sábado, 31 de mayo de 2014

Las vidas de las imágenes

Supe de J. Jorge Sánchez mucho antes de conocer su blog, Bajo la lluvia. Había publicado sendos libros en dos buenas editoriales: Del Tercer Reich, en la añorada colección Germanía, y Filosofía de la minucia, en mi querida Bartleby, a cuyo catálogo yo también había contribuido con dos poemarios. La relación ha pasado a ser personal gracias a un medio impersonal: las bitácoras que ambos mantenemos, que nos han permitido entrar en contacto e intercambiar pareceres sobre algunos asuntos, y también sobre nuestros propios libros. Jorge me manda ahora La vida de las imágenes, publicado en 2013 por Luces de Gálibo, un sello tan sobrio como elegante. El libro impacta por su dureza intelectual. Quiero decir: es -como creo que es toda la literatura de Jorge- poesía de ideas, expresión de una mente que razona y debate, entramado de tesis y antítesis. Algo tiene que ver con ello, me parece, que su autor sea licenciado en Filosofía y doctor en Humanidades, con un especial interés por la teoría literaria y la política. Esto se advierte con claridad en su blog, donde la reflexión estética se alía, muy a menudo, con el análisis de la historia y la interpretación social. La sensualidad de la poesía de J. Jorge Sánchez no está, pues, en la fisonomía de las palabras, sino en su eclosión conceptual y en su desarrollo discursivo. No quiero decir con ello que no haya belleza en la exposición certera del pensamiento; la hay, y mucha, aunque sea de otro orden: su música es interior; su prosaísmo no canta: habla; su desnudez es casi aspereza. En La vida de las imágenes, Jorge desarrolla una idea central, que se recoge tanto en la primera estrofa del primer poema, "Las vidas de las imágenes (I)", como en la última composición del libro, "[Epílogo] Castoriadis en el ciberespacio". Aquella dice: "Hubo un tiempo en el que las imágenes/ habitaban el mundo de los hombres./ En esta época en que nos ha tocado vivir/ son los hombres quienes se alojan/ en el mundo de las imágenes". Y esta, con una formulación algo más barroca: "Parece que ya no es el hombre el que instituye la sociedad a través de lo imaginario,/ sino las representaciones las que construyen al hombre/ sirviéndose de la sociedad". El poemario trata, pues, de argumentar este hecho inevitable y nefasto, esta sustitución de un proceso razonable, en virtud del cual el hombre proyectaba la visión que tenía de sí mismo, y de lo que quería ser, en un mundo que recogía, y se adecuaba, a sus representaciones, por otro en el que algunos hombres, constituidos en poderes, fabrican los modelos sociales y de comportamiento a los que, para satisfacer sus intereses, han de adecuarse los demás, y los proyectan en la conciencia de estos a través de los medios de comunicación y, en especial, del cine. La vida de las imágenes se da, así, a una revisión, entre evocativa y crítica, de muchas de las películas fundamentales de la historia del cine, desde aquella primera filmación conocida, La salida de la fábrica, de 1895, hasta 21 gramos, la película de 2003 de Alejandro González Inárritu, pasando por algunas que constituyen también parte de mi patrimonio estético personal: la mítica Blade runner, la deliciosa Mediterráneo, la desgarradora Sin perdón. Pero lo fundamental del libro -y, en general, de la actitud literaria de J. Jorge Sánchez- es que esta revisión se hace con un genuino espíritu de impugnación. No porque el poeta no reconozca las virtudes estéticas de las películas de las que tratan sus poemas -las reconoce; si no, no les dedicaría los poemas-, sino porque en esas virtudes estéticas hinca el bisturí de su disidencia. Jorge hace lo que siempre debería hacer alguien que se pretenda intelectual: pensar con desobediencia, con rebeldía, con insumisión; mostrarse disconforme con lo establecido, sea lo que sea lo establecido, y someterlo al tamiz de lo singular, de lo des-establecido, incluso de lo caótico; no aceptar nada sin pesquisa individual ni, lo que es más importante aún, sin elucidar su significado colectivo. Este propósito discrepante se advierte con claridad en muchos poemas, como "Objetivo Birmania", de Raoul Walsh, en el que, a las áticas heroicidades de Errol Flynn y sus conmilitones, el poeta opone la transcripción de los testimonios de la campaña de Birmania de Ed McLogan y Mel Clinton, recogidos en Camino del sol naciente, que hablan de malaria, disentería, desnutrición, marchas extenuantes, gusanos, hedores, agua corrompida y miedo. O en "El club de los poetas muertos", donde acidula el pretendidamente revolucionario pero en realidad falaz "Carpe diem!" que promueve el señor Keating, con la reivindicación de la historia y la evidencia del condicionamiento grupal de los sentimientos personales, esto es, con el recuerdo de que ese presente que se complacen en atrapar, en puridad, no existe, y de que todos "son una mezcla entre lo que fueron y lo que serán;/ mixtura de lo tangible y lo intangible;/ nudo en el que se cruzan lo hallado y lo enterrado./ Duración...".  Si en algunos poemas, como estos, la evidencia de la historia  o el juicio filosófico revelan, con toda razón, el espíritu publicitario de las imágenes -aunque fuese por las buenas causas de la lucha contra el imperialismo japonés y la oposición a una enseñanza opresiva-, en otros la refutación del poeta se hace dolorosa. Debo confesar que su poema "La lista de Schindler" me ha encogido el corazón, porque ataca el núcleo de su mensaje moral. Aplaudo, sin embargo, este encogimiento, porque a eso es a lo que deben aspirar todos los poemas: a mover el corazón, ya sea para ensancharlo o para empequeñecerlo. El poema trata de aquella hermosísima escena en la que Yitzhak, el contable protegido por Schindler, esgrime la lista en la que el industrial ha ido incluyendo nombres de judíos, para salvarlos de los nazis, y le dice: "Esta lista es el bien absoluto. Más allá de sus márgenes se abre el abismo". Y Jorge escribe: "Pero, Yitzhak,/ esas letras apretadas,/ sin otro atributo que la tinta de la máquina,/ no son el bien absoluto./ Esos signos han dividido./ Al abrir han cerrado./ Al incluir han excluido./ Al hacer posible han imposibilitado.// Por todo lo que han dejado fuera son, también, el mal absoluto". Es un fragmento terrible, porque hace añicos la redención que todos habíamos celebrado, y la devuelve a las marismas de lo tenebroso. Y a uno le dan ganas de reescribirlo: "Esos signos han dividido el mal del bien./ Al abrir han cerrado la posibilidad de matar./ Al incluir han excluido a los nazis de una victoria completa./ Al hacer posible han imposibilitado que el mal se cumpliera entero.// Por todo lo que han dejado fuera son, también, el mal absoluto, porque ese mal recae ahora también en los perseguidores, incapaces de culminar su persecución". Pero que queramos reescribir un poema, aunque sea tan torpemente como yo acabo de hacer, habla bien del poema: quiere decir que nos ha golpeado, que nos ha puesto cabeza abajo, como todos los poemas deberían hacer. Y Las vidas de las imágenes, con su rigor unamuniano, con su razón subversiva, nos arranca de nuestras comodidades y nos obliga a pensar, y también, con el pensamiento, a sentir, como quería Unamuno.

viernes, 30 de mayo de 2014

John Richard Archer

Battersea no es un lugar especialmente glamuroso, sino más bien postindustrial y proletario. Aquí no abundan las casas georgianas y los pórticos con columnas, sino las antiguas fábricas y almacenes, ahora convertidos en residencias para urbanitas de clase media; las vías férreas, por las que siguen pasando trenes; y los edificios nuevos, muchos de los cuales albergan council houses y servicios sociales. Por eso me llamó la atención descubrir, hace poco, una placa azul en Battersea Park Road: los grandes personajes no suelen vivir en los barrios fabriles. La placa, situada a bastante altura, se deja leer con dificultad: está dedicada a un personaje para mí desconocido, John Richard Archer, primer alcalde negro de Londres, entre 1913 y 1914. Según la inscripción, Archer había vivido en aquella casa, en el número 208, y también mantenido un pequeño negocio de fotografía en el número 214. No es, como casi ninguno de la calle, un inmueble destacado, sino, como diría Rafael Alberti, destacagado: de fachada aburrida, ladrillo tosco y marcos descascarillados. En realidad, Archer no fue alcalde de Londres, sino solo de uno de los municipios que lo integran: Battersea. Y tampoco fue el primer negro en ocupar un puesto semejante: un tal Allen Glaysier Minns, de las Bahamas, lo había antecedido en Thetford, un pueblo del condado de Norfolk. Pero nada de esto resta mérito a su figura, que hoy ocupa un lugar preeminente en la accidentada historia de la lucha por la igualdad de las razas y por el progreso de la clase obrera en Gran Bretaña, y que ha sido reconocida, incluso, con su reproducción en los sellos de correos. Y me lleva a pensar en el incomparable atraso que, en este terreno, como en tantos otros, hemos vivido en España. Un negro ya era alcalde de distrito de una capital mundial como Londres en 1913: ninguno lo era entonces en nuestro país, ni lo ha sido en este siglo, ni lo es hoy todavía. No cabe alegar que la población negra de las muchas colonias africanas de Inglaterra lo hacía, y lo sigue haciendo, más probable: también España tenía colonias africanas y, lo que era más importante, había transportado esclavos negros de África a Hispanoamérica durante más de tres siglos, pero ninguno de ellos, ni de sus descendientes, había alcanzado siquiera el honor municipal. Archer había nacido en Liverpool, en 1863, hijo de un marinero de Barbados y una irlandesa analfabeta. Durante toda su vida, hubo de bregar con la patraña de haber nacido en Rangún o en la India, como hoy Barack Obama todavía es acusado de haberlo hecho en Indonesia o en Moscú: muchos blancos creen que haber visto la luz en esos países constituye un desdoro, un baldón que los descalifica, cuando, en realidad, lo que descalifica es creer que el lugar de nacimiento determina la calidad de las personas. Antes de dedicarse a la política, Archer viajó por el mundo como marino mercante, se casó con una canadiense, también negra, y se ganó la vida cantando; es asimismo muy probable que empezara a estudiar Medicina. En el censo de 1901, consta que, con Archer y Bertha, su mujer, vivía también Jane Roberts, una anciana que había nacido esclava, pero que, siendo niña, había salido de los Estados Unidos para establecerse en Liberia, con cuyo primer presidente se había casado a mediados del siglo XIX. En los últimos años de ese siglo y en los primeros del XX, Archer se significa por su oposición, en debates públicos, al espiritualismo -la creencia en la capacidad de los muertos para comunicarse con los vivos, de la que proviene el muy popular y estúpido espiritismo- y empieza a vincularse con los movimientos y organizaciones de izquierda del distrito. Como miembro de la Liga Laborista de Battersea, asiste en 1900 a la Conferencia Panafricana, dedicada a promover los derechos políticos en las naciones del Imperio. En 1906 ocupa su primer puesto oficial: es elegido consejero del distrito de Battersea. En 1908, participa en un acalorado debate local sobre la vivisección. Los activistas del barrio contrarios a esta práctica médica -Battersea tiene una larga tradición de protección de los animales: aquí se encuentra hoy el principal refugio de perros y gatos de la ciudad- habían erigido una estatua de un perro, con una placa en la que se denostaba la crueldad de la vivisección, que muchos airados estudiantes de medicina y hombres de ciencia pugnaban por retirar. Acaso movido por el implacable grito del reverendo Wauschauer -"¡Si la bebida hace inmorales a los borrachos, la vivisección hace inmorales a los estudiantes de medicina!"-, Archer votó a favor de que la estatua y la placa se mantuvieran, y, en efecto, la estatua todavía existe, aunque arrinconada en la espesura, junto al Viejo Jardín Inglés del parque de Battersea. La culminación de la carrera política de Archer llega en 1913, cuando es elegido -aunque por un solo voto de diferencia- alcalde del distrito de Battersea, cargo en el que permanecerá hasta noviembre de 1914. Archer ha de hacer frente entonces tanto a los elogios de sus correligionarios negros como al odio de muchos blancos, que le escriben cartas insultantes. El motivo es fácil de imaginar: ser negro. Las cosas no han cambiado mucho: solo se han multiplicado y acelerado. Hoy esos mismos mensajes, casi siempre anónimos, circulan por las redes sociales, y supuran el mismo racismo y la misma bajeza. Tras su experiencia como alcalde, Archer siguió implicado en causas progresistas: en 1918 fue elegido presidente de la Unión del Progreso Africano; en 1919 apoyó a una sufragista, Charlotte Despard, como candidata al Parlamento, y asistió, como delegado británico, al Congreso Panafricano de París; y entre 1921 y 1926, actuó de nuevo como agente electoral, esta vez del comunista indio Shapurji Saklatvala. Pero su participación en los debates locales no decaía: en uno, especialmente vivo, para evitar que se enviara a los jóvenes de Battersea a un asilo en Surrey que los laboristas consideraban penitenciario, acabó cogido por la cabeza y los tobillos, y sacado, a puro músculo, de la sala. Su carrera prosiguió, como concejal, como vicepresidente de su partido en el municipio y como político laborista. Esta intensa actividad pública, sumada a su participación en numerosas actividades civiles -desde organizaciones de caridad hasta un club de natación-, deterioró su salud, que se quebró definitivamente el 14 de julio de 1932, a consecuencia, según el certificado de defunción, de un fallo cardio-renal. El funeral por John Richard Archer fue multitudinario, y se ofició en la iglesia de Nuestra Señora del Carmelo, en Battersea Park Road, a doscientos metros de nuestra casa. Luego, con un gran cortejo fúnebre, se le enterró en el cementerio de Morden. En todo esto he pensado al ver la placa de su antigua vivienda y estudio de fotografía. Y he querido recuperar la historia de la esforzada vida de un negro en un mundo mucho más de blancos que el actual.

jueves, 29 de mayo de 2014

Revista del Poema Largo

Así se titula la revista a la presentación de cuyo último número acudí ayer: Long Poem Magazine. Me habló de ella Terence Dooley, un londinense encantador, ahora refugiado en Cornwall, que ha traducido algunos poemas míos. Cuando supe de la existencia de LPM, yo, que llevo toda la vida batallando con las dificultades que supone escribir poemas largos -los editores protestan por el gasto de papel; en las revistas he de publicar extractos; en las lecturas, he de leer fragmentos-, me sentí feliz. Una revista de poemas largos es para poetas de poemas largos como una tienda de tallas especiales para gordos: una liberación. Creo, además, que no hay ninguna otra de estas características en Europa; desde luego, no la hay en España, donde imperan más bien los formatos breves, y donde uno siempre tiene la sensación, si aporta un poema extenso, de que está incomodando al editor, a los maquetadores y hasta a los lectores, como un pasajero entrado en carnes incomoda a los demás pasajeros de un avión. Me presenté ayer, pues, en la biblioteca del Centro Barbican, a media tarde, contento por el hallazgo y también curioso: me intrigaba el diseño de la revista. ¿Cómo habrían resuelto sus responsables el tamaño invariablemente derramado de su selección? (No tardé en averiguarlo: formato grande, caja ancha, tipo de letra pequeño, dobles columnas). Aunque, lo primero que me sorprendió del lugar de la presentación, fue el propio Centro Barbican, una especie de ciudad dentro de la ciudad. No solo tiene lo que se supone que ha de tener un centro cultural, sino también cines, teatros, restaurantes, patios majestuosos, aparcamientos infinitos y hasta rascacielos. Me quedé sobrecogido. Para llegar a la biblioteca, hube de recorrer un dédalo de calles, siguiendo las indicaciones viarias, y entrar en un edificio de cinco plantas. La biblioteca ocupa todo el segundo piso, y contiene muchos más libros -y discos, y películas, y periódicos- de los que yo recordaba que se pudieran acumular en un solo lugar. Pese a la magnitud del entorno, las presentaciones de libros y revistas son muy parecidas en todas partes, y esta no fue una excepción. Sin embargo, sí observé algunas características particulares. Para empezar, y nunca mejor dicho, fue puntual: con apenas cinco minutos de retraso, la editora/presentadora dio inicio al acto. En España, es impensable, e incluso grosero, que empiece antes de que hayan pasado veinte o treinta minutos de la hora a la que se ha convocado. Y la puntualidad se guarda aquí con rigor cuáquero: yo mismo estaba hablando con una de los editoras, con el indisimulado propósito de colocarles algún extensísimo poema mío, cuando vi que esta, hasta entonces todo sonrisas y aparente interés por lo que le estaba contando, salpicado de muy británicas exclamaciones -how lovely!, brilliant!, excellent!-, apartaba los ojos de mí, los fijaba en el reloj y, con un repentino rictus de seriedad, se dirigía al estrado, como lo hubiera hecho un macero que abriese la comitiva de un monarca. Otra característica distintiva de la presentación de ayer fue que hubo público: entre treinta y treinta y cinco personas, que aguantaron, a pie firme, las dos horas que duró la presentación. Claro que algunas de ellas eran los propios poetas que colaboraban en el número, y que iban a leer en el acto, pero, aún así, la asistencia no era despreciable. En lo que no se diferenció el acto de ayer de los nuestros, fue en la calidad de los intervinientes: hubo de todo, como en todas partes. Otra de las editoras daba paso a cada uno, con una breve presentación de su trayectoria literaria -y, si se equivocaba, como sucedió varias veces, no importaba: lo corregía con agudas carcajadas, como si estuviera encantada de haber metido la pata-, y el poeta, de pie, leía. Que la revista fuera de poemas largos y que el acto durara dos horas no es casualidad: cada intervención duraba muchos minutos, aunque, a menudo, el autor, compadecido, solo leyese una parte de su composición. Curiosamente, España estuvo muy presente en la presentación: la primera poeta, Mimi Khalvati, nos deleitó con unos pareados compuestos durante sus vacaciones en Granadilla de Abona, un pueblo de Tenerife, en los que evocaba a un periquito muy ruidoso de la casa rural en la que se había alojado; Aviva Dautch recitó una secuencia de once poemas inspirados en la litografía de un toro de Pablo Picasso; y Mercedes Cebrián leyó poemas de su libro Mercado Común, traducidos por Terence Dooley. La intervención de Mercedes gustó mucho, y yo la aplaudí vivamente, por patriotismo, pero también por sintonía estética. Entre lo que más me interesó, por razones que son fáciles de imaginar, estaba un poema de Lisa Kelly, titulado "Modelo", sobre su experiencia como modelo para desnudos en una escuela de arte; y también un curioso experimento de Aidan Semmens, "Manual de la Teoría de Cuerdas, escrito por un clérigo", compuesto a partir de la combinación aleatoria de frases halladas en la página 53 (como los años que acababa de cumplir) de una selección de libros de su biblioteca. No es que algo así no se haya hecho -desde dadá, estas mezclas azarosas gozan de buena salud-, pero me gustaron la pulcritud y la sistematicidad del método empleado, y también el resultado, que establece asociaciones insólitas y coincidencias iluminadoras, quizá más reveladoras de las que hubiera aportado una creación consciente (como sucede, pensé, con el poema de Insumisión escrito con versos seleccionados de poetas a los que admiro, dispuestos en orden alfabético). También me resultó atractiva una traducción, hecha por Mark Sorrell -que antes de dedicarse a la poesía había sido pastor, no protestante, sino de ovejas-, de La batalla de Maldon, un poema anglosajón que narra la derrota de Byrhnoth y sus hombres contra los invasores vikingos en la isla de Northey, en 991. (Byrhnoth es ensalzado en el poema como un héroe; lo fue, sin duda, pero también un pésimo estratega: si no hubiera dejado pasar a los vikingos del islote en el que habían desembarcado a tierra firme, los habría podido contener y, finalmente, derrotar). Tras la lectura, pasé un rato charlando con Mercedes y con una amiga suya, Pilar, a la que conoció en el barrio de La Latina y que ahora vive en Londres. Celebramos la intención de Mercedes de titular uno de sus libros, ambientado en Inglaterra, Moqueta, aunque, según me dijo, había cambiado de idea, y ese título ya no iba a ser el del libro, sino el de una de sus partes o capítulos. Pilar, Mercedes y yo discutimos, con gran prurito filológico, cuál sea el término inglés que mejor incorpora las connotaciones siniestras que la moqueta, y el término correspondiente, tienen para los españoles, y de las que los ingleses siguen sin ser conscientes. Llegamos a la conclusión de que no valía simplemente carpet: tenía que ser algo que revelase la naturaleza envuelta, amortajada, mugrienta, del suelo, como wall-to-wall carpet o, mejor aún, carpeted floor. Carpeted floor: qué gran título para una novela.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Boxeo

A mí siempre me ha gustado el boxeo. De pequeño quería ser dos cosas: torero y boxeador. De lo primero me disuadió el primer morlaco que vi en la Monumental de Barcelona, a donde mis padres me llevaron, con cinco años, para que empezara a cultivar mi vocación: nada más aparecer en la arena aquel acorazado negro, lleno de cuernos y bufidos, rompí a llorar, y no dejé de hacerlo hasta que mi madre, horas después, me hubo dado un vaso de leche caliente y metido amorosamente en la cama. Quitarme la idea de ser boxeador me llevó algo más de tiempo, y lo conseguí gracias a Castiglione. Castiglione era un compañero uruguayo del colegio al que también le gustaba el boxeo. Que nos gustara el boxeo quería decir, a aquella edad nuestra de diez u once años, que les habíamos pedido a los Reyes unos guantes de pega y un punching-ball, y que los magos de Oriente nos los habían traído. Yo recuerdo los míos con cariño: eran negros, con las palmas de color ocre y cordones blancos, y estaban rellenos de algo parecido a la paja. Provistos de aquellas armas mortíferas, Castiglione y yo nos dispusimos en un improvisado ring, que era más bien un square: uno de los porches de nuestro colegio. Tuvimos que esperar el momento adecuado, cuando no hubiera curas cerca, porque era improbable que los padres hubiesen aprobado aquel espectáculo violento, aunque ellos mismos repartían unos bofetones no muy distintos de los que nosotros pensábamos atizarnos. Recuerdo a Castiglione mirándome con ferocidad desde su rincón, y me recuerdo a mí mismo devolviéndole la mirada con ira, pero con una ira sosegada, como la que despliegan los profesionales cuando el árbitro los llama al centro del cuadrilátero antes de iniciar la pelea. Mi héroe era entonces Cassius Clay -que todavía no se había cambiado el nombre a Muhammad Alí-, y Cassius Clay, seguro de sus fuerzas, siempre escrutaba a su rival con una sonrisa despectiva. Así estaba mirando yo a Castiglione justo antes de que Castiglione gritara "¡dong!" (para imitar el sonido de la campana que daba inicio al combate) y los dos nos fuéramos, como gigantes, al encuentro del otro. Fue una pelea breve: llegamos al centro del ring-porche, sentí un golpe en el estómago parecido a la coz de un percherón, y ya no recuerdo más. Ahí acabó mi carrera como boxeador. La fugacidad de mis hazañas pugilísticas no me ha quitado el gusto por el deporte de la lucha, aunque ahora sea muy difícil satisfacerlo en España. Las veladas escasean, los periódicos no informan de ellas y en la televisión pública el boxeo está prohibido. En las privadas, solo una cadena -Marca TV, si no recuerdo mal- emitía, a altas horas de la noche, un programa de box. Yo quería verlo, pero Ángeles me obligaba a cambiar de canal: decía que aquello le hacía vomitar. Tenia que esperar, pues, a que ella se hubiera acostado para, como un yonqui de los tortazos, engancharme a la emisión. Debo admitir, no obstante, que lo más fascinante de aquel programa no eran los combates, sino los presentadores: un corro de gente que tenía el aspecto de haber hecho la mili en la Legión y que comentaba las peleas entre regüeldos de carajillos. Su disuasoria complexión no les privaba de un lenguaje de resonancias poéticas: no se limitaban al clásico "ha besado la lona", cuando un púgil era derribado; de un puñetazo directo al rostro del adversario decían que había sido "un golpe limpio como una mañana de primavera", y de un boxeador que estuviera recibiendo un gran castigo, que practicaba "la defensa facial": el otro golpeaba, y él paraba los golpes con la cara. Por las dificultades que hay en España para seguir el noble deporte del boxeo, me alegré mucho el otro día cuando fui al gimnasio y vi que, en una de las televisiones que hay permantemente encendidas para amenizar los ejercicios de los clientes, estaban retransmitiendo un combate. Eran Froch contra Groves (un nombre magníficamente cercano a gloves: "guantes", en inglés), como deduje de sus calzones, en los que los nombres estaban grabados encima de sendas banderas británicas. No me extrañó esta presencia pública del boxeo: este deporte, como casi todos, se ha inventado aquí, o, por lo menos, se ha institucionalizado aquí. Ya a principios del siglo XVIII, un "maestro de defensa" llamado James Figg se proclamó campeón de Inglaterra y retó a cualquier persona blanca a vencerlo (no está claro que excluyera del desafío a los negros por ser entonces ciudadanos de segunda o por sospechar ya que su musculatura era más explosiva que la de los caucásicos); y solo una lo consiguió en las 270 peleas que libró entre 1719 y el año de su muerte, 1734. El nombre del vencedor de Figg, incomprensiblemente, no ha pasado a la historia. Luego vinieron Jack Broughton, que introdujo las primeras normas, destinadas a moderar la violencia del boxeo a puño descubierto, entre las cuales había algunas tan necesarias como la prohibición de seguir golpeando al contrario que hubiera caído, o de hacerlo por debajo del cinturón, estuviese caído o de pie; y el célebre marqués de Queensberry, cuyos reglamentos, en 1867, dieron origen al boxeo moderno. Me acomodé en una bicicleta estática y seguí con apasionamiento la lucha. En los televisores vecinos se proyectaban imágenes de la visita del Papa a Jerusalén, pero ver a Francisco poner la mano en el Muro de las Lamentaciones tenía mucha menos emoción que ver a Froch ponerla en la cara de Groves, o al revés. Disfruté del combate, sí -Groves era más joven y potente, aunque Froch, mejor estilista, lo castigaba con fiereza-, pero no pude dejar de pensar en la brutalidad del espectáculo. Con los años, me pasa como con el toreo, aquella otra vocación de mi infancia: sigo siendo sensible a la belleza de sus evoluciones, hincada en mi contemplación acrítica de niño, pero la razón me grita que es una salvajada. En un combate a diez o doce asaltos, que es lo que suelen durar ahora (fueron quince hasta finales de los 80 del año pasado: las palizas eran interminables), cada púgil puede descargar varios centenares de golpes, de una potencia devastadora, en la cabeza y el cuerpo de su adversario (salvo que uno sea Castiglione, y el otro, Moga, en cuyo caso bastará con uno solo); y cada uno de esos golpes destruye cientos, miles de neuronas. El resultado, después de varios años de combates, es, literalmente, la destrucción cerebral, como acreditan tantísimos boxeadores: mi adorado Cassius Clay, aunque se jactaba de haber sido muy poco castigado, tiene Parkinson y apenas puede hablar; Policarpo Díaz, El potro de Vallecas, con 44 victorias en 47 combates, 28 por KO, subcampeón mundial de los pesos ligeros, acabó clavándoles piolets en la cabeza a los atracadores de ancianos y filmando películas pornográficas como El potro se desboca y El Poli, el lama y las que lamen; y Perico Fernández, aquel mítico boxeador aragonés de mi adolescencia, campeón mundial de los superligeros, le deseaba a un rival suyo que acababa de fallecer que le fuera muy bien en el cielo. La pelea entre Groves y Froch acabó con la victoria injusta de este. Los aficionados habían estado jaleando cada golpe de ambos como si les hubiera tocado la lotería, y aquellos a los que salpicaba la sangre de los contendientes se sentían eufóricos, agraciados por un rarísimo honor. Luego, al dar el árbitro el combate por concluido, una masa de gente invadió el ring: había los maestros de ceremonias, los periodistas y cámaras, y los equipos de los boxeadores, pero también muchos espontáneos, equivalentes a los que llevan a los toreros a hombros en las tardes triunfales. Aquí, en cambio, nadie se atreve a cargar con estas moles de más de cien kilos, por muy zurradas que estén: se limitan a abrazarlos. Yo lo veía todo desde mi bicicleta estática -llevaba ya varias millas de pedaleo-, recordando mi propio pasado glorioso y los pavorosos zambombazos que Froch y Groves se acababan de arrear, invadido por una mezcla indisociable de amor y de horror. Decidí quitarme el malestar de encima haciendo unas cuantas pesas. Para fortalecer la musculatura, pensé, y también para estar cerca de una inglesa delicadísima, cuyos golpes, pensé también, debían de ser una caricia admirable.

martes, 27 de mayo de 2014

Comemos con unos amigos, y una alarma de incendios

Hoy es fiesta en Gran Bretaña. Aquí se llama bank holiday, y no "fiesta nacional" o "fiesta de guardar", porque el carácter festivo de la jornada no lo da el hecho de que lo sea en todo el país, o de que se trate de un precepto religioso, sino de que estén cerrados los bancos y el comercio en general. Algunos rasgos como este revelan la preeminencia del poder civil -y, en este caso, mercantil- sobre el nacional o religioso. Otro que siempre me ha parecido muy significativo es que, en muchos municipios ingleses, el edificio del ayuntamiento sea mucho más grande y memorable que la iglesia, al revés de lo que ocurre en España. De todos modos, admito que la terminología puede inducir a confusión, en este como en otros casos. Cuando, hace algunos años, sopesamos la posibilidad de mudarnos a Inglaterra y de que nuestros hijos pequeños estudiaran aquí, averiguamos que las public schools no son públicas, sino privadas. "Entonces, ¿por qué se llaman públicas?", le pregunté yo, desconcertado, al funcionario del departamento de Educación que nos atendía. "Porque están abiertas a todos el mundo, siempre que las puedan pagar". La lógica era aplastante, pero seguía desconcertándome. Pues bien: hoy es fiesta en Inglaterra, y Ángeles ha invitado a unos amigos españoles a comer. Son Diego, médico neumólogo, y Mercè, médica psiquiatra, que vienen a casa con sus hijos pequeños, Víctor y Eloy. La familia se ha dado un año sabático para tener una experiencia profesional y personal en el extranjero, y para que los niños avancen en su conocimiento del inglés. En septiembre volverán a Barcelona, donde Diego trabaja en el hospital de Sant Pau, y Mercè, en el manicomio de Sant Boi. Hablamos de las ocupaciones respectivas, y quien atrae, sobre todo, nuestro interés es Mercè, dedicada nada menos que a enfermos psiquiátricos agudos. La psiquiatría es muy dura, nos dice, aunque también puede ser hilarante. Recuerda entonces el caso de un maníaco que coincidió en la sala de urgencias con unos toxicómanos muy perjudicados a los que se había enviado allí la policía. Ante las alegaciones de maltrato de los drogatas, y sus quejas por no disponer de un lugar salubre y tranquilo en el que ejercer su derecho a colocarse, el maníaco, conmovido, les dio las llaves de su casa. Pero la euforia bajó y el maníaco entró en la fase siguiente de la depresión, y no solo porque así se desarrolla naturalmente la enfermedad, sino porque se dio cuenta de que unos yonquis desorejados habían okupado su casa, y de que para ello no habían tenido ni siquiera que forzar la puerta. Los lamentos del maníaco aún resuenan en la memoria sonriente de Mercè. Por su parte, Diego nos habla del carácter impenetrable de los ingleses, y coincidimos con sus apreciaciones. Yo recuerdo que Oscar Wilde decía que en Londres solo hay niebla y hombres grises, pero que no sabía si era la niebla la que producía a los hombres grises, o los hombres grises los que producían la niebla. Hace poco, explica nuestro invitado, tuvieron en su inmueble una alarma de incendio a las dos de la madrugada. Las alarmas de incendio son comunes en este país, y se producen en los lugares y momentos más inesperados. A veces son simulacros, pero, con frecuencia, son alarmas reales, que requieren que vengan los bomberos y certifiquen que no hay fuego, sino solo un sistema de detección muy fino, acaso demasiado fino. Algo deben de haber dejado en el subconsciente colectivo los bombardeos alemanes de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Cuando las sirenas se dispararon, todos los residentes y la familia de Diego se dirigieron al punto de reunión establecido. La confusión fue notable -y la visión de los pijamas de los vecinos, no menos perturbadora-, pero los ingleses guardan la compostura aun en el mayor de los berenjenales. Mercè, con rigor maternal, se preocupó por envolver bien a los niños en anoraks, no fuese a ser que se enfriasen, a riesgo de que, de haberse tratado de un incendio real, se hubieran calentado en exceso: fueron los últimos en bajar las escaleras. En el patio se encontraron a todo el mundo, en un revuelo de batas, greñas, ojeras y orejas. No obstante, señala Diego, allí estaban los ingleses, hablando unos con otros, como si aquello no fuese el anuncio de una catástrofe, sino un encuentro parroquial. "Pues sí, estamos teniendo un tiempo muy bueno, ¿no te parece?", decía uno, en zapatillas y vestido con una gabardina arrugada; "oh, sí", respondía otro, en pijama de rayas, "un tiempo formidable para esta época del año". Más allá, una señora con una combinación azul de raso revelaba: "Yo le añado una pizca de orégano al pastel de jengibre; queda mucho mejor", a lo que otra, con una redecilla en el pelo y cara de que la alarma de incendio le había interrumpido un sueño coital, respondía: "Qué formidable idea. Lo prepararé así en nuestra próxima cena con amigos, dentro de tres meses y catorce días". Y así todos. Diego y Mercè miraban aquellos rostros inexpresivos, aquellas poses estatuarias, y no se los explicaban. Añoraban, en realidad, la emotividad hispana: movimientos acusados, risas nerviosas, comentarios jocosos o indignados, e incluso algún grito desencajado, que siempre queda muy familiar. Pero no: los ingleses acusaban tanto la excepcionalidad de aquella situación como la de un álbum de sellos. Y si, en lugar de ser una falsa alarma, hubiese sido un incendio real, su conversación no se habría alterado: habrían seguido glosando las dificultades del tráfico, o el comportamiento del gobierno ante la crisis de Ucrania, o el desarrollo de la liga de rugby, mientras evacuaban el lugar. 

lunes, 26 de mayo de 2014

Holborn y Chancery Lane

El territorio que hoy queremos descubrir se sitúa en esta zona del centro de Londres, donde abundan los escenarios dickensianos. Una de las casas de Lincoln's Inn Fields, a donde nos asomamos nada más salir del metro, gris, circunspecta, con columnas a la entrada y cochera de grava, perteneció a John Forster, el biógrafo de Dickens, e inspiró la de Mr. Tulkinghorn, en Casa desolada, la novela que más me gusta del escritor. Por la calle, en ese momento, pasa un vagabundo jacarandoso que le dice o hace algo a un grupo de colegialas que se ha cruzado con él. El mendigo es joven, y lleva los pantalones por debajo de los glúteos, aunque no sabemos si es por indigencia o por imitación de la moda adolescente, esa que obliga a llevar pantalones de una talla cinco veces superior a la que corresponde. Las chicas, asustadizas y ruidosas, echan a correr como patos levantados por un bull terrier. Cruzamos los jardines de Lincoln's Inn, donde se acumulan los adoradores del sol, y nos acercamos al museo de John Soane, del que tan bien me han hablado algunos buenos conocedores de la ciudad, como Andrés Catalán. Para nuestra desgracia, está cerrado. De hecho, hoy domingo casi todo está cerrado, excepto las numerosísimas franquicias de cafés que han proliferado, en Londres y en el mundo entero, en estos últimos años: Starbucks, Costa, Caffè Nero... Me resuelvo mentalmente a volver otro día y conocer las fabulosas colecciones de arte antiguo que el arquitecto Soane, el diseñador del Banco de Inglaterra, acumuló aquí. Atravesamos después Lincoln's Inn, uno de los barrios judiciales de Londres, que el descanso dominical vuelve fantasmagórico. No hay nadie en las calles, salvo nosotros y las inmensas fachadas de los edificios. Aquí deben de bullir cada día las togas negras y las pelucas blancas, pero hoy los únicos esqueletos que distinguimos son los nuestros y el de un pobre pájaro -una garza, quizá- que se reconoce casi entero -solo le faltan las alas- en el suelo empedrado. Salimos del laberinto judicial y vamos a dar a Fleet Street, justo delante de la delegación de la Generalitat de Cataluña en Londres. La reconocemos por la senyera que ondea en la azotea de un hermoso edificio tudor, blanco y negro, aunque ninguna placa identifica a la oficina en el portal. En realidad, no importa mucho: lo que importa es la bandera, el peso simbólico, la proyección política de los colores. Algo que me resulta gracioso es este esfuerzo por desplegar la enseña en la capital del imperio que abandonó a los catalanes a su suerte en la Guerra de Sucesión, una vez despejadas las incertidumbres dinásticas por las que había combatido en ella. Aquel conflicto, esgrimido por los nacionalistas como el fundamento de la opresión española -aunque fuera más bien borbónica-, se resolvió como se resolvió, en última instancia, porque Londres no envió las fuerzas que había prometido a la Barcelona sitiada. El Reino Unido no se ha caracterizado precisamente, a lo largo de la historia, por defender las causas de los españoles: en la Guerra Civil, el gobierno de Su Majestad abrazó la política de no intervención, pese a la evidencia de la agresión fascista, abandonando también a la República a su destino. Tras cubrir un breve trecho por Fleet Street, giramos a la izquierda y nos adentramos de nuevo en un dédalo de callejuelas, aunque hoy casi todas están jalonadas por edificios modernos. Llegamos a Gough Square, donde se conserva la casa de Samuel Johnson, a quien Borges llamaba reverencialmente el Doctor Johnson, autor del mejor diccionario de la lengua inglesa durante dos siglos -seguía siendo el lexicón de referencia a mediados del siglo XX-. En Gough Square hay también una estatua de un gato -no es la primera que vemos en Londres: aquí los gatos son casi tan queridos como los perros-, a cuyos pies descansan las conchas de dos ostras; están vacías: se supone que el gato de las ha comido. Un poco más allá, damos con la Plaza de la Pólvora, en cuyo centro no sorprende descubrir un cañón. Las estatuas abundan, pero no las personas, de las que nosotros seguimos siendo, en muchos de estos rincones, los únicos representantes. Nos acercamos después al pub Ye Olde Cheshire Cheese ("El viejo queso de Cheshire": Cheshire es conocido por su queso y por el gato de Alicia en el País de las Maravillas), uno de los más literarios de la ciudad, donde se han remojado Dickens, Carlyle, Tennyson, Thackeray, Mark Twain, Conan Doyle y G. K. Chesterton, además del Doctor Johnson, desde luego, al que le pillaba muy cerca, y donde alimentaba su pasión lingüística con muchas pintas de ale y no menores cantidades de rosbif. Salimos, por fin, a una vía ancha, la calle de San Andrés, en cuyo extremo norte se alza una hermosa iglesia blanca, previsiblemente llamada de San Andrés. En la perpendicular High Holborn Street, pasamos por delante del pub Bounce, que alega haber sido el lugar en el que, hacia 1880, se inventó el ping-pong. Probablemente, un par de parroquianos aburridos, y a los que la lluvia mantenía encerrados en el bar, se decidieron a apartar las botellas de una mesa y darle golpecitos a una pelota, a imitación, a escala, del tenis. Los ingleses siempre han sido muy imaginativos en esto de los deportes. En la calle casi tropezamos con tres gitanas, que están comiendo en el suelo. Pero no comen bocadillos: comen, con los dedos, de tarteras y recipientes desplegados en algo que antaño fue una estera de picnic; en el suelo: entre la gente. Un poco más allá, en Brooke Street, vivió y murió Thomas Chatterton, uno de los mitos del Romanticismo inglés, aunque apenas le dio tiempo a ser otra cosa que un gran falsificador: se suicidó con arsénico a los 17 años. Aparte de la égloga Elinoure y Juga, que atribuyó a un monje medieval inexistente, Thomas Rowley, y una serie de genealogías igualmente falsas con las que les sacaba dinero a los aristócratas deseosos de entroncar con Guillermo el Conquistador o con alguno de sus caballeros normandos, apenas tiene obra propia, si entendemos por propia la escrita bajo su nombre. Sus sátiras -sobre todo, Memorias de un perro triste, cuyo título tanto recuerda al empleado por Gabriel García Márquez para una de sus últimas novelas, Memorias de mis putas tristes- y algunos de sus sonetos son estimables, aunque su fama no se debe tanto a ellos -y mucho menos a la única obra que consiguió vender en su vida, una opereta titulada La venganza- como a las espectaculares circunstancias de su vida y, sobre todo, de su muerte. Acabado el recorrido, volvemos a casa en autobús. En la parada en la que esperamos al 344, unas mujeres jóvenes sujetan a una señora que parece víctima de un ataque: sufre violentas convulsiones y mira con ojos estupefactos. Todas son negras. Sin embargo, no parecen preocupadas: no han llamado a nadie, y atienden a la enferma con el celebrado estoicismo inglés: se limitan a impedir que se haga daño con las sacudidas. En el autobús, pasamos frente a un local descubierto, en el que suena una música infernal y dos macistes en calzoncillos subidos a una mesa están volviendo loco, con unos movimientos pélvicos que me recuerdan a los del vagabundo de esta mañana, y también a los de la señora convulsa que acabamos de ver, a un público aullador que se mueve, en el patio, como la superficie de una pizza en un horno microondas.

domingo, 25 de mayo de 2014

El perdulario de Ángel Fernández Benéitez

La sociedad literaria tiene muchos estratos. No es una entidad monolítíca, sino compuesta por capas superpuestas, o sucesivas, de autores y libros. Su pluralidad es espacial -hay poetas de Jaén y poetas de Pontevedra, poetas de barrios pobres y poetas de familias ricas, poetas andariegos y poetas sedentarios, poetas isleños y poetas continentales- y también temporal: algunos asoman durante algunos años, para desdibujarse luego en el fluir deletéreo de las cosas; otros protagonizan una sola aparición, un momento estelar, y luego se borran de la escena con la misma vivacidad con la que irrumpieron en ella; otros más caminan guadianescamente, con apariciones y desapariciones encadenadas, que les reportan una cierta fama de imprevisibles y excéntricos; otros permanecen siempre en el estante, a la mano, publicando libros, firmando artículos, apañando traducciones, con tenacidad himenóptera; y hay, en fin, los parcos, los silenciosos, los estreñidos, los casi ágrafos, que, no obstante, se las ingenian para ser reconocidos como poetas. Yo he sentido siempre debilidad por los poetas provincianos. Entiéndaseme bien: Antonio Gamoneda es un poeta provinciano; Manuel Álvarez Ortega es un poeta provinciano; Francisco Pino era un poeta provinciano. Y, sin ánimo de compararme con ninguno de ellos, a veces pienso que también los poetas de Barcelona, esa capital mundial de la edición, somos ya poetas provincianos: poetas definitivamente recluidos en el redil de lo periférico, más aún, de lo preterible. Hablo de poetas criados y crecidos lejos del centro, en la penumbra, helada o canicular, de lo apenas conocido, en la ardua molicie de lo lateral y lo carente de eco, o, por lo menos, carente de un eco que rebase los límites administrativos. Entre ellos se encuentra, con sorprendente frecuencia, lo más renovador, lo más distante y distinto, de la poesía que se escribe en el país; o, en todo caso, lo hecho con menos urgencia, lo más amorosamente decantado, exento de acicates publicitarios, insumiso a las solicitaciones del poder. Entre los amigos que yo, un provinciano, tengo en provincias, siempre he gozado especialmente de la compañía de los castellano-leoneses: Tomás Sánchez Santiago, María Ángeles Pérez López, Juan Luis Calbarro, Máximo Hernández, Luis Ingelmo, entre otros. Hace muchos años, algunos de ellos, constituidos en grupo, dieron a la luz, en Zamora, una plaquette con un puñado de sonetos míos. Era una iniciativa artesanal y modestísima, pero llena de amistad y, sobre todo, llena de un interés genuino por lo que alguien tan raro como un barcelonés que escribía en castellano podía aportar. Otro de los miembros de aquel círculo de personas apasionadamente entregadas al cultivo y a la prédica de la poesía era Ángel Fernández Benéitez, a quien, no obstante, no llegué a conocer en mis visitas a Zamora. Y es comprensible, porque su lejanía era extrema: a la condición extrarradial de zamorano, unía la residencia en las Islas Canarias, donde ha trabajado casi veinte años como profesor. Más allá ya no se podía ir. Él, con más razón que nadie, enarbolaba la condición de poeta provinciano. Hace poco, Tomás Sánchez Santiago, de feliz visita en Hoyos, me regaló un ejemplar de un libro que yo no conocía, y me recomendó que lo leyera; y lo leí, porque yo a Tomás siempre le hago caso. Ese libro ha salvado mi desconocimiento, personal y en buena medida también literario, de Ángel Fernández Benéitez. Se trata de su antología Perdulario. Antología poética (1978-2013), en la que recoge muestras de su obra desde su primer libro, Espirales, aparecido en Zamora en 1980, pero escrito en Ceuta entre 1978 y 1979, hasta su último poemario publicado, Blanda le sea, en 2010, y sus más recientes inéditos, como los que integran El verano al acecho. La responsable de esta extraordinaria agrupación de la obra de Fernández Benéitez es la Diputación de Salamanca, cuyas publicaciones siguen constituyendo un referente de la edición institucional en España, y el responsable de la introducción -que es, más bien, un estudio introductorio, y espléndido- es el también poeta y amigo Máximo Hernández. Ángel Fernández Benéitez es un autor entero y poroso, de inspiración clásica, voz serenamente articulada y relumbres naturales: su pasión por la naturaleza, contemplativa, pero también erótica, se manifiesta desde su primer hasta su último verso. Las inseguridades existenciales, entre las que la definición de la identidad, de la sustancia del ser individual, descuella con vigor, se proyectan en la descripción de un mundo asombroso y, a veces, empavorecedor. Encuentro muy significativa una de las citas que preceden a Blanda le sea: son de la Epístola moral, de Andrés Fernández de Andrada, cuya gravedad de pensamiento y claridad de expresión convienen singularmente a Fernández Benéitez. No es este, sin embargo, solo un excelente conocedor de las tradiciones clásicas, sino también un amante de las contemporáneas: la musicalidad siempre sobria de sus palabras se enreda a menudo en un follaje vanguardista y hasta en arboledas neoculturalistas, como se aprecia, precisamente, en Blanda le sea, al que pertenece este hermoso poema, "Federico escribe el preludio en re bemol mayor para Aurora en Valdemosa (Op. 28, nº 15)":

Bajo esta delincuencia de los álamos
me avengo mansamente a tu cintura
como un esclavo fiel, pero indolente.
Y al cepo policial de las estrellas
caídas en tus ojos aurorales
acudo a paso dócil con cautela.

Mas amenaza el límite del labio
y el peligro de lengua descosida.
Es el otoño gris en tu mirada
quien avisa y advierte del peligro.
Es el otoño gris que hallo en tus ojos,
cercada en tu pupila mi figura.

Como no iré de vuelo a la caída,
me robarás el cuerpo en el abrazo,
pero ya no deseo, tenlo en cuenta,
la pasión de tu boca tan caliente
ni tu incansable mano buscadora
de ese signo imposible de sosiego.

Me he cargado con libras de tristeza,
me he vencido, seguro, sin consignas,
he abrasado la ruta de mis pasos
en los mansos caminos de los bosques...
Yo te dejaré hacer, sin oponerme,
aunque temo el silencio en que disipa
esa pasión la niebla por lo oscuro.

No quisiera avisarte pero temo,
y debía advertirte que mañana
ya no podré expresar tanta aventura.
Cuando el dolor su cauce haya excavado,
tendré acaso valor para decirte:
De súbito el amor abre la muerte.

sábado, 24 de mayo de 2014

La iglesia de San Lucas

Saint Luke's Church, la iglesia de san Lucas, está frente al hospital en el que trabaja Ángeles. No solo la veo cada vez que voy a buscarla, sino que forma parte esencial de nuestra historia personal: bajo los arcos de su entrada, una soleada mañana de mayo de hace dos años, tomamos la decisión de venirnos a Inglaterra. En su pórtico se instala todos los días un cafetín, que ostenta el poco imaginativo nombre de Pórtico, aunque sin tilde. Los ingleses son así: pragmáticos. Si en un templo cabe un bar, se pone un bar. Es algo frecuente en las iglesias de este país: jóvenes en paro o jubiladas simpatiquísimas atienen a los clientes provistas de una cafetera, sabrosos pasteles de lima y zanahoria, y un amplio surtido de sándwiches. Saint Luke's se consagró el 18 de octubre de 1824, siendo rector de la parroquia el muy honorable reverendo Gerald Valerian Wellesley, hermano del duque de Wellington. El arquitecto, de nombre mucho menos augusto que el clérigo, fue James Savage, una autoridad en arquitectura medieval de su tiempo, que decidió construirla en estilo neogótico; y fue la primera de su género. (El neogótico triunfó en Europa: la catedral de Barcelona también lo es, aunque se construyó sesenta años después que Saint Luke's. En España siempre hemos llevado retraso en casi todo). La iglesia impresiona por sus hechuras: la nave, de 18 metros, es la más alta de Londres; y la torre es todavía más asombrosa: con 42 metros de altura, cuadrangular, gobierna un barrio, Chelsea, en el que no faltan templos notables y pináculos excesivos. Me gusta mucho la blancura de la piedra, originaria de Bath, que constantes limpiezas preservan de la contaminación del tráfico. Sobre esta piel clarísima se imprimen unos ventanales que parecen haber sido estirados por la mano de Dios y un magnífico reloj azul, de manecillas y numeración doradas. A la iglesia la rodean unos delicados jardines, cuya delicadeza no desmienten las tumbas que los jalonan. Antes eran el cementerio, como ocurre en tantas iglesias inglesas. Ahora son una sucesión de arriates, primorosamente cuidados, y de mazos de flores, casi tan coloristas como las vidrieras del templo. En los árboles siempren cantan pájaros. De hecho, en todo Londres siempre cantan pájaros. Ahora mismo, mientras escribo esto, oigo a uno trinar por la ventana. Los pájaros de Londres son canoros e incansables, y no deja de sorprenderme oírlos dondequiera que vaya. En Barcelona, en cambio, son bichos mustios, áfonos. El único ruido aviario que recuerdo es el graznido extemporáneo de las cotorras brasileñas, que recorren en bandadas el cielo de la ciudad. Frente a la magnificencia exterior de Saint Luke, el interior decepciona un poco. No se ha pretendido aquí reproducir la grandeza del caparazón, sino construir un lugar apto para el rezo: el espíritu austero de los puritanos se revela en los bancos duros, en las paredes lisas, en la ornamentación escasa. No obstante, si uno atiende a los detalles, descubre cosas interesantes. En el pasillo central hay un cuadro de un señor que debía de ser, a la vez, médico, creyente, pintor y santo: lleva un estetoscopio al cuello, una paleta de pinturas en una mano, una Biblia en la otra y un halo alrededor de la cabeza, aunque nada en el óleo, ni cerca de él, nos revele de quién se trata. El cuadro es un horror, pero me agrada su espíritu sincrético. En las capillas laterales, las cosas mejoran. Siguiendo la tradición, tan inglesa, de aunar milicia y fe, encuentro el memorial del teniente coronel Henry Cadogan -los Cadogan, uno de las principales familias de la ciudad, todavía son patronos de la iglesia-, muerto en la batalla de Vitoria, en 1813. El general al mando de la alianza hispano-británico-portuguesa que derrotó a los franceses que escoltaban a José Bonaparte en su huida de España, era, precisamente, el duque de Wellington. La victoria aliada fue completa, y selló la presencia de Napoleón en la península ibérica, pero pudo haber aniquilado al enemigo y no lo hizo: el botín que se llevaba Pepe Botella del país en el que había reinado era tan fastuoso, que los soldados ingleses, en particular, se detuvieron para apoderarse de él, en lugar de perseguir a las tropas en desbandada del mariscal Jourdan. La mayoría de los españoles, en cambio, desdeñaron la rapiña y optaron por pasar a cuchillo a los fugitivos. Y se comprende: después de un lustro de salvajadas de los franceses, tenían ganas de revancha. El general Wellington, disgustado por el comportamiento de sus tropas, profirió su legendario juicio: The British soldier is the scum of the earth, enlisted for a drink ("el soldado inglés es la hez de la tierra; se alista por un trago"). Pero ese soldado era el que le había dado para el pelo a las águilas imperiales. El propio Wellington consiguió su tajada de la rapiña bonapartiana, aunque involuntariamente: cuando quiso devolver la fabulosa colección de cuadros y obras de arte que el francés había robado, Fernando VII, preclaro como siempre, le dijo que se quedase con ellos: 83 de aquellas piezas se exponen hoy en el Wellington Museum de Londres. Siguiendo con los homenajes militares, en otra capilla de Saint Luke's me encuentro con el memorial del 56º Regimiento de Fusileros Punjabíes, una unidad del ejército británico de la India creada en 1849, y cuya relación de méritos no es menor que la de Henry Cadogan: cumplieron su misión -vigilar la frontera del Punjab- con gran aplomo, y con mucho plomo, y todavía tuvieron tiempo de luchar contra los afganos, ahí es nada, en la batalla de Peiwar Kotal, y contra los otomanos, en la Primera Guerra Mundial, en la sangrienta reconquista de Kut-al-Amara, donde perecieron 23.000 indios y británicos. Pero Saint Luke's no solo se caracteriza por estos trágicos hechos históricos; también se la conoce por algunos sucesos más amables. Por ejemplo, aquí se casó Charles Dickens con Catherine Hogarth el 2 de abril de 1836, dos días después de haber publicado Los papeles póstumos del club Pickwick (de la que se separaría diez hijos y 22 años después); aquí trabajó el organista y compositor John Goss, autor del célebre himno "Alaba, alma mía, al Rey de los Cielos"; y aquí se han filmado escenas de algunas películas famosas, como El imperio del sol -donde representa a la catedral de Shangai- y el último remake de 101 dálmatas. Aunque el incidente más significativo vinculado a la iglesia lo protagonizó Vincent de Groot, uno de aquellos pioneros de la aviación, que en 1874 había construido un ingenio volador con el que pretendía asombrar a las multitudes de Chelsea. El cacharro, adosado a un globo aerostático, despegó de los cercanos Cremone Gardens. De Groot tenía previsto soltarse a una altura suficiente y planear con gallardía hasta el suelo, pero, antes de que pudiera hacerlo, el viento empujó peligrosamente el globo hacia la torre de Saint Luke, rematada por cuatro pináculos que, vistos desde abajo, son hermosas proyecciones del neogótico inglés, pero, vistos desde arriba, son cuatro agujas mortíferas que pueden atravesarlo a uno de parte a parte. El conductor del globo, asustado, soltó el aparato de De Groot para que no se estampara contra la torre, pero aquello precipitó las cosas, y nunca mejor dicho: el pobre De Groot sobrevoló el mullido jardín de la iglesia -qué horror le debió de causar entonces comprobar la eficacia de su aparato- y se estampó contra el pétreo suelo de Sidney Street, para consternación -y también disimulado jolgorio- del nutrido público asistente.

viernes, 23 de mayo de 2014

Dos noticias literarias

La primera es mala: El Cuaderno, probablemente la mejor publicación cultural del país -y lo digo sin hipérbole: así lo creo-, está en trance de desaparecer. A principios de mayo, sus colaboradores recibimos un correo de Juan Carlos Gea y Jaime Priede, sus directores, en el que nos informaban de la insostenible situación económica en que se encontraba el suplemento, y solicitaban, para que sobreviviera, 500 suscripciones: 12 números a cambio de una cuota anual, para residentes en España, de 30 euros. Yo ya me he suscrito, al igual que otras 310 personas, según nos comunicaba, hace pocos días, Álvaro Díaz Huici, el editor de Trea, que es quien ha estado financiando el proyecto, en su mayor parte. Pero aún no son suficientes: hacen falta, antes de que acabe el mes, otras 189. Si no, como recuerda Álvaro, El Cuaderno se quedará en la orilla, varado, como tantas otras empresas culturales en esta extenuante crisis que nos consume. Yo creo que la suscripción debería ser obligatoria para todos los que colaboramos en publicaciones y medios literarios, incluso aunque estos medios no retribuyan nuestras colaboraciones. No deberían aceptarse artículos de alguien que no sea suscriptor. La cultura exige un compromiso, y la mejor prueba de este compromiso es que contribuyamos a pagarla. El esfuerzo, no obstante, es parvo. En este caso, 30 euros al año. Treinta euros se los gasta una pareja que vaya al cine una noche y compre palomitas. La cultura no es gratis. Si nada lo es, no se entiende por qué la cultura debería serlo. El Cuaderno ha hecho una tarea magnífica en estos dos años y medio de existencia: es una revista amplia de miras y estéticamente plural, que atiende a todos los rincones de la literatura y del arte, y que demuestra un especial -y admirable- cuidado con los aspectos gráficos: su diseño es muy atractivo; los contenidos también lo son, desde luego, pero, a veces, solo mirarla es ya un placer. Sería una lástima que cerrara. Ojalá que entre todos lo impidamos. Nos queda una semana para lograrlo.

La segunda es buena. En el número 10 (2013) de la Hostos Review/Revista Hostosiana, del Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York, se ha publicado "Vuela un cuervo sobre la luna. Muestra de poesía española contemporánea (1959-1980)", coordinada por Miguel Ángel Zapata. El título es un verso de "Canción de cuna para dormir a un preso", de José Hierro, bajo cuya advocación -realismo y abstracción, reportajes y alucinaciones- se pone, pues, a la antología. (También Pureza Canelo merece una consideración especial: unos versos suyos, del poema "Pase la luna y escriba", constituyen el epígrafe de la selección). Veintitrés son los poetas seleccionados, y con alguna melancolía observo que, ordenados por fecha de nacimiento, ya formo parte del pelotón de los provectos: solo me supera Álvaro Valverde, nacido en 1959; luego aparezco empatado con Francisco José Cruz y Jorge Riechmann, los tres de 1962. En las antologías, sean de la naturaleza que sean, se agradece estar, sobre todo cuando, como en mi caso, los antólogos no han reparado demasiado en uno. Pero en las antologías preparadas por autores extranjeros, o residentes en el extranjero, suelo encontrar un gran desorden: a ausencias injustificables se suman inclusiones inexplicables. En las antología foráneas suele plasmarse un íntimo aunque disimulado desconocimiento de la poesía que se antologa, porque los autores -normalmente, profesores de universidades muy lejanas- no conocen las novedades y los fracasos, los catálogos y los premios, las influencias y los ecos, las iniciativas y los abandonos, los libros fugaces pero extraordinarios o los publicitados pero nauseabundos, el tejido real, en suma, de esa poesía. Y esa ignorancia se refleja en la inclusión del irrelevante, pero que ha favorecido al antólogo con una visita al país, o al que ha recomendado otro autor acaso tan irrelevante como él; o en la de la vieja gloria, que hace décadas que repite el mismo (y mal) poema; o en la del enfant supuestamente terrible, cuyos graznidos y remoquetes llevan a pensar al antólogo que se encuentra delante de un nuevo Tzara, pero que solo es un juglar de tercera división. En "Vuela un cuervo sobre la luna" no están todos los que son, pero sí son casi todos los que están: las excepciones, según mi recuento, son solo cinco. Es un porcentaje tolerable.

jueves, 22 de mayo de 2014

Vamos al banco

Hoy vamos al banco. Los bancos son una institución curiosa: cogen tu dinero para prestárselo a otro, y no te dan nada a cambio; pero si cogen el dinero de otro y te lo prestan a ti, te cobran un congo. Y si, en el camino, pierden el dinero, no pasa nada: el Estado te cogerá más para dárselo al banco, sin pagarte -de nuevo- nada por ello. Parece un buen negocio. El banco al que vamos es nuestro banco en Inglaterra, el HSBC, que es el acrónimo de Hong Kong and Shangai Banking Corporation. No es moco de pavo: fue la primera entidad prestadora de servicios bancarios y financieros en el mundo en 2008, y sigue siendo la segunda mayor empresa del mundo en acciones. Como su nombre indica, sus orígenes están en Asia. Lo fundó un escocés muy emprendedor, Thomas Sutherland, en 1865, con el muy comprensible propósito de administrar los generosos beneficios que reportaba el tráfico de opio, como consecuencia de las Guerras del Opio en China. Esta relación de simpatía con todos los tráficos inconfesables del mundo ha perdurado hasta hoy: según un reciente informe del Senado de los Estados Unidos, el HSBC ha lavado dinero de los cárteles mexicanos y de otras organizaciones criminales de Rusia, Irán, Arabia Saudí y Bangladesh; y una de sus filiales, el banco Al Rajhi, permitió que dispusieran de dinero dos de los terroristas del 11-S. Pero no queremos pensar en ello. Al fin y al cabo, ¿quién no ha cometido algún pequeño desliz, algún error sin importancia? Además, hoy bastante tenemos ya con lo nuestro, porque venimos para uno de los trámites más desagradables de la vida de adulto: suscribir un seguro de vida; el otro es hacer testamento. Llegamos a la sucursal, a cuya entrada ondea una enorme bandera hexagonal (que es indicio de la nacionalidad del fundador: se inspira en la cruz de San Andrés de la bandera escocesa), y nos sobrecoge la pulcritud del lugar. Nada que ver con las colas malhumoradas que se forman en las ventanillas de los bancos españoles, ni con los carteles escritos a manos, o mecanografiados con faltas de ortografía, que se enganchan con celo en las paredes, ni con los trabajadores marmóreos o enfurecidos que atienden a los desventurados clientes, ni con los gritos descoyuntados que algunos de estos profieren cuando comprueban la comisión que el banco le ha cobrado por, digamos, devolver un recibo. Aquí todo está limpio, todo es funcional, todo rezuma tecnología: las entrañables ventanillas han sido sustituidas por ordenadores, en los que los clientes pueden hacer directamente sus operaciones. Parece una nave espacial. Al entrar, nos recibe una dama muy uniformada: la recepción no es un mostrador, sino un atril: así los trabajadores están más atentos y, además, la empresa les hace un favor: estar sentado muchas horas es malísimo para la salud. Le decimos que tenemos una cita para que nos informen sobre seguros de vida, y nos acompaña al piso inferior. Por el camino, nos pregunta si queremos algo de beber. Yo me muero de sed, pero, absurdamente, me da vergüenza pedir nada. Le decimos que estamos fine, muchas gracias, sin dejar de caminar. En las escaleras, nos cruzamos con otros empleados de la entidad, tan uniformados como nuestra cicerone: los varones visten hasta chaleco. Aquí todo sucede en silencio, como envuelto en una molicie ultraterrena; aquí todo es eficaz, deslizante, pulquérrimo: los pasillos de la sucursal parecen los de la nave de 2001: Una odisea en el espacio, aunque, a Dios gracias, sin sus psicodélicos sillones. Cuando llegamos al sótano, nos hacen esperar en un rincón. En un enorme televisor están dando las noticias: al parecer, el príncipe Carlos ha comparado a Putin con Hitler, a causa del conflicto en Ucrania. Con cuánta facilidad -es decir, con cuánta banalidad- compara la gente, en España y aquí, a los demás con los nazis. Al menos, no ha dicho que su familia sea una telenovela o que habría que prohibir los McDonalds, como en otras ocasiones. Tras una corta espera, una asesora nos llama a su despacho, y ahí descubrimos la primera traza de presencia humana real en el lugar: huele a sudor. Será, pienso, uno de esos cubículos de atención al público por el que pasa una porción de gente al cabo del día. A su ocupante, en cambio, no parece preocuparle. Nos entrega una tarjeta, donde averiguamos que se llama Vilma. Su nombre y su acento revelan que no es inglesa: es de Lituania. Vilma nos vuelve a preguntar si queremos algo de beber, y esta vez decidimos aceptar la oferta: pedimos agua. Pero, en lugar de una botella de Evián o de algún exótico manantial islandés, Vilma vuelve con sendos vasos de plástico con agua del grifo. Si el servicio que nos van a prestar, pienso otra vez, es de la misma calidad que el refrigerio, estamos aviados. La asesora nos entrega, a modo de prólogo, un documento muy importante, en el que consta que hemos solicitado información sobre los seguros de vida, y que nos la van a proporcionar, sin cobrarnos por ello. Es, en verdad, un documento trascendental, que utilizo para poner debajo del vaso de agua de plástico: no quiero mojarle la mesa a Vilma. A ella, en cambio, el gesto parece disgustarle. Hemos comprobado que los británicos son insultantemente explícitos en el establecimiento de las reglas del juego: en todas partes te aclaran, antes de iniciar cualquier operación, por qué normas va a regirse esa operación. Si uno las acepta (y casi nunca hay más remedio que aceptarlas), nada podrá apartarse de ellas: sus previsiones serán ineludibles y sagradas, y nada que uno alegue, ninguna circunstancia excepcional o borrosa, podrá alterar su inflexible imperio. Es, seguramente, una forma muy clara de regular las relaciones entre organizaciones y personas, pero también se me antoja maquinal e insensible, ciega a las razones de la excepción y la equidad. La sesión con Vilma discurre con normalidad: ella nos pregunta por las circunstancias económicas de la familia, y nosotros respondemos lo mejor que sabemos. Luego nos informa de las diferentes modalidades de protección: en caso de muerte, de enfermedad incapacitante o de minusvalía definitiva, de ceguera o de pérdida de miembro principal. La previsión de estos hechos nos hace sentir eufóricos, pero esta euforia no nos impide detectar un error clamoroso en las operaciones matemáticas que Vilma ha hecho ante nuestros ojos: al señalárselo, se pone colorada, y lo entiendo: que una mortgage and protection manager de nada menos que el HSBC se equivoque puerilmente en una multiplicación, es para avergonzar a cualquiera. Su cabeza fulge entonces intensamente: el rojo de la piel, el amarillo del pelo y el rictus de la cara se combinan con estridencia para formar un remedo de la bandera de Bután. Explicado todo y aclarado todo, quedamos para un nuevo encuentro, cuando hayamos decidido qué tipo de seguro preferimos. Cuando llegamos a la planta superior, ha entrado una pareja de australianos: él parece Cocodrilo Dundee con setenta años. Salimos a la calle y, volviendo a casa, leo en El País que la Unión Europea acusa al HSBC, y a otros bancos, de manipular el euríbor durante años. El HSBC sí que sabe mantener las tradiciones.

miércoles, 21 de mayo de 2014

UKIP

El UKIP, el Partido de la Independencia del Reino Unido, es la formación ultraconservadora -y, en algunos aspectos, filofascista- de las Islas Británicas. El Reino Unido tiene su propia tradición fascista, cuyo mejor ejemplo es la Unión Británica de Fascistas, fundada en los años 30 por sir Oswald Mosley, y con la que ha coqueteado hasta un rey, Eduardo VIII, que no solo admiraba a Wallis Simpson, sino también a Adolf Hitler. El UKIP no abomina de la democracia, como sus predecesores totalitarios, pero, bajo el disfraz del rito electoral, mantiene un discurso en el que la exaltación de la violencia física y el principio jerárquico de organización social se han transformado en un populismo que execra al extranjero y encadena a los pobres a su pobreza. El UKIP se caracteriza, asimismo, por detestar a la Unión Europea y por abogar por que el Reino Unido la abandone. La UE es el epítome de todas las maldades y, cada cierto tiempo, el UKIP pide que se celebre un referéndum para que la población se pronuncie sobre la salida de la Unión. Ahora mismo, en la campaña electoral de las inminentes elecciones europeas, el principal cartel del Partido dibuja una enorme bandera británica, a la que un círculo central de fuego va consumiendo, y en la que, donde ya no queda Union Jack, asoman las estrellas de la Comunidad. Sobre una composición tan sutil se imprime la leyenda: "¿Quíén gobierna de verdad a este país?". No extraña esta voluntad autárquica, que es uno de los rasgos singulares de la cultura política británica. Resulta antológico aquel titular de The Times de los años 30, cuando un terrible temporal cortó todas las comunicaciones entre las Islas Británicas y Europa: "El continente, aislado", tituló el rotativo de Londres. Pero algo así no ha de escandalizar. Todos los países tienen sus características consustanciales: en los Estados Unidos, la mayoría de la población apoya el derecho a portar armas y la pena de muerte, y considera al Estado algo innecesario y hasta perjudicial para el óptimo ejercicio de las libertades individuales; los portugueses se definen por no ser españoles; y los españoles, además de odiar a los franceses, consideramos tan sagrada la unidad de la patria como los catalanes la unidad de la lengua o los israelíes el derecho de cualquier judío, así sea un narcotraficante ruso o un ultraortodoxo antisocial, a establecerse en Sión. El lider del UKIP es un señor llamado Nigel Farage, a quien siempre veo, en los informativos sobre la campaña electoral, en los lugares que definen el espíritu y la cultura británicos: en el pub, asestándose buenas pintas de cerveza negra; en las carreras de caballos, acariciando a algún purasangre cuellilargo del que penden escarapelas; o en el campo de críquet, gozando de las pulquérrimas evoluciones de los gladiadores del turf. Estoy seguro de que, si no se hubiera prohibido la caza del zorro, allí estaría también el bueno de Farage, dando palmaditas a los sabuesos y paseándose por los bosques con una escopeta de dos cañones entre los brazos. Últimamente, no obstante, sus apariciones son menos campestres: ha de multiplicarse en cadenas de radio y estudios de televisión para matizar o justificar sus propias manifestaciones, o las de miembros de su partido, contrarias a los rumanos, o a los homosexuales, o a las mujeres, entre muchos otros destinatarios de su inquina. Hay que entenderlo: no es difícil que el subsconsciente te traicione cuando estás íntimamente convencido de que todos los rumanos son primos hermanos de Ceaucescu, o de que los homosexuales son unos depravados y unos malnacidos, y te ponen un micrófono delante. Algo así le puede pasar a cualquier. A Miguel Arias Cañete, por ejemplo, que, luego de un debate en el que demostró no ser Winston Churchill, explicó la verdadera razón de su medianía: había sido comedido, porque, de haber aplastado intelectualmente a su rival, una mujer, como podría haber hecho en cualquier momento, lo habrían tildado de machista. Arias Cañete, hombre coherente y rétor fino, como casi todos sus correligionarios populares, se revelaba machista argumentando que no lo era. Pero, de nuevo, es que los convencimientos que llevamos debajo de la piel -como que los británicos son superiores a los rumanos (y, en general, a todos los ciudadanos del este y del sur), o los machos a los maricas, o los hombres a las mujeres- acaban siempre imprimiéndose en la piel, y entonces se descubren como tatuajes, horribles e imborrables. Ayer vi a Farage en la BBC, entrevistado por el gran Jeremy Paxman. El político lleva unas semanas muy ocupado intentando explicar unas declaraciones suyas en las que había afirmado que se sentiría preocupado si una familia de rumanos se estableciera al lado de su casa, aderezadas con algunos datos falsos, como que los rumanos cometen el 7% de los delitos en Europa, cuando, según la Europol, solo es cierto que el 7% de las redes criminales en Europa están integradas por ciudadanos rumanos, lo cual es muy diferente (ay, el subsconsciente, siempre ansioso por encontrar argumentos científicos que avalen nuestras miserias). Hombre, para mí sería un honor que mis vecinos fueran Emil Cioran, o Eugen Ionesco, o Mircea Eliade, y hasta Johnny Weissmuller, que nació cerca de Timisoara. Pero, aunque no fueran ellos, tampoco supondría ningún problema. Solo lo sería, como con británicos y españoles, como con cualquier nacionalidad de la Tierra, si tirara la basura en mi jardín, escuchara a Raphael a todo volumen o traficara con cocaína a la puerta de mi casa. Curiosamente, Farage es descendiente de hugonotes franceses, tiene un bisabuelo alemán y está casado también con una alemana, a la que conoció en sus tiempos de eurodiputado: su experiencia en la Unión no ha sido, pues, tan infructuosa. También curiosamente, Farage ha empleado de secretaria a su mujer, con dinero público. Cuando se le reprochó el nepotismo, y que hiciera en su vida privada lo contrario de lo que predicaba en su vida pública, contestó, sin que se le moviera una ceja: "Nadie más podía hacer ese trabajo". Farage, desde luego, no está solo expeliendo disparates: otro dirigente del UKIP, Roger Helmer, ha manifestado que la homosexualidad es "visceralmente repulsiva", pero Farage, el gran conducator, lo ha disculpado diciendo que es una persona mayor y muy católica (ah, el catolicismo...), y que hay que entender que los de su generación se educaron en el rechazo a lo gay: ser gay estaba mal, y no hay más que hablar. En realidad, nada de todo esto supone ninguna novedad, ni tiene por qué generar la repulsa escandalizada de nadie: es la expresión habitual del miedo, exacerbado en épocas de crisis, aunque disimulado por la necesidad de preservar el ceremonial democrático. La gente más temerosa es, a mis ojos, la que parece, en sus opiniones, la más arrojada, la más taxativa. El terror a que se derrumben las certidumbres, fatigosamente elaboradas, con las que apuntalan su vida, les lleva a una afirmación imperiosa de sus creencias. El miedo a descubrir que el mundo puede ser de otra manera, acaso mejor, y que ello supondría su desorientación existencial, la pérdida de sus seguridades terrenas y hasta metafísicas, los paraliza, y el resulta de esa paralización es, paradójicamente, la agitación feroz de sus prejuicios. El miedo es libre, universal y muy humano. En Gran Bretaña hay, no obstante, una ventaja: este miedo (al otro, a lo ajeno, a lo distinto, a lo que nos confunde) se concentra en una formación política minioritaria, el UKIP, diferente de la que agrupa a los conservadores moderados. En España, en cambio, está diluido, aunque muy presente, en todo el espectro de la derecha, representado por el Partido Popular. Si uno de sus méritos ha sido, desde los tiempos del indescriptible Fraga Iribarne, integrar en sus filas, para la causa de la democracia, a todos los acólitos del fascismo, en el pecado lleva la penitencia: hoy no sabemos si Rajoy es Farage, o si lo es Mayor Oreja cuando afirma que el franquismo fue una época de extraordinaria apacibilidad, que no ve razones para condenar, Wert cuando proclama en las Cortes que hay que españolizar a los niños catalanes, Ruiz Gallardón cuando obliga a malformados y a padres de malformados a sufrir su malformación, de por vida, con resignación cristiana, o aquel dirigente canario, de cuyo nombre no quiero acordarme, que amenazaba con dar una hostia a quien le hiciera un escrache. Por suerte, algunos han clarificado la situación: don Alejo Vidal-Quadras, por ejemplo, reputadísimo pensador y hombre de paz, se ha establecido por su cuenta en el muy liberal partido Vox, que se suma a otros, como Europa 2000 o Democracia Nacional, igualmente amantes de la tolerancia y el diálogo. 

martes, 20 de mayo de 2014

Con Mercedes Vicente

Hoy he quedado con una desconocida, Mercedes Vicente, con la que me ha puesto en contacto un amigo común, Esteve Casanovas, a quien, a su vez, conocí gracias a otro amigo, Miguel Ángel Muñoz. Las relaciones empiezan muchas veces así: con una recomendación, con un comentario sobre alguien que vive cerca de uno, pero lejos de quien recomienda. En general, cuando los amigos saben que resido en Londres, se apresuran a hablarme de amigos suyos que también viven aquí. La cercanía de la nacionalidad compartida y la identidad lingüística suelen hacer el resto. En realidad, nadie puede asegurar que esas personas nos caigan bien, ni nosotros a ellas, pero parece natural que los españoles transterrados se junten, sobre todo si sus actividades -y, por lo tanto, sus sensiblidades- están emparentadas. Y, en este caso, así es: yo soy escritor y Mercedes, artista visual; se supone que ambos compartimos un sentimiento artístico. Curiosamente, los españoles se juntan más fuera de España que dentro de ella: el cainismo que nos caracteriza (y que, paradójicamente, nos hace detestar menos al extranjero que en otros países: guardamos el odio para nosotros mismos) se vuelve del revés allende las fronteras y se convierte en fraternidad. Antes de encontrarme con Mercedes, voy a la oficina de correos a tirar unas cartas: una contiene un ejemplar de la revista Poem, de cuyo consejo editorial se me acaba de hacer miembro, donde aparece un poema mío, perteneciente a Cuerpo sin mí. Se lo mando a su traductor, Terence Dooley, que vive en Cornualles. La oficina de correos es, en realidad, un colmado. Como, desde la Thatcher, el servicio está liberalizado, cualquiera puede prestarlo, aunque, eso sí, siempre identificándose como Royal Mail y actuando de acuerdo con sus normas. Aquí se encarga de hacerlo una familia india, que primero vende una bolsa de ganchitos, luego despacha cuarto y mitad de carne de buey, y, por fin, certifica un envío urgente a Madagascar. Son muy dúctiles estos indios. Y, en la estafeta, siempre preguntan qué contienen los sobres. A mí me incomoda, pero supongo que lo hacen porque así lo exige la ley. No se me ocurriría negarme a responder, ni mucho menos gastarles una broma sobre el contenido (tipo: un cartucho de dinamita o un consolador de tres velocidades): siendo británicos, llamarían a la policía. Cumplido el trámite, cruzo Battersea Park para encontrarme con Mercedes donde me ha citado, en un lugar de nombre poco tranquilizador: The Butcher & Grill, "el carnicero y la parrilla", que me recuerda vagamente a San Sebastián (al santo, no a la ciudad). A esta hora temprana, menudean los joggers, los ciclistas y los que pasean al perro, o son, en algunos casos, paseados por ellos. Según las normas de parque, está prohibido pasear con más de cuatro. Algunos chuchos, si los sueltan, se entretienen persiguiendo ardillas. Pero las ardillas, desmintiendo ese carácter simpático con que las han pintado los perversos cuentos infantiles, tienen agrio el carácter: huyen, pero, en el improbable supuesto de que se vean acorraladas, se giran y enseñan unos dientes desproporcionados para su tamaño, que no le auguran nada bueno al perro. Salvo los mastines, o las razas de corpulencia equiparable, casi todos renuncian al bocado; y hacen muy sabiamente. Cuando paso junto a la Pagoda de la Paz, cuyos azules y blancos destellan al sol desnudo de la mañana, veo a una joven en un terraplén cercano, orientada a la stupa, con los ojos cerrados y en la posición del loto. Detrás, un cuervo picotea entre la hierba. La misma luz que dora a la mujer platea al pájaro. Llego por fin a The Butcher & Grill, que se encuentra delante de una iglesia llamada "Ni Cristo". Así se identifica: "Iglesia Ni Cristo", y me pregunto si es que en esa iglesia no entra nunca nadie (como dice Santiago Segura en una película en la que interpreta a un cura muy celoso de sus responsabilidades: "En mi iglesia no entra ni Dios"). El lugar de nuestro encuentro es una mezcla de bar, pub, restaurante, pastelería y tienda de comestibles. Mercedes llega poco después que yo, y hablamos de nuestras respectivas vidas en Londres. Ella está haciendo su doctorado en el Royal College of Art sobre un escultor y artista de vídeo neozelandés, Darcy Lange, fallecido hace algunos años. Lleva apenas unos meses en la ciudad, pero ha vivido mucho tiempo en Nueva York y, después, en Nueva Zelanda. Precisamente, Nueva Zelanda es un país que nos atrae mucho a Ángeles y a mí, en el que hemos considerado seriamente establecernos algún tiempo. No podemos encontrar nada más lejos de España: Nueva Zelanda es nuestros antípodas; si vamos más allá, ya volvemos. Pienso en lo raro que es que, a principios de los ochenta, Mercedes y yo seguramente nos cruzáramos a menudo en la Diagonal de Barcelona (allí, en la zona universitaria, estaban las facultades en las que estudiábamos: ella, psicología; yo, derecho) y que hoy estemos en Londres, hablando de la vida que ella ha llevado, y que nosotros podíamos llevar, en el lugar más remoto del planeta. De Nueva Zelanda me atraen el espacio y el silencio, dos cosas radicalmente ausentes en toda vida urbana, y los paisajes extraordinarios que aparecen en El señor de los anillos. Mis hijos estarían encantados de practicar surf en sus playas. Y Ángeles celebraría encontrar un departamento de anatomía patológica, con especialidad en patología pulmonar, en el que pudiera volcar todos sus conocimientos y su experiencia, y hacerlo crecer. Pero no sé si alguna vez lo conseguiremos. De momento, seguimos en Londres, trabajando, escribiendo y conociendo a personas como Mercedes Vicente, mujer de carácter, comisaria de exposiciones, crítica de arte, becaria de prestigiosas instituciones, trotamundos.

lunes, 19 de mayo de 2014

Máximas y malos pensamientos

La colección "Cardinales", de la editorial Vaso Roto, sigue con su atractiva andadura. La primera entrega incluía Animal que escribe. El arca de José Martí, de Orlando González Esteva, un libro magnífico del que di cuenta en este diario, y El sueño imperativo, otro sugerente conjunto de escritos del principal árbitro de la belleza victoriano, John Ruskin, traducido por Jordi Doce (a Ruskin, esteta exquisito, le avisaba cada tarde la mucama: "Señor, el crepúsculo"; y él salía incontinente a la terraza a contemplarlo). En la segunda entrega me llegan La baba del caracol, de Chantal Maillard, y este Máximas y malos pensamientos, del escritor y artista catalán Santiago Rusiñol. La edición corre a cargo de Francisco Fuster, historiador de formación, pero con hechuras de filólogo, y muy fino, al que se deben sensatas selecciones de Julio Camba, Pío Baroja y Azorín, entre otros clásicos contemporáneos. La forma de trabajar de Fuster es deliciosamente simple: elige un autor relevante, descubre o espiga textos menos conocidos u olvidados, escribe una introducción que sitúa con justeza al autor y a la obra, aporta el aparato crítico necesario -pero no más- y fija el texto como un buen árbitro: con equidad, pero sin que se note. En el caso de Máximas y malos pensamientos, Fuster se ha encargado también de la traducción del catalán, y lo ha hecho, como el resto de su trabajo, con pulcritud y tino. Por Rusiñol he sentido yo simpatía toda mi vida, y no solo porque mi padre, encantado con sus cuadros luminosos y comprensibles, se hiciera lenguas de él, sino también porque me ha acompañado en momentos significativos de mi adolescencia. En Els Quatre Gats, por ejemplo, he pasado muchas tardes de tertulia o de soledad. Recuerdo el enorme cuadro de Ramon Casas que presidía el local, con dos ciclistas vestidos de blanco y montados en un tándem, uno de los cuales, de barbas rudas, miraba al contemplador, como sorprendido de que lo estuviera contemplando. Y en Els Quatre Gats habían pasado muchas tardes y muchas Rusiñol, Casas y Enric Clarasó, entre otros pintores y escritores modernistas. También recuerdo El Cau Ferrat, aquella casa de Sitges en la que Rusiñol se estableció en 1893 para trabajar, y donde acumuló una fastuosa colección de objetos artísticos, en particular, obras de forja catalana -de ahí su nombre-, por la que sentía fascinación. De El Cau Ferrat no solo maravillaban el abarrotamiento y abarrocamiento -la acumulación de piezas era tal que resultaba difícil moverse-, sino su situación: la casa, colgada sobre el mar, se inundaba de luz y del azul del mar. En las ventanas, el sol cegaba y, por todas partes, el olor a sal del agua encendía la piel. Aquella mezcla de objetos elaborados y realidades elementales me resultaba muy estimulante, y siempre salía de la casa con una extraña inquietud en los músculos y un no menos extraño bullicio en la mente, como si el arte y la naturaleza me hubieran atrapado de consuno y me estuviesen ahogando con una sola y simbiótica presa. La excitación solo podía combatirse con un baño en la playa, aunque fuese invierno, y escribiendo algo que, agotado el estímulo, acababa irremediablemente en la papelera. Es curioso: en Sitges -una población que no llega hoy a los 30.000 habitantes, de tradición pescadora, y donde se han cultivado la malvasía y el algarrobo- se han establecido dos escritores importantes en la formación de mi sensibilidad: Santiago Rusiñol y César González-Ruano (aunque este dijera que los cuatro años que pasó en Sitges fueron los peores de su vida). Los dos tenían sus aficiones y sus adicciones: Rusiñol penaba con la morfina (de hecho, uno de sus cuadros más célebres, de 1894, se titula así, La morfina: representa a una joven en la cama, aferrada a las sábanas, con los ojos cerrados, la espalda arqueada y el camisón caído, sintiendo ya los accesos del placer, gozosamente palidecida), a la que se había enganchado para aliviar los dolores de una salud precaria, y Ruano, con el alcohol, al que se entregaba con pasión noctívaga y que le provocaba resacas devastadoras, que le obligaban a sujetarse con una mano la mano con la que escribía. En Máximas y malos pensamientos, publicado en 1927, poco antes de morir -Rusiñol falleció en 1931, súbitamente, mientras pintaba uno de sus famosos cuadros de jardines, en Aranjuez; Manuel Añaza presidió su funeral-, se despliega una sensibilidad ardiente, pero asimismo una gran frustración: no por casualidad se subtitula "Piensa mal y acertarás". Los doscientos aforismos que contiene el librito son un compendio de pesares y amarguras, determinadas por las dolorosas experiencias de sus accidentes y enfermedades, y de unas relaciones con las mujeres que podríamos calificar, sin temor a equivocarnos, de insatisfactorias, aunque fuese él quien abandonara a su esposa y a su hija pequeña, para establecerse en el París bohemio de fin de siglo. Este es, de hecho, el aspecto más antipático del breviario, una feroz misoginia, que convive con otros odios señalados -a los médicos, a los obreros, a los políticos, el último de los cuales, en cambio, resulta fácilmente compartible hoy: "Los políticos deben tener el corazón reglamentado: no pueden compadecer más que a aquellos que son de su partido"-, enmarcado todo ello en una detestación más amplia, en una misantropía para la que solo encuentra consuelo en el humor. Sorprende, no obstante, tanto sarcasmo y tanto desfavor en un hombre de estirpe afortunada -era hijo de una familia burguesa, dedicada a la industria textil-, que recibió todos los parabienes oficiales -hasta la Legión de Honor francesa- y el aplauso del público, tanto como pintor como en su faceta de escritor y dramaturgo. De las mujeres no se cansa de despotricar, sobre todo por que lo subordinen todo a que las vean guapas, aunque a veces lo hace con acentos desmesurados: "Cuando a una mujer el duelo le favorece, no siente tanto haberse quedado viuda", algo que repite y amplía poco después: "Si la mayoría de solteras no se pudiesen hacer la ropa blanca, les daría igual casarse, y si no pudiesen vestir de duelo, les daría lo mismo quedarse viudas. El blanco para ellas es vanidad en voz alta, y el negro, tristeza en voz baja; y el marido, vivo o muerto, lleva el compás sin saberlo". No soy partidario, empero, de juzgar con sensibilidad actual -y, por lo tanto, de condenar- estas pataletas de artista constreñido por las convenciones sociales, sino de interpretarlas testimonialmente. La tradición de la misoginia en la cultura occidental no empieza ni acaba con Rusiñol, que fue, como somos todos, hijo de su época. Conviene tomar estas manifestaciones como expresión de un temperamento singular y de una disposición colectiva, que acarrea sus propias maldades y supura sus propias ironías. Tampoco hay que hacer sangre, creo, de un ocasional antisemitismo, muy tópico, por otra parte: "Si los judíos fuesen al cielo, comprarían las nubes al fiado y acapararían la lluvia". En todo caso, el librepensamiento de Rusiñol se manifiesta en algunos apuntes muy modernos, aunque siempre agridulces: "Al primero que deberían condenar a muerte, por haber matado, es al verdugo". A lo que me parece que hay que atender con más cuidado es al destello de inteligencia, a la explosión de ingenio luminoso e iluminador, que muchas veces tiene que ver con la reflexión estilística: "El escritor que cuida demasiado el estilo lo hace porque tiene pocas cosas que dcir; el que no lo cuida nada, mejor sería que no las dijera". O bien este otro: "Escribir versos es como fabricar una colcha: cuanto más bordada, menos abriga".

domingo, 18 de mayo de 2014

Parsons Green

Parsons Green es una zona del distrito de Hammersmith & Fulham, a la que nos dirigimos hoy. Seguimos primero el paseo del Támesis, en dirección oeste, desde el puente Alberto. Ambas orillas del río han sido urbanizadas en los últimos años, y admiramos la sucesión de grandes edificios residenciales y administrativos. Todos, no obstante, se parecen bastante entre sí. Urbanísticamente, esta parte de la ciudad nos recuerda mucho a la que vimos en el otro extremo, en Canary Wharf, aunque no tiene su espectacularidad, debida, en buena parte, a los rascacielos del distrito financiero. En la ribera opuesta, se alza la Chelsea Power Station, tan abandonada como lo estaba, hasta hace poco, la Battersea Power Station, aunque, de nuevo, menos imponente que esta: es más pequeña y solo tiene dos chimeneas, pese a lo cual daría para un gran espacio residencial. Nuestro paseo nos permite contemplar también la bulliciosa fauna acuática que conserva el Támesis, a pesar de las mutaciones en el ecosistema que no deja de sufrir: patos, gansos, pollas de agua, cisnes, gaviotas, cuervos y palomas se mezclan en las orillas y en las plataformas de madera que salpican el río; a menudo se pelean, y los graznidos de unos y otras se entrelazan con más virulencia aún que los picos y las plumas. A los patos, en particular, les da igual nadar en una zona limpia, con juncos y carrizos, cuyas algas y nenúfares sortean con diligencia, que en un vertedero: la basura se amontona en algunos recodos o entrantes artificiales del Támesis, y los ánades conviven con ella con la misma naturalidad, como si los envases de tetra-brik fueran algas y las botellas de plástico, nenúfares. Pasamos al lado de un helipuerto fluvial, del que en ese momento despega un helicóptero azul, con estruendo ensordecedor. Más allá, tomamos un helado en una terraza. Ángeles no puede con su sidra, que es un brebaje sueco, temerariamente aromatizado con frambuesa y mora, con olor y sabor a jarabe: yo me lo acabo por ella. Mientras disfrutamos del helado y sobrevivimos al mejunje escandinavo, vemos pasar aviones por encima de nuestras cabezas. Lo hacen con regularidad, como en una autopista; de hecho, las rutas aéreas son autopistas, solo visibles para los controladores. Todos se dirigen a Heathrow, y, cuando uno casi ha alcanzado la raya del horizonte, otro asoma indefectiblemente en nuestra vertical. Así todo el rato. Aunque el entorno no es aquí especialmente agraciado, nos sosiega la visión del río: la añoramos mucho. La amplitud del cauce sugiere una equivalente amplitud espiritual, y el fluir del agua estimula el fluir del pensamiento. Uno se da aquí a insólitas ensoñaciones, y también se abandona, con placer, a una razón ausente, a una vaciedad sanadora. El camino prosigue luego hasta el puente de Wandsworth, inaugurado en 1940, y probablemente el más feo de Londres: todavía conserva los tonos azules y grises originales, cuyo propósito era camuflarlo ante los ataques aéreos de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Lo cruzamos y remontamos Wandsworth Bridge Road, en la que se suceden las tiendas de muebles, muchos de los cuales se disponen en la acera, hasta Parsons Green, en cuyo centro se encuentra el parque homónimo. No es el más grande del barrio -Elm Brook Common, a muy poca distancia, lo supera ampliamente-, pero sí el de más encanto. El nombre del parque -y, por extensión, de la comunidad- proviene de la casa del párroco que había en este lugar hasta mediados del siglo XIX: debía de ser un párroco muy popular. O quizá se ha mantenido aquí también, como sucede en España, la tradición pueblerina de conservar los apodos o denominaciones antiguas para designar a realidades de hoy. En el pueblo de mi madre, por ejemplo, toda nuestra familia pertenece a casa Cirilo, siendo Cirilo un caballero remoto -mi madre cree que era su tatarabuelo- que nos bautizó a todos merced a alguna obra o comportamiento singular; quizá, en un lugar tan agrícola como Chalamera, recoger doscientos melones en una mañana o, más probablemente, apalear al cura de la localidad. Lo cierto es que Parsons Green conserva todavía un espíritu de pueblo, como, por otra parte, tantos otros barrios de Londres, que es una ciudad acumulativa, que ha ido fagocitando localidades aledañas e integrándolas, sin orden ni concierto, en su seno omnívoro. En el cogollo del lugar, compramos albaricoques -españoles- en una tienda de fruta y curioseamos en una charity shop, de la organización Save the Children, que atiende una señora española. Ángeles encuentra un mortero de piedra fantástico por diez libras. En España, me dice, le pedirían 60 o 70 euros. Yo, en cambio, no doy con ningún libro interesante. A la salida de la tienda, nos tumbamos en la hierba del parque que da nombre al barrio, nos comemos los albaricoques y seguimos viendo pasar aviones. A nuestro lado duerme un skater con la cabeza encapuchada apoyada en el patín. Estamos molidos del paseo, que se ha sumado a una mañana de spinning y remo. Nos arropa el calor, morigerado por una brisa fresca. La hierba despide un olor tenue y agraz. Estoy a punto de dormirme, como el skater, pero Ángeles me recuerda que nos queda un largo camino a casa. Y lo emprendemos cuando la tarde empieza a declinar y el sol, cansado como nosotros, se reclina en unas nubes rezagadas.