miércoles, 29 de abril de 2015

El exilio en el Instituto Cervantes

He decidido acercarme hoy a la inauguración de la exposición Spanish Exile in the United Kingdom, "El exilio español en el Reino Unido", en el Instituto Cervantes. No me he enterado del acto porque el Cervantes me lo haya comunicado -yo no estoy incluido en su mailing y, por lo tanto, no recibo sus informaciones-, sino porque el poeta Juan Carlos Elijas, profesor y padre de una joven, Claudia, que está estudiando en la ciudad, me ha reenviado una circular publicitaria. Como yo mismo estoy escribiendo un poemario sobre el exilio, en el que utilizo algunos poemas y fragmentos de la literatura de los exiliados en la Gran Bretaña, la exposición podría serme de interés. Cuando ya estoy llegando a Eaton Square, donde el Instituto tiene su sede -aunque por poco tiempo ya: se ha decidido su traslado, para ahorrar-, observo que en la plaza se encuentra también la embajada de Bolivia. Lo sé porque en un balcón ondean las dos banderas del país: la de siempre, con tres franjas, y la nueva, indígena, ajedrezada y multicolor, aprobada por el gobierno de Evo Morales. Me pregunto si tener dos banderas, dos símbolos a los que adherirse, no es una incitación a la fractura civil, pero decido que no me importa: allá cada cual con sus rompimientos. En la fachada del Instituto también ondean dos banderas: la española y la europea. Tras unos minutos de espera en el vestíbulo, nos permiten entrar en la sala de la exposición. La inauguración oficial será un poco más tarde, en la planta principal. Me sorprende, de inicio, la pequeñez de la muestra: el espacio no tendrá más de treinta metros cuadrados, y los objetos reunidos no lo atiborran, sino que lo ocupan muy desahogadamente. Junto a la puerta hay una máquina de escribir Underwood, que, según oigo explicar, perteneció al novelista Arturo Barea. Mi pasión fetichista empieza a burbujear, pero pronto recibe la segunda decepción de la tarde: la máquina no es la original, sino una réplica; la de verdad la tiene Antonio Muñoz Molina en Madrid. Entre los objetos de Barea, destacan su pasaporte británico, una breve noticia sobre su muerte, publicada en un periódico británico el 28 de diciembre de 1957, y la primera hoja del mecanoscrito -esta sí, original, con correcciones de su propia mano- de La forja de un rebelde, la extraordinaria trilogía que escribió en Inglaterra en los años de la Segunda Guerra Mundial, y que se publicó por primera vez en castellano en Argentina, en 1951. Junto con Barea, el exiliado al que se dedica más espacio, del poco que hay, es el andaluz Manuel Chaves Nogales, vigorosamente reivindicado, en estos últimos años, por escritores como, de nuevo, Muñoz Molina. Entre los asistentes a la exposición hay un nieto y una bisnieta de Chaves Nogales, a los que oiré reprochar después a los organizadores los muchos años en que su antepasado ha estado en el olvido. Hacen bien: a los políticos no hay que regalarles los oídos, sino afearles lo que han hecho mal, o no han hecho, que es casi todo. El contenido de Spanish Exile in the United Kingdom, no obstante, es descorazonador: además de la Underwood que no fue de Barea y una radio antigua, con la que se quiere simbolizar el trabajo de varios exiliados españoles en los servicios radiofónicos de la BBC, la muestra solo incluye algunos libros y documentos de varios de ellos -Barea, Chaves, Salvador de Madariaga, Esteban Salazar Chapela...-, un puñado de fotos y otro de leyendas informativas, escritas solo -y mal: Franco's dictatorship only ended with the his death of natural causes..- en inglés. Esto también me sorprende: yo creía que el Cervantes estaba en Londres, y en todo el mundo, para promover el conocimiento de la lengua española (y el uso correcto de cualquier otra que empleara). La cortedad de la exposición es tanta que apenas contiene nada de uno de los exiliados más relevantes, Luis Cernuda, y de otro mucho más fugaz que el sevillano, pero que dejó, en opinión de Dámaso Alonso, el poema más importante del exilio español, Primavera en Eaton Hastings: Pedro Garfias. Mientras compruebo, con pasmo, la endeblez del trabajo, oigo a varias personas que se acercan, hablando muy alto. La voz cantante la lleva el que supongo es el responsable de la exposición, que gasta quevedos y corbata, y a su lado reconozco a Federico Trillo-Figueroa y Martínez-Conde, embajador del Reino de España ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y héroe inmarcesible de Perejil, que gasta tupé y corbata. Es la segunda vez que me cruzo con él en Londres (o más bien que él se cruza conmigo: sin atender a que estoy mirando una foto del barco en el que miles de niños vascos huyeron de la Guerra Civil a Inglaterra, el embajador y el de los quevedos se plantan delante de mí para contemplar la misma foto: ser importante te permite ser maleducado) y, siempre que lo veo, me entran ganas de gritar: "¡Viva Honduras!". Si hubiera estado aquí con Julio Mas Alcaraz, de seguro lo habría hecho. Un poco después, ante unos versos de Pedro Garfias inscritos en la pared, el de los quevedos informa a Trillo de que Garfias "estaba totalmente alcoholizado y se pasaba el día entero en el pub". Sin duda, es un dato del que no hay que privar al embajador de España (y que acaso regocije secretamente a este, miembro del Opus Dei e hijo de un gobernador civil bajo el franquismo: Garfias era comunista). Nada le dice, en cambio, del admirable Primavera en Eaton Hastings, ni del hecho, conmovedor, de que el español, que no hablaba ni una palabra de inglés, estableciera una amistad fraternal con el dueño de aquel pub en el que se pasaba el día entero, que no hablaba ni una palabra de español. Acabado el recorrido, subo a la planta principal para asistir al esperado acto de inauguración. Se celebra en otra sala del Instituto, en la que se ha desplegado la instalación Windwall, "Muro de viento", de Gloria García Lorca, cuyo parecido con su pariente, el poeta, es aún reconocible. Lo que no es tan reconocible es la obra en sí misma, una sucesión de paneles ondulados, como olas verticales, pegados a las paredes. Si lo que pretende sugerir es la acción del viento, lo ha conseguido: es invisible, como el viento. Al entrar veo a Julio Crespo, el director del Instituto, con el que me entrevisté poco antes de llegar a Londres y he intercambiado algunos correos electrónicos. Me mira, pero no me reconoce. Como lo sigo mirando, me devuelve la mirada, y entonces percibo esa angustia repentina en los ojos de alguien que significa: "Esta cara me suena, pero no recuerdo a quién pertenece. ¿Quién coño será este tío?". Cuando paso a su lado, lo saludo brevemente y nos estrechamos la mano. Que lo haga con jovialidad, como si fuéramos amigos de toda la vida, me hace sonreír. La inauguración en sí corre a cargo de Trillo y el de los quevedos. Trillo lee, en un inglés lamentable, las vaguedades que le ha puesto en un papel alguno de sus escribanos: debe de haberlo estudiado en la misma academia que Aznar. Por otra parte, entiendo que un embajador tenga importantes asuntos de Estado en que ocuparse a lo largo del día (por ejemplo, explicar por qué su bufete de abogados cobró, en tres años, 354.000 euros de una empresa relacionada con un asuntillo de corrupción) y que no sepa demasiado sobre la presencia de poetas y escritores españoles exiliados en el Reino Unido, pero leer papeles nunca constituye una actuación airosa. Ah, pero qué maravillosa vida tienen algunos, pienso: tras actuaciones tan ejemplares como la de dirigir el Ministerio de Defensa cuando se produjo la tragedia del Yakovlev 42, en la que murieron 62 de sus subordinados, y eludir, con memorable elegancia, toda responsabilidad en ella por el habitual procedimiento de atribuírsela a sus subordinados, el partido le agradece los servicios prestados con una sinecura en Londres, a la que se incorpora sin ser diplomático y sin hablar inglés. Yo, de mayor, quiero ser Trillo. Por fin, el embajador cede la palabra al de los quevedos, que averiguamos se llama Christian Ravina y es el director de una empresa de cultural consultancy ("consultoría cultural": hay que ver qué cosas se le ocurren a la gente) contratada por el Cervantes para organizar la exposición: se conoce que el Instituto no dispone de trabajadores capaces de hacerlo. El inglés de Ravina es algo más pulido, aunque tampoco maravilla. Concluidos los prescindibles parlamentos, me tomo un par de copas de vino blanco -quizá lo mejor de la velada-, paseo la vista por los rostros desconocidos de la treintena de personas que nos hemos juntado en la sala, decido que allí no hay nada más que hacer, y vuelvo paseando a casa, acariciado por una brisa fresca que hace ondear con sosiego las banderas de Belgravia.

martes, 28 de abril de 2015

Janus Avivson

Visito hoy a Janus Avivson. Vive en Hampstead, al norte de Londres, en una casa vieja, de escaleras estrechas, sin ascensor, como tantas otras de la ciudad. Que esté hoy aquí demuestra hasta qué punto los letraheridos formamos una comunidad mundial. Hasta hace muy poco no había oído nunca hablar de Janus. Pero el miércoles pasado recibí un correo suyo, en el que me decía que era un cineasta residente en Londres que planeaba filmar un documental sobre Paul Celan, y se mostraba interesado en conocerme y que habláramos sobre el poeta rumano. Había sabido, gracias a Internet, de la inminente celebración de un congreso sobre Celan en la Universidad de Extremadura, en el que imparto una conferencia, y se había puesto en contacto con uno de sus organizadores, el poeta Mario Martín Gijón, para obtener más información sobre el encuentro. Mario le había respondido que uno de los ponentes vivía en Londres, y, ante el interés de Janus por conocerme, le había facilitado mi dirección electrónica. Y de ahí el mensaje de este. Yo siempre encuentro estas conexiones maravillosas, casi mágicas. Janus no solo quería charlar conmigo. También se ha inscrito para asistir, como oyente, al congreso. Nada más entrar en su piso, con ortodoxos modales británicos, me invita a una cup of tea. Acepto: son las cinco de la tarde. Nos sentamos en un rincón de la cocina. Por la ventana se ven los tejados de las casas vecinas y un enorme andamio instalado en la fachada posterior del inmueble. No es un paisaje bonito, pero por lo menos entra la luz. Sobre nuestras cabezas se abre un enorme agujero en el techo. Veo las viguetas rotas y la negrura del piso superior, pero no digo nada: no sería educado. Tampoco Janus, que ve que lo veo, dice nada. Tomamos té e intercambiamos información sobre nosotros mismos; es lógico: apenas sabemos nada el uno del otro. Yo he rebuscado en Internet y he visto que Janus, además de dedicarse a la cinematografía, tiene una galería de arte. Se comprende, pues, que los cuadros abunden en su casa, cuyo pasillo central está completamente cubierto de alfombras, como una mezquita. Pero él es judío, como no tarda en decirme. "No ortodoxo, ni siquiera religioso -me aclara-, pero sí alguien que respeta un legado, una tradición cultural". Uno de sus cinco hijos, de tres matrimonios diferentes, vive en Israel. Él nació en Polonia, pero responde a ese perfil de judío errante que tanto se ha dado, por suerte o, más a menudo, por desgracia, entre los de su pueblo. Luchó, con el sindicato Solidaridad, contra el comunismo en Polonia, y luego, expulsado del país, estuvo en Dinamarca, Bélgica, Francia -donde vivió seis años en el Marais parisino: qué envidia-, Japón, los Estados Unidos y, por fin, Inglaterra. Pero conoce casi el mundo entero, incluida España, que ha visitado en numerosas ocasiones. Ha estudiado Lingüística, Medicina y Filosofía, y ejercido muchos años como periodista. No sé cuántos idiomas habla, pero deben de ser muchos; hasta es capaz de leer en español: sus estancias en Colombia y Venezuela le ayudaron a manejarse en nuestro idioma, aunque solo lo chapurree. Nuestra conversación se desarrolla en inglés. Mientras hablamos, me sorprende su extraordinario parecido con Juan Goytisolo, cuya cara (y cuyo traje, ay, en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes) son omnipresentes estos días en los periódicos y las televisiones españolas. No me aclara el origen de su interés por Celan, pero supongo que le gusta su poesía y que se siente atraído por la vida desarraigada y doliente que el poeta llevó, o mal llevó: judío, nacido en Rumanía -en una ciudad hoy perteneciente a la atormentada Ucrania-, sufrió el antisemitismo y el asesinato de sus padres a manos de los nazis; huyó, apátrida, por media Europa tras la Segunda Guerra Mundial, hasta establecerse, pobre y solo, en París; hubo de arrastrar la culpa de haber sobrevivido a sus padres, y la carga de que su lengua materna, con la que escribía su poesía, fuera la misma que la de los nazis; sobrellevó un matrimonio difícil (a cuya dificultad él contribuyó, es de justicia decirlo, con unas cuantas infidelidades); penó la falsa acusación de que había plagiado la poesía del poeta francoalemán Yvan Goll, propalada por la viuda de este, Claire; y tras varias y terribles depresiones, que lo llevaron a intentar matar a su mujer con un cuchillo de cocina y a sí mismo apuñalándose en el corazón, e ingresar tres veces en hospitales psiquiátricos, donde le aplicaron electrochoques, se suicidó arrojándose al Sena el 20 de abril de 1970, octogésimo primer aniversario del nacimiento de Adolf Hitler. Uno de los detalles más emocionantes de esta vida malhadada es que, durante su reclusión en un campo de trabajo, y después de pasar horas reuniendo los libros rusos que le ordenaban los nazis para quemarlos, Celan traducía los sonetos de Shakespeare al alemán. Janus me informa de que no hay nada filmado sobre el poeta. Su documental será, pues, una primicia mundial. Ni corto ni perezoso, piensa presentarlo a la próxima edición de los Óscar, que también premian el cine documental. Y quiere entrevistarme en él. Mira que si aparezco en una película ganadora de un Óscar. Ahora anda investigando, en Europa y América, la vida del poeta rumano, aunque no deja de asombrarse -y yo con él- de que Celan siga siendo un desconocido para muchos, ya sean rumanos -sus compatriotas-, alemanes -germanófonos como él-, franceses -sus conciudadanos- e ingleses -tan ignorantes de otras poesías como siempre-. Maravillosamente, sí se le conoce en un rincón de España, llamado Extremadura, donde un puñado de locos se va a reunir durante dos días para hablar de él y de su poesía. Le explico que Celan cita a Extremadura en uno de sus poemas, porque, próximo al socialismo, se sintió conmocionado por la Guerra Civil española. Janus quiere utilizar el congreso extremeño como punto de partida de su película, un recorrido biográfico punteado por sus versos. La financiación corre de su cuenta, aunque no descarta recabar alguna ayuda, siempre que no comprometa la independencia del proyecto. Le sugiero que rebusque en los archivos israelíes: Celan fue invitado a Israel a finales de los 60, y volvió encantado de aquel viaje. Es muy posible que todavía quede gente con vida que lo recuerde. Su alegría, en cualquier caso, no duró mucho, porque, pocos meses después de su regreso, se tiró al Sena. Nos extendemos sobre Celan -él me enseña su biblioteca, muy amplia, sobre el poeta, y yo le prometo prestarle mi edición española de sus poemas rumanos, que él desconoce-, pero también charlamos de muchas otras cosas: de mujeres, por ejemplo, ambos con notorio entusiasmo, y de mi integración -o no integración- en la sociedad británica. Él es muy anglófilo; yo lo soy menos. Me insiste, con cierta brutalidad, en que, para ser aceptado por los ingleses, te han de ver como un igual, no como un parásito. Yo le respondo que, como parásito, dejo mucho que desear -en casi dos años, he concurrido, sin éxito, a numerosos puestos de trabajo y no he solicitado ningún beneficio social-, y que tampoco deseo ser igual a nadie: solo quiero ser yo, pero que, en cualquier caso, para alcanzar cualquier objetivo, te han de dar la oportunidad de lograrlo. Mientras hablamos, entra en la cocina uno de los cinco inquilinos que Janus tiene en casa. Así, alquilando habitaciones, obtienes ingresos extras. Es Mora, una becaria sueca que trabaja en la embajada de su país en Londres. Mora ha visitado Barcelona y Palma de Mallorca. Me pregunta qué más le recomiendo de España, y yo no vacilo en dirigirla a las capitales andaluzas, siempre que no sea en verano. Janus escucha impertérrito nuestro diálogo, pero yo me pregunto cómo consigue sobreponerse al nerviosismo que debe de causarle cruzarse todos los días por casa con alguien de las hechuras de Mora. A mí me provocaría un enorme desasosiego.

domingo, 26 de abril de 2015

Libro del desasosiego

Estoy releyendo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, en la espléndida edición de Acantilado, del añorado Vallcorba, con la no menos espléndida traducción de Perfecto Cuadrado. Lo leí por primera vez hace muchos años, siendo adolescente o, como mucho, postadolescente, en una de aquellas ediciones populares de Seix Barral, de papel amarillento, corroído por los ácidos. Pese a lo cochambroso de los materiales, el libro me entusiasmó. De hecho, esa es una de las piedras de toque de cualquier obra literaria: si se sobrepone a unas duras condiciones materiales, si la palabra brilla, más allá de la oscuridad física en la que se asienta, es que vale la pena. Durante estas semanas, la relectura ha despertado muchos de los recuerdos de aquella primera inmersión mía en el Libro del desasosiego. No habían desaparecido: simplemente, los habían sepultado sucesivas capas tectónicas de lecturas posteriores, y, ay, de años. Pervivía, no obstante, la certeza del deslumbramiento. Hoy, leo muchos pasajes y me recuerdo, de repente, hace tantas décadas ya, leyendo esos mismos pasajes con idéntico asombro e idéntica admiración. Por ejemplo, Pessoa suele demorarse en la descripción del cielo, los colores y la luz. Parece lógico en alguien cuyas únicas tareas diarias consistían en traducir cartas comerciales y escribir poesía. Su mirada es devanadora, o más bien desolladora, y sus escenas abruman por lo sofisticado de su percepción y los arabescos que es capaz de imprimir al retrato. Pessoa puede escribir algo como esto: "En el alto aire solitario, la luz de la luna es de un blanco ceniciento azulado tirando a un amarillo desvaído; que, sobre los tejados, diferentes y con desequilibrios de negrura entre unos y otros, dora unas veces de blanco negro los edificios sumisos, y otras inunda de un color sin color el encarnado castaño de las tejas en lo alto. En el fondo de la calle, abismo plácido donde las piedras desnudas se redondean irregularmente, no hay color salvo un azul que acaso venga del ceniciento de las propias piedras. Al fondo del horizonte será casi de un azul oscuro, diferente del azul negro del cielo del fondo. En las ventanas que golpea, es de un amarillo negro. Desde aquí, desde la cama, si abro los ojos que tienen el sueño que no tengo, es un aire de nieve transformada en color donde flotan filamentos de madreperla tierna. Y, si lo siento con lo que siento, es un tedio convertido en sombra blanca, oscureciendo como si unos ojos se cerraran sobre esa indiferenciada blancura". Qué bárbaro, qué tío. Leo algo así, y pienso que solo deberían leerse cosas así. ¿Qué sentido tiene dedicar el tiempo a Ildefonso Falcones, Paulo Coelho y los poetas de la experiencia, cuando existe Pessoa? Incluso si Pessoa no gusta, debería leerse: su literatura mejora hasta al discrepante. La maravilla de Pessoa se extiende a su análisis psicológico o sentimental, tan minucioso como sus descripciones: su capacidad para bucear en sus propias emociones -o falta de emociones- es prodigiosa. En la literatura contemporánea solo encuentro equiparable a Marcel Proust. Pessoa -en rigor, Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa, el heterónimo bajo el que compuso Libro del desasosiego- disecciona su conciencia con el bisturí de una prosa tan sostenida como precisa. Las frases, demoradas, telescópicas, caracoleantes, nunca pierden, pese a ello, fluencia ni claridad. Su luz, como un diamante inverso, dibuja una personalidad estoica, férrea en su nihilismo, atroz en su radicalidad. La portada de la edición que estoy leyendo es una fotografía de Pessoa: va por la calle con el sombrero calado, quevedos, bigotillo, una pajarita mustia, un traje arrugado, un cigarrillo en los labios y una mirada triste. Libro del desasosiego responde pasmosamente a esa imagen de anodinia y laxitud. Pessoa no cree en nada, salvo en el hecho irreductible de escribir y en sus sueños, que le permiten sobrevivir al aburrimiento de un trabajo que no cambia en una ciudad que no cambia, salvo al amanecer y al atardecer, cuando él radiografía el caleidoscopio infinito de la luz con esmero obsesivo. Todo lo demás le causa un rechazo visceral o una oposición intelectual, que no se manifiesta, sin embargo, en belicosidad o reivindicación algunas, sino en un apartamiento feroz, hecho de displicencia, una chispa de orgullo y otra de cinismo. En muchos pasajes Pessoa critica a quienes se entregan a la lucha social, al debate con los demás, a los otros, en detrimento de la contemplación de su propio ser, de la cohabitación incansable con el espíritu. En el fragmento 35 escribe: "Y un profundo y tedioso desdén por cuantos trabajan en pro de la humanidad, por todos cuantos se baten por la patria y dan su vida para que la civilización continúe... un desdén lleno de tedio por ellos, los que desconocen que la única realidad para cada uno es su propia alma, y el resto -el mundo exterior y los otros- una pesadilla antiestética, como un resultado en los sueños de una indigestión de espíritu. Mi aversión por el esfuerzo se excita hasta el horror casi gesticulante ante todas las formas de esfuerzo violento. Y la guerra, el trabajo productivo y enérgico, la ayuda a los otros... todo eso no me parece otra cosa sino el productor de un impudor (...) Y, ante la realidad suprema de mi alma, todo lo que es útil y exterior me sabe a frívolo y trivial ante la soberana y pura grandeza de mis más originales y frecuentes sueños. Esos, para mí, son más reales". Algo parecido -aunque no pretendo pasar por Pessoa, ni sería capaz de decirlo con tan rabiosa sutileza- siento a menudo ante la brega colectiva: uno observa los esfuerzos de tantos -por cambiar la política española, por acabar con el hambre en el mundo, por proteger a los animales, por dar ánimos a su equipo de fútbol en sus históricos encuentros con otros equipos de fútbol: todas causas legítimas, y las tres primeras, además, loables- y se siente invadido por un desinterés morrocotudo, por un cansancio infinito, aunque racionalmente comparta la necesidad de esos objetivos y la conveniencia de alcanzarlos. Cuando uno aún no ha conseguido desvelar la naturaleza de su ser, ni la razón de su existencia, ni la luz o, más probablemente, la oscuridad de sus adentros, ¿qué pasión puede albergar por tales ajenidades? Las causas, o, dicho con más propiedad, las Causas me descorazonan hasta la catatonia. Entregado a ellas, se diluye el yo, la razón personal y única, la maravillosa -y monstruosa- individualidad que constituye nuestro sola realidad en el mundo. Sé que algo así suena a egoísmo, a egoísmo descomunal, pero no puedo dejar de sentirlo. Y no estoy seguro de que no sea una forma distinta, y acaso más benigna, de abrazar al mundo: si todos nos entregáramos al cultivo de una conciencia tan a menudo erizada por lo inmaterial, acaso no habría corrupción, ni hambre, ni maltrato animal, ni equipos de fútbol en los que dilapidar nuestras escasas y, sobre todo, fugaces energías. Esta es otra de las grandes virtudes de Pessoa: sus posiciones éticas adquieren una dimensión estética; mejor aún: su estética es una ética. La elegancia de su desasimiento acaba siendo una toma de partido, un compromiso mucho más acérrimo que el de quien apoya una causa o se inmiscuye, a gritos, en la disputa social: hacer las cosas con elegancia es, casi siempre, hacerlas bien; ser elegante supone, también casi siempre, ser ecuánime y respetuoso. Y todo eso sin levantar la voz, porque, como también dice Pessoa, "el entusiasmo es una grosería" (más adelante puntualiza: "una opinión es una grosería, incluso cuando no es sincera"). Yo recordaba esta frase, que he citado en algún artículo, de mi primera lectura del Libro del desasosiego, y me ha alegrado reencontrarla (forma parte del fragmento 211). Igual que una escena también descrita en el libro: la de las escalas que oía tocar al piano a una niña del piso de arriba, cuando se estableció por primera vez a Lisboa. Aunque confieso que esto se me hace más difícil de digerir. Yo, que he sufrido a vecinos que tocaban el piano, no comprendo el melancólico estoicismo con el que Pessoa acepta esa tortura sonora. A veces, no obstante, uno se pregunta si esta nada que Pessoa parece feliz de encarnar, este encapsulamiento, interior y exterior, que pregona como la forma de vida más deseable, esta deliberada ausencia de amores, este monacato introspectivo y sombrío, no será una mera defensa ante la imposibilidad de alcanzar otra vida, otra realidad. Dan ganas de gritarle: "¡Sal, hombre!, ¡alterna y disfuta!, ¡búscate una novia (o un novio)!, ¡vete a bailar! ¡La vida es demasiado corta para que la pases así de triste!". Pessoa fue un gran insomne (y sus descripciones del insomnio en Libro del desasosiego sobrecogen por lo realistas y, a la vez, por lo poéticas). Y uno sabe, por experiencia, que el insomnio no es sino la infelicidad. Quizá, sí, Pessoa fue un gran infeliz, pero su libro es una fuente inagotable de felicidad para el lector: felicidad espinosa, tenebrosa a veces, como ha de ser la dicha que procure la literatura. A mí leer el Libro del desasosiego me llena de sosiego.

jueves, 23 de abril de 2015

Entrevista con Sergio Gaspar

El poeta, narrador y exeditor de DVD pero, sobre todo, buen amigo Sergio Gaspar ha tenido la generosidad de entrevistarme para su blog, "Frente a un laberinto sin entrada", alojado en la página web de Uno y Cero Ediciones. Más que una entrevista, ha sido una charla entre eso, amigos y colegas. Para quienes estén interesados en leerla, este es el enlace: http://sgaspar.unoyceroediciones.com/un-poeta-espanol-habla-de-inglaterra-eduardo-moga/.

martes, 21 de abril de 2015

Las víctimas, victimarios

Hace unos días leí en El País la inverosímil pero muy cierta noticia de que quince musulmanes que intentaban ganar la costa italiana en una patera habían echado por la borda a doce cristianos que viajaban con ellos, por una disputa religiosa. En África es repugnantemente común que la gente se mate por conflictos que tienen que ver con el Más Allá. En estos últimos tiempos, parecen ser los musulmanes los que se llevan la palma en asesinar, y sus víctimas son, indistintamente, otros musulmanes, los judíos -a los que todo el mundo ha matado desde antiguo- y cristianos, que sufren ahora la persecución religiosa, al igual que ellos la han practicado con entusiasmo durante siglos. Pero, en el caso del que daba cuenta el periódico, a la atrocidad conocida se sumaban las increíbles circunstancias en que se produjo. En un lanchón con un centenar de desgraciados, todos africanos, todos hambrientos, todos unidos por la tragedia del desarraigo y la patera, todos embarcados en una misma y mortal aventura, lo que hacen unos y otros no es ayudarse a sobrevivir, sino discutir sobre cualquier precepto idiota de sus respectivas fes y acabar unos con la vida de los otros. O quizá ni siquiera hubo discusión: puede que los musulmanes no soportaran la presencia de infieles en la embarcación y decidieran eliminarlos, como pretenden, en general, eliminarlos de sus sociedades. A los cristianos ahogados les cabe el consuelo del martirio, esa muerte por la fe que el Catecismo alaba, hasta el punto de constituir una vía privilegiada a la santidad. Y los mahometanos acaso se sientan satisfechos por haber dado cumplimiento a la Yihad, el mandato coránico que exige la erradicación de la increencia, lo que, a su vez, les despeja el camino a un paraíso lleno de huríes con poca ropa y siempre jóvenes, que tienen, en realidad, muy cerca, si la frágil barca en la que viajan decide naufragar y los abandona a su suerte en pleno Mediterráneo. Pero, a pesar de estos consuelos ultramundanos, el hecho del asesinato es bárbaro y, para cualquier persona que no haya dimitido completamente de la razón, incomprensible. Lo que llama poderosamente la atención en este caso es que la obcecación religiosa se haya impuesto a la desgracia compartida y a la solidaridad necesaria, es decir, que quien es víctima de una situación injusta -la miseria irredimible en sus países y el drama de la inmigración ilegal, que lleva a la muerte cada año a miles de personas, sin que ningún gobierno ni organización internacional sea capaz de evitarlo- se convierta, por una perversa inversión de la injusticia, en victimario. En realidad, no hay que acudir a los periódicos para comprobarlo. En la vida de una persona se constata con frecuencia ese abominable trastrueque. Cuando hice la mili, aquel secuestro legal que nos deparó a tantos españolitos inolvidables experiencias, uno advertía que quienes más se ensañaban con los nuevos reclutas eran aquellos soldados con los que otros soldados habían sido más crueles cuando ellos eran reclutas. El razonamiento que seguían, por llamarle de algún modo, no era el que parece más humano: ya que yo lo he pasado mal, y sé cuánto se sufre, voy a evitar que otros también lo pasen mal, sino: ya que yo lo he pasado mal, voy a resarcirme haciendo sufrir a los demás tanto como he sufrido yo. Así, el pollo al que habían obligado a limpiar las letrinas en calzoncillos, y del que se habían reído hasta el hartazgo haciéndolo saludar y desfilar ante los abuelos, también en calzoncillos (los calzoncillos, y todo lo que tuviera que ver con los órganos genitales, eran muy importantes en el ejército), se afanaba por volcar la bilis en los recién llegados, sometiéndolos a las más abyectas perrerías. Si uno se fijaba bien, en sus ojos brillaba entonces el fulgor de la venganza. Pero no solo en un espacio cerrado como el del cuartel -equiparable en esto a una cárcel o una secta- se observa el fenómeno de la victimización practicada por las víctimas. Yo recuerdo a un antiguo vecino, costarricense, padre de un compañero de guardería de mi hijo, que se me quejaba, cuando le estaba buscando colegio al suyo, de que la escuela pública que les correspondía por residencia estaba llena de inmigrantes. Aquel vecino era chaparrito, cetrino y de pelo muy negro y liso: sus antecedentes indígenas, quizá chorotegas o misquitos, eran obvios. Pero no era un cualquiera: tocaba en la orquesta del Liceo y era hermano de un destacado poeta de su país. Y era maravilloso advertir sus gestos de disgusto ante la perspectiva de que su retoño compartiera aula con moros, chinos, sudacas y negros. También recibí la visita, hace algunos años, de un viejo amigo del colegio que lleva viviendo 30 años en Israel, y que  vino acompañado por su actual mujer, una judía francesa. En la charla que tuvimos cenando, la señora manifestó entender a quienes sufrían una oleada migratoria y tenían miedo de que aquella invasión de extranjeros aplastase su cultura y borrara su identidad. "Hombre", contesté yo, "eso es lo que se ha dicho siempre de los judíos". Y a mi amigo le he oído decir en otras ocasiones que los judíos rusos de Israel son los peores -hasta huelen mal-, aunque los falashas etíopes no les anden a la zaga. Si sigo siendo amigo suyo es porque los vínculos establecidos en la infancia no se diluyen con facilidad, y porque, pese a la brutalidad de algunas opiniones, sus méritos exceden con mucho sus desvaríos racistas. El racismo es, en efecto, y por desgracia, un fenómeno universal: quienes lo sufren en un rincón del globo son muy capaces de practicarlo con una comunidad aún más desdichada que ellos. Haber sido víctimas del odio no nos inmuniza contra el oído: por el contrario, puede exacerbarlo. Al parecer, entre los maltratadores abundan quienes han sido maltratados. Si tu padre te pega, pues, tienes muchos números de que tú también pegues a tus hijos. La única forma de luchar contra esa semilla terrible es ser consciente de que existe, de que está en tu interior, y esforzarse por destruirla, o por lo menos controlarla, con la conciencia y la razón. La ira es, a menudo, una supuración de esa violencia enclavada en los adentros, y, como tal, no conoce cauces ni mesura. No hay que dejar que explote: hay que ahogarla recordando que todos somos débiles, que nadie merece el dolor, y que ya hay suficiente mal en el mundo como para que nosotros le añadamos el nuestro.

viernes, 17 de abril de 2015

Tedi López Mills

Asisto hoy, con mi amigo el escritor hispano-estadounidense Lawrence Schimel, a la lectura que hace la poeta mexicana Tedi López Mills en la Saison Poetry Library, un espacio privilegiado del Southbank Centre, cerca del London Eye. Y digo privilegiado porque una biblioteca pública exclusivamente dedicada a la poesía es un privilegio para cualquier amante de la literatura (y un sueño irrealizado en España, con la excepción, quizá, de la Fundación José Hierro de Getafe). Los fondos son amplísimos y los recursos materiales, envidiables. Tiene hemeroteca, un generoso sistema de préstamo, espacio infantil y abundantes medios informáticos. También ofrece gratuitamente información completa y actualizada sobre revistas (en Gran Bretaña hay casi 200), editoriales y encuentros de poesía. Y todo ello, en un edificio con cafés, terrazas e inmejorables vistas sobre el Támesis. A Tedi López Mills la conocí el verano pasado, en la lectura en homenaje a Octavio Paz organizada en Madrid por Aurelio Major. Ambos leímos poemas, pero solo yo, al parecer, reparé en ella. Cuando, al presentarnos, le preguntan si me conoce, responde: "No". Le recuerdo entonces nuestra coincidencia y ella se excusa: "Es que había tantos españoles en aquella lectura...". "Sí, eso es lo que pasa en Madrid: que hay muchos españoles", le respondo yo. El espacio habilitado para la lectura es la zona central de la biblioteca. Hay cincuenta sillas ocupadas y gente de pie. Yo le cedo mi asiento a Adriana Díaz Enciso, que también ha venido al acto. Por maravillosa suerte, Lawrence ha reservado tres plazas, así que nadie ha de aguantar de pie una lectura que se anuncia de una hora de duración. La presentadora es Sasha Dugdale, poeta a su vez y directora de Modern Poetry Translation, una de esas casi 200 revistas, dedicada a la traducción de poesía contemporánea. Observo que sesea un poco al hablar, como mi amiga Fiona Sampson. ¿Será el seseo una característica de las poetas inglesas? Otro rasgo de Sasha me llama la atención, y me escandaliza un poco: dobla el pico de las páginas de los libros para recordar dónde está leyendo. Doblar el pico de las páginas de los libros es un sacrilegio, y debería estar prohibido en un lugar como este, igual que no se permite fumar o hablar en voz alta. Pese a este execrable hábito, su trabajo con Tedi es diligente: dialoga con la poeta, que habla un inglés casi nativo, y subraya los elementos fundamentales del libro al que pertenece la mayoría de los poemas recitados, Death on Rua Augusta, un poemario narrativo, un thriller, de hecho, como especifica la escritora, para el que se inspiró en algo que vio en Lisboa: un turista alemán que cayó muerto en plena Rua Augusta. Siempre me han interesado los poemas narrativos, aunque estén muy lejos de lo que yo hago. La razón por la que me atraen es la misma por la que me atrae el poema en prosa: porque me obligan a adentrarme en la poesía de una forma distinta; porque desafían las estructuras poéticas que tengo interiorizadas. No descarto escribir una novela en verso, aunque, de momento, no he encontrado todavía la energía suficiente para acometerla. Acabada la lectura, Tedi, Lawrence, Adriana y yo nos vamos a cenar a un Pain Quotidien que, alabado sea el Hacedor, está delante del Southbank Centre: lo que menos nos apetece, ya de noche, con hambre y con frío, es caminar en busca de un lugar que no esté atestado donde refugiarnos. Al salir del edificio, en el ascensor, nos sorprende un gemido angustioso: es el propio ascensor, que suelta un "aaaaaahhh" lastimoso, casi tétrico. Se conoce que, al subir, profiere un "eeeeeehhhhh" entusiasta, más acorde con la esperanza y la ilusión de quien espera llegar a algún sitio. Entramos en el Pain, donde nos atiende una camarera de Palma de Mallorca. Nuestra comanda es la más laboriosa a la que he asistido nunca. Lawrence es vegetariano, celíaco, intolerante a la lactosa y mortalmente alérgico al pescado. Para demostrarlo, nos enseña una foto suya hecha quince minutos después de haber besado a alguien que había comido pescado: está hinchado como una bota. El diálogo que mantiene con la mallorquina para determinar lo que pueda comer de la carta es digno de un manual de física cuántica, con una pizca de Tip y Coll. A la complejidad del intercambio contribuye afanosamente Tedi, que duda entre las muchas viandas, sus guarniciones y complementos. Yo opto por algo sencillo: sopa, salmón y cerveza. La charla pasa pronto del chisme al despellejamiento. No hay nada más divertido -ni más frecuente- en una conversación entre escritores, a sabiendas de que, cuando sean otros los escritores que se reúnan, el despellejado puede muy bien ser uno mismo. Cuando el diálogo recae en una prolífica novelista catalana que Lawrence ha traducido, nos enteramos de que ha publicado más de 50 libros. Tedi exclama entonces: "Será malísima". Lawrence responde, sombrío: "Pues yo he publicado más de 100". Ha sido una cagada gloriosa. Poco después, Tedi vuelve a demostrar que yo no he constituido para ella, hasta el momento, una figura digna de atención. Lawrence me pregunta por mi edición de Whitman, y Tedi se interesa también por ella. Les digo que ya se ha publicado, con, ejem, bastante éxito. Entonces Tedi vuelve a exclamar: "¡Ah, claro! Vi la reseña en El País". "Pues sí", le aclaro yo, "yo soy el traductor del libro, como decía la reseña". Nos despedimos, por fin, y yo acompaño a Tedi en el metro hasta Victoria, donde me bajo; ella sigue hasta Baron's Court. Charlamos sobre hijos, maridos y presidentes de república. Pero no estoy seguro de que, pese a todo, esta vez se haya fijado en mí. 

miércoles, 15 de abril de 2015

La Feria del Libro de Londres y algunos poetas mexicanos

Se celebra estos días la Feria del Libro de Londres, cuyo país invitado es México. Acudo hoy a la charla entre Tedi López Mills y Pedro Serrano -al que conozco desde hace tiempo, del que he reseñado varios libros y con el que he colaborado en el Periódico de Poesía de la UNAM-, pero, al cruzar la entrada del edificio Olympia, en Kensington, donde se desarrolla la Feria, me doy cuenta de que he cometido un error de principiante: la entrada no es gratis; por lo menos, el vestíbulo no tiene pinta de que la entrada sea gratis: mostradores infranqueables, controles de acceso, tarjetas identificativas al cuello, azafatas muy compuestas. Con cara de no saber muy bien de qué va la cosa, le pregunto a una de ellas si la entrada es gratis. Me responde que no: cuesta 50 libras, pero sirve para todos los días de la Feria, que son dos. No puedo reprimir una carcajada. La azafata me mira con una expresión reprobatoria, mientras yo aplaco, a duras penas, las convulsiones de la risotada. Le doy las gracias y me voy. Como me sobra tiempo hasta el próximo acto -una lectura de poetas mexicanos en un local en el que me consta que no cobran por entrar-, me tomo una pinta de sidra -la sida de barril es excelente en Inglaterra- en el "Tres reyes famosos", junto a la estación de West Kensington, y leo El País. A la hora prevista, Ángeles y yo ocupamos nuestros asientos (salvando un reguero de whisky que corre por el suelo desde el asiento de delante; sabemos que es whisky porque, cuando le hago notar a Ángeles la presencia de aquel sospechoso liquidillo, la señora del asiento de delante nos lo especifica en español de Querétaro: está claro que aquí no podemos confiar, como hacemos a menudo, en que no nos entiendan) en el Rich Mix Arts Centre, en Bethnal Green. Nada más llegar, nos hemos dado cuenta de que ya habíamos estado aquí, para asistir a otra lectura de poesía, pero yo me había equivocado de día. Esta vez no ha habido error, y enseguida reconocemos a algunos amigos. Pedro Serrano, por ejemplo, que me ve a mí antes que yo a él: "¡Eduardo!", grita, y yo me siento conmocionado por que alguien, en una sala apartada de Londres, me conozca y me llame por mi nombre. Charlamos un rato, antes de que yo salude a Adriana Díaz Enciso, mi amiga londinense-mexicana, que es la que nos ha hecho llegar la invitación al acto. Le pregunto por Rocío Cerón, otra de las poetas participantes, a la que conocí en casa de Ana Franco Ortuño, en mi última visita a México. La saludo también, y me dice que ha sabido de mí últimamente por José María Cumbreño. Yo le cuento que acabo de ver Chema en Cáceres en Semana Santa, y que me ha regalado, junto con otros muchos títulos -las ediciones liliputienses serán liliputienses, pero son muchas-, un ejemplar de su poemario Borealis, con unas espléndidas cubiertas azules. "Moradas", me corrige. Cuando empieza la lectura, cuyo título es Enemigos, como el de la antología en la que se reúnen estos y otros poetas mexicanos, traductores y, al mismo tiempo, traducidos por poetas ingleses (aunque la portada del libro no parece representar a ningún enemigo: un hombre y una mujer se chupan la lengua el uno al otro), constatamos que será también una suerte de happening o representación. Aquí esto se estila mucho: nada de meras recitaciones, tan a menudo eucarísticas -y, por lo tanto, soporíferas-, sino actuación, interpretación, teatro. La primera poeta convocada, que atiende por el aliterativo nombre de Amanda de la Garza, y que es una mujer muy hermosa, no ha podido asistir al acto, pero ha enviado un vídeo en el que lee sus poemas, de vivaz textura social. Lo hace con la voz y la imagen deliberadamente desajustadas, y mezclando el español y el inglés. Su contraparte británica, S. J. Fowler -que funge asimismo de presentador, aunque su pronunciación de los nombres de los invitados no esté a la altura de las circunstancias: Cerón es "Cherón" y Boullosa es "Bulosa"- acaba su intervención arrancando a mordiscos las hojas del libro que ha leído, haciendo una pelota con las páginas rotas y metiéndosela en la tripa, debajo de la camisa: será que la poesía es deseable como un manjar, y preña a la gente. (Es curiosa esta querencia por la destrucción metafórica de la poesía: en otra velada literaria, en Caracas, hace algunos años, también asistimos a un acto parecido, aunque entonces la palabra "poesía", dibujada con arena en el escenario, era borrada con un aspirador, que, por cierto, se estropeó en plena escena). Adriana Díaz Enciso lee con Fabian Peake, y ambos lo hacen solo en inglés. Una parte de su actuación consiste en recitar cada uno un poema distinto, simultáneamente: los versos se entrecruzan en una estimulante urdimbre verbal, en la que destaca el espíritu clásico de la poesía de Adriana, su imaginería densa y, a la vez, depurada. Carmen Boullosa actúa a continuación, con Nell Leyshon. Su intervención es la más tradicional de todas: leen alternadamente, sin entrelazamientos ni histrionismos. Por fin, Rocío Cerón y Holly Pester -cuyo apellido no es nada incitante: pester significa, en inglés, "fastidiar", "incordiar"- cierran la velada con una intervención netamente fonética o, como se le llama en España, polipoética. Ambas leen sus poemas (aunque no estoy seguro de que lo que hagan sea leer) como piezas dodecafónicas, pura descomposición rítmica del lenguaje, mero sonido, arenoso, brincante, renqueante. El efecto es, a veces, saludablemente cómico. El idioma se revela en sus labios como la materia constructiva que es: advertimos la argamasa de las sílabas, las poderosas inflexiones de los acentos y las pausas, la naturaleza arquitectónica de las letras y hasta del silencio. Esta poesía resulta especialmente impactante en inglés, monosilábico y oclusivo: Pester -una inglesa chiquita, de copuda cabellera rubia, que viste unos tenis fucsias- declama los versos como si golpeara: su garganta parece un mallo. Concluido todo, Adriana nos invita a acompañarlos a un local donde hay "más mexicanos". "¿Todavía más?", pregunto yo. Declinamos la invitación, pero no por la abundancia de mexicanos, sino porque es tarde, estamos lejos de casa y mañana los dos tenemos que trabajar.

martes, 14 de abril de 2015

Brujas y viejas

Ya de vuelta en Londres, aún no me he desprendido de la nostalgia de España y decido combatirla (o más bien alimentarla) visitando la exposición The Witches and Old Women Album ("El álbum de las brujas y las viejas"), de Goya, en la Courtauld Gallery. Hace un día de perros, pero eso no me disuade de salir: si uno hubiera de quedarse en casa por el frío y la lluvia, se convertiría en un monje. Cojo, pues, el metro, bajo en Temple y llego a Somerset House, en el Strand, donde se encuentra la Galería. Hay mucha gente -la Courtauld es uno de los museos más visitados de Londres: tiene, entre otras cosas, una colección impresionante de impresionistas-, pero eso es algo a lo que aquí no hay más remedio que acostumbrarse: las multitudes lo acompañan a uno allí donde vaya. En la Galería, me esperan algunos desafíos: el precio de la entrada, como ya suponía, y la consigna. La ropa se deja aquí en unas taquillas que funcionan con monedas y clave de seguridad. Consigo cerrarla después de siete intentos, cada uno de los cuales me hace sentir más idiota que el anterior. Cuando lo dejo todo a buen recaudo en el interior de la caja, siento una alegría pueril, la misma que de niño experimentaba en las raras ocasiones en que era capaz de manejar con acierto los complejos aparatos del mundo contemporáneo, como los botones de la cabina del laboratorio de idiomas del colegio. Pero inmediatamente ensombrecen esa alegría algunas sospechas ominosas: ¿seré capaz de recordar el número que he introducido para cerrar la taquilla? y, sobre todo, aun recordándolo, ¿seré capaz de abrirla? Me despido con la inquietud con que uno dice adiós a las maletas que ha facturado en el aeropuerto y que se alejan por la cinta transportadora, en dirección a los inframundos aeroportuarios, o a los envíos por correos, pero ahora ya no hay vuelta atrás: me preocuparé por recuperar mis cosas cuando haya visto a Goya. "El álbum de las brujas y las viejas" reúne los dibujos que Goya hizo, con este tema y bajo este título, entre 1819 y 1823. Esta reunión tiene su mérito, porque las obras que lo integraban, como las de otros muchos álbumes suyos, se habían dispersado a la muerte del pintor. Hoy pueden apreciarse tal como Goya las había imaginado y dispuesto en los mismos años de sus pinturas negras. En "El álbum de las brujas y las viejas" se mezcla, muy hispanamente, lo satírico y lo diabólico. La expresión delirante y tenebrista recuerda al mejor -es decir, al peor- El Bosco, y pienso que la modernidad de un autor se mide, sobre todo, por su apartamiento de los cánones de su época. Goya, como El Greco, se adelanta al surrealismo -un onirismo plagado de pesadillas recorre esta obra- y al expresionismo. Los dibujos de Goya podrían haber sido hechos hoy mismo: sus trazos torturados, doloridos, claroscuros, se alejan de cualquier preciosismo y describen una realidad fiera. Su realismo es atroz, porque no es solo realismo: es también idealidad desgarrada y expresión crítica. Los paisajes humanos de Goya incorporan -materializan- sus propios paisajes interiores: su angustia por un país atormentado, su dolor, su sentimiento de asco y soledad. Las viejas desdentadas y calvas que pueblan sus láminas están llenas de vigor: su fealdad, como la de la nación, es robusta; sus mentones prominentes demuestran resolución, y sus cuerpos, envueltos en sayones harapientos, una coquetería repulsiva. Estas figuras lamentables, que revelan la pobreza y el atraso del país, cobran a menudo perfiles demoníacos: en "Mala muger", por ejemplo, una bruja horrible se dispone a comerse a un bebé. También menudean las locas y las celestinas, todas partícipes, como las hechiceras, de ese mundo espeluznante que denuncia el autor de Los fusilamientos del dos de mayo: unas hacen locuras; otras remedan hímenes, prescriben pócimas y dictan ensalmos. No obstante, los dibujos no solo se refieren a la chusma anónima: algunos leyendas aluden a personajes encumbrados de su época, como Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, valido de Carlos IV y muy válido también para atender los deseos insatisfechos de su augusta esposa, María Luisa de Parma. Muchos dibujos parecen inacabados: contienen manchas, sombras, cuerpos bosquejados, entrelazamientos difusos. Pero quizá fuese este inacabamiento, precisamente, lo que quería transmitir Goya, para reflejar la imperfección, la incomprensión, de lo representado. Muchos de los personajes esbozados parecen flotar en el aire. No hay suelo: brujas y viejas se retuercen en una nada que subraya sus perfiles siniestros. Ningún paisaje, ningún ornato, endulza esa visión pavorosa: los detalles de la ropa, las mueca de las sonrisas, los dedos como garfios, se destacan en una maraña de movimientos estáticos, cuyo propósito no está claro, pero no es, en ningún caso, tranquilizador. En muchos dibujos, una bruja o una vieja lleva a otra, o a otras personas, a la espalda: el mal acarrea nuevos males, parece sugerir Goya; el mal se transmite y reproduce; el mal arrebata a la gente y la conduce a la oscuridad. Me llama la atención la presencia de "El sueño de la razón produce monstruos", el célebre capricho del pintor, que data de 1799. No llego a averiguar si es el original o una copia añadida a la exposición para ilustrar la ilustrada cosmovisión goyesca. En cualquier caso, sufro una revelación. Yo siempre había interpretado el lema de este dibujo como una paradójica afirmación de los derechos de la fantasía: para mí, era el sueño de la razón, es decir, la propia actividad racional, su vuelo incontrolado por la mente, la que producía monstruos. Goya se adelantaba, así, a mis ojos, una vez más, a su tiempo, y reivindicaba el lado imaginativo de la existencia, frente al imperio de una inteligencia insuficiente y perversa. Hoy, sin embargo, entiendo paladinamente lo que el aragonés quería decir, y que es tan simple como que, cuando la razón duerme, es decir, cuando está ausente, se despiertan los monstruos de la irracionalidad, que son los que dañan al hombre. Me siento casi tan idiota como al cerrar la taquilla. Lo que, por cierto, me recuerda que la Galería ya cierra y que, por tanto, ha llegado el momento de volver a enfrentarme con ella. Para mi sorpresa, no he olvidado el código y la abro en un santiamén. Será que la lucidez de Goya, plasmada en tantas figuras oscuras, me ha impregnado. Hoy ha sido un día lleno de revelaciones. Y eso que no ha dejado de llover.

viernes, 10 de abril de 2015

Extremarte y los paisajes interiores de José Antonio Marcos


Ayer participé en un acto singular, en el marco de unas actividades más singulares todavía. Fue la inauguración de la exposición de fotografía «Paisajes interiores. Imagen & Palabra», del placentino José Antonio Marcos, cuyas fotos iban acompañadas por extractos de algunos poemas de El desierto verde, publicado por la Editora Regional de Extremadura en 2012. Es una muestra breve –de ocho piezas– de un conjunto mayor al que José Antonio querría dar forma de libro. Tanto sus imágenes como mis poemas se inspiran en el paisaje de la Sierra de Gata, donde está enclavado Hoyos, el pueblo en el que vive él y paso yo temporadas cada vez más largas; un espacio agreste y contradictorio, en el que se conjugan la sequedad y la lluvia, la exuberancia y el vacío. Y todos son, en efecto, «paisajes interiores»: proyecciones del paisaje de la conciencia en el paisaje del mundo. Sus fotografías reflejan muy bien esa transformación contemporánea de la representación, que ya no persigue la mímesis aristotélica, la reproducción fiel de la naturaleza, sino la expresión del yo que la contempla, del ser que la vive. También mis poemas utilizan el pretexto de la naturaleza para bosquejar sus propios perfiles, para articular sus luces y sus sombras. José Antonio ha dibujado, con el pincel de la lente, un mundo en blanco y negro, cuya ausencia de color esencializa las imágenes: las reduce a sus más puros y significativos huesos. Su paleta fotográfica exhibe también luces y sombras, limítrofes pero difusas, individuales pero entrelazadas: la plata tenebrosa de los bosques, la penumbra pálida de los cerros, la claridad ennegrecida de los ríos, pueblan rectángulos tan reveladores como inquietantes. También los espejos abundan en sus composiciones. Espejos naturales, claro: siluetas de árboles que se reflejan en cursos de agua, o líneas del horizonte a las que se superponen otras, y más allá de estas, otras, y más allá, otras, todas enhebradas por la niebla. Lo especular sugiere en estos «Paisajes interiores» el desdoblamiento –o la dislocación– de la conciencia moderna: un asunto tan peliagudo para la psique como fecundo para el arte. La inauguración tuvo lugar en el Instituto de Educación Secundaria Obligatoria «Valles de Gata», de Hoyos, dentro del programa «Extremarte. Proyecto para la musealización del IESO de Hoyos», gracias a la iniciativa de uno de sus profesores, Manuel Pascual, y a la colaboración de muchos otros del mismo centro. «Extremarte», que va ya por la sexta edición, lo que acredita la solidez del proyecto y el empuje de sus promotores, acoge cada año, coincidiendo con el curso escolar, exposiciones de pintura, artes plásticas, fotografía y literatura, y lo hace con un criterio rector, la diversidad, que se explicita, en los folletos informativos, con una frase de Bakunin: «La uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida». La afirmación resulta algo taxativa, pero se me hace simpático que uno de los príncipes de la acracia figure en la publicidad que circula por un instituto de enseñanza media. En la actual edición, han pasado por «Extremarte» artistas y poetas como María Jesús Manzanares, Raquel Román, Pedro Geraldes, Soledad Vidal, Bomonk, Ángel Álvarez de Sotomayor y, hoy, José Antonio Marcos y yo mismo. Las inauguraciones no solo instalan las obras en el Instituto, con el enriquecimiento que ello supone para sus alumnos, sino también, y no es menos importante, una ocasión para que la gente de Hoyos, y de toda la Sierra, comparta los estímulos y los placeres de la cultura, y se relacione en un contexto especial, no limitado a las grisuras de las cotidianidad. Ayer me sorprendió el mucho público presente en el acto: casi una cincuentena de vecinos, un éxito rotundo si lo comparamos con las doce o quince personas que suelen asistir, en el mejor de los casos, a actos de estas características en ciudades como Madrid o Barcelona. Disfrutaron, me parece, con las fotos (y espero que también con los versos), y escucharon con atención nuestras breves presentaciones. Luego charlamos todos con todos. Las conversaciones se complementaban opíparamente con las croquetas que Toña, la mujer de José Antonio, había preparado para la ocasión, aunque yo, ay, no probé ni una, como tampoco su marido, aunque él sí alcanzó a devorar dos aceitunas: estábamos demasiados ocupados atendiendo a la gente; y así suele sucede siempre: a los protagonistas de la velada pocas veces se acuerda nadie de acercarles una copa de cava o, mejor aún, un pincho de tortilla. Me sorprendió gratamente que hubiera varias personas interesadas por El desierto verde. Una, Susana, madrileña establecida en la Sierra, mujer amabilísima y traductora técnica durante muchos años, lo había adquirido por Amazon, porque no había encontrado modo de comprarlo en librerías y ni siquiera de conseguirlo de la propia Editora Regional de Extremadura; y allí lo tenía, listo para que se lo firmara. Otra, Eva, asimismo encantadora, profesora de lengua y literatura en el Instituto, responsable de su biblioteca y crítica literaria, mostraba igual inquietud por la falta de acceso al libro. Ante su interés, me comprometí a enviarle un ejemplar: creo que todavía me queda alguno en Sant Cugat. La distribución sigue siendo el eslabón débil de toda la cadena editorial, en particular de los sellos institucionales, por interesante que sea su catálogo, como en el caso de la ERE. Los libros publicados por ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas difícilmente entran en el mercado. Por el contrario, muestran una deplorable tendencia a no salir de sus almacenes. No obstante, resulta doloroso que la ERE no disponga de un sistema de distribución eficaz en la propia comunidad, esto es, que los libros no lleguen, como mínimo, a las principales librerías de Cáceres, Badajoz, Mérida y Plasencia (y de Madrid, y de Barcelona, y de Sevilla), ni a la amplia red de entidades culturales públicas y privadas: universidades, colegios e institutos, bibliotecas, museos, casas de cultura, aulas de letras, clubs de lectura. No costaría mucho hacerlo, me parece, como tampoco establecer, incluso, algún sistema de venta directa a través de la página de la propia ERE. Además de con lectores, o más bien lectoras interesadas, estuve charlando también con Sara Fontán y su marido Luis, que tuvieron la amabilidad de viajar desde Cáceres para asistir al acto. Sara es la directora de un medio de comunicación imprescindible, Sierra de Gata Digital, atento siempre a cuanto sucede en la comarca, y redactado con entusiasmo y profesionalidad; con Luis, profesor de la Universidad de Extremadura, proseguimos una antigua conversación, iniciada cuando presenté El desierto verde en Cáceres, sobre la plausibilidad de la metaliteratura. A él no le convence como asunto de la poesía; yo, en cambio, creo que no hay, ni puede haber ya, arte contemporáneo que no hable, en alguna medida, de sí mismo. Estoy seguro de que continuaremos discutiendo de ello en futuros encuentros.

jueves, 9 de abril de 2015

Cosas que pasan en los pueblos

La gente coge agua de la fuente. Un señor y su señora alinean garrafas de plástico blanco en el suelo y las colocan, una tras otra, debajo del caño del abrevadero. El chorro que cae es grueso como una maroma. Pero es una maroma transparente.

Los pájaros cantan. Cantan a todas horas, cantan muchos, cantan por todas partes. En el patio de casa los trinos se enmarañan como bolas de sonido que rebotaran por el aire. Debe de haber algún nido en el tejado, o en el patio vecino. Están en celo, me dice una amiga. Es un celo frenético, hermosamente inhumano.

Un joven, acodado en la barra del bar, da conversación a otros paisanos. Cetrino de piel, camiseta proletaria, colilla en los labios. Por lo que cuenta, es albañil. Narra con detalle un problema que tuvieron con los ladrillos en la última obra en la que ha trabajado. Los demás atienden con escaso interés; más bien desatienden. Pero él sigue hablando, y pasa de las peripecias de la construcción a las de su familia, y de estas, a las de gente del pueblo, y de estas a las del último partido del Madrid. Por su abandono relajado, por su familiaridad con los objetos y las caras, por la comodidad con la que se toma el coñac y el café, se diría que vive aquí. En los Estados Unidos sería un barfly. Aquí es un barfly del Jerte. Cuenta un chascarrillo que hace que él mismo y sus oyentes se tronchen de risa. Pero yo nunca me he reído con el humor de los pueblos.

Por la calle, alguien grita: «¡Me cago en Dios!». El juramento rebota en la pared de la iglesia. Un contertulio sonríe; otros no mueven ni una ceja. El blasfemo, oscuro, rectangular, fuma.

Pasan caballos por las calles empedradas. No los veo: desde mi buhardilla, solo los oigo. El toc toc de los cascos en los adoquines me recuerda el repicar hueco de las mitades de coco con las que, de niños, los profesores nos hacían imitar el paso de los caballos por las calles empedradas.

Una señora muy mayor lleva sendas bolsas del supermercado en las manos y otra en la cabeza. Antes, en la cabeza debía de llevar una alcuza, una jarra de agua que habría llenado en la fuente, o un fardo; hoy es una bolsa del supermercado. Se para un momento y deja las bolsas, las tres, en el suelo. Respira. Tiene el pelo blanco. Luego vuelve a ponerse una en la cabeza, que se sostiene con la airosidad de una garza, y a coger las otras dos con las manos, y sigue su camino.

En todas las casas del pueblo han puesto ramas y hojas de palma. Es Domingo de Ramos. Al salir a la calle, me encuentro una ramita muy breve en la manija de la puerta y otras más grandes en las dos ventanas. Me da rabia que la ramita de la entrada sea ridícula en comparación con la del vecino, a quien le han puesto media palmera. De niño, mis padres me endomingaban de marinerito y me llevaban con una palma a saludar por las calles la llegada del Señor. Recuerdo el color marfil de aquellas palmas y su olor liso, repeinado. También, que la base quedaba chafada, de tanto golpear con ella las aceras y el asfalto.

Alguien me saluda efusivamente por la calle. «¡Hombre! ¿Ya por aquí?», me pregunta con perspicacia. «Pues sí, ya ves», respondo yo, con no menor agudeza. «¿Y qué tal la familia?». «Bien, muchas gracias. ¿Y la vuestra?». «Estupenda. El mayor ya está en Bachillerato, y Margarita ha aprobado las que le habían quedado. Y este verano se van a ir a Inglaterra, a aprender inglés». «Ah, cuánto me alegro». «Pues nada, a ver si nos vemos estos días. ¿Os vais a quedar mucho?». «Un par de semanas». «Hala, un abrazo a todos». «Sí, lo mismo digo». No tengo ni idea de quién es.

Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia. Es un entrechocar córneo y acelerado: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac. Extremadura es la comunidad de España, y una de las regiones de Europa, con mayor densidad de cigüeñas. Están en las espadañas de las iglesias y las ermitas, en los tejados de las casas, en las torres de la electricidad, en los pináculos de los puentes y los palacios. Los nidos de las cigüeñas, que ellas acrecen incansablemente para proteger a la nidada, pesan lo suyo, y pueden hundir un techo. Pero son intocables: los ecologistas prefieren una casa perjudicada que una cigüeña ahuyentada. Las cigüeñas solo forman una pareja a lo largo de su vida: son monógamas, como los católicos. Quizá por eso les gustan tanto las iglesias. Y crotoran: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac. A veces, el ruido de sus picos se mezcla con el caminar de los caballos por el pueblo.

Las campanas tocan a muerto: es un redoble lento, espaciado, que conviene a un día como hoy, inglés: golpea mansamente las nubes y nos llega amortiguado por su algodón plomizo. Recuerdo las campanas de niño, en Azanuy: el sobresalto del repicar de incendio («¡Fuego! ¡Fuego!», gritaban los hombres que corrían por la calle hacia no sabía dónde), la urgencia creciente de los toques de misa («¡El segundo toque!», apremiaba mi abuela, acabándonos de peinar y anegar de colonia; al tercero debíamos estar entrando por la puerta de la iglesia) y el doblar dolorido por los muertos. Yo nunca sabía quién había fallecido –como tampoco lo sé hoy, en Hoyos–: averiguarlo suponía una espera estemecida. Aunque luego aprendí, con John Donne, que las campanas no doblan por los muertos, sean quienes sean: doblan por todos, doblan por nosotros, doblan por mí.