lunes, 15 de junio de 2015

La jardinería, qué orgía

Ángeles siempre ha querido que me dedicara a la horticultura. Desengañada de mi actividad literaria, que ocupa muchas horas y rinde pocos, muy pocos beneficios, preferiría que invirtiese el tiempo en labores más provechosas, como criar lechugas o recolectar tomates, que, al menos, dan para una ensalada. Yo, no obstante, me he resistido siempre a las tareas campestres: prefiero doblar el espinazo ante un libro que ante una mata de berenjenas. Por eso, cuando hoy le he propuesto que visitáramos el Garden Museum, o museo del jardín, me ha mirado con una expresión en la que se mezclaban la perplejidad y la esperanza. Quizá esto signifique que se le han despertado las ganas de desmochar cebollinos, parecía estar pensando. Pero no: el motivo de mi interés era menos pedestre y más erudito: el Garden Museum de Londres alberga la principal colección del mundo de piezas relacionadas con la jardinería más de 500, y la jardinería es una de las principales actividades de los británicos, tan común como el cricket, el bridge o la ingesta de cerveza. Además, el museo no está lejos de casa: en el puente de Lambeth, al que podemos llegar en un santiamén con el 344. Así lo hacemos y, en efecto, al cabo de 25 minutos ya estamos ante la puerta. El Garden Museum se encuentra en la iglesia de Saint Mary-at-Lambeth, un hermoso templo fundado en 1062, aunque su torre data del s. XIV y el interior fue ampliamente remodelado en la época victoriana. A su lado se alza el imponente palacio de Lambeth, residencia del arzobispo de Canterbury en Londres, de 1490, con su fachada de ladrillo rojo y sus ventanas de mármol. La colección permanente del museo recoge las herramientas con las que se ha practicado el arte de la jardinería durante más de cuatro siglos. El origen de la actividad es alimenticio: el jardín no era, en un principio, sino un huerto pegado a las casas, que proporcionaba plantas comestibles, en una época en que las plantas comestibles garantizaban la supervivencia de una familia. Con el tiempo, aquel terruño cultivable se fue desprendiendo de sus funciones vitamínicas y acabó por convertirse en un reducto de esparcimiento y placer. Inglaterra, con un clima húmedo que facilita mantener la vegetación y con un amplio sentido de arraigo por parte de la gente, ha desarrollado una pasión singular por la jardinería, que se observa en cualquier casa, en cualquier parque, en cualquier rincón del país. La colección permanente del museo también hay regularmente exposiciones temporales: la de hoy está dedicada a Russell Page, uno de los grandes diseñadores de jardines del s. XX, autor de los Festival Gardens que presiden el parque de Battersea, y que dijo algo con lo que simpatizo de inmediato, aunque parece mentira que lo haya dicho un inglés: rules are good servants, but not always good masters: "las normas son buenos criados, pero no siempre buenos amos" incluye objetos curiosísimos: una regadera de barro de finales del s. XVI; una máquina contadora de semillas; un gato-espantapájaros; una cortadora de hierba de 1885; y un anuncio estupendo de la podadora Woolf, de finales de los 60 o principios de los 70, en el que se ve a una joven que ha salido a cortar el césped con minifalda y tacones, radiante de felicidad por disponer de una, mientras su vecino, un señor calvo y con corbata, se inclina, derrengado, sobre la suya, que no es Woolf y, por lo tanto, no funciona. No obstante, los objetos que más nos llaman la atención son los gnomos de jardín. En una vitrina se exhiben unos cuantos, alguno de 1910, otros tallados en hueso, pero todos cortados por el mismo patrón: ropas vistosas, gorrito puntiagudo, barriga simpática, barba blanca. Al parecer, su origen se encuentra en Alemania: allí nació, a principios del s. XIX, la costumbre de colocarlos en el jardín, como elemento decorativo y también para propiciar el favor de la naturaleza. Averiguar su estirpe germánica me decepciona un poco: yo creía que los enanos de jardín los había inventado Walt Disney. Pero no: en realidad, el amigo Walt se inspiró en las tradiciones teutonas para crear a sus enanos de Blancanieves, igual que hizo, por cierto, con el castillo de la Bella Durmiente, que no es otro que el castillo bávaro de Neuschwanstein: se conoce que los antepasados alemanes de su madre influyeron decisivamente en su imaginación. Pero el museo también explica que los enanos de jardín quizá sean una continuación moderna de la tradición romana que consistía en erigir en los huertos y jardines, y nunca mejor dicho, una estatua del dios Príapo, para invocar a la fertilidad de la naturaleza. Es una teoría plausible, aunque no confirmada. La verdad es que los gnomos que vemos en el museo, y los que habitualmente adornan es un decir los jardines españoles, tienen pocos rasgos priápicos, es decir, no tienen el rasgo priápico, pero todo puede ser. Nos preguntamos también si los gnomos aquí dispuestos no correrán el riesgo de sufrir algún atentado por parte del F.L.E.J., el Frente de Liberación de los Enanos de Jardín, que tan activo fue en España en décadas pasadas. De momento, no parecen estar protegidos por especiales medidas de seguridad, pero nunca se sabe. En Inglaterra los enanos no gozan hoy de excesiva consideración: no abundan en los jardines privados, alabado sea el Todopoderoso, y se han prohibido expresamente en la Chelsea Garden Show, la principal y más exclusiva feria de jardinería del país. Que en las composiciones vegetales que la reina pudiera admirar apareciese una de estas rechonchas y disneyanas figuras, como un zurullo en un prado verde, sería un atentado contra el buen gusto que las autoridades fitosanitarias han declarado interdicto, aunque a mí me cabe la duda de por qué no han decretado lo mismo con los sombreros de la soberana. Los atractivos del Garden Museum no acaban en el edificio de la iglesia. Fuera se encuentra el Knot Garden, un pequeño pero delicioso espacio de flores, plantas y recogimiento, diseñado por la presidenta del museo, la marquesa viuda de Salisbury, cuyo nombre acojona. Es un placer pasear por los arriates de flores, que atienden varios jardineros voluntarios, y sentir la policromía de los olores, el zumbido de los abejorros, la elegante displicencia de las campánulas, la erótica belleza de las orquídeas; también reconozco unos magníficos ejemplares de geranium versicolor y de geranium macrorrhizum. Sin embargo, el jardín no ha dejado de ser, como manda la tradición de las iglesias en Inglaterra, un breve camposanto. Y en este Knot Garden está enterrado nada menos que el vicealmirante William Bligh, el capitán de la Bounty, aquella fragata cuyo motín ha constituido el argumento de hasta cinco películas. En casi todas el capitán Bligh es el malo, pero tan malo no debía de ser cuando sobrevivió a un viaje infernal a Timor, de 6 700 km, sin apenas agua ni alimentos, en el bote en que los amotinados lo habían dejado, a él y a sus leales, a la deriva. Al parecer, su tripulación no compartía su obsesión ni sus esfuerzos por hacerse con el árbol del pan, sino que prefería gozar de las arenas doradas y las nativas más doradas todavía de Tahití. Es comprensible. La tumba de Bligh es una enorme urna de piedra, coronada por un artocarpus altilis. Allí consta que fue "el celebrado navegante que llevó por primera vez el árbol del pan de Otaheite [Tahití] a las Indias Orientales. Luchó con valentía en las batallas de su país, y murió amado, respetado y llorado el 7 de diciembre de 1817, a los 64 años de edad". No estoy seguro de que fuera beloved, respected and lamented por todos, como dice la inscripción, pero queda muy bien. Además, ¿quién lo es?

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