le digo que las barreras y los corsés y las líneas rojas están muy bien si obedecen a un impulso genuino y si nos ayudan a soportar al mundo y, sobre todo, a soportarnos a nosotros mismos, pero que quizá no sean tan favorables si constituyen un pretexto para no afrontar la pelea, el lodazal, que suele suponer ofrecerse a los demás. En mi opinión, María debería escribir más, porque aquel primer libro no puede haber sido una casualidad, y porque el coraje que siente ante una traducción deficiente, o un mal poema, es señal inequívoca de que su pasión por la escritura no se ha apagado. Su juventud, además, la avala. Salimos del café Nero -más bien nos echan: a las ocho cierran- y vamos paseando hasta la estación de metro de Westminster. La temperatura ha sido suave por la tarde, pero ahora se ha levantado una rasca importante. De camino al Parlamento, creo ver, frente a la residencia del primer ministro, a un grupo de aficionados del Las Palmas, y me sorprende que haya tantos canarios allí. Pero no: son ucranianos que hacen ondear banderas azules y amarillas, y protestan por la anexión de Crimea a Rusia. En Londres siempre hay gente protestando por alguna causa internacional; en España, en cambio, somos más domésticos. María y yo nos despedimos, por fin, en la estación de Victoria: yo he de dejar el metro y coger un tren. Por suerte, apenas tengo que esperar a que salga. Cuando llego a mi destino, en Battersea Park Road, me fijo en una de esas casas de apuestas, ladbrokes, que salpican la ciudad: parecen salas de espera de una estación de autobuses, pero llenas de televisores. Nunca hay demasiado gente; de hecho, siempre parece haber los mismos: tres o cuatro tipos, por lo general negros, con gorras destartaladas, bufandas que parecen más bien sogas de ahorcados y aspecto de no haber ganado nunca nada a la lotería. Miran con expectante abulia las pantallas en las que se desarrollan las competiciones en las que han apostado, y se rascan de vez en cuando el cogote o la entrepierna. La funcionalidad del sitio, sus tonos asépticos y fluorescentes, irradian una tristeza espectral, de la que se contagian los estoicos parroquianos. Sigo caminando y, un poco más allá, cuando estoy a punto de cruzar una calle por el paso de peatones, asoma el morro de un Rolls Royce, que ocupa, majestuosamente, todo el espacio. El que lo conduce sí tiene pinta de que la lotería lleva tocándole toda la vida.

miércoles, 19 de marzo de 2014

El té

El té es una institución británica, como la reina de Inglaterra o el autobús de dos pisos. Y forma parte de su historia: el Motín del Té, ocurrido en Boston a finales de 1773 (y del que toma el nombre ese ejemplo de conservadurismo civilizado que es el Tea Party estadounidense), fue crucial para que se desatase la Guerra de Independencia americana. El té explica, en parte, la pérdida de las colonias. Sus virtudes sedantes no lucieron en aquel momento de la historia. Fueron los chinos los que descubrieron, varios siglos antes de Cristo, que las hojas de la Camellia sinensis proporcionaban una delicada infusión, y hasta han adornado ese descubrimiento con una hermosa leyenda de emperadores que sestean a la sombra de un árbol del té y de suaves brisas vespertinas que hacen que las hojas de ese árbol caigan en una marmita de agua hirviendo. (Qué hace un emperador, nada menos, durmiendo en el campo, en lugar de en sus refinadísimos aposentos, con camas de sábanas de seda e hilo de oro, y qué hace un perol de agua al fuego a su vera, es asunto intrincado y desengañador, que no vamos a examinar aquí). Seguramente, su origen fue mucho más prosaico (como el del café, en el Yemen, gracias a una cabra; o el del yogur, resultado de que los camellos de una caravana transportaran, zarandeándolos, odres llenos de leche: en la península arábiga los hallazgos son siempre menos líricos que en Asia, quizá porque el desierto es poco dado a la sofisticación), pero la historia merece la pena. A Inglaterra el té llegó desde la India (que era entonces, y sigue siendo hoy, el segundo productor mundial) a mediados del siglo XVII, y se popularizó muy pronto. De hecho, parece que llegó a sustituir a la ginebra -que gozaba, por razones obvias, de una gran favor entre la gente- como bebida popular (aunque muchos, como la Reina Madre, mantuvieron la preferencia por aquella, y hay quien dice que eso les garantizó la longevidad: los órganos se conservan estupendamente en alcohol). Hoy no hay hogar británico en el que no se encuentre una lata, una caja o unos saquitos de té, y todavía es costumbre que esa sea la bebida que se le ofrezca al huésped en su primera visita. La ceremonia del té, si bien aburguesada, y aunque no pueda competir con los rituales fastuosamente minimalistas del Japón, conserva todavía cierta prosopopeya: el hervor, la inmersión, el reposo, la decantación, el filtrado, la espera y, por fin, la degustación, a pequeños sorbos, sin aditamentos o con una rodajita de limón o una brevísima nube de leche. (Es preferible el limón: la leche contrarresta las flavinas, que son antioxidantes; tampoco es recomendable el azúcar, que confunde el sabor espontáneamente amargo). Y es de ver la delicadeza con que la gente avezada, y hasta la que no lo es, maneja los aparejos de la infusión y sorbe el líquido, con gran mariposeo de dedos y un singular estiramiento corporal, simultáneo al achicarse de los labios: algo en el té induce a esa finura; algo que no tienen otras bebidas promueve la elegancia. Antes, en la Inglaterra victoriana, el té de las cinco era casi un deber. A esa hora constituía una pausa reconstituyente hasta la hora de la cena. En los siglos XX y XXI, las obligaciones horarias se han diluido en un mundo urgente y desordenado. Solo algunos mayores se acuerdan hoy de ese té vespertino, que sigue formando parte, no obstante, del estereotipo del inglés. En el Strand de Londres, casi en la confluencia con Fleet Street, se encuentra la tienda de Twinings, una de los más deliciosos establecimientos de la ciudad dedicados al té. Y no solo porque el local es el mismo que Thomas Twining comprara en 1706 -antes era una coffee house, una cafetería: la sustitución es significativa del cambio de gustos que se estaba produciendo- y despliegue todavía un amplio surtido, casi museístico, de frascos y herramientas de la época vinculadas a la elaboración de la bebida, sino porque sus dependientas son casi tan delicadas y aromáticas como la tienda. El olor de los productos expuestos sobrevive al de los tubos de escape y al del gentío que pasa, y se percibe desde la cercana iglesia de los daneses; y el de las vendedoras, también. Detrás de la iglesia, por cierto, hay una estatua de Samuel Johnson, que vivía cerca de allí y que era un gran amante del té. Así lo define en su célebre diccionario: "Planta china, cuya infusión se ha bebido mucho últimamente en Europa"; y así enumera sus funciones: "Recrear al perezoso, relajar al erudito, y contribuir a la digestión de las copiosas comidas de quienes no pueden hacer ejercicio y no desean practicar la abstinencia". En Twinings se pueden encontrar todos los tipos de té y todas las combinaciones posibles de la planta. Uno se asombra de que pueda haber tantos, aunque hay que recordar el número de quesos que atesoran los franceses o las formas infinitas que tenemos los españoles de pedir el café. Su atractivo no es solo olfativo o gustativo, sino también visual: el cromatismo de las hojas del té, sus retorcimientos múltiples y sus matices agónicos, desde el negro africano hasta el verde pálido, o un gris casi blanco, son también un espectáculo para la vista. A mí me gusta el té, y a Álvaro también. Lo curioso es que, insólitamente, ya le gustaba cuando tenía seis o siete años. Ahora, desde que estamos en Inglaterra, lo celebramos con más dedicación, pero también con más familiaridad. El té es otro compañero de esta aventura extraña en la que nos hemos embarcado.

martes, 18 de marzo de 2014

José María Cumbreño y La temperatura de las palabras

Antes de volver a Londres, tuve tiempo de recibir algunos libros en Sant Cugat. Pedí algunos ejemplares adicionales de mi recientemente publicado La pasión de escribil (que ya empiezo a ver transcrito por ahí, como me temía, "La pasión de escribir", al igual que este blog se convierte, en ocasiones, en "Crónicas de Inglaterra"), y Javier Sánchez Menéndez, con su acostumbrada generosidad, metió en el paquete varias de las novedades de La Isla de Siltolá, que sigue manteniendo un ritmo de publicación insólito entre las editoriales españolas. Entre esas novedades figuraba La temperatura de las palabras, de José María Cumbreño. Chema Cumbreño es un escritor bien conocido, tanto por su trayectoria como poeta como por su más reciente actividad editorial. Desde hace algunos años, es el responsable de Ediciones Liliputienses, una colección de poetas hispanoamericanos -y también algunos españoles-, caracterizados por la audacia y la singularidad de sus propuestas. El formato de los libros, breve -aunque alguno hay que es más bien laputiense-, y el carácter artesanal de la empresa la sitúan en un ámbito ajeno a los grandes circuitos empresariales, si es que algo así existe en España. Pero, en ese lugar periférico y con esa actividad igualmente periférica, por no decir marginal, Ediciones Liliputienses ha sabido hacerse un hueco en la conciencia de los lectores, a base de sentido común, mucha insistencia -que es fundamental para el éxito de cualquier proyecto- y, sobre todo, poemarios de calidad. En Hispanoamérica, ciertamente, hay un oferta casi inagotable de poetas merecedores de atención, aunque también hay que saber identificarlos en una turbamulta de autores que no lo son; y eso Cumbreño lo hace con buen ojo. (También habría que propiciar algo parecido a Ediciones Liliputienses en el continente americano: un sello dedicado a promover la poesía española; siempre me ha sorprendido el desinterés con el que se la acoge al otro lado del Atlántico, como si nada de lo que se hiciera en la península valiese la pena). José María es también conocido por su pugnacidad, en el sentido más noble del término, es decir, por el vigor con el que defiende su concepto de la poesía y la necesidad de que las mejores manifestaciones de la literatura permeen la vida cultural extremeña y española. José María es un activista cultural y un reivindicador nato, y ese carácter, tan escaso pero tan necesario, se advierte con claridad en su blog, (Casi) diario de José María Cumbreño, al que pertenecen los textos agrupados en La temperatura de las palabras, que ha visto la luz en la colección "Álogos" de La Isla de Siltolá, destinada a dar cabida a selecciones de lo publicado en bitácoras. Pero en su blog, y en el libro, no hay solo activismo, sino también humor, que es el mejor lubricante para cualquier protesta, por ácido que sea, como el que refleja esta entrada, de abril de 2011, "Los poetas emergentes": "Bienaventurados los poetas emergentes, porque suyo será el reino de los ahogados". En la de noviembre de 2009, "Acerca de los jurados de los premios de poesía", en cambio, Chema reflejaba el malestar que sentía por que los que integrábamos el jurado del premio "Ciudad de Cáceres" no fuésemos autores extremeños de origen o de residencia, y reclamaba que así fuera siempre: "ojalá pudiesen todos los premios de poesía contar en sus jurados con escritores que reuniesen estas dos características: ser de la zona (vale lo mismo vivir en ella) y poseer una obra sólida. (...) Porque, si las mismas cinco o seis personas (como ha ocurrido y sigue ocurriendo) forman siempre parte de la mayoría de los jurados de los premios más golosos, lo que se favorece es una única manera de entender la escritura". Al margen de que tres de los cinco jurados del premio eran extremeños o tenían una vinculación directa con Extremadura (como quiero pensar que es mi caso, con una casa en Hoyos), quiero precisar, con algunos años de retraso y sin perjuicio del afecto que siento por José María, que yo, desde luego, no era una de esas cinco o seis personas que han formado siempre parte de casi todos los premios de poesía más importantes: en veinte años de dedicación a la poesía, no he sido jurado en más de ocho o diez ocasiones. Por otra parte, el jurado criticado era una demostración palmaria de que, al menos en DVD, no se favorecía una única manera de entender la escritura: lo componíamos Luis García Montero, Benjamín Prado, Diego Doncel y yo, y salta a la vista que había tanta homogeneidad ahí como en el bar de La guerra de las galaxias. Lo que favorece el monocultivo estético no es el lugar de nacimiento de las personas, sino su práctica literaria. Por el contrario, la participación exclusiva de escritores del terruño sí puede promover el localismo, que es lo contrario de aquello a lo que, me parece, debe aspirar siempre la poesía. En Cataluña, por ejemplo, de eso, de promover el localismo con autores solo de la casa, sabemos (saben) un montón. Y a mí no me gusta nada.

lunes, 17 de marzo de 2014

El regreso

Regreso es una palabra corriente en mí: regreso a España; regreso a Inglaterra. No siento tanto la partida como, con placer, la vuelta. Es agradable tener dos casas, dos mundos; ojalá tuviese más, a pesar de ese riesgo de indeterminación que acecha a quienes se mueven por espacios distintos: por esa posibilidad de que ninguno de ellos lo acoja como suyo. Ayer aterricé de nuevo en Londres. Cuando me fui, a mediados de febrero, hacía frío, llovía -este ha sido el invierno más húmedo en el Reino Unido desde que hay registro meteorológicos- y oscurecía a las cinco. Al volver, la ciudad parece otra: brilla un sol radiante y no hay ni una nube en el cielo. La temperatura es suave, aunque un punto fresca todavía. No obstante, los ingleses salen ya a la calle en mangas de camisa. Eso no es indicio de ninguna ola de calor: los ingleses, y sobre todo las inglesas, salen a la calle en mangas de camisa en enero, a cinco bajo cero, y con un viento helador del Atlántico norte. Los inviernos son tan largos y rigurosos que la gente ansía el menor pretexto -y el menor pretexto puede ser una temperatura que no baje de los diez o doce grados- para dejarse acariciar por el sol. Recuerdo, cuando llegué, en septiembre del año pasado, que mucha gente tomaba el sol en bañador, incluso en tanga, en los parques de la ciudad, como si estuviera en la playa. Yo aún iba con anorak. Hoy llego de Heathrow, en metro, hasta South Kensington y allí cojo un taxi. No me apetece acarrear una maleta y una mochila llenas de libros hasta Victoria, y seguir acarreándolas en la estación para coger el 44. El taxista no tiene ni idea de la dirección que le doy, y le he de explicar cómo llegar. Suele suceder: Alexandra Avenue no es los Campos Elíseos. En el puente de Chelsea nos encallamos en un embotellamiento brutal, uno de esos atascos que hacen felices a los taxímetros. Yo miro a mi alrededor y reconozco las fachadas, las tiendas, hasta los rostros de la gente, que, pese a su inagotable diversidad, me resultan próximos, familiares. El sol arranca destellos carmesíes a los portales; la claridad del cielo se proyecta en un Támesis añil. En cada uno de mis regresos, noto menos extrañeza: la cotidianidad lamina las aristas de lo nuevo; lo doméstico es ahora esto hace poco tan ajeno. Por la tarde, cuando la luz aún se aferra a las cosas, Ángeles y yo salimos al pub. Atravesamos, como siempre, Battersea Park, en cuyo estanque vemos a un cisne, de una blancura dolorosa, con las alas enarcadas, haciéndole la corte a un ganso. El cisne, flotando, augusto, en el agua, persigue al ánade, que camina torpemente por la orilla. Los movimientos no son bruscos, pero sí constantes: el cisne no ceja, pero el ganso no se deja querer. Es evidente que se ha equivocado de especie, pero en el lago no vemos cisnas y concluimos que esto debe de ser como la cárcel, donde la ausencia del otro sexo lleva a algunos a visitar orificios a los que nunca habrían imaginado asomarse. En cualquier caso, nos preguntamos por qué el cisne no habrá elegido, como objeto de sus atenciones, a alguna otra ave más airosa, en lugar de a este pato gordo y desmañado, que emite unos cuacs muy poco incitantes. Muchos árboles ya han florecido. Los almendros lucen una pelusa blanca y poliédrica, y yo recuerdo las Semanas Santas de mi infancia, en Azanuy, cuando los niños asaltábamos sus ramas cuajadas y devorábamos los almendrucos blandos, ácidos y blanquísimos, como el plumaje del cisne. Vemos también las trompetas amarillas de los narcisos, delicadamente cabizbajos, y pienso en el poema de Wordsworth, titulado, simplemente, así, "Narcisos". Hace algunos años, nos lo recitó, traspuesta de emoción, la guía de la casa del poeta, en el Distrito de los Lagos:

Iba solitario como una nube
que flota sobre valles y colinas,
cuando de pronto vi una muchedumbre
de dorados narcisos: se extendían
junto al lago, a la sombra de los árboles,
en danza con la brisa de la tarde.

Reunidos como estrellas que brillaran
en el cielo lechoso del verano,
Poblaban una orilla junto al agua
dibujando un sendero ilimitado.
Miles se me ofrecían a la vista,
moviendo sus cabezas danzarinas.

El agua se ondeaba, pero ellas
mostraban una más viva alegría.
¿Cómo, si no feliz, será un poeta
en tan clara y gozosa compañía?
Mis ojos se embebían, ignorando
que aquel prodigio suponía un bálsamo.

Porque a menudo, tendido en mi cama,
pensativo o con ánimo cansado,
los veo en el ojo interior del alma
que es la gloria del hombre solitario.
y mi pecho recobra su hondo ritmo
y baila una vez más con los narcisos.


(Traducción de Gabriel Insausti)

Cuando llegamos al pub, The Grosvenor, está sonando música clásica española. La camarera, hija de gallegos, la pone de vez en cuando. Luego escuchamos jazz y, por fin, unas rancheras mexicanas. El dueño del local, chipriota, viene a saludarnos. Nos tomamos una pinta de cerveza y una sidra, y contemplamos la noche, que ha caído ya, sin esperanza ni miedo.

domingo, 16 de marzo de 2014

En legítima defensa. Poetas en tiempo de crisis

Así se titula el volumen colectivo que acaba de publicar Bartleby en su colección de poesía, como medio de protesta contra eso que hemos convenido en llamar crisis. No es la primera vez que Bartleby se manifiesta colectivamente contra alguna catástrofe de la realidad. Ya lo hizo en 2004, cuando publicó 11-M: poemas contra el olvido, a raíz de la masacre de los trenes de Atocha. Pepo Paz y Manuel Rico, de cuya sensibilidad social no es posible dudar, creen, siguen creyendo, en la capacidad de la palabra para modificar el mundo, y, por muy cínicos que seamos o muy desengañados que estemos, es un deber ético, y también estético, compartir esa creencia. En realidad, si somos sinceros, los poetas nunca hemos dejado de hacerlo. Muy en el fondo, seguimos pensando que un poema, un verso, una imagen, pueden cambiar las cosas, y por eso, entre algunas otras razones, continuamos escribiéndolos. Lo que sucede es que no nos atrevemos a reconocerlo públicamente, no sea que nos apedreen -los colegas y los que no lo son- por ingenuos, y por antiposmodernos, y hasta por idiotas. El cambio al que aspiramos no puede ser, claro, y por desgracia, una alteración directa de la situación económica y social: el financiero que especula, el empresario que evade impuestos o el político que contribuye, con los millones afanados, al envidiable bienestar de la Confederación Suiza, no se abstendrán de robar o de explotar por que unos cuantos chalados juntemos poemas (¡poemas!) en un libro (¡un libro!), pero, quizá, como dice Antonio Gamoneda en el prólogo, la fuerza emocional y sensible de la poesía sí pueda "intensificar las conciencias, propiciar la aparición de un pensamiento operativo". De eso se trata, pues: de sumar esfuerzos para que todos nos convenzamos de que es menester un cambio profundo, que no se limite al planchado del traje social, sino que afecte al entramado institucional, a la estructura económica y a la cultura política, que en España anda apolillada y a mal traer, hija de siglos de desapego ciudadano y de un carácter lamentablemente latino que privilegia la astucia y el aprovechamiento frente a la decencia y la lealtad. Y de que esa convicción redunde en una presión colectiva que conduzca a un mejor sistema de representación parlamentaria, a una economía más benigna, a un reparto más equitativo de las obligaciones sociales, a la limpieza de la vida pública; en suma, a que quepamos todos, con dignidad, en el país que hemos abrazado. Muchas docenas de poetas hemos participado en esta libro, en esta forma de protesta. Y todos, seamos prosaicos o metafísicos, vamos a una, lo que también es digno de reseñar. Yo he colaborado con un poema de Insumisión, que es largo, como casi todos los míos -pido disculpas-, pero que creo oportuno transcribir aquí. Lo compuse un día en el que había visitado el Ateneo de Barcelona, y, mientras estaba en su jardín romántico disfrutando de la lectura y de un café con leche, la policía repartió una estopa brutal entre los manifestantes. Luego, para justificar su violencia, acusó a los manifestantes de violentos. 

Hay una sombra clavada en el aire, frenéticamente inmóvil, suspendida en un repecho del aire, en un saliente de la transparencia que me envuelve como una piel, y que transporta hasta mí añicos de sol, esquirlas de una claridad que huele a café y a geranios. La sombra golpea, de pronto, la mesa, y hiere el mármol invulnerable, hurga en el pan, en sus limaduras dispersas, en la blancura indolente de las servilletas. Luego se va, saltando de un escalón al otro del aire: sombra que es línea que es punto que es nada. Cruza el patio también un chirrido verde, un acúmulo de queratinas y ferocidades. El pájaro no persigue la rapiña, sino la dominación: se afirma con el grito y se esconde en el grito, entre las melenas de los carrizos y la espesura de los limoneros. Pero los desgarrones sonoros no alteran un silencio basal. Tampoco el rumor silíceo de los portátiles, ni el entrechocar de las viejas puertas acristaladas, ni el escándalo momentáneo de la luz. El silencio se aferra a las baldosas de barro, en las que sumerjo los pies descalzos; a las palmeras, que, altas como vanidades, apenas obedecen al viento, salvo por sus cabelleras armoniosamente despeinadas; a las naranjas que caen de los árboles y chocan blandamente con la piedra, y luego ruedan, como joyas contusas, hasta algún rincón soñoliento; a las voces ausentes de los que juegan al ajedrez en salas de suelos ajedrezados, o al dominó, militarmente. El silencio es una película que envuelve los cuerpos, y los periódicos que ocultan los cuerpos, y las lentitudes que los desdibujan. El silencio brota del agua en la que nadan peces colorados, limítrofes con el grana, o se hunde en ella como si fuera también agua, como un agua explosiva que salpicara los cristales del aire, los recovecos luminosos de la penumbra. El silencio se enreda en las irregularidades de la luz, que se disponen como la hiedra, no menos prolífica que la que recubre las paredes del patio, y en las flores de azahar que destellan en los naranjos, pero que se mezclan con los magnolios adyacentes, y se posan en los nenúfares que coronan el estanque, y suman su blancura discontinua a la de los balcones encalados que cuelgan sobre el patio como exvotos de nieve. Pero el silencio, pese a su plasticidad, no es invulnerable. Oigo el vómito de unas aspas. Frente a las fracturas que se abren en esta guata pétrea, el girar de unas hélices unifica las cosas, las unce a un sopor amostazado, yugula su fluidez. Y esas hélices caen como metralla sobre las manos que leen. El helicóptero recorre, de una invisibilidad a otra, el rectángulo de cielo delimitado por los muros del patio, y lo hace deslizándose, sobre su panza imperiosa, por una cuerda que no se ve, sumido en su propio rotar, enloquecido por su peso intangible. Luego, cuando cierre la biografía de Rimbaud que estoy leyendo [de Enid Starkie, una excéntrica irlandesa que fue oficial de la Legión de Honor y comandante de la Orden del Imperio Británico, que escribió biografías y ensayos insuperados sobre Baudelaire, Rimbaud, Flaubert y Gide, y que la senecta prosa del Times describía como una erudita que se paseaba por los pubs de Oxford con una cofia roja y chupando puros] y deje atrás la libélula que se acerca arrastrando las alas que la sostienen, y salga del edificio vigilado por ateneas desafiantes, y eluda las muchedumbres de turistas, atontados por su propio vagar, sabré que la policía ha sido atacada por grupos violentos, y que la violencia de la policía ha sido violentamente antiviolenta, de lo que son testimonio irrefutable las imágenes irreprochables captadas por los helicópteros no violentos de la policía. Ahora, mientras oigo el tintineo de las cucharillas en las tazas, y la fricción de algunos lápices en los cuadernos, y el péndulo subterráneo del corazón, no oigo el gemido de las manos decapitadas por otras manos, las manos de los helicópteros golpeando sin herir, las manos de los pies que corren, las manos de las voces con hematomas, las manos de los amortajados en los furgones, o de los amorrados al suelo recién barrido, o las manos de los perros, o las manos de las flautas sin, de repente, manos. No oigo ese tiroteo de manos que discrepan, de manos humilladas por la disciplina o blanqueadas por la indignación, porque las cotorras aún cruzan este aire de alabastro, y las naranjas siguen cayendo con la regularidad de un metrónomo, y todos —hombres, peces, cuerpos, aves, manos— actúan como si el mundo no existiera, o como si ellos mismos, sin haber muerto todavía, hubieran dejado de existir. No levanto la vista de la página («he tried to enter Heaven before his appointed time, by the means of magic, alchemy and drugs…»), aunque los helicópteros me incitan, aunque la rabia me incita. El café con leche todavía está caliente.