martes, 2 de junio de 2015

Los indígenas australianos

La exposición del Museo Británico que visitamos hoy se titula Indigenous Australia. Enduring Civilization, y ya desde su título pone el acento en la resistencia de las culturas nativas australianas. ¿Resistencia a qué? A la hostilidad de la naturaleza y, sobre todo, a la hostilidad de los colonizadores. Esa civilización duradera representa la pervivencia tenaz de un conjunto de pueblos que llevan habitando el continente australiano desde hace, probablemente, 60.000 años, y cuya situación actual no puede entenderse sin las relaciones contradictorias de cooperación e intercambio, pero también de enfrentamiento establecidas con los colonizadores británicos. Con la naturaleza buena parte de la isla es un desierto los pueblos de Australia también han mantenido relaciones difíciles, pero han sabido hacerlas simbióticas. En la exposición, llaman la atención las pinturas en las cortezas de los árboles un arte efímero: las más antiguas que se conservan datan de principios del s. XIX, las joyas de nácar y los instrumentos musicales hechos de maderas autóctonas, como el didjeridoo, sencillamente llamado, en lengua indígena, ngarrriralkpwina. El arte aborigen presenta similitudes con el africano: esquemático y de colores arcillosos, abunda en la representación de serpientes, y no es extraño que lo haga: son comunes en el territorio australiano, y entre ellas se cuenta la taipán, la más venenosa del mundo: su mordedura acaba con un hombre de noventa kilos en cuatro minutos. Es un arte esencialista y absolutamente moderno, en el que la radical simbolización de la realidad alumbra dibujos de una simplicidad fastuosa, policromías hipnóticas. Las muestras de bumeranes revelan también la privilegiada adaptación de los indígenas australianos a sus duras condiciones de vida. Yo siempre había pensado que el bumerán era un artilugio único, y solo un poco más antiguo que el frisbi, pero hoy descubro que tiene 20 000 años de antigüedad, y que hay de muchas clases: los warumungu, una etnia del norte, utilizan uno con forma de hacha, que no tiran contra un animal solo, sino contra muchos bandadas de loros o patos, por ejemplo, con la esperanza, o más bien con la seguridad, de abatir a unos cuantos. Las tribus del sudeste, en cambio, emplean el más famoso, el que vuelve al lanzador, pero no como proyectil, sino para imitar el vuelo del halcón: sus presas se asustan y echan a volar hacia unas redes previamente dispuestas; ahí quedan atrapadas y de ahí van a la cazuela. Los yidinji, en fin, recurren a un bumerán cruzado, como un equis, para matar y comer murciélagos. La pericia de los indígenas con el bumerán llevó a los colonizadores británicos, a mediados del s. XIX, a constituir solo con ellos un equipo de cricket, que compitió con gran éxito en la Gran Bretaña. Los ingleses son así: cogen una práctica ancestral, la transforman en deporte y cobran entrada para verlo. Los indígenas, como en algunas partes de África, practican también la roza, la quema controlada de los campos, para cazar y regenerar la tierra. Que arda la vegetación no les supone ningún problema: su ecologismo es de verdad; se basa en el aprovechamiento natural de los recursos, y el fuego es uno de los más enérgicos que proporciona la naturaleza. Todos estos mecanismos de supervivencia, toda esta prodigiosa adecuación al entorno, experimentaron un choque devastador con la llegada de los europeos, cuyas consecuencias se sufren aún hoy. La exposición menciona a los navegantes holandeses que pisaron tierra australiana en la primera mitad del s. XVII, aunque la consideraron demasiado inhóspita para establecerse en ella. Sin embargo, omite el avistamiento de esas mismas costas por navegantes portugueses y españoles en fechas tan tempranas como 1522, cuando el portugués Cristóbal de Mendoza llegó a Botany Bay y dejó constancia de ello en un mapa costero parcial pero exacto, escrito en portugués, que todavía se conserva. Por su parte, Luis Váez de Torres, marino gallego o portugués al servicio de la corona española, navegó por el estrecho que hoy lleva su nombre, entre Nueva Guinea y la Península del Cabo York, en octubre de 1606, y debió de avistar también la costa septentrional australiana. Pese a ello, la historia de Australia empieza oficialmente con la arribada de James Cook y su Endeavour, en 1770, precisamente a Botany Bay y la isla Posesión, en el estrecho de Torres, donde reclama la tierra descubierta para la corona de Inglaterra. (Algo parecido sucede en la historia de los Estados Unidos, cuyo origen se sitúa en el asentamiento de peregrinos ingleses en Jamestown, Virginia, en 1607, sin atender al hecho de que el español Juan Ponce de León había desembarcado y explorado la Florida casi un siglo antes, en 1513, ni de que dos terceras partes del actual territorio del país estuvo bajo soberanía española durante tres siglos; y todo ello sin tener en cuenta el pequeño detalle de que las tribus amerindias ya habían descubierto aquella tierra, como los aborígenes de Oceanía la suya, hacía milenios). La primera colonia inglesa en sus nuevas posesiones australes no se estableció hasta 1788, cuando 1 500 personas, entre convictos, colonos y marinos, y casi 800 vacas, se asentaron en Port Jackson, la actual Sidney. Sus contactos con los indígenas no fueron fáciles, sobre todo para los indígenas. La actitud de estos se resume bien en este diálogo entre el teniente Dawes, uno de los oficiales de Cook, y la india Pateyegarang: "¿Por qué los kamarigals [indígenas] tenéis miedo?", pregunta el marino; "por las armas", responde Pateyegarang. Pero no eran solo los cañones y los rifles lo que los atemorizaba: también las enfermedades que viajaban con los ingleses, como la viruela, que causó estragos entre los indígenas. La expansión de la colonización les privó de tierras y supuso un descenso demográfico y, en muchos casos, un arrasamiento cultural. La colonización de algunos territorios, como la isla de Tasmania, constituyó un verdadero genocidio, aunque Indigenous Australia. Enduring Civilization pase de puntillas por él. En Tasmania no solo ha desaparecido el tigre de Tasmania, sino también el nativo de Tasmania, aunque, gracias al National Geographic, y para nuestra vergüenza, seamos mucho más conscientes de lo primero que de lo segundo. Tras muchos años de explotación y enfrentamientos, entre 1828 y 1832, los británicos impusieron la ley marcial en la isla y exterminaron a la población aborigen. Un libro excelente, escrito por un inglés otro rasgo nacional: son los ingleses los que denuncian las atrocidades cometidas por los inglesesThe Last Man. A British Genocide in Tasmania, de Tom Lawson (London, I. B. Tauris, 2014), documenta con escalofriante minuciosidad el terrible hecho. Algunos se opusieron con valentía a estos desmanes, como Jandamarra, un líder tribal que combatió tres años a los ingleses en la intrincada región australiana de Kimberley. Pero en 1897 dieron con él, lo mataron, lo decapitaron y enviaron su cabeza a Inglaterra, donde fue exhibida en una fábrica de armas, para demostrar la superioridad de las occidentales sobre las indígenas. Constituido ya el país en 1901, la sección 127 de la Constitución de ese año establecía que, para determinar la población del país, no había que contar a los aborígenes, una disposición que estuvo en vigor hasta 1967. La discriminación de los nativos australianos ha perdurado hasta épocas muy recientes, por medios más sutiles, pero no menos criminales, como el robo de niños, que eran enviados a instituciones como Carrolup, un campo donde se les reeducaba para que se asimilaran a la "sociedad blanca". Extrañamente, tanto este campo como otros que se abrieron en territorio australiano con este siniestro fin, eran administrados por el Protector de los Aborígenes de Australia Occidental: hay que pensar que los protegía de sí mismos, pobres, negros y tontos como eran. La sociedad australiana actual ha avanzado mucho en la protección y el reconocimiento de los derechos de los aborígenes, pero sigue debatiendo estas cuestiones e intentando encontrar una reparación suficiente para tantas injusticias. Exposiciones como esta contribuyen, sin duda, a dar a conocer su cultura y su causa, pero no estoy seguro de que a ellos les gusten: aquí se reúnen objetos arrebatados, elementos desgajados de su cultura, imágenes de antepasados asesinados. También esto, supongo, tendrá que matizarse, o desaparecer, en el futuro.

1 comentario:

  1. Un abrazo desde Rivas, Eduardo. Llego al blog desde tu libro en la Isla de Siltolá; así que mis disculpas por vistar tarde tu diario, una falta que ya reparo con la lectura de "Coronicas de Ingalaterra" en papel.
    He disfrutado con tu sabiduría del callejero urbano y con tus repiques literarios de afectos y desafectos. Enhorabuena por el libro y un abrazo más, que Londres está lejos y hay que nadar mucho para la travesía.

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