domingo, 31 de agosto de 2014

El museo de John Soane

Yo había oído hablar del museo de John Soane, como de tantos otros museos, en una ciudad que tiene la densidad de museo por metro cuadrado más alta del mundo. (Mi amigo Agustín Calvo Galán debería venir con más frecuencia a Londres para nutrir su originalísimo blog "Mis museos favoritos"). Pero fue otro amigo, Andrés Catalán, buen conocedor de Londres, quien me recomendó que no dejara de visitarlo. En su opinión, alberga una de las colecciones más fascinantes de la ciudad. Así lo hago, pues, aprovechando una rara mañana de sol. En Lincoln's Inn Fields, a la entrada del museo, que es gratuita, un amable vigilante, valga la paradoja, me pide que apague el móvil, "en caso de que lo tuviera". Me parece bien: uno visita el John Soane como quien va a la ópera. El personaje que le da nombre, y que reunió sus fondos a lo largo de muchos años de coleccionismo, fue un arquitecto afamado, hijo de un albañil: a John Soane se deben algunas de las construcciones más reconocibles de la capital, como la sede del Banco de Inglaterra, el Royal Hospital de Chelsea, la Pinacoteca de Dulwich -un lugar maravilloso, que visitamos, con gran placer, hace algunos meses- o la iglesia de la Sagrada Trinidad, en Marylebone. En 1778, Soane inició el Grand Tour, el viaje por Europa que solían hacer los ingleses ricos de su época, para conocer las maravillas del arte y la arquitectura del continente, y también para dejarse transportar por el exotismo de los países más asilvestrados, como España. Ese fue el origen de un amor por el arte de la antigüedad grecolatina y las maravillas del Renacimiento italiano que nunca dejaría de acompañarlo. Tras dos años de viaje, en 1780 se instala en Londres y despliega una brillante carrera como arquitecto y profesor de arquitectura. En 1792 y los años siguientes compra tres casas contiguas en Lincoln's Inn Fields, las remodela profundamente y erige la que hoy alberga el museo con su nombre. Tras décadas ampliando su colección y su biblioteca, de casi 8.000 volúmenes, todos los cuales se encuentran hoy en el museo, Soane se retira en 1833 y muere tan solo cuatro años más tarde, después de una vida de éxito en lo profesional, pero no exenta de desgracias en lo personal: enviudó en 1815 y dos de los cuatro hijos que tuvo murieron antes del año de edad, aunque tampoco fue muy afortunado con los dos que sobrevivieron: John era enfermizo y tarambana, y George, un crápula extorsionador: amenazó a su padre con hacerse una de las peores cosas que se podía ser en aquellos tiempos, actor, si no le concedía una asignación anual, y acabó en la cárcel por deudas: se conoce que el arquitecto no cedió a su chantaje. Aunque la señora Soane acabó pagando las obligaciones de su hijo, y este recuperó la libertad, George no demostró ninguna gratitud a sus padres: en 1815 publicó en The Champion, sin firma, un virulento artículo denunciando el pobre estado de las artes, y sobre todo de la arquitectura, en Inglaterra, y singularizando esa pobreza en la figura de John Soane. El venenoso escrito contribuyó a la muerte de su madre, que arrastraba problemas de salud, al hundimiento emocional de su marido, y a un alejamiento de casi una década entre este y su hijo. En 1824, sin embargo, el arquitecto descubrió, con neoclásico horror, que George vivía un ménage à trois con su mujer y su cuñada, y que zurraba tanto a ambas como al hijo que había tenido con la primera, Fred. Con la esperanza de sustraerlo a la perniciosa influencia de George y de que se convirtiera en arquitecto, aceptó pagar los estudios de Fred y lo colocó con otro afamado arquitecto, John Tarring, pero el nieto tampoco le salió bueno: Tarring le pidió poco después que lo sacara de su estudio, porque había descubierto que Fred solicitaba por las noches la compañía del capitán Westwood, un conocido homosexual. El museo conserva hoy el mismo aspecto que tenía en 1837, cuando Soane murió. Y tiene que conservarlo, porque esa fue la condición que estableció el arquitecto en su legado de 1833: que no se alterara la disposición en que dejaba en edificio y sus colecciones. No envidio a los conservadores que han de batallar, desde hace casi 180 años, por que el sol, el polvo, los insectos y la presencia humana no hagan mella en unos materiales frágiles, en muchos casos, que no pueden trasladarse ni desmontarse. Las cláusulas testamentarias explican el estado, más que sombrío, tenebroso, en el que se mantienen en la actualidad. La acumulación de piezas es extraordinaria: Soane, con dinero y conocimiento para hacerlo, adquirió toda suerte de capiteles, estucos, esculturas, lápidas, urnas, vasijas, mosaicos, cerámicas, peanas, carátulas y otros elementos ornamentales de la construcción, así como de muebles, antigüedades, planos, dibujos y maquetas, en una suerte de lucha inexorable contra el tiempo y la soledad: desde la muerte de su esposa vivió aquí, solo, dedicado a la contemplación de estas reliquias de la historia. Y también pinturas. En la pinacoteca que es, asimismo, el Museo John Soane, destacan cuatro delicadezas de Canaletto, tres piezas de Turner y las series satíricas del gran William Hogarth: The Rake's Progress y la magnífica The Humours of an Election, que narra la elección de un candidato al Parlamento en Oxfordshire y denuncia, al hacerlo, la corrupción endémica que aquejaba a los procesos electorales. De hecho, Soane sentía predilección por la sátira, de la que hay numerosos ejemplos en el edificio, tanto en cuadros -otro, de Edward Bird, se titula The Cheat Detected, e ilustra, no sin humor, la reacción de un marido furibundo al descubrir el adulterio de su esposa- como en dibujos -un grabado anónimo francés de 1814 trata del mismo tema, pero al revés: Le facheaux contretems ou l'anglais surprise par sa Femme- o recortes de prensa. Deambulo por los varios pisos del edificio, estrecho y lleno de maderas tumultuosas, siempre observado por los numerosos vigilantes y requerido por las no menos abundantes peticiones de donación: en cada esquina hay una urna, pero no de mármol, sino de metacrilato, para que deposite algunas libras que hagan posible el mantenimiento del lugar. (No lo hago). Resulta difícil circular por los pasillos, angostos y ocupados por otros visitantes tan estupefactos por semejante turbamulta de objetos como yo. Reparo en algunas piezas espectaculares, como el modelo en yeso del Apolo de Belvedere que Soane exhibía en su finca de Chiswick, y que trasladó finalmente aquí (reparo en que la inevitable hoja de parra que evita que los honestos ojos de las damas, y de algunos hombres, se sientan perturbados, no tapa lo que ha de tapar, y que unos contundentes pudenda saludan al paseante cercano, para su gozo o su confusión; curiosamente, el Apolo original no oculta nada a la vista), frente al cual se encuentra uno de los muchos bustos del propio Soane, cincelado por Francis Leggatt Chantrey, en el que más bien parece Julio César; y el sarcófago de alabastro del faraón Seti I, para celebrar cuya adquisición y llegada al museo Soane organizó una fiesta que duró tres días con sus noches (aunque para meter tanto el sarcófago como el Apolo, demasiado grandes para las puertas y escaleras del edificio, hubo que horadar las paredes). Hay piezas, digamos, menores también muy interesantes. Entre los bienes con los que Soane se hizo en sus numerosos viajes a Francia -era muy francófilo, lo cual no deja de tener mérito en una época en la que Francia era el archienemigo de Inglaterra-, se cuentan, por ejemplo, un anillo de oro que contiene un mechón de Napoleón Bonaparte, y muchas primeras ediciones de los mejores títulos de la Ilustración gala. Por una increíble casualidad, entre los miles de volúmenes que alberga la biblioteca del museo, mis ojos caen en Ruines des empires, de Volney, publicado en París en 1792, un libro que influyó en Whitman, y que he citado -y transcrito parcialmente- en mi traducción de Hojas de hierba. Visito una sala en la que se amontonan las maquetas en corcho que Soane hacía de algunos de los más importantes monumentos de la Grecia y la Roma antiguas, y, por fin, la cripta, un lugar en el que la penumbra general del museo se convierte en oscuridad declarada. Aunque pretendía reproducir el ambiente de las catacumbas romanas, su decoración es gótica, y las obras que acumulan van de lo neoisabelino -como el escritorio de Robert Walpole- a lo peruano, con las primeras muestras de cerámica precolombina expuestas en Inglaterra. Cuando salgo a la calle, estoy ahíto de sombras y de cosas: abrazo al sol, viejo amigo, y paseo por el vacío verde de Lincoln's Inn Fields. El Museo John Soane ha sido toda una experiencia. Opresiva.

sábado, 30 de agosto de 2014

Carles Torner

Llevo -llevamos- toda la vida oyendo que la vida da muchas vueltas. Nunca nos lo acabamos de creer: a todos nos gusta imaginar que nuestra vida se desarrolla linealmente (y, a ser posible, exitosamente), sin azares, sin imprevistos, sin circularidades. Pero la vida, es verdad, gira con una virulencia soterrada, aunque no nos demos cuenta, aunque creamos que todo sucede como es predecible que suceda; y la de quienes nos rodean, también. A veces esas ruedas que son nuestras existencias se ensamblan como cojinetes, o chocan como mecanismos enfrentados, y surge un movimiento anómalo, o una visión inesperada, o una fricción placentera o dolorosa. A Carles Torner, por ejemplo, yo lo había conocido, hace años, en un encuentro poético en Barcelona. No era poca cosa conocer a un poeta en catalán en Cataluña, porque los poetas en catalán y los poetas en castellano en Cataluña constituyen, salvo raras excepciones, mundos separados e impermeables. Recuerdo que en aquel encuentro originario, del que él, seguramente, se habrá olvidado, yo hice una broma lingüística, y él se rió con ganas, con una risa franca y abierta. Luego lo escuché leer, y quiero pensar que también él a mí. Aquel contacto, que no se prolongó, me hizo interesarme por su literatura, y leí algunos libros suyos, como Als límits de la sal ("En los límites de la sal"), su segundo poemario, con el que ganó el Premio Carles Riba en 1984, el más importante de la poesía catalana actual, o, años después, en 1998, Viure després ("Vivir después"), que fue, también, Premio de la Crítica de Poesía Catalana. Cuando el Fondo de Cultura Económica me propuso hacer una antología de la poesía en catalana actual, hace ahora casi un año y medio, no dudé de que Carles había de ser uno de los seleccionados. Me puse en contacto con él, acordamos los poemas que integrarían la muestra, los traduje, y pulimos mi traducción de acuerdo con sus sugerencias e indicaciones. Al cabo de algún tiempo, y para mi sorpresa, supe que Carles se había venido a vivir a Londres. Durante mucho tiempo, ha sido secretario del PEN Club catalán y presidente del Comité de Traducciones y Derechos Lingüísticos del PEN Club Internacional, la asociación mundial de escritores, y ahora ha sido nombrado director de este, con sede en Londres, donde se fundó, en 1921. Quedo con él una tarde para charlar y conocer de primera mano su nueva situación. El encuentro es en la Fitzroy Tavern, uno de los pubs más literarios de la ciudad, donde solían celebrar sus reuniones escritores como Dylan Thomas, siempre dispuesto a tomarse unas pintas (y unos whiskys), y George Orwell, amante asimismo de empinar el codo, aunque no tengo muchas esperanzas de que encontremos mesa. De hecho, cuando llego, no encuentro casi ni espacio: el interior está abarrotado, y en la calle, alrededor de la taberna, se acumula también la gente, de pie, con vasos muy grandes de cerveza muy oscura en la mano. Lo espero a la entrada, haciendo el sudoku de El País. Llega con algún retraso, pero su sonrisa lo disculpa. Charlotte Street, donde está Fitzroy, abunda en bares, pero todos están llenos, como casi todo en esta ciudad: Londres se caracteriza por que nunca hay sitio en ninguna parte. Nos refugiamos, por fin, en un modesto Caffè Nero, alguna de cuyas mesillas callejeras está sorprendentemente vacía. Yo, no sé por qué, siento la necesidad de pedir una coca-cola. Últimamente, estoy consumiendo mucha coca-cola, pese a saber de sus perjuicios: mucho azúcar, calorías vacías, comercio injusto: será que necesito glucosa. Carles y yo hablamos, por fin, de nuestras respectivas experiencias en Inglaterra: él, francófilo -estudió en París, y tiene ensayos publicados en francés-, está descubriendo la anglofilia, y yo, anglófilo -amante siempre de la cultura anglosajona, y traductor de sus escritores-, estoy descubriendo la anglofobia. Carles hace poco que se ha instalado: apenas dos meses, y todavía está en una fase de acomodación y de reagrupamiento familiar. Yo cumplo hoy exactamente un año de mi venida a la ciudad, aunque haya pasado, en este tiempo, largos periodos en España. Carles me habla del PEN, cuyas actividades me admiran: en su sede tiene a un equipo de cinco personas cuyo único trabajo consiste en rastrear las fuentes de información mundiales, para descubrir cualquier caso de persecución de escritores o de represión de la libertad de expresión contra los que el PEN deba luchar. También me cuenta que el PEN catalán, el primero en España, se fundó apenas seis meses después de que la organización se creara en Londres, y que entre sus promotores se encontraban escritores tan destacados como Carles Riba, Pompeu Fabra y Marià Manent, entre otros. Su actividad como director tiene mucho que ver con la captación de voluntades, que es casi lo mismo que decir con la captación de contribuciones: sus muchos y rapidísimos viajes al extranjero, por ejemplo, se explican por la necesidad inacabable de encontrar financiación para las tareas de la organización. En el poco tiempo que nos dejan las implacables camareras del Nero -el local cierra a las siete-, hablamos de todo esto y de muchas otras cosas, con el desorden propio de las conversaciones amigables. Nos despedimos a la entrada del metro de Tottenham Court Road, en medio de un bullicio ensordecedor. Pero el diálogo que hemos establecido sobrevive al ruido que nos rodea. Confío en que lo siga haciendo en los días por venir.

DE TOT L'ALTRE S'ESPANTA

La invasió era prevista abans
de mitjanit. Grallers de dol ploraven
l'últim udol i els campanars sagnaven
el tretzè toc: un crit lligat de mans.

Han arribat els corbs de becs llampants
color mirall per ocupar les places
de la ciutat i beure a les terrasses
de tots els bars licors fets d'ulls humans.

Han apostat mil guardians voraços
al finestral, al pòrtic i al terrat,
rígids i atents, que els homes van escassos.


T'esperen. Becs fulgents d'ocells rapaços 
que et buidaran els ulls com a un penjat 
tan aviat com sentin els teus passos. 

DE TODO LO DEMÁS SE ASUSTA

La invasión estaba prevista antes
de medianoche. Chirimías de luto lloraban
su último ulular, y los campanarios sangraban
el decimotercer toque: un grito atado de manos.

Han llegado los cuervos de picos centelleantes
y color de espejo para ocupar las plazas
de la ciudad y beber en las terrazas
de todos los bares licores hechos de ojos humanos.

Han apostado mil guardianes voraces

en el ventanal, el pórtico y el tejado,
rígidos y atentos, porque los hombres escasean.

Te esperan. Picos refulgentes de aves rapaces
que te sacarán los ojos como a un ahorcado
en cuanto oigan tus pasos.

(De Als límits de la sal)
Traducción de Eduardo Moga

viernes, 29 de agosto de 2014

Los nazis de Dios

Los nazis de Dios, hoy, no son, no pueden ser otros que los terroristas del Islam que, en sus múltiples, disparatadas y criminales asociaciones, secuestran niñas en Nigeria, se inmolan en mercados públicos, decapitan a periodistas, matan a suníes si son chiíes o a chiíes si son suníes, degüellan adolescentes israelíes o a colaboracionistas con Israel, persiguen a cristianos, ejecutan a adúlteras y homosexuales, y, en general, procuran infligir el mayor daño posible, que culmina a menudo en la muerte, a cualquiera que no acepte la grandeza y la misericordia de Alá. Llámense Al Qaeda, Estado Islámico o Boko Haram, son asesinos cuyo cerebro ha sido arrasado para que contenga una sola y deletérea ofuscación: la necesidad de que el Corán rija los destinos del planeta y de todos sus habitantes. Este ejército mundial de verdugos, físicos e ideológicos, es una realidad escandalosa y lacerante, y nuestra primera obligación, como ciudadanos libres y como seres pensantes que somos, o deberíamos ser, es oponernos a ella, y no solo a su expansión, que es un peligro objetivo para cualquier noción de libertad y para la supervivencia de la razón, sino también a su mera existencia. Pero, junto con los nazis mahometanos, hay otros nazis de Dios por el mundo, que predican una violencia equiparable, aunque no la practiquen materialmente. Y no es ofensivo hablar de ellos, cuando hay tantos asesinos con turbante por el mundo rebanando cuellos o fusilando a gente a la que han obligado antes a cavar sus propias tumbas: unos y otros, aunque estén en lados diferentes de la frontera que señala el uso de la violencia y vivan encadenados a libros sagrados que creen radicalmente distintos, comparten, en realidad, una misma estructura mental, por llamarle algo, y una misma debilidad existencial. Hace un par de años vi por televisión, en España, un reportaje de Jordi Évole sobre la familia Phelps, de Topeka (Kansas), creadora de la Iglesia Baptista de Westboro: todos sus feligreses son parientes; unos 40, aproximadamente. Lo que Évole mostraba me dejó atónito: un grupo de calvinistas, de ferocidad indescriptible, capitaneados por el patriarca del clan, un tal Fred Phelps, fundador del engendro en 1955, y fallecido en 2014: el hombre estará disfrutando en estos momentos de la presencia del Hacedor, y, si aquel a quien contempla no es el esperado, sino Belcebú -alguien más apropiado, en mi opinión, para retribuir sus contribuciones a la armonía universal-, o, con más probabilidad, no hay nadie ahí, salvo la oscuridad, y Phelps nada en la nada, nadie se enterará, que es lo que suele suceder con estos bulos de ultratumba. Yo he conocido en América, en persona, a algunos protestantes draconianos, es más, filofascistas, pero ninguno se acercaba, en idiocia y fanatismo, valga la redundancia, a esos seres inverosímiles. Los Phelps se dedican, desde hace unos sobrecogedores 23 años, no solo a rezar en sus madrigueras, sino, sobre todo, a manifestarse contra todo aquello que detestan, que son muchísimas cosas: los gays, lesbianas, travestis y transexuales, los católicos, los judíos, los musulmanes, los hinduistas, los budistas, los ortodoxos, otros protestantes, Obama -que es el Anticristo-, el cuerpo de Marines, los abortistas, Italia -cuna de gángsters-, Australia -tierra de sodomitas-, España -que, aún peor que los australianos, ha aprobado la ley del matrimonio homosexual- y, en fin, cualquier cosa que se aparte de la lectura de parvulario, es decir, letra a letra, de la Sagrada Biblia. Aunque también se manifiestan a favor de cosas: por ejemplo, cuando, en 2008, el terremoto de Sichuan mató a 70.000 chinos, los Phelps agradecieron públicamente la catástrofe y rogaron por que hubiera más terremotos que matasen a muchos más de aquellos "insolentes y desagradecidos" orientales. Los Phelps tienen la delicadeza de presentarse en los funerales de los soldados americanos muertos en Irak, o en cualquier parte, y, ante los padres, familiares y amigos del difunto, celebrar su  muerte, con gritos, cánticos y cartelones en los que se puede leer que "Dios odia a América", algo extraordinario de todo punto, porque, como América -es decir, los Estados Unidos- no existía cuando la Biblia se escribió, y, por lo tanto, ese odio no puede constar en el libro de los libros, hay que deducir que los Phelps tienen acceso directo a la conciencia divina para saber qué ama y qué odia el Hacedor, lo que, o bien los convierte también a ellos en dioses -un politeísmo aterrador, que debería llevarlos a manifestarse contra sí mismos-, o bien rebaja la naturaleza de Dios a la de un simple ente escrutable y discernible, algo igualmente incompatible con sus creencias, por no hablar del mero hecho de que "Dios odie", un sentimiento vulgarísimo que desmiente, asimismo, su grandeza intemporal, su omnipotencia allende toda limitación humana. Por una de esas manifestaciones en el funeral de un marine, los padres del soldado denunciaron a los Phelps por difamación, invasión de la intimidad y daños morales, pero, aunque el tribunal de primera instancia les dio la razón, el Tribunal Supremo falló, en 2011, por ocho votos contra uno, que la Primera Enmienda, que consagra la libertad de expresión, amparaba la actuación de los Phelps. (El voto discrepante fue el del juez Samuel Alito, al que debemos honrar por haber mantenido viva la llama de la dignidad humana). Los homosexuales constituyen uno de los objetivos predilectos de las barrabasadas de los Phelps. "Dios odia a los maricones" es una de sus leyendas más célebres, presente en casi todas sus apariciones públicas. Cuando Évole los entrevistó -algo que, cuanto más lo pienso, más admiración me causa: meterse en aquella casa era como ir a cenar a la de Norman Bates, con Norman y su madre, y discutir con Fred Phelps, parecido a enfrentarse a un sapo venenoso-, varios miembros de la familia afirmaron que los atentados del 11-M en Madrid habían sido un castigo divino por la aprobación de la ley del matrimonio homosexual. Cuando Évole objetó que los atentados habían sido anteriores a la aprobación de la ley, y que se habían producido durante un gobierno de signo político contrario al que había promovido la ley, replicaron que Dios sabía que dicha ley iba a aprobarse (porque Dios lo sabe todo) y que había decidido castigar a los españoles antes de que ocurriera: fue, pues, una fulminación preventiva. Hace unos días, emitieron por un canal de televisión británico un nuevo reportaje sobre la familia Phelps, que empequeñece hasta la desaparición a otras familias célebres por su horror: la familia Adams, la familia Manson, la familia Kardashian, la familia de Jordi Pujol. Su responsable era el periodista Louis Theroux. Theroux hablaba con casi todos sus miembros, y en todos se constataba una misma pauta de conducta, la única: un discurso robótico pegado a la literalidad de la Biblia, única fuente de conocimiento y de moralidad, pero, paradójicamente, capaz de integrar los innumerables errores y contradicciones del texto sagrado -es lógico: es un relato compuesto azarosamente por pastores palestinos hace 2000 años- en ese mismo discurso literal. Porque, naturalmente, cuando uno ha dado con una explicación capaz de abarcarlo todo, aun sus propias lagunas y equivocaciones, ¿para qué va a molestarse en pensar más? La impostura y artificialidad del discurso se echaba de ver, especialmente, en los más jóvenes de la familia: por ejemplo, un niño hablaba de la pronta venida de Jesucristo tan mecánica y despreocupadamente como podría haber contado el cuento de Caperucita. También esto es lógico: llevaba toda la vida aprendiendo la lección. Y todos, por tierna que aún fuese su edad, insultaban a los homosexuales y a los infieles, es más, les deseaban la muerte, con esa alegría adolescente tan característica de los americanos seguros de sí mismos, con una sonrisa amplísima en la cara, con la certeza salutífera de estar en posesión de la verdad y de tener asegurada la salvación. No solo la evidencia de lo devastadora que puede ser la imposición de las supersticiones de los padres en los hijos, sobrecogía; también la jovialidad de aquellos adolescentes helaba la sangre. Ninguno se planteaba el menor resquicio de duda: eso sería una herejía; ninguno sabía lo que significa la crítica: criticar las propias ideas está inspirado por el demonio. Lo peor era, a mis ojos, que la familia Phelps reivindicase siempre la moral, y la invocara en todas sus actuaciones públicas, pero, con su comportamiento, la pisotease metódicamente, es más, la negase de raíz: cuando revienta un funeral por un joven muerto, niega todo principio moral: el respeto, la compasión, la solidaridad; cuando desea la muerte de sus semejantes, es tan homicida como quienes la infligen; cuando niega el derecho a discrepar, está negando los principios mismos de la condición humana: la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento; cuando se grita que los homosexuales son criaturas del Maligno, y que su destino es el infierno, se omite que también los homosexuales han sido enviados a este mundo por Dios, y que el amor que sienten por las personas de su mismo sexo es mucho más elevado que el odio que los Phelps incuban por ellos. El Dios que celebran es, desde el primer hasta el último momento, un Dios de odio, punitivo, sanguinario, veterotestamentario: no se le puede amar; solo temer, como se teme a un Moloch capaz de destruirnos con una sola mirada de sus ojos abrasadores. Los Phelps, que se sepa, no han matado todavía a nadie (aunque han destruido moralmente a quienes han tenido la mala suerte de nacer en su seno), como sí han hecho, y mucho, los nazis del Islam, y, por lo tanto, no se les puede comparar en crueldad, pero son los dignos herederos de una tradición cristiana secular, que ha matado con prodigalidad y que ha cercenado cuanto ha podido el pensamiento y la libertad humanos; y también de sus inclinaciones pirómanas, que los Phelps ya no practican con sus semejantes, pero sí, todavía, con una de sus mejores creaciones: los libros. A menudo se presentan en una reunión de musulmanes y queman un Corán; o bien aplauden que en Guantánamo los guardianes se meen en él. En realidad, todos los nazis de Dios, sean cristianos, judíos, musulmanes o de cualquier otra religión del mundo, comparten una misma incapacidad o una misma cobardía: la de entenderse seres frágiles, finitos, inciertos, insignificantes, pero dotados por la naturaleza de una razón y una sensibilidad que les permite sobrellevar con dignidad, mientras dure, esta realidad incomprensible que es vivir. Todas las religiones del mundo obedecen al miedo: al miedo de no saber, al miedo de no entender, al miedo de sufrir, al miedo de morir. También los ateos sentimos miedo, pero no lo combatimos instaurando un miedo mayor y llamándole Dios, sino aceptando -y no es fácil- el ser a la intemperie, la incertidumbre que nos constituye, el estupor que suscita este chispazo infinitesimal que somos entre dos inexistencias. Las religiones son la causa de casi todas las guerras que afligen hoy al mundo, y de casi todas las que han sacudido a la humanidad desde el Neolítico. Las religiones son polemógenas: crean el conflicto. No es de extrañar: cuando se enfrentan dos que están convencidos de que su alma inmortal se dirime en el enfrentamiento, saltan chispas: las de los autos de fe, las de las ciudades incendiadas, las de las bombas en los campos de batalla, pero también en los aviones y los trenes y los mercados. Todos los ejércitos del mundo han reclamado siempre que Dios estaba de su parte. Los nazis hasta lo inscribieron en los cinturones de sus uniformes: Gott mit uns ("Dios con nosotros"). Si es así, yo no quiero que ese Dios esté conmigo. Yo prefiero a alguien más humano.

jueves, 28 de agosto de 2014

Volvemos a Greenwich

Greenwich es uno de esos lugares amenos en los que a todo londinense le gusta pasar algún día. Está lo suficientemente alejado del centro de la ciudad como para que sea una excursión, pero lo bastante cerca como para que no se tarde más en llegar a él que en estar en él. No obstante, nos lleva unas dos horas alcanzar sus muelles: media hora en autobús hasta Victoria, media hora en metro hasta Embankment, veinte minutos esperando al barco y tres cuartos de hora de navegación por el Támesis. Greenwich, digo bien, no está lejos, pero es que no estar lejos, en Londres, significa esto: dos horas de ir y dos horas de volver. Queremos que Pablo, que está pasando con nosotros algunos días después de Lanzarote, conozca el barrio, que es, en realidad, un pueblo absorbido por la ciudad. Entramos, primero, en el mercado, aunque no sea fácil: varios millones de personas han tenido la misma idea que nosotros, y allí están, viendo puestos, devorando salchichas o, simplemente, ocupando espacio. Y dejan, realmente, muy poco. Yo me demoro, antes de visitarlo, en una charity shop que es, casi enteramente, librería. Estoy a punto de comprar una edición de Penguin de los trabajos de Samuel Johnson sobre Shakespeare, pero desisto: la edición está muy fatigada, y seguramente tenga la mayoría de esos trabajos en ediciones que ya poseo de Johnson, entre ellas Vida de los poetas, el extraordinario volumen que me lo dio a conocer como escritor. Ya en el mercado, superamos, con no poco esfuerzos, un anillo inicial de puestos de comida -la última vez que lo visitamos, había uno de cocina española, pero hoy no está, y no me extraña: las paellas que ofrecían tenían una pinta horrible- y nos sumergimos en el río de la gente. Predomina lo habitual: artesanía, decoración, cerámica. Pero también descubrimos un chiringo singular: un visionario -y nunca mejor dicho, dado lo mucho que ha visionado- ha montado un negocio consistente en vender fragmentos de las filmaciones de películas famosas. Se hace con el rollo original, trocea el celuloide en grupos de cinco fotogramas y los mete en una cajita, junto con una reproducción del póster oficial del film y un certificado de autenticidad, emitido por él. Lo primero que uno piensa -así de deformados estamos como consumidores- es que todo sea falso, pero, aunque lo sea, está muy bien pensado. Y el objeto es curiosísimo. Se pueden examinar, a contraluz y con una lente de aumento, los fragmentos seleccionados de las diversas obras que se ofrecen, entre las que localizo algunas míticas, como Blade Runner o La vida de Brian. De esta nos habría gustado llevarnos algún momento de sus mejores escenas, como la de Pijus Magníficus (que en inglés se dice Bigus Dickus) o cuando Brian se levanta por la mañana, abre el balcón desnudo y se encuentra a toda la ciudad de Jerusalén congregada al pie de su casa para adorarlo. Pero todo esto se ha vendido ya: all gone, it's all gone, precisa, no sin orgullo, el vendedor. Quedan algunas escenas como la de Brian durmiendo o cayéndole en los hombros al profeta, pero no tienen tanta gracia. Opto, pues, por algo de Blade Runner, cuyas mejores secuencias, como la escena en la que Roy pronuncia su famoso parlamento -"Yo he visto cosas que no creeríais..."-, también han volado, pero que conserva todavía algunos momentos especiales, como una imagen de la pelea con Zhora, en la que esta, que ha brincado a los hombros de Deckard, le está aplastando la cabeza con los muslos; y qué muslos. Me hago con ella, por doce libras. Los cinco fotogramas adquiridos son solo dos décimas de segundo de filmación, pero bastan para satisfacer mi mitomanía y la devoción que siento por la película. Antes de marcharnos, Pablo le pregunta al vendedor cómo se ha hecho con tantos rollos originales, y el hombre responde que ha trabajado en la industria cinematográfica más de veinte años, y que eso le ha dado acceso a las productoras y, a través de ellas, a las filmaciones, aunque no le haya sido fácil comprarlas. Aunque el tipo sea un embaucador, la cosa resulta divertida. Y doce libras ni empobrecen ni enriquecen a nadie. Después de visitar al mercado, nos vamos a comer al "Trafalgar", donde ya almorzamos cuando visitamos Greenwich con Silvia, la amiga de Ángeles. La comida es simple pero sustanciosa, aunque las vistas del Támesis se vean perturbadas por un andamio adosado a la fachada del restaurante. (Al principio, como veíamos la palabra en casi todas las obras de la ciudad, pensábamos que era el nombre de la empresa constructora que las llevaba a cabo; hasta que entendimos que aludía a la estructura metálica que permitía realizarlas. Otra curiosidad, esta algo macabra, es que scaffold significa, en inglés, "andamio", pero también "cadalso", "patíbulo"). Observo que el restaurante no ha mejorado sus habilidades lingüísticas: en la carta siguen apareciendo, en un plato denominado "Spanish charcuterie", un misterioso ham of Aratagon, que parece el jamón de algún personaje de El señor de los anillos; un no menos pintoresco salichon, que suena a mala repostería francesa, y un inverosímil coriso, que igual podría ser el nombre de un héroe de la mitología griega como el del protagonista de una ópera italiana. Tras la comida, recorremos los espacios visitables del Old Royal Naval College, que tiene aquí su sede, y, singularmente, la muy neoclásica capilla y el Salón Pintado, el esplendoroso comedor de la universidad. Entre ambas se está celebrando la recepción de una boda. Los invitados son muchos, pero algunos se distinguen inmediatamente de la multitud, como una señora cuyo sombrero rivaliza, en enormidad y chaladura, con los más destacados del derby de Ascott, o un escocés con su kilt, que está sirviendo champán. No sé por qué, pero, siempre que veo una boda inglesa, pienso en Cuatro bodas y un funeral, sobre todo en el funeral. Los ingleses tienen una habilidad especial para charlar de pie, con una copa en la mano; es natural: se han educado, durante siglos, en las conversaciones pedestres del pub. Uno observa una reunión de estas características, y se sorprende de que todo el mundo hable tanto, y sonría dentífricamente, y parezca divertirse mogollón, cuando sabe que el inglés es, por naturaleza, un ser huraño y astringente, que no da conversación más que cuando es estrictamente necesario. Pero quizá aquí sea imprescindible hacerlo, no sea que quienes te han invitado (un novio muy feo y una novia muy gorda) piensen que te lo estás pasando mal. Algo así -incumplir una norma social- sería mucho peor que aguantar este rato de cháchara. Dejamos atrás la boda y subimos a la colina en cuya cima se encuentra el observatorio de Greenwich, el kilómetro cero de Tierra. Me hace gracia pensar que, en la autopista de Zaragoza a Barcelona, que hemos recorrido tantas veces, se pasa por un punto en el que un arco por encima del asfalto señala que por allí cruza el meridiano de Greenwich. Pero ni se nos pasa por la cabeza visitar las instalaciones del observatorio, y el punto concreto en el que nace el meridiano, con la gente que se amontona por todas partes. Tomamos unas fotos, admiramos las vistas de la City, del río y de la Cúpula del Milenio, con sus pinchos desaforados, que hacen que parezca uno de esos casquetes con que los neurólogos miden la actividad cerebral de la gente, y nos perdemos un rato por el parque, cuyos verdes chisporrotean a la luz mordiente de la tarde. Al volver, veo una tienda, Nauticalia, que se publicita como la primera tienda del mundo, no por su importancia, sino por su longitud: 00o 00' 04''. A esa distancia, cuatro segundos, está del inicio del meridiano de Greenwich. El barco de regreso a Londres no saldrá hasta dentro de media hora, así que nos tumbamos en la hierba, en las inmediaciones del muelle, y nos tomamos una coca-cola. Suena música en un bar cercano, y eso impide que nos adormezcamos. También, que un grupo de niños a nuestro lado se enzarce en una ruidosa pelea. De repente, una niña de unos trece o catorce años derriba a un niño algo más joven, y, oímos a este gritar, en represalia: "¡Puta! ¡Lesbiana!". Son españoles, y, como es evidente, no bienhablados. Pienso, melancólicamente, que la educación aún no ha hecho entender a la gente que ser lesbiana no es, o no debería ser, ningún insulto (y puta, si se me apura, tampoco). Los mocosos se siguen repartiendo leña y denuestos homófobos durante unos buenos cinco minutos, hasta que irrumpe un monitor, con ese grito que todos hemos oído en algún momento tumultuario y atribulado de nuestra infancia: "¡Eh! ¿Pero qué está pasando aquí? ¡A ver, venid todos!". Su intervención aplaca los ánimos, aunque confieso que, por otra parte, me divertía comprobar la riqueza de vocabulario con que aquellos preadolescentes se agredían unos a otros. Llega por fin el momento de embarcar, pero hay tanta gente que el barco se llena antes de que podamos hacerlo. Hemos de esperar a otro, pues, y esa espera se revelará fatal, porque una lluvia gélida se abate de repente contra nosotros. Hemos visto la columna de lluvia, como un gigantesco hongo móvil, acercándose ominosamente desde el noreste, y acaba de llegar a Greenwich. Hace apenas media hora, lucía aquí un sol magnífico, pero ahora, en agosto, sentimos el mismo frío que sentiríamos en noviembre. Todavía cometemos el error de salir de casa sin paraguas, aunque brille el sol, y el chaparrón nos pilla a cuerpo gentil, con ropas ligeras. Quienes vigilan el acceso a los barcos se apiadan de nosotros y nos permiten abandonar la cola que británicamente, es decir, estoicamente, estamos formando, y refugiarnos en el pantalán de embarque, que está cubierto. Eso mitiga las cosas: todos corremos a guarecernos, aunque estamos empapados. Pero nos secaremos en las dos horas que dura el viaje de vuelta a casa. Esta habrá sido una bonita excursión a las afueras de Londres y el origen de un magnífico resfriado.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Urnas, ánforas, vasijas

No: no me he vuelto arqueólogo. Sigo siendo, si acaso, poeta y crítico. Pero es que así se titula el último poemario de Ignacio Cartagena: Urnas, ánforas, vasijas. Sorprende que un libro tan corporal, tan luminoso y mediterráneo como este, tenga un título que remita a un mundo de enterramientos y sombras, a un cosmos cerámico y mineral. Pero es que Ignacio es un hombre singular. Lo conocí, hace ya algunos años, en un lugar tan improbable como Albania, donde había sido invitado a participar, nada menos que en representación de España, en un festival internacional de poesía. Ignacio, que es diplomático, era entonces el segundo de a bordo de la embajada española, pero también era -y sigue siendo- poeta, así que, en esa doble condición, acudió a varias sesiones del festival en las que yo participaba. Que Ignacio viniera a verme me proporcionaba, no solo a un oyente atento, sino también varios privilegios adicionales: presumir de público distinguido -"lo siento, chicos", les decía yo, después de la lectura, al grupo de amigos que había hecho, todos ellos poetas de países occidentales, "tengo que irme: me ha invitado a cenar el embajador" (como he dicho, Ignacio no era el embajador, pero presentarlo como tal me daba un caché que despertaba la admiración de mis colegas, y seguro que a él no le importaba que lo ascendiese de categoría)- y disfrutar de coche oficial, con conductor autóctono. Confieso que ir en un haiga hasta Tirana, charlando, con mucho cosmopolitismo, con un representante del servicio exterior, y llevado por un chófer al que solo le faltaba una gorra de plato para parecer un general, casi me hacía sentir un personaje de alguna novela de John Le Carré, o, mejor, de Graham Greene, además de que nos permitía eludir el casi inexistente sistema de transporte público en el país, y sobrellevar los baches de unas carreteras casi tan malas como los autobuses. Ignacio me invitó a cenar en un restaurante italiano de Tirana, donde nos propinamos unos fusilli inolvidables, y me impuso en la sombría geografía de la capital, con sus monstruosos monumentos al héroe nacional, Skandenberg, y las no menos faraónicas construcciones en las que vivían Enver Hoxha y sus acólitos estalinistas, pero también con sus espacios negros y sus barrios desolados. En aquel encuentro nació una gran amistad, que ha perdurado a lo largo de los años, y que ha conocido otras reuniones memorables. Hace un par de años, Ignacio tuvo la generosidad de invitarme a una lectura poética en el Palacio de las Naciones, en Ginebra, donde estuvo destinado después de Albania, y yo, a mi vez, hice por que participase en el ciclo de lecturas "Nuevas Voces", organizado en el Ateneo de Barcelona por mi buen amigo y excelente escritor Albert Tugues. Hoy me envía este reciente poemario, Urnas, ánforas, vasijas, con una breve nota manuscrita, en cuyo dorso ha dibujado -entre otras virtudes, Ignacio es un dibujante muy airoso- a un torero desafiando al toro en el tercio de banderillas, una imagen, según me indica, abocetada en una reunión sobre armas nucleares en la Conferencia de Desarme. Y es que Ignacio es muy taurino, pero qué le vamos a hacer: nadie es perfecto. Urnas, ánforas, vasijas, publicado por Pigmalión, con un breve prólogo de Vicente Valero, es el relato de un día de playa, desde el despertar de los veraneantes hasta una noche que cae suavemente, imbuida de la presencia de Nereo y sus nereidas. Ignacio avanza en esa narración con un tono asordinado, a menudo conversacional, grávido de ligereza y gracia. Su voz es tan natural que pasaría por la de alguien que nos cuenta, o más bien nos susurra, en una mesa apartada de una taberna, o quizá en la misma playa donde han transcurrido las horas del relato, esas peripecias mínimas, pero fértiles en evocaciones, esos sucesos arenosos, que aún lleva pegados a la piel, esa intensidad silenciosa que cobra todo cuando rozamos el cuerpo amado, cuando sentimos que el mundo, solar, vertical, está bien hecho. Pese a este sermo aparentemente humilis, o quizá gracias a él, Ignacio ha depositado en Urnas, ánforas, vasijas, como en todos sus demás poemarios, un vasto conocimiento de la literatura y una amplísima cultura, en la que se funden elementos tan dispares como la mitología grecorromana y la novela policiaca, el ajedrez y la gastronomía. La escansión -recurre sobre todo al endecasílabo y al alejandrino- contribuye a este sosiego de raigambre clásica, a este benevolente equilibrio. Dos rasgos más convierten a este libro en una lectura inspiradora: la sensualidad y el humor. Ninguno de los dos está subrayado: en la literatura de Ignacio no hay nada grandilocuente ni excesivo, pero su presencia resulta indudable desde el principio. Esa sensualidad se transforma a veces en erotismo, si es que puede utilizarse un término tan rotundo, que parece prometer inmediatas efusiones carnales, cuando nos referimos al sentimiento de excitación sensual que experimenta el protagonista de los poemas. Se trata, como todo en este libro, de una sensualidad, de un erotismo, contenidos, bosquejados con sutiles pinceladas, apenas silabeados. También el humor está ahí, y también es delicado, con esa delicadeza que es sinónimo de inteligencia. Urnas, ánforas, vasijas es un libro risueño, que celebra los detalles placenteros de la cotidianidad, que agradece la cercanía de los cuerpos y su temblor inconfundible, la frialdad del agua y el calor del sol, la constancia jubilosa de la vida. Como ha escrito Vicente Valero en el prólogo, "estos versos luminosos nos hablan con sencillez y naturalidad de aquellos momentos en que la vida decide ponerse de nuestra parte". Y tiene razón: los poemas de Ignacio convocan a la felicidad, y eso es algo infrecuente, y muy meritorio, en un discurso lírico contemporáneo, en el que predomina la angustia del yo, la disolución de la conciencia, el escándalo de la muerte. Urnas, ánforas, vasijas rompe la tradición romántica de exploración de la subjetividad, para investigar en los pliegues del aire, en los meandros exteriores del ser. No le falta hondura -ni chispazos sutilísimos de tristeza o desconcierto-, pero su introspección revierte, a través de los ojos, en el mundo, en la celebración de sus formas, y sus rincones, y sus alegrías. Urnas, ánforas, vasijas nos entrega a un poeta bienhumorado, más aún, dichoso, y su dicha se convierte en la nuestra. Ojalá de todos los libros pudiera decirse lo mismo. Este es su poema "El rentista":

Me siento cada vez más europeo
(en el peor sentido de la palabra).

Me siento un decadente senador
dispuesto -con la toga hecha jirones-
hoy mismo a deshacerse de una parte de sus fundos
con tal de conservar su biblioteca.
Y no porque adolezca de un espíritu platónico
que nunca me ha asistido;
tan solo porque así podré vender los manuscritos
a cambio del almuerzo de mañana.

Por eso, soy feliz en esta especie
de templo de Afrodita que has dispuesto para mí,
sentado junto al tronco de este pino piñonero,
bebiendo cornucopias de uva negra.
No aspiro a nada más: que vengan días,
tan leves como entonces, que de cuando
en cuando me concedan
-a oscuras, sin escándalo de nadie-
la gracia de invadir mis propias ruinas
como un bárbaro.

martes, 26 de agosto de 2014

Richmond

Nuestro destino es hoy Richmond, un municipio al suroeste de Londres que acoge uno de los mayores parques de toda la conurbación de la capital, además de ofrecer espléndidas vistas del valle del Támesis. Llegamos en metro, tras una fatigosa combinación que ha implicado dos transbordos, un error y casi una hora y media de viaje. Luego nos sentiremos perfectamente idiotas, al comprobar, de regreso, que podríamos haber hecho el trayecto en tren, en poco más de veinte minutos, desde la estación de Queenstown Road, muy cerca de casa. Pero eso es lo que pasa cuando uno se mueve por una ciudad tan grande y cruzada por tantas conexiones posibles, sin ser un experto. poca distancia de la estación damos con Richmond Green, uno de esos parques ingleses que solo consisten en una gran extensión de césped, rodeada de árboles centenarios, en la que la gente se tumba para gozar del sol, algo que hacen con reptiliana fruición. Porque los ingleses no toman el sol: lo abrazan; se lo beben. La amplitud de la plaza y la luminosidad de la tarde invitan a acostarse, y hasta a dormir, tal vez soñar, pero decidimos no interrumpir el paseo a las primeras de cambio. En el número 17 del Green vivieron algún tiempo, en 1914, Virginia Woolf y su marido, Leonard, mientras buscaban un alojamiento duradero en la zona. En la esquina a la que da su acera, ocupada por un pub, La cabeza del príncipe, que estalla de flores, lunas esmeriladas y parroquianos trasegando cerveza a la puerta, empieza una breve calle, Paved Court, llena de pequeños pero lujosos comercios y rincones de artesanía y cerámica. En una charity shop, fuente inagotable de sorpresas en este país, encuentro un interesante volumen bilingüe, francés-inglés, de la poesía de Émile Verhaeren, el poeta modernista belga. Cuando lo compro, la señora que atiende el mostrador me pregunta: "Vaya, ¿este poeta es belga?". Le respondo que sí. "Qué curioso. Yo soy belga, pero no había oído hablar nunca de él", una manifestación que me parece equivalente a la de un español que dijera que no conocía a Gustavo Adolfo Bécquer. Pero la señora está resuelta a encontrar una explicación para su ignorancia: "Ah, pero debía de escribir en francés, ¿verdad?". Vuelvo a responderle que sí, sorprendido de que una belga se sorprenda de que un belga escriba en francés. "Es un poeta excelente", preciso. "Pues tendré que leerlo", concluye jovialmente la señora, aunque algo me dice que no lo hará nunca. Salgo de la charity entre confuso y descorazonado, pero de inmediato descubro The Open Book, una librería literaria muy interesante, donde se venden facsímiles de las ediciones de Hogarth Press, la editorial que montó el matrimonio Woolf al establecerse en Richmond. Pero no hoy: las reproducciones están, de momento, agotadas. Un hombre en cuclillas está examinando, con mucha afición, los libros de los estantes inferiores. El amor de alguien por los libros está en relación directamente proporcional con su disposición a descoyuntarse las rodillas y el cuello para descubrir qué ocultan las baldas más bajas de una librería. El de este larguirucho debe de ser enorme. Toda duda se despeja cuando cojo un libro de entre los que aparecen apilados a mis pies. El hombre se yergue de golpe y me espeta, con esa ira reconcentrada de los ingleses: "Perdone, pero esos libros son míos". Dejo el volumen en el montón donde estaba y sigo paseando, pero pienso que este tipo no sobreviviría ni un día en las librerías españolas: no conoce la regla de que todo libro que uno no tenga en las manos, es un libro con el que los demás pueden quedarse. Vemos, en algún lugar, una placa que recuerda que Bernardo O'Higgins, el libertador de Chile, vivió aquí (donde no perdió el tiempo: además de imbuirse de los ideales de independencia de Francisco de Miranda, uno de sus profesores, sedujo a Charlotte, la hija del director del internado católico en el que estudiaba) y, siguiendo por Red Lion Street, llegamos a la antigua sede de la Hogarth Press, cuya más famosa publicación es, sin duda, La tierra baldía, de T. S. Eliot (que recientes traducciones titulan, con mayor precisión, El erial), publicada en 1923. Cuando Eliot visitó a los Woolf por primera vez, en 1918, Virginia anotó en su diario la extrañeza que el joven angloamericano les había causado. Y cuando el poeta les leyó La tierra baldía, en junio de 1922, Virginia dejó constancia de su fuerza y su belleza, pero también de que no estaba segura de la trabazón de sus partes: What connects it together, I am not sure. Algo, por cierto, que también se ha dicho de los Cantos de Pound, el maestro de Eliot, y el corrector de La tierra baldía, la mitad de cuyos versos tachó: "ese vasto y deshilachado poema", los llamó Borges. Enfilamos luego el largo paseo que nos lleva hasta Richmond Hill, frente a la que se extiende una estampa inigualable del valle del Támesis y del serpentear del río. Por paisajes así, inalterados a lo largo de los siglos, debieron de navegar los protagonistas de Tres hombres en una barca. Paisajes así debían de contemplar los personajes de las novelas de Agatha Christie, cuando, encerrados en algún manor esplendoroso y siniestro, se esforzaban por desenmascarar al asesino. Paisajes así debió de contemplar también Enrique VIII cuando, desde el hoy llamado montículo del rey Enrique -un antiguo túmulo neolítico-, esperaba la señal de humo que le anunciara que Ana Bolena, su segunda esposa, había sido por fin decapitada, y él podía casarse con su nueva amante, Jane Seymour. (Es fascinante la historia de la decapitación de la Bolena: el rey, con su proverbial magnanimidad, le había otorgado la gracia de que le cortaran la cabeza, en lugar de quemarla, y contratado a un experto matarife de Calais, que usaba una espada de doble filo, en lugar del hacha que se estilaba en las Islas Británicas, que hacía albóndigas del reo y lo dejaba todo perdido de sangre. La espada del francés, por el contrario, garantizaba un corte rápido, indoloro y perfecto, uno de esos tajos que dejaban la cabeza separada del cuerpo casi tan bonita como cuando estaba unida a él. Ana Bolena acudió serena a su ejecución, contenta de que, por tener el cuello pequeño, el verdugo no fuese a tener grandes dificultades para rebanarlo. Al ejecutor aquella consideración y el porte elegante de la reina le gustaron tanto que, cuando esta ya se había arrodillado en posición vertical -nada de apoyar la cabeza en un bloque de madera, que era una ordinariez-, le pidió a su ayudante que le trajera su espada, que ya tenía, en realidad, en las manos, para que Ana Bolena creyera que aún le quedaban algunos momentos de vida, en lugar de caer, como cayó, de un golpe respetuoso e inmediato. Hay que ver. Nada como un buen verdugo francés). Desde el montículo del rey Enrique se contempla una de las vistas más curiosas de Londres, porque, entre los árboles, a diez millas, es decir, a casi diecisiete kilómetros de distancia, se distingue la catedral de San Pablo, cuyos detalles permite apreciar un catalejo gratuito instalado en el lugar. Es una vista protegida, es decir, los ingenieros municipales han de velar, en todo momento, por que el crecimiento de los cientos de árboles del parque de Richmond no perturbe o ciegue la perspectiva. Me los imagino avirozando la línea e indicando a los podadores, año tras año, durante siglos, qué robles han de desmochar, para que la gente pueda seguir divisando la cúpula gris en el horizonte. Al montículo se asciende desde otro lugar por el que siento una atracción especial, comprensible, el Rincón de los Poetas, aunque no sé por qué se llama así, en uno de cuyos bancos, cuando pasamos, dos lesbianas se están magreando a babachorro. Aplaudimos -y envidiamos- su naturalidad y su pasión. Desde el montículo llegamos a Pembroke Lodge Gardens, una espléndida casa que es hoy restaurante y bar, con una terraza maravillosa, pero que fue, durante muchos años, la residencia de la familia Russell, que dio al país, entre otros prohombres, a un primer ministro -John, que lo fue de la Reina Victoria, a la que recibió aquí en muchas ocasiones- y a un filósofo -Bertrand, que pasó aquí su infancia y que refirió, en su autobiografía, sus placeres de niño, rodeado de libros, personajes famosos, plantas, animales y el Támesis. Seguimos recorriendo el parque de Richmond, que es enorme, y nos asombra que albergue a ciervos en libertad. Nos cruzamos con uno, de gran cornamenta y aire sosegado: no lo asustan los paseantes ni los ciclistas, ni siquiera los coches. Rumia, gran bestia gris, como si estuviera en el comedor de su casa. Y es que lo está. También vemos a las inevitables ardillas y a familias enteras de conejos, que brincan entre los matorrales. Y, en unos grandes prados que flanquean el río, vacas, vacas pastando, un montón de vacas blancas y negras, vacas con esquilón, tan tranquilas en aquel campo como podrían estarlo en uno de Sussex, o en un glenn escocés. Uno camina por aquí y cree estar en la Inglaterra profunda, la del vicario y el lechero, la del campesino con las wellingtons que ordeña al ganado y recoge la cebada, la del pub en la plaza mayor y el servicio religioso de los domingos. Pero no: está en la conurbación de Londres, una de las mayores metrópolis del mundo, a pocos kilómetros de su distrito financiero, de importancia planetaria. Esta es también una zona dickensiana. En Dysart Arms, una casona que acabamos de dejar atrás, pasó unas vacaciones en 1836, y en el tramo del río que se extiende desde Petersham Road hasta el puente de Richmond -inaugurado en 1777, es el más viejo que cruza el Támesis- se bañaba con frecuencia en 1839, aprovechando su estancia en un cottage del lugar. El paisaje debe de haber cambiado muy poco desde sus chapuzones: lo que vemos es, seguramente, lo que también veía él; y pensarlo me emociona. El paseo va tocando a su fin. Recobramos fuerzas en la terraza de un bar regido por alemanes junto al río. Vemos caer la tarde a la sombra de un plátano -en inglés, plane, como los aviones, y, en latín, platanus hispanica- que parece un elm de El señor de los anillos. Después, seguimos el curso del río, donde se suceden los bares, pubs y locales de ocio, pero sin excesos, sin aglomeraciones. Todo participa de un sosiego esencial. Richmond es uno de los lugares más espaciosos y tranquilos de Londres.

lunes, 25 de agosto de 2014

Kenwoood House

Visitamos Kenwood House, un palacio enclavado en el barrio de Hampstead, al norte de Londres. El lugar -que es un edificio muy representativo de la vida (o más bien vidorra) de la aristocracia inglesa desde el siglo XVII, así como un importante museo y el centro de una finca mayor que Liechtenstein- ha estado cerrado por obras de remodelación desde el año pasado, y se ha vuelto a abrir recientemente. Es curioso, porque Kenwood House ha sido un lugar muy popular entre los londinenses desde mediados del siglo pasado -la gente acudía al parque que lo rodea para hacer el picnic, escuchar los conciertos que se organizaban y asistir a espectáculos de fuegos artificiales-, pero esa misma popularidad ha llevado a su cierre: otros londinenses se quejaban de las molestias y el ruido que causaban las actividades de Kenwood, y eso ha hecho que cesaran. Pero sin actividades no había ingresos, y sin ingresos no había palacio: hace falta más de un millón de libras esterlinas al año para mantener el edificio, las colecciones de arte y el terreno. La administración ha encontrado el modo de subvenir a esas necesidades -aunque respetando la gratuidad de los museos públicos: por acceder a Kenwood se sigue sin pagar entrada- y el lugar, espléndido, se ha reabierto al público. Nos cuesta llegar: hemos malinterpretado Google Maps -el mejor invento de la humanidad para orientarse por el universo mundo desde las cartas de navegación de Marco Polo- y hemos salido en una estación de metro equivocada, a casi una hora de distancia andando del edificio. Nos lo tomamos con calma y decidimos comer primero: es casi la una, y eso, aquí, significa que ya es la hora del almuerzo. Lo hacemos en un restaurante indio. Está completamente vacío, lo que es mala señal, pero comemos bien; de hecho, comemos hasta hartarnos: platos con dados de cordero, o de otros animales menos identificables, sumergidos en yogur, menta, curry y cilantro. El local ha tenido, además, el buen gusto de no colgar en las paredes esos tapices y cuadros de dioses de muchos ojos o de muchos brazos que suelen adornar otros restaurantes, y que consiguen que coma deprimido, por su fealdad, a la par que sobrecogido, como si lo hiciera a la vista del retrato de un ciempiés. Más aún, sus paredes lucen una admirable vaciedad: la vaciedad parece ser la esencia del local. Tras el yantar, Pablo se compra un jersey en una charity shop vecina, por cinco libras. Hace frío, o nos lo parece: después de los casi treinta grados de Lanzarote, estos 16 o 17, afilados por ráfagas impiadosas de viento, se nos antojan Laponia. Atravesamos el parque de Hampstead Heath, en cuyo extremo septentrional se sitúa Kenwood House. Hampstead Heath es uno de los parques más grandes de Londres, y también uno de los más agrestes. En un momento determinado de la paseata, Pablo mira en torno y nos pregunta, sorprendido: "Pero, ¿esto es Londres?". No extraña su estupor: a nuestro alrededor solo hay maleza, arboledas y pastos; ni una sola construcción, ni un solo ruido ciudadano, alteran la estampa rural del paraje. Recorremos senderos estrechos y serpenteantes, y damos, por fin, con la entrada a Kenwood. La mansión es, en sí, impresionante. Desde su construcción a principios del siglo XVII, ha sufrido varias ampliaciones. La más importante quizá sea la que llevó a cabo, entre 1764 y 1779, el arquitecto Robert Adam, que le añadió el pabellón que alberga la biblioteca -la dependencia más espectacular del conjunto- y las columnas jónicas de la entrada. Kenwood había pertenecido a la familia Mansfield desde que William Murray, primer earl de esa casa, la comprara en 1754, pero en 1925 pasó a manos de Edward Guiness, miembro de la familia Guiness, por cuyos méritos como proveedor de cerveza -uno de los suministros imprescindibles de la Casa Real, y de Inglaterra toda-, y también por ser el segundo hombre más rico del país, había recibido el título de barón de Iveagh en 1891. Pero Guiness no la disfrutó demasiado: murió solo dos años después, aunque tuvo el bonito gesto de legar la propiedad, y sus magníficas colecciones de arte, al Estado. En realidad, son estas colecciones de pintura y escultura las que seducen al visitante. En Kenwood se expone el celebérrimo autorretrato de Rembrandt que todos hemos visto reproducido en libros de arte e historia, y en documentales sobre su figura, en el cual el pintor holandés aparece con cara de charcutero, gorro blanco, pelliza oscura y una paleta y pinceles difusos en la mano izquierda. Este cuadro, por cierto, trae malos recuerdos a los españoles: en los años 40, el Museo del Prado lo compró, pero solo se hizo con una copia: el original es este, y no se ha movido del legado Iveagh desde que entró a formar parte de él, a mediados del siglo XIX; nos dieron, pues, gato por liebre. Frente a las oscuridades del cuadro de Rembrandt, la otra pintura más famosa del conjunto, Dama tocando la guitarra, de Vermeer, luce, como toda la obra del pintor de Delft, una nitidez luminosa, a cuyo realce contribuye una penumbra exangüe. Nos entretenemos en ambos cuadros, y en otros de la escuela inglesa -Gainsborough aporta La condesa Howe; Constable, algunos paisajes; Turner, una marina-, pero también en el trabajo, digamos, industrial de otros artistas, como William Larkin, un retratista de la corte de Jaime I de Inglaterra que, por su muerte prematura, en 1619, con treinta y pocos años de edad, apenas pudo trabajar una década en su obra. Pero aprovechó muy bien el tiempo: para economizarlo, utilizaba casi siempre una misma plantilla, y solo cambiaba las caras de los retratados; las posturas, vestimentas y fondos, en los que predominaban los cortinajes (a Larkin se le llamaba "el maestro de las cortinas"), eran muy parecidos y, en algún caso, prácticamente iguales. Para que luego digamos que la picaresca es solo española. La biblioteca de Kenwood es el espacio más esplendoroso del palacio. Tras varias restauraciones, hoy se exhibe con su lujo original, en el que destacan las 19 pinturas del techo, del veneciano Antonio Zucchi, ceñidas por una inacabable gama de verdes, azules y rosas pálidos. En las sillas y sillones, unos cardos delicadamente dispuestos -y no esos horribles cordones que se suelen poner, que parecen cinturones de castidad- indican que uno no se puede sentar. En el extremo absidal de la biblioteca se congrega el grueso de los libros, entre los que reconozco a los autores mayores de la literatura inglesa y la colección encuadernada de la revista Punch, acaso la publicación satírica más importante de la historia de la literatura, cuyo título es acorde con su contenido: punch significa golpe, puñetazo, y también designa al títere que en los teatrillos de polichinelas repartía garrotazos a los demás. Recuerdo haber utilizado algunos trabajos aparecidos en Punch para mi antología Los versos satíricos, y he vuelto a saber de ella con ocasión de la traducción de Whitman: en Punch, como no podía ser de otro modo, Hojas de hierba recibió varapalos sangrantes. Recorremos el resto de la casa, pero no nos atrevemos con los extensísimos jardines: tras la caminata para llegar, y el síndrome del museo que ya atenaza nuestra piernas, optamos por buscar la parada de metro más cercana y refugiarnos en casa. Además, hace frío, aunque sea agosto.

domingo, 24 de agosto de 2014

Jaume Vallcorba

Me informa mi amigo Ernesto Hernández Busto, que trabajó con él algunos años, de la muerte ayer de Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado, una de las mejores editoriales españolas actuales, si no la mejor. Y me siento inmediatamente golpeado por la noticia, porque uno de los libros que estoy leyendo estos meses, la monumental biografía de Samuel Johnson, escrita por James Boswell, con la apabullante traducción de Miguel Martínez-Lage, ha sido publicado por Acantilado. La gente muere y este diario se hace eco de ello. Yo no soy tan buen escritor de necrológicas como César González Ruano, que presumía de que a él los muertos se le daban de maravilla (y, ciertamente, no solo los ensalzaba con mucho arte en los periódicos, sino que hasta contribuyó con algunos durante la ocupación nazi de París), pero una bitácora es también, o ha de ser, hasta cierto punto, un registro de desapariciones. Vallcorba -yo siempre lo llamé así; nunca me permití la confianza de que fuese Jaume- fue profesor mío en la Universidad de Barcelona a finales de los 80, y luego siguió ejerciendo hasta 2004, en que abandonó la docencia para dedicarse por entero a la editorial. Me dio clase de literaturas románicas, en tercer año, si no recuerdo mal, pero todo el curso estuvo dedicado al Cantar de Roldán, sobre el que poco antes había publicado un título fundamental: Lectura de la Chanson de Roland, con presentación de su maestro, también recientemente fallecido, Martí de Riquer. De las clases de Vallcorba recuerdo la claridad expositiva y la nitidez de la argumentación. También, la calidad de su catalán, tan contaminado, incluso entre profesores universitarios, por castellanismos y ordinarieces, pero que en él era limpio y elevado. El Cantar de Roldán -me quedó claro en sus clases- es otro ejemplo de la eterna lucha entre el bien y el mal que la literatura lleva documentando desde sus albores mesopotámicos, y cuya conclusión inevitable, el triunfo de la Verdad, encarnada por Dios, debe instruir y aleccionar a los creyentes. Vallcorba destripaba el arsenal simbólico del libro para ilustrar ese combate y ese resultado, y, tras cada explicación, minuciosamente documentada, se nos quedaba mirando, con una sonrisa ancha, desde la destartalada tarima del aula, como para comprobar el efecto concluyente de su alegato en nuestras inexpertas mentes filológicas. Y era taxativo en su discurso: Vallcorba empezaba a hablar y no consentía interrupciones, ni siquiera para formular preguntas, y mucho menos si se trataba de impertinencias. A dos a los que dio por hablar y reírse en voz baja, en la parte posterior del aula -los que hablan y se ríen en voz baja siempre se han sentado, desde que el mundo es mundo, en la parte posterior del aula-, los fulminó, tajante: "Vostès!", gritó, "m'estan desconcentrant!". Pero hay que reparar en esto: no dijo "Callin!", o "Si us plau!", o "Els prego que deixin d'enredar", sino "m'estan desconcentrant". La desconcentración, la ruptura del hilo discursivo, era para él la peor consecuencia de la desatención de los estudiantes: algo esencialmente lesivo para el aprendizaje. Hoy, cuando tanto cuesta encontrar desarrollos articulados, esa reivindicación tácita de la continuidad, del hilván en la configuración del pensamiento, resulta conmovedora y hasta subversiva. Vallcorba, siempre atildado, siempre irónico, fue uno de mis mejores profesores en la Facultad de Filología, y puedo asegurar que no abundaron: en cinco años de carrera, no hubo más de media docena que dejaran en mí algún recuerdo, alguna influencia. Como editor, he seguido su trayectoria con interés y admiración. Vallcorba consiguió construir, con Quaderns Crema, en catalán, y luego con Sirmio y Acantilado, en castellano, unos sellos admirables, que lograron aquello a lo que aspira cualquier editor: que sus libros sean comprados por el solo hecho de que los publique él, con independencia de que los lectores conozcan -o les interese- el autor o la obra. Una vez, incluso, me atreví a ofrecerle un poemario. Había comprobado que Acantilado no solo publica prosa, de ficción y ensayística, sino también, en ocasiones, poesía española contemporánea (aunque luego sabría que esto no solía ser sino la retribución por alguna traducción anterior hecha por el poeta publicado), y me atreví a remitirle un original. Vallcorba, como era de prever, lo rechazó. Y, para disimularlo, si es que algo así puede disimularse, en la nota manuscrita con la que me comunicó su negativa, aplicó el bálsamo del elogio. Algunos editores lo hacen: masajean la vanidad del rechazado, y con eso hacen más llevadero el bastonazo. Sin embargo, en aquella ocasión Vallcorba no debía de haber tenido demasiado tiempo, o demasiadas ganas, de elaborar su cataplasma, porque me decía que mi libro tenía "muchas virtudes", pero no especificaba cuáles, ni tampoco por qué no lo publicaba, si tantos méritos lo adornaban. En realidad, virtuoso o no, el libro no le había gustado, porque Vallcorba se jactó siempre de publicar solo lo que le gustaba. E hizo muy bien. Su decisión no me molestó, y no por el encomio insustancial, sino porque por algunas personas admiradas, que han roturado nuestra sensibilidad o ampliado el radio de nuestra inteligencia, sentimos una simpatía honda, que sobrevive a los reveses y las frustraciones. Vallcorba siguió siendo, en aquel momento, el profesor elegante, culto y didáctico que me había revelado la maldad de los sarracenos y la pureza inmaculada de los pares de Francia, y el editor que me había regalado tantas horas de placer con sus espléndidos libros. Eso es todavía; eso será siempre.

sábado, 23 de agosto de 2014

Lanzarote (2)

Lanzarote es la isla de César Manrique. En pocos lugares, por no decir en ninguno que yo conozca, se observa una implicación semejante de un artista con su tierra. Manrique nació en Arrecife en 1919 y, salvo los años de la Guerra Civil -en la que combatió, como voluntario, en el bando franquista-, los de estudios de arquitectura y arte en Tenerife y Madrid, y los de estancia en Nueva York, entre 1964 y 1965, siempre vivió en su isla natal, primero en Taro de Tahíche -donde tiene ahora su sede la fundación que lleva su nombre- y luego en Haría, ambas en el interior. Nuestro primer contacto con su obra se produjo en el hotel mismo en el que nos alojamos, el Meliá Salinas, llamado simplemente Las Salinas antes de que se lo apropiara la cadena hotelera. Inmensos murales de Manrique, con cierto aire mironiano, reminiscentes de olas y figuras pisciformes, nos acompañaban todos los días en el comedor principal; en la fundación veríamos después los bocetos, de 1977, en los que están basados. También los jardines y las piscinas del Salinas son obra del pintor. Los primeros, dispuestos circularmente en el interior del edificio, albergan una vegetación espesa, de la que brotan, como espinas hambrientas de sol, altísimas palmeras. Las piscinas se mezclan también con árboles y plantas, y todos sus elementos son acordes con los criterios y elementos típicos de la edificación lanzaroteña: piedras volcánicas, paredes blancas y austeridad, casi draconismo, ornamental. Están muy bien, sin duda, aunque no sé si me gusta que sean de agua de mar. Para disfrutar del agua del mar, ya está el agua del mar, a pocos metros de distancia. En un hotel uno prefiere, quizá, un agua en el que puedan abrirse los ojos y la boca sin que ardan todas las mucosas. Murales, jardines y piscinas acreditan la principal característica de las obras de Manrique en Lanzarote y, de hecho, en cualquier otro lugar: la perfecta integración de la actuación humana en el espacio natural en que se produce. Las intervenciones de Manrique tienen siempre un reducido impacto visual, que a veces roza lo inapreciable. Donde mejor se observa este respetuoso comercio con la naturaleza es en la Cueva de los Verdes, en la que los únicos rastros humanos discernibles son un sendero que se acomoda a las ondulaciones del subsuelo lávico y una discretísima iluminación, suficiente, no obstante, para disfrutar, en toda su riqueza, de las multifacetadas irisaciones de las paredes basálticas. En el Jardín de Cactus, en Guatiza, Manrique aprovechó una antigua cantera para instalar una espléndida colección de cactáceas canarias y del resto del mundo, cuya exuberancia no contradice la discreción esencial del artista. En los Jameos del Agua, su actuación, sin ser inadecuada, se nos antojó más agresiva, una agresividad que la exigüidad del lugar hace más evidente. Las escaleras que bajan y suben de los Jameos son demasiado visibles, y la sensación de manipulación humana se ve incrementada por la imperiosa presencia de bares y restaurantes en los propios túneles volcánicos. La piscina del Jameo superior constituye también un bofetón para la vista: el blanco y el azul rechinantes de la piscina condicen con los de las piscinas de cualquier alojamiento turístico, pero disuenan en este espacio subterráneo y umbrío. En los puntos elevados también se aprecia la mano, la personalidad de César Manrique: allí se trata de que no resalten, de que no constituyan una cima superpuesta a la cima en la que se encuentran. Así sucede en el Mirador del Diablo, en Timanfaya -donde no nos detuvimos por la enormidad de los precios y el gentío-, y en el Mirador del Río, en el Risco de Famara, que ocupa el emplazamiento de una antigua batería costera, y cuyas dos cúpulas se han enterrado en la roca para evitar su avistamiento exterior. Pero Manrique no solo era pintor, muralista y arquitecto, sino también escultor, y sus esculturas salpican igualmente el paisaje lanzaroteño. De hecho, en casi cualquier rincón aparece alguna creación suya. Muchas juegan con el motivo del viento: son esculturas móviles, que subrayan el papel de los alisios en la conformación del paisaje de la isla y de la personalidad de sus habitantes. Todas mantienen un aire racionalista dentro de la abstracción: líneas rectas, articulación geométrica pero subversiva, funcionalidad. Aunque la principal obra de Manrique quizá sea una fija: el monumento al Campesino, también llamado monumento a la Fecundidad, construido con tanques de agua de antiguos barcos pesqueros, y elevado sobre una plataforma rocosa, en San Bartolomé, por cierto, una de las localidades más feas de todo Lanzarote. La pieza -cerca de la cual se alza el Museo del Campesino, también diseñado por Manrique- puede visitarse, y no es raro ver a turistas, como hormigas despistadas, recorriendo la base de la enorme figura blanca. El ascendiente de César Manrique en la vida artística de la isla se confirma en la sede de la fundación y en su casa-museo en Haría. La primera es un espléndido edificio, donde Manrique vivió más de dos décadas, pero acondicionado hoy como museo, que alberga piezas tan curiosas -y valiosas- como "Vieja modelo-joven odalisca, mujer andrógina, pastor de la Arcadia y pescador con boina caída (suite 156)", de Picasso, además de la propia obra pictórica de Manrique, terrosa, matérica, volcánica, antifigurativa. Cuando la visitamos, pregunté por su director, Fernando Gómez Aguilera, hombre cordial y también poeta, al que había conocido en un encuentro literario hace ya algunos años, pero estaba de vacaciones. También me interesé por las publicaciones de la fundación, entre las que se cuenta la magnífica colección "Péñola Blanca", donde han publicado autores tan relevantes como José Ángel Valente, José Miguel Ullán, Claudio Rodríguez, Andrés Sánchez Robayna y Antonio Gamoneda -este, la primera edición de Cecilia, el exquisito poemario dedicado a su nieta-, y que se hacía con un papel de calidad textil, pero en los estantes del bar-librería solo había un puñado de libros desparejados, y muy pocos de la propia fundación. Para mi desaliento, la camarera-librera me informó de que allí solo podían comprarse los títulos que estaban expuestos, y que, para adquirir cualesquiera otros, había que hacerlo a través de la página web de la fundación. Encontré alguna compensación en la exposición sobre Leandro Perdomo organizada en una dependencia anexa: una muestra, amplia y bien hecha, de la vida y la obra de un autor local, relator de la vida isleña, cronista de las quietudes e infrecuentes sobresaltos de la ciudad de Arrecife, cuyo localismo lo aupaba, paradójicamente, a una desconocida universalidad. Compré, por fin, una recopilación de los artículos de Perdomo publicados en la prensa de Lanzarote, de cuya edición es responsable el propio Gómez Aguilera, y salimos para la casa-museo de Manrique, en Haría, un pueblo de casas blancas y tranquilas, y calles salpicadas de palmeras; de hecho, aquí se concentra el mayor palmeral de las Canarias, aunque esté hoy muy disminuido en relación a lo que fue. En esta casa Manrique vivió solo cuatro años, desde 1988 hasta 1992, cuando su coche fue arrollado por un jeep cerca de Teguise: hubo que extraer su cuerpo, aún con vida, del Jaguar que conducía con gatos hidráulicos y pinzas cortadoras, pero no se pudo hacer nada por salvarlo. El taller en el que trabajaba en Haría permanece todavía como él lo dejó, con varios cuadros recién empezados y las pinturas por el suelo. Salvo que fuesen obras de pequeño formato, en cuyo caso utilizaba caballetes, Manrique siempre pintaba en el suelo, agachado sobre el lienzo o la tabla, y yo, la verdad, me pregunto cómo un hombre ya de avanzada edad podía resistir tantas horas doblado, dando vigorosos brochazos. Quizá le ayudase no fumar ni beber, aunque en el comedor de su casa en Haría reparé en un mueble-bar bien surtido de ricos licores (y tapado con metacrilato, para que los visitantes no pudieran echar un lingotazo furtivo ni llevarse el Jack Daniels a casa). Por cierto, que en el bar de noche del Meliá Salinas se servía un cóctel llamado César Manrique, sin alcohol, y en la carta, en la que se detallaba su composición a base de zumos de frutas, se justificaba por el puritanismo del artista, que no solo no fumaba ni bebía, sino que no consentía que nadie lo hiciera cerca de él. La casa es espléndida, trufada de obras de arte y libros, entre los que distingo muchos de poesía. Paseamos, con muchos otros visitantes, por entre los muebles lujosamente trabajados, los espacios amplios y la interminable decoración, decantada con el gusto de un creador experto. No estaría mal vivir aquí. No estaría mal vivir en una isla en la que se pudiera obrar con libertad.

viernes, 22 de agosto de 2014

Lanzarote (1)

Lanzarote es un lugar hermoso y desolado. No hay dos árboles juntos en toda la isla. La única vegetación que se aprecia son el mato, la uva de mar y la tabaiba dulce, que puntean el desierto con tenacidad de náufragos verdes; los helechos, que se aferran con fiereza aún mayor al malpaís y las formaciones lávicas; las palmeras, higueras y chumberas, dadoras de buenos frutos; los cactos, de los que hay espléndido un jardín en Guatiza; y los arbustos frutales introducidos por el hombre, singularmente la vid. Lanzarote da buenos vinos blancos: recomiendo El grifo y La grieta; son excelentes, aunque no baratos. Toda la isla es una sucesión de volcanes y del producto de esos volcanes: cada elevación es un cráter; cada superficie, una eclosión del subsuelo. Las playas, rocosas y negras, son incómodas, pero, por eso mismo, por una incomodidad que repele al turista, resultan atractivas: uno casi siempre está solo entre piedras y vientos, casi tan duros como las piedras. Los enclaves turísticos que se han construido para alojar a las hordas de ingleses, alemanes y también españoles que sostienen la economía de la isla -Costa Teguise, Puerto del Carmen, Puerto Calero, Playa Honda, Playa Blanca- rodean, precisamente, las pocas playas de arena blanca que pueden encontrarse. Algunas quedan fuera del abrazo asfixiante de esos territorios abominables, como las cinco que rodean la punta del Papagayo, la más meridional de la isla, pero no se libran de la masificación: en una hay hasta un cámping, que es preciso atravesar para llegar al agua, y en el que se amontonan avancés de plástico, bragas y calzoncillos puestos a secar, barbacoas con toda la familia, abuelos en camiseta imperio, olores a crema solar y pieles quemadas, lolailos con slips de licra y jóvenes con tatuajes hasta en las pestañas. Lamenté comprobar que en una roulotte ondeaba una bandera republicana y en otra, una del Barça: son dos causas que yo también abrazo, y que me disgustó ver mezcladas en aquel lugar. Ah, qué placer, el cámping. La capital es Arrecife, que tiene dos castillos, una iglesia y el Puente de las Bolas. Al oír este nombre por primera vez, uno piensa en algo abundoso y memorable, billárico y espectacular: pero solo son dos bolas, y, además, pequeñas. Representan, según parece, a oriente y a occidente, esos puntos fundamentales en la historia de la navegación, de la que Canarias forma parte indisociable. Arrecife también tiene El Charco, un entrante de mar junto al puerto, en cuyo azul purísimo cabecean algunos botes y otros, naufragados, lucen las quillas al sol, como huesos escondidos que hubieran roto la envoltura que las protegía y ahora se mostrasen mondos y desnudos a los ojos del mundo. Junto con los castillos de San Gabriel y San José -que aloja un museo de arte contemporáneo muy decepcionante-, a lo largo de la isla hay otras fortificaciones que dan cuenta de la lucha contra la tortura histórica de la piratería. Lanzarote es la isla afortunada más cercana a la costa africana, y eso ha facilitado, a lo largo de los siglos -desde que la descubriera, a principios del XIV, el navegante genovés Lanceloto Malocello, que bautizó a la isla con su nombre, como otro italiano, Américo Vespucci, hizo con América-, que la visitaran, con innobles intenciones, franceses, holandeses, portugueses y los peores: ingleses y berberiscos, parejos en granujería y ferocidad. En el volcán de Guanapay, que proyecta su sombra sobre la antigua capital de la isla, Teguise, se alza el castillo de Santa Bárbara y San Hermenegildo, sede de un museo de la piratería con abundante información histórica, pero con escaso contenido museístico. Es interesante, no obstante, la noticia que da de la derrota nada menos que del almirante Horacio Nelson en su intento de ocupar Santa Cruz de Tenerife, en 1797. Allí el futuro vencedor de Trafalgar perdió a 226 hombres y el brazo derecho, que le estropeó un cañonazo de los canarios. Aunque, para disimular la derrota, Nelson alegó, muy cucamente, que había luchado contra 8.000 defensores, en realidad sus fuerzas eran muy superiores a las comandadas por el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero: 4.000 ingleses contra 1.700 españoles, que, además, en su mayoría no eran soldados regulares, sino milicias isleñas. Pero estos combatientes no profesionales consiguieron repeler casi todos los intentos de desembarco, aislar en el convento de Santo Domingo a los pocos británicos que habían conseguido hacerlo, y hundir la balandra HMS Fox, cuyos restos reposan todavía en el fondo del océano. Es sorprendente comprobar qué pocos españoles saben de estos hechos y, a la vez, cuánta difusión y cuántos honores reciben los ingleses por ellos, aunque hayan salido derrotados: el respeto por la historia de un país suele corresponderse con el respeto con su presente, con la sociedad surgida de ese pasado, y en España ese desinterés por lo que somos, y por lo que podríamos ser, es omnívoro y descorazonador. Pero estábamos en Lanzarote, y no quiero dejar de señalar algunas de las visitas más memorables. El parque nacional de Timanfaya, desde luego, es obligatorio, aunque haya que superar colas soviéticas, de coches y de personas, para acceder a él: el paisaje que se despliega ante los ojos, una mezcla de territorio lunar y de escenario concebido por la mente de algún surrealista ebrio, tiene difícil descripción. La Cueva de los Verdes, una galería volcánica de seis kilómetros de extensión, de los que solo se puede recorrer uno, constituye otro lugar fascinante, en el que uno camina por un sendero estrechísimo, entre paredes de irisaciones casi incandescentes, tapizadas de goterones de lava, y ríos, también de lava, detenidos, como si aquel fuego sólido de hace millones de años se acabara de solidificar, como si su sobrecogedora ebullición se hubiera congelado de repente. En la Cueva de los Verdes uno se siente en las tripas de un volcán. Por el contrario, los celebrados Jameos de Agua no estuvieron a la altura de nuestras expectativas: que un bar tras otro jalonase el breve recorrido por las cuevas le restó mucho a la autenticidad del lugar. Solo los jameítos, esos cangrejos blancos y prehistóricos que se han quedado ciegos de vivir en estos agujeros sin luz, nos alegraban el paseo con sus movimientos tórpidos, aunque chocasen contra las monedas que los turistas se empeñan en tirar al agua, a pesar de estar estrictamente prohibido: la corrosión del metal la contamina y puede acabar con esta especie delicadísima. Pese a ello, algunos imbéciles siguen tirando céntimos a los estanques. Ningún cuerpo de agua se salva en el mundo de esta costumbre idiota: laguna que se ve, laguna que se amoneda. Yo grabaría a quienes la practican, recogería la calderilla que hubiesen tirado y se la haría tragar con un buen vaso de agua. Los Riscos de Famara, una especie de espinazo que recorre la costa noroccidental de la isla, concentran algunas de las principales elevaciones de Lanzarote, y a sus pies se extiende la larguísima playa de Famara, a la que los amantes del surf y el kitesurf acuden, con devoción de iniciados, para darse revolcones en el aire y en el agua. El volcán de la Corona, de algo más de 600 metros de altura, se alza en esos Riscos, y se puede ascender por un sendero flanqueado por vides e higueras. Y no solo subir, sino también bajar al cráter, en el que se acumulan las rocas desprendidas de las paredes del volcán. La excursión merece la pena: la sensación de soledad es reconstituyente, las vistas rivalizan con las de otros miradores afamados de Lanzarote, y los higos que se pueden coger de los árboles del camino están ya en sazón en agosto. Otro lugar que hay que conocer es el archipiélago chinijo -pequeño, en lenguaje conejero-, cuya isla principal es La Graciosa, que se reivindica, en un nuevo ejemplo de soberanismo -local esta vez: la ansias de separación alcanzan, ay, a casi todos-, como la octava isla canaria, aunque solo tiene dos poblaciones y 700 habitantes estables. El ferry que dobla la punta de Fariones y bordea la playa de Burros y los acantilados del Mirador del Río, hasta atracar en Caleta de Sebo, parece llevarte por un paisaje antediluviano, por cuyos rincones podría aparecer, en cualquier momento, un pterodáctilo. El transbordador se balancea gravemente, y uno no sabe si divertirse o preocuparse. En una pared del precipicio se observa una gran mancha verde de vegetación, que desciende hasta el mar: es una fuente de agua dulce, a la que han venido a aprovisionarse barcos fenicios, griegos, romanos y quizá vikingos. Uno se imagina, allí detenida, una galera de Roma o una frágil goleta cartaginesa cargando toneles de agua, y se le eriza el pelo, casi tanto como con las olas que baten, en ese momento de ensimismada contemplación, los costados del ferry. En La Graciosa alquilamos unas bicicletas en las que solo funcionaba lo imprescindible, las ruedas, y llegamos, por caminos que las cabras considerarían impracticables, a una de sus playas orientales, en cuyas olas moderadamente violentas nos atrevimos a bañarnos. Fue divertido, hasta que, ya de regreso, comprobé que aquellas olas traicioneras me habían arrancado la alianza de casado. En algún lugar de la costa graciosera, pues, yace ahora el anillo que he llevado durante veintiséis años, y, aunque me gustaría pensar que, como en los cuentos, un pez podría tragárselo, y luego ser pescado y abierto, y el aro, reencontrado, prefiero imaginármelo, aun con dolor, enterrado en las aguas azules y rodando, incorruptible y eterno, por los lechos atlánticos. 

jueves, 21 de agosto de 2014

No estaba muerto; estaba tomando cañas

En Lanzarote, concretamente, donde las cañas son como en todas partes, pero uno se las toma con el acento salobre del mar en la piel. La verdad es que mi intención no era abandonar la escritura de las Corónicas de Ingalaterra cuando me fui de viaje con mi familia a la isla canaria. Como creo haber dicho alguna vez, y se desprende de su desarrollo, la idea de este diario era que hiciese honor a su nombre y tuviese una entrada al día, y así lo había mantenido -con no pocos esfuerzos, a veces, debo añadir- desde su creación. En esta ocasión, pensaba seguir haciéndolo, y suponía que no me sería difícil encontrar algún locutorio o cibercafé, entre los volcanes lanzaroteños, desde donde escribirlo. Renuncié a llevar un ordenador portátil, porque yo creo que los viajes han de hacerse siempre ligeros de equipaje: si uno puede ahorrarse un bulto en cualquier desplazamiento de más de un día, debe hacerlo. Mi mujer opina lo contrario, y cree que, cuantos más bultos lleve uno, más disfrutará del viaje, porque más cabalmente podrá atender a todas sus circunstancias. Con los años hemos llegado a una especie de entente cordiale, en virtud de la cual cada uno renuncia a una parte de sus convicciones: el matrimonio es una negociación, y una renuncia, constantes. En esta ocasión, sin embargo, ambos estábamos de acuerdo en que no había que llevar el Sony: demasiado peso, demasiado cuidado, demasiada arena. Esa cautela ha resultado fatal para el desenvolvimiento del diario. Al llegar al hotel que habíamos reservado, el Meliá Salinas -un lujoso pero algo añejo ya establecimiento, en el que, no obstante, brillan todavía los murales y diseños de César Manrique, como en toda la isla-, comprobé que los precios por usar el ordenador del centro de negocios eran acordes con la suntuosidad del lugar: tres euros por quince minutos, cinco por media hora y nueve por la hora entera. Por qué costaba tanto utilizar aquellos ordenadores, cuando en todo el hotel se ofrecía wi-fi gratis, era un misterio semejante al de la Santísima Trinidad y, como este, desistí de entenderlo. Lo importante era que, dado que a mí me suele llevar alrededor de una hora y media escribir una entrada, el precio de hacerlo sería de 14 euros al día y, al cabo de nuestra estancia, de 154 euros. Uno quiere ser desprendido con el dinero, pero 154 pavos era un desprendimiento excesivo: más bien un despeñamiento. Bien está no cobrar por publicar, que es lo que suele pasar en tantos medios culturales, y en los blogs que uno desea mantener, como estas Corónicas, pero pagar por hacerlo, como en la infamante autoedición, me parece una idiotez, que solo explica una vanidad hipertrofiada. Busqué, pues, una solución alternativa, y pregunté en la recepción si había en los alrededores algún locutorio o cibercafé. Me dijeron que sí, que en un centro comercial vecino, de los muchos que saturan Costa Teguise, había uno. Feliz como una perdiz, me dirigí al lugar, para encontrarme solo con un amontonamiento de hamburgueserías que olían a fritanga, tiendas de artículos de playa y joyerías de chichinabo. Le pregunté a un dependiente a la puerta de un comercio de aparatos electrónicos, y me respondió, con acento moro, que no allí no había ningún sitio de internet, porque no se necesitan: todo el mundo utiliza ya sus propios dispositivos, tabletas, móviles inteligentes, ingenios sofisticadísimos y transportables. Aquel tipo me estaba llamando imbécil. "Por cierto, jefe, ¿no desea pasar y ver alguno? Están baratos", añadió, con un gesto ostentoso de invitación a entrar y una sonrisa ofídica. Salí muy desanimado, y entreviendo que, por primera vez en casi un año, no iba a poder mantener mi compromiso de colgar una entrada al día. Renuncié a seguir buscando locutorios en la zona. Era una tarea ímproba y seguramente abocada al fracaso: no había visto ninguno anunciado en ningún sitio. La única solución era localizarlo en Arrecife, donde quizá algún chino se apiadase todavía de los que viajan sin portátil, pero Arrecife estaba a unos veinte kilómetros de nuestro alojamiento, y subordinar nuestros días de vacaciones al desplazamiento a la capital, para componer estos relatos gratuitos y consoladores, se me antojaba otro sacrificio excesivo, sobre todo para Ángeles, Pablo y Álvaro. Así que, definitivamente, renuncié a escribirlos durante los once días de estancia en Lanzarote. Ello me generó sentimientos encontrados: por una parte, un malestar difuso, como si no me hubiera tomado las pastillas que necesitaba, o vulnerado algún inexorable deber íntimo, un malestar acrecentado por lo inopinado de la interrupción, de la que no había tenido la delicadeza de avisar a los lectores; pero también, por otra, una extraña liberación: como si olvidarme del blog me permitiera olvidarme de mí mismo, que es lo que todos buscamos en vacaciones: dejar de ser quienes somos, pringosos de cotidianidad, en los días indistintos del año. He vivido, pues, estos once días como en un paréntesis autobiográfico, en una incómoda suspensión: aunque nuestras actividades en la isla hayan sido más que placenteras, he sentido, en el fondo, que se había roto un hilo -ese hilo que yo he querido disponer durante, al menos, 365 días-, y que estaba inquieto por recomponerlo. Lo hago hoy, ya regresado a Londres. Agradezco a los amigos -Luis, Teresa, José Luis-, alarmados por que mi súbito silencio obedeciese a algún percance, acaso irreparable, que se hayan interesado por mi suerte. Sigo vivo, hasta nueva orden, y listo para continuar dando la matraca. Y pienso hacerlo a partir de la entrada de mañana. Lanzarote bien vale un relato.

sábado, 9 de agosto de 2014

Un día por Londres

Hoy volvemos a disfrutar de algunos de los grandes placeres de Londres, como el tráfico urbano -tardamos tres cuartos de hora en llegar desde el puente de Chelsea hasta Oxford Circus- y las multitudes de Oxford Street, reforzadas en estas fechas por millones de turistas, que se suman a los millones de lugareños que ya la recorren habitualmente. Pero Pablo quiere comprarse unos tejanos de pitillo y las tiendas de la zona ofrecen posibilidades infinitas, aunque todas se parezcan al Zara. Damos algunas vueltas, pero Pablo no encuentra los pantalones que le corten lo suficiente la circulación de las piernas. Por fin, se me ocurre que una oferta de leggins podría ser lo que estuviera buscando, y él se prueba algunos con entusiasmo. Sale enseguida de los probadores, triunfante, con unos pantalones en la mano. "¡Estos, estos!", profiere, como si hubiera encontrado un billete de cincuenta libras por la calle. Está feliz: por fin se le notarán los latidos en las piernas al caminar. Buscamos luego algún lugar para comer. La zona es cara y nos cuesta encontrarlo. De hecho, no lo encontramos. Al llegar a Regent's Street, recuerdo un restaurante marroquí en el que almorcé con Silvia Terrón, hace casi un año, y nos dirigimos a él, con la preocupación de que no haya ninguna mesa libre: no reservar en Londres es siempre una temeridad. Pero la hay: todas están reservadas, pero el camarero no tiene ningún inconveniente en retirar el cartel de una y acomodarnos en ella. El local se llama Momo, y la terraza resulta muy agradable. Entre los camareros, hay de todo: una inglesita muy risueña, con todo el pelo para un lado, que nos da las cartas como si repartiera piruletas; una negra espigada pero contundente que se parece a Grace Jones (y que, a los postres, recogerá las migas de la mesa con una tarjeta de crédito); y un moro sin músculo risorio que atiende mirando al tendido. El primero que he pedido, un surtido de brouats (que no tengo ni idea de qué son, pero algo había que pedir), consiste en tres empanadillas minúsculas, que hay que untar en un platillo de salsa no menos microscópico. Cuando me lo ponen delante, veo a mis hijos contener la risa, y, cuando Grace Jones se ha marchado, los veo estallar en carcajadas: servirme eso es como alimentar a un luchador de sumo con gominolas. Pero, qué remedio, me echo los brouats al coleto, me acabo la cerveza -una marroquí, Casablanca, excelente, por la que, como descubriré luego, me cobrarán cinco libras, más el servicio- y espero con resignación al segundo plato. Entretenemos la espera, y luego el resto de la comida, con sinopsis de cine, que Pablo y Álvaro leen en el móvil. Las sinopsis de cine son unos resúmenes humorísticos de películas que hace Ángel Sanchidrián, un madrileño treintañero, con una gracia casi andaluza para la deformación y la hipérbole, y con los que ha conseguido publicar un libro, titulado así, Sinopsis de cine, y tener 116.000 "me gusta" en facebook. A título de ejemplo, esta es la sinopsis que ha hecho de El diario de Noa: "Bueno, pues hoy he visto El diario de Noa, y os voy a contar un poco. La película va de un chiquín que amenaza con suicidarse para conseguir una cita (¡maestro, torero!). Él va con su boina como un pastor de Cabezón de Pisuerga y ella riéndose a carcajadas, gritando y dando saltos como una perturbada. Entonces los dos se enamoran como cualquier adolescente, todo el día pegados que parece que no tienen casa, estrellándose los helados en la cara, jugando al 'aquí te pillo, aquí te mancillo', discutiendo como camareros chinos… A la mínima él la empotra y ella se enrosca, que es lo que le da la calidad a la película. Él debería lavar un poquito la boina y ella dejar la cafeína, pero por lo demás no hacen mala pareja. Y luego está el padre ahí de risas, que se ha dejado el bigote como el flequillo de un pony, fumándose hasta el mimbre de la mecedora, y la madre que le dice que deje al Noa, que es un piojoso y un mileurista. Y ya se acaba el verano y cada uno a su casa, pero sin darse el whatsapp ni el spotify ni nada. Después ella se lía con otro que es rico y él se pone a presentar Bricomanía, pero al final les pica la pepitilla y vuelven a quedar en un lago que es muy romántico lleno de patos tirados a puñaos. Y ahí están una semana él a serrucho y ella boca arriba como un nenuco. Un cuento de hadas. La banda sonora es de piano con patos volando, que es la pena más grande que existe, y el guión es muy romántico, porque hay muchos morreos a baba chorro y muchos patos. Te la recomiendo si te gusta llevar boina o las montañas de patos". La deliberada cutrez de la expresión esconde una disposición retórica sofisticada y unos mecanismos de exageración -sobre todo, las comparaciones- muy eficaces. Pablo, Álvaro y yo nos reímos durante toda la comida, lo cual causa algún estupor -y, probablemente, incomodidad- en los estirados comensales circundantes, entre los que contabilizo a un rubio con americana y camisa fucsia que hace girar una copa de rosé, tres negras imponentes que se dirigen a Grace Jones en francés (y Grace responde en francés), pero que entre ellas hablan en algún idioma africano, y un chino que pide té. Pero nos da igual la incomodidad de los vecinos. A Álvaro, que es el que lee los textos, como el monje que leía los Evangelios en el refectorio de los conventos, se le enfría el cuscús y se atraganta en alguna ocasión hasta casi el ahogo, pero vale la pena. Cuando hemos agotado prácticamente nuestra capacidad de carcajearnos, llamamos al moro que nos ha recibido y que no ha esbozado ni una sonrisa en las dos horas que llevamos en el restaurante (ni creo que en toda su vida), para pagar. Serán 85 libras del ala por una comida simplemente correcta, aunque hay que reconocer que el pastel de queso estaba extraordinario. A las cuatro he quedado con María Salvador en la National Portrait Gallery, que no queda lejos de Regent's. Pablo y Álvaro me acompañan hasta el lugar de la cita. Salimos por Piccadilly, cruzamos por Leicester Square y enseguida llegamos a Trafalgar. Las multitudes siguen en la calle, arremolinadas con frecuencia en el exterior de los pubs. Uno, Sherlock Holmes, está especialmente concurrido: hay gente apoyada -ella y sus cervezas- hasta en el buzón rojo de correos. María llega puntualmente. Hemos querido vernos una última vez antes de que ella se marche cinco años a Columbus, en Ohio, a hacer su doctorado en arte japonés: es un ejemplo más de gente joven y con talento que no encuentra su sitio en España (es decir, para la que España no tiene sitio) y que ha de practicar la movilidad exterior, por utilizar la esclarecida expresión de nuestra perspicaz ministra de Trabajo. Nos vamos a un café Nero cercano -el mismo en el que estuvimos la otra vez que nos vimos- y hablamos de sus planes y expectativas. También de su actividad literaria: está trabajando en un poemario, Los que no duermen, que me ha enviado para que lo lea. Le doy mi opinión sobre el libro -que trata, entre otras cosas, de la soledad y el vacío, con reflexiones sobre la experiencia del viaje, o del exilio, que suscribo enteramente, y que es bueno, aunque se me antoje un punto demasiado abstracto, con una frialdad que, en ocasiones, le perjudica-, mientras chupamos un moka con leche frapé. En estas, una señora con necesidad de usar el lavabo, tras un rato de espera, aporrea la puerta con el bastón. Luego, insta a un camarero que pasaba por allí a que ejerza su autoridad camareril para desalojar el tan ansiado retrete, pero el joven poco más puede hacer que llamar a la puerta y recordar a quien sea que hay gente esperando. El sulfuramiento de la señora -y, supongo, también sus retortijones gástricos- se acrecienta hasta casi la furia. Pero es una furia inglesa: cuando, por fin, sale una chica del váter, la dama, de pelos cortos y alámbricos, le espeta que ha sido muy desconsiderada, que hay una larga cola de gente esperando. En realidad, la cola de gente la componemos ella y yo, pero se entiende que, después de tanto rato de sufrimiento, la considere una enormidad. La chica no responde nada y desaparece con una velocidad de la que no ha hecho gala en el excusado. Al salir, la señora nos informará a María y a mí de que el lugar está hecho una pena, y que parece que la chica se ha haya dado una ducha dentro. Cuando entro, compruebo que no es para tanto: la señora tendría que haber utilizado algún servicio tunecino o turco, como he hecho yo, para saber lo que es bueno. Cuando me despido de María, delante de la iglesia de Saint-Martin-in-the-Fields, siento una punzada de melancolía: seguramente, no volveré a verla hasta dentro de mucho tiempo, cuando tanto ella como yo hayamos cambiado mucho. O quizá no vuelva a verla nunca más. A veces he pensado en las muchas cosas que hacemos hoy, ahora, por última vez, o en las muchas personas de las que nos despedimos sin saber que no las volveremos a ver. Son muertes diarias: la del otro y también la nuestra, porque nunca más seremos como somos con esa persona. Son las pequeñas muertes de las que se compone la vida, y que anticipan esa muerte grande que, en algún momento, quizá muy pronto, ocupe todo el espacio de nuestra vida.