martes, 30 de junio de 2015

Las banderas y Lo que el viento se llevó

Lo confieso: tengo una bandera confederada en casa. Más aún: está colgada en una pared, al lado de otra, estadounidense. En realidad, quien las tiene colgadas es mi hijo, pero no puedo ni quiero eludir mi responsabilidad: las banderas son mías. Me las regalaron mis amigos americanos cuando viví en Atlanta, hace ya muchos años. Si Álvaro las ha desplegado ahora en su cuarto es porque son un poco friquis, sobre todo la confederada (el friquismo ejerce una atracción irresistible en los adolescentes), y porque dan mucho color a una habitación por otra parte de paredes blancas y aire anodino. Cada vez que la veo, arrugada y un poco deshilachada, pienso en el debate que se ha abierto en los Estados Unidos a raíz del asesinato de varios negros en una iglesia de Carolina del Sur por parte de un racista blanco que se había fotografiado, antes de entrar disparando en la iglesia, junto a la bandera rebelde. El debate se ha agudizado con este crimen, pero no es de ahora, sino que lleva tiempo instalado en la sociedad estadounidense. Muchos defienden que la bandera confederada es un símbolo de la esclavitud y el racismo de aquello por lo que murieron, en la Guerra Civil, más de medio millón de norteamericanos y sostén ideológico, todavía, de los descerebrados del ku klux klan y otras hordas de tarugos como el que acaba de acribillar a nueve compatriotas. Por eso, dicen, habría que erradicarla de la vida del país, empezando por suprimirla de las banderas de los estados donde todavía campea. Pero hay que decir que en algunos ya ha cambiado. Cuando viví en Atlanta, el estado del que es capital, Georgia, lucía en su enseña una hermosa bandera de batalla de la Confederación, a la que se superponía, en el costado del asta, una franja azul marino con el escudo del estado. Esa bandera fue sustituida, ya en 2001, por otra sin las aspas de San Andrés. Y debo decir que la primera me parecía mucho menos aburrida que la segunda. Las banderas atesoran un gran capital simbólico: encarnan valores. En España, donde las guerras de banderas son habituales, sabemos mucho de eso. Nada más gratificante para el español recio que sacudirle en la cabeza al vecino con los valores representados por el pabellón patrio o, mejor aún, con el propio pabellón, sobre todo si le aciertas con la parte de la madera. (Lo cual ha sucedido literalmente: recuerdo hace años una manifestación en Madrid en la que se le atizó a Pepe Bono en la cocorota con una bandera española, por rojo y antipatriota). Y, cuando las banderas no están envolviendo los cuerpos o los cadáveres, o abatiéndose sobre el enemigo, o decorando muchos metros cuadrados del escenario donde un joven líder político ora magnamente a la nación, tienen tendencia a colgarse de los balcones, como los murciélagos. En España te descuidas y ya te ha crecido una bandera en la terraza de al lado. Yo creo que a las banderas hay que dejarlas en paz, para que ellas nos dejen también en paz a nosotros. La bandera de la Confederación identifica, es verdad, a un conjunto de estados en los que el trabajo esclavo constituía la base de la economía productiva (aunque la esclavitud también estaba presente en el resto del país: muchos norteños explotaban el trabajo negro), pero asimismo representa un modo de vida que no se limitaba al drama de la esclavitud, y que tenía hondas raíces autóctonas, africanas y europeas. También expresa la lucha abnegada y la muerte de muchos americanos que no eran propietarios de esclavos por defender esa tierra y ese modo de vida. Las banderas transportan historia, con sus luces y sus sombras, con su generosidad y su avaricia, con su entrega y su sangre: eliminarlas supone oscurecer la historia. Yo, desde luego, no pienso obligar a Álvaro a descolgar las aspas de la Confederación de su cuarto, aunque tampoco dejaré de contarle nunca que bajo esas aspas (y también bajo las barras y estrellas vecinas), como bajo todas las banderas del mundo, se cultivó el sufrimiento humano (y también el altruismo). No solo me mueven razones sentimentales: si finalmente la bandera se proscribe en los Estados Unidos, quizá se convierta en un artículo precioso y, por lo tanto, quizá pueda sacar un buen precio por ella. El debate sobre la conveniencia de mantener la bandera de la Confederación se ha extendido a otros símbolos —así se consideran— de ese Sur esclavista y retrógado. Por ejemplo, la película Lo que el viento se llevó, uno de los grandes clásicos del cine, en la que los detectadores profesionales de fallas morales advierten una idealización romántica del esclavismo y una defensa de los valores —elitismo, autoritarismo, discriminación— contrarios a la República. Prohibir la proyección de Lo que el viento se llevó —basada en la novela homónima de Margaret Mitchell, ganadora del Premio Pulitzer— y quizá, no lo sé, hasta destruir las copias y filmaciones existentes, equipara a los promotores de la medida con los que han dinamitado los Budas de Bamiyán o las ruinas de Palmira. Censurar las obras de arte porque no se adecuan a nuestros criterios morales constituye una aberración moral y un crimen. Además, si se aplicara la medida con rigor, implicaría privar al género humano de prácticamente todo el arte que ha producido: debería empezar por prohibir la Biblia, cuyo Antiguo Testamento rezuma sangre, destrucción y homofobia; continuar por la literatura y el arte medievales, misóginos e irrespetuosos con las creencias religiosas que no fuesen el cristianismo; seguir con Shakespeare, violento y anticristiano, y Cervantes, en cuyo Quijote, como observó Nabokov, solo hay crueldad y apaleamientos; continuar con Proust, que era un sodomita abominable, además de un snob antidemocrático; y, por supuesto, no podríamos olvidar en la lista de este nuevo y casi inacabable Index Librorum Prohibitorum a todos los fascistas que han tenido la mala suerte de escribir buena literatura: Knut Hamsun, Martin Heidegger, Ezra Pound, Louis-Ferdinand Céline, Mircea Eliade y César González Ruano, entre muchos otros. Condenar el arte pasado porque no se compadece con nuestra visión actual del mundo es tan obtuso como borrar los recuerdos de quienes fuimos antes de ser quienes somos (o quizá para ser quienes somos), amputar la historia y el pensamiento humanos, renunciar al producto genuino de nuestro espíritu en cada época, en cada momento, de esta aventura inverosímil que es la existencia en la Tierra. Curiosamente, Lo que el viento se llevó contribuyó a la lucha contra la discriminación racial en los Estados Unidos: fue la primera vez que una actriz negra, Hattie McDonald, ganó un Óscar. Y, además, es la película favorita de mi madre. Yo quiero seguir viéndola.

sábado, 27 de junio de 2015

De paseo por Southwark

Hoy nos apetece visitar Southwark, uno de los barrios más interesantes de la ribera sur del Támesis. Nuestra excursión, no obstante, empieza a la vuelta de la esquina. Como salimos tarde de casa, nuestra primera parada es para comer. Y lo hacemos en Capitán Corelli, una pizzería familiar, regentada por gente de los Abruzzos. Alguien me ha dicho que el restaurante pertenece a la mafia, pero de momento no he visto entre el personal a nadie parecido a Luca Brasi, ni que sirvan bistecs de cabeza de caballo, sino a una matrona muy sonriente que prepara unos filetes de atún con tomate igualitos que los que hace mi madre y unos tallarines con frutti de mare que resucitarían a un muerto, incluso a uno asesinado por la mafia. El sitio es cutre hasta decir basta, pero de una cutrez mediterránea que nos resulta simpática, que es, hasta cierto punto, nuestra: las garrafas de vino y los tarros de pasta en los estantes, las fotos descoloridas de paisajes italianos o de Anita Ekberg luciendo una pechera gloriosa en la memorable escena de la Fontana di Trevi, de La dolce vita—, las medallas de alguna virgen transalpina colgando del techo, las mesas desparejadas, las sillas incómodas y las servilletas de papel: todo nos recuerda a las tascas españolas, a los figones aturullados y guarros, donde comer recupera el sentido primitivo pero esencial que alguna vez tuvo. Hoy nos zampamos unas albóndigas sobrenaturales, regadas con un chianti delicioso. En todo reconozco la mano de Dios. Con el papo lleno, nos montamos en un 344 que nos llevará hasta Southwark. Pero no, no nos llevará: el viaje se interrumpe abruptamente. El conductor anuncia, en una parada, que allí termina el trayecto, y que, para continuar, debemos cambiar de autobús. Por qué nos deja tirados así es un gran misterio. Que el transporte público te abandone en medio de la ciudad pasa con cierta frecuencia, y nunca sabemos por qué. Los conductores te abruman con sorries, pero nunca dan ninguna explicación, y lo único que cabe hacer es bajar del vehículo y montar a otro, si es que alguna vez viene otro. Como no estamos demasiado lejos de nuestro destino, decidimos llegarnos caminando. En Blackfriars Road, por la que enfilamos el río, observamos la Sons of Temperance Friendly Society, la Mutua de Hijos de la Abstinencia, pero no de la abstinencia sexual (estos abstinentes no suelen procrear, salvo que sean la Virgen María), sino de la abstinencia alcohólica. En las sociedades anglosajonas el alcohol constituye el principal alivio de la opresión colectiva y la tristeza de la vida desde hace siglos, y se ha convertido en una lacra, también desde hace siglos. Para combatirla, el puritanismo de esas mismas sociedades, siempre militante, se ha esforzado, y se sigue esforzando, en predicar la abstinencia. El propio Walt Whitman llenó sus Hojas de hierba de referencias antialcohólicas, y su única novela, Frank Evans, el borracho, está dedicada a denunciar las funestas consecuencias de la bebida, aunque la escribiera echando largos tragos de whisky y no menos significativos copazos de jerez. Whitman sabía de lo que hablaba. Un poco más allá de esta Friendly Society, en Scoresby Street, vemos otro local que proclama lo contrario: "Tapas, sangría, vinos", leemos en la fachada. Es el Restaurant Mar i Terra, que, debajo del nombre, especifica: Espanyol. Así, sin más. Nos acercamos, picados por la curiosidad de que un restaurante que se anuncia español lo haga en catalán, y husmeamos en el menú. Desde luego, no puede ser más español. En lugar de las cartas previsibles y descafeinadas que suelen ofrecer las cadenas y franquicias hispanas en Londres, esta apuesta por los higadillos de pollo, el conejo a la cazuela o la arrachera a la criolla. Con un par. Pese a que aún estoy disfrutando de los tallarines y las albóndigas del italiano, noto un extraño cosquilleo gástrico, muy parecido al que siento cuando tengo hambre. Cuando estamos leyendo las delicias del menú, sale un señor del local, bajo, moreno y peinado hacia atrás, y nos pregunta qué tal en inglés. Yo le respondo en catalán, y resulta que es valenciano. Nos comprometemos a venir a comer otro día y seguimos nuestro camino. Llegamos por fin a la Tate Modern, donde se expone una amplia muestra de la obra de Sonia Delaunay. Frente al inmenso museo, un titiritero vestido con una camiseta del Che Guevara hace equilibrios en un rodillo al tiempo que malabares con tres cuchillos razonablemente afilados. Por entre el gentío que se ha agolpado a su alrededor pasan dos bobbies en bicicleta. (Hace un par de noches, volviendo tarde de algún sitio, nos cruzamos con otra pareja de policías que hacían la ronda por el barrio. Al pasar a nuestro lado, uno nos deseó good evening, y yo me sentí extrañamente reconfortado por ese gesto de amabilidad y protección que creía confinado a las películas antiguas o a las modernas pero tontorronas. En Londres, pues, con todo su desorden y su inhumanidad, aún hay polis que saludan a la gente que trasnocha). Superada la Tate y el Globe, el teatro shakespeariano, nos adentramos en el barrio de Southwark —tradicionalmente llamado Borough—, un lugar también muy dickensiano. Aquí estaba, por ejemplo, la Marshalsea Debtors' Prison, la Cárcel para Deudores de Marshalsea, donde estuvo encerrado el padre de Dickens, lo que determinó que este tuviera que ponerse a trabajar, en unas condiciones espantosas, siendo muy niño. Para él fue, sin duda, una experiencia horrible, pero para los amantes de la literatura resultó una bendición, porque le llevó a recrear, con pleno conocimiento de causa, aquel ambiente de explotación y sordidez en Oliver Twist y muchas otras de sus novelas. De la cárcel donde penó varios años John Dickens, el padre del escritor, queda un muro de ladrillo, tan sombrío como debía de ser todo el edificio, en los jardines de Saint George, junto a la iglesia de Saint George The Martyr, en los que también contemplamos un plátano gigantesco, uno de esos árboles centenarios que salpican todos los rincones de la ciudad, a cuya sombra dormita un tipo, con la expresión beatífica del que ha encontrado la felicidad en la tierra. Marshalsea no fue el único presidio de la zona. En King's Bench pasó una semanita Daniel Defoe por escribir panfletos subversivos, y en Horsemonger Gaol, dos años Leigh Hunt, por llamar al príncipe regente "Adonis gordo y cincuentón", lo que al mencionado príncipe regente no le hizo ninguna gracia. Es comprensible. En esta zona se encontraba también el asilo para pobres de Saint George, que se cree inspiró el descrito por Dickens en Oliver Twist, y una casa de huéspedes en la que se alojó el poeta W. H. Davies, aquel galés que fue delincuente, vagabundo y pobre durante muchos años, en Gran Bretaña y los Estados Unidos, hasta que volvió a la patria con una pierna de menos —aplastada por un tren al que intentaba saltar, en el Canadá, para llegar al Klondike y conseguir oro— y empezó a escribir, con sorprendente éxito. En nuestra caminata hacia Borough High Street, vemos un cuartel de bomberos que lleva siéndolo, con sus clásicas puertas rojas, desde 1878, y, ya en ella, le echamos un vistazo a The George, en George Inn Yard, un pub aterrazado frecuentado por el mismísimo Shakespeare: está hasta arriba de gente. Sobrevuela las callejuelas del barrio la mole impresionante del Shard, ese edificio piramidal que parece inacabado: la punta no concluye en un ápice perfecto, sino en una serie de planos irregulares y espacios abiertos. El contraste del rascacielos y los viejos edificios del Borough es una estampa definitoria de Londres, donde las arquitecturas y las épocas se mezclan con una promiscuidad hipnótica. Nuestra penúltima visita es al Borough Market, el mercado del barrio, la lonja de frutas y verduras más antigua de la ciudad, cuya fundación se remonta al s. XIII. Es un lugar fascinante. En un arco a la entrada, vemos un pizarrón en el que consta impreso: Before I die I want to... ("Antes de morir, quiero..."). Y la gente completa la frase con lo que desearía: tirarme a Angelina Jolie; que el Everton gane la Liga; que desentierren a Margaret Thatcher y le peguen fuego al cadáver en la plaza pública... Los deseos, como corresponde a la naturaleza humana, son de lo más variopinto, y no todos, como puede verse, políticamente correctos. Leo uno en castellano: Que le den mucho por el culo a Rajoy. Un compatriota enfadado, sin duda, valga la redundancia. El mercado es un cúmulo laberíntico de puestos donde se vende todo lo que se pueda imaginar que produce el campo. Los compradores y los visitantes se mezclan con los vendedores, que no dejan de gritar sus mercancías, en una amalgama casi medieval. El suelo está húmedo y sucio, pero el aire huele bien, a rosas y cerezas. Por caóticos que sean, los mercados ingleses son siempre más pulcros que los españoles: el pragmatismo y la escrupulosidad de la cultura a la que pertenecen, se les pega, aunque no quieran. Nuestras raíces árabes, nuestra inveterada gitanería (lo sé: al utilizar estas palabras me arriesgo a ser lapidado por racista, pero lo asumo: siento que no hay otras que encajen mejor aquí), desordenan nuestros zocos hasta un punto inimaginable por los norteños. Un frutero nos asalta de repente y nos ofrece una caja de frambuesas a una libra. Es un regalo: compramos dos. Y, mientras comemos frambuesas, nos acercamos a la catedral de Southwark, junto al mercado, última etapa de nuestro viaje de hoy. La suerte parece favorecernos, porque entramos justo cuando se pone a llover. El templo, anglicano, se levanta en un emplazamiento en el que se ha practicado el culto cristiano desde el s. XI, y algunas de sus partes datan del s. XII. Para los letraheridos, lo más interesante del templo es el monumento en memoria de William Shakespeare (cuyo hermano, Edmund, está enterrado aquí), erigido en 1911, una escultura yacente de cuerpo entero, en alabastro, en la que el dramaturgo aparece reclinado y alopécico. La rodilla, el codo y la mano de la figura están desgastados: la gente lleva tocándolos un siglo y ha pulimentado la piedra. Esta es otra de esas supersticiones que tienen éxito y se convierten en tradiciones, por lo general estúpidas, pero siempre invencibles, como tirar monedas a los estanques o atar candados a los puentes. Mientras admiramos el monumento —encima del cual hay un vitral con escenas de las obras más famosas de Shakespeare—, suena un órgano potentísimo. Como sigue lloviendo, nos sentamos a descansar y a esperar que escampe. El órgano calla y gozamos entonces de un silencio y un sosiego espesísimos, que no rompen, sino que acentúan, los movimientos de un gato que deambula libremente por la nave. No tiene miedo de nadie; por el contrario, parece buscar la caricia: se frota contra las patas de los bancos y se acerca a la gente. De hecho, viene hacia mí con una mirada fría y cálida a la vez, femenina, y se me acomoda entre los pies. Estoy tentado de acariciarlo, pero encuentro la mirada reprobatoria de Ángeles, que me dice con la gelidez con la que un reparador de lavadoras nos comunicaría el presupuesto de la reparación: "Los gatos transmiten la toxoplasmosis". Muevo ligeramente los pies para ahuyentar al bicho, que de repente ya no me parece un minino encantandor, sino una bestia abominable, y algo parecido hacen los responsables de la catedral con nosotros: apagan las luces del templo para ahuyentarnos: es hora de cerrar. Todavía no ha dejado de llover, pero nos levantamos con resignación y salimos a la calle. En las gotas de lluvia aún viajan los aromas acariciantes de las fresas y las amapolas del mercado de Borough. Eso nos consuela.

miércoles, 24 de junio de 2015

John Cleese compra una lámpara

Ayer teníamos un planazo por la tarde: comprar una aspiradora. La anterior se había muerto, entre quejidos eléctricos y exhalaciones de humo: la chica de la limpieza había intentado reanimarla, pero sin éxito: había fallecido entre sus brazos. Nos dirigimos, pues, a Pedro Juan Peter Jones, los grandes almacenes de Sloane Square, donde solemos hacer todas nuestras compras de casa, para encontrarle sustituto. A Ángeles no le importan los esfuerzos que haya que hacer para adecentar el nido, es más, sospecho que disfruta; yo, en cambio, caminaba hacia la sección de aparatos eléctricos con el humor de un condenado a muerte. Cuando ya habíamos entrado en las iluminadas catacumbas de Pedro Juan el electricware está en el sótano—, algo atrajo mi atención: un perfil, moviéndose por entre el bosque de lámparas de pie que nos rodeaba, me resultaba extrañamente familiar. Siempre he sido un buen fisonomista, una de mis pocas habilidades: reconozco enseguida las caras. Es, como mis demás y escasas virtudes, completamente inútil, salvo que me emplee en un casino, pero tiene su punto. Ayer me sirvió para identificar a uno de mis héroes cinematográficos y casi existenciales: quien se movía entre focos, reflectores, apliques y flexos era John Cleese, el líder de los Monty Phyton. Se lo dije a Ángeles: "¡Mira! ¡Es John Cleese!". Lo mismo exclamó otro cliente que pasaba a nuestro lado: He is John Cleese, isn't he? Sí, lo era. Caminaba solo, despacio, con el ceño fruncido. Mi primer impulso fue saludarlo y declararme admirador suyo, pero me contuve. Nunca se me ha dado bien abordar a personajes famosos. Lo he hecho alguna vez, en la inconsciencia de la juventud: cuando era adolescente, estreché la mano de Julio Cortázar, con el que coincidí en las salas casi desiertas del Museo Románico de Cataluña, en Montjuïc, pero de mayor he sufrido algunas contrariedades: en París Álvaro y yo nos encontramos en un museo con Juliano Belletti, aquel lateral del Barça que había marcado el gol de la victoria en la final de la Liga de Campeones contra el Arsenal, en 2006, y había torcido el gesto —"¡No! ¡Hasta aquí me piden fotos!", parecía decir— cuando le pedimos que nos dejara retratarlo con el niño. En realidad, no es la reacción impertinente del famoso lo que me disuade, sino mi propio pudor: interrumpir la intimidad de alguien, aterrizar de golpe en su espacio personal, en el tiempo que se dedica a sí mismo, se me antoja una descortesía, aunque no pretenda sino manifestar el aprecio que siento por él. Así que ayer, con John Cleese, no lo hice. Eso sí, merodeé a su alrededor, lleno de curiosidad. Disimulé haciéndome pasar por otro comprador de lámparas, cuando sentía tanto interés por las lámparas como por las aspiradoras. De este modo, me paraba delante de una lámpara de filamento incandescente como si no pudiese seguir viviendo sin una lámpara de filamento incandescente, o bien examinaba otra de vapor de mercurio con el ademán experto del comprador habitual de lámparas de vapor de mercurio. Pero entre una y otra deslizaba miradas a Cleese, que observaba, a su vez, arañas y quinqués con gesto algo menos concentrado que yo. Me fijé en él: está mayor y bastante desmejorado, aunque sigue siendo tan alto como siempre. De hecho, en su página web se identifica como writer, actor & tall person. Pero ayer iba algo desaliñado: con una camiseta moderadamente cutre y unos mocasines —siempre hay que fijarse en los zapatos: revelan lo más auténtico de nosotros— blanduchos y desgastados. Ni su afeitado ni su corte de pelo, ya completamente cano, estaban tampoco a la altura del galán cómico que ha sido y que, hasta cierto punto, sigue siendo. Y, en fin, lucía una barriguita que estaba a punto de perder el diminutivo. Cuando le conté a Ángeles que su aspecto no era el del gentleman que siempre le había gustado representar en el cine, me respondió con la desgana de quien sabe las razones de los hechos más incomprensibles: "No debe de estar casado". Pero sí lo está: me fijé, precisamente, en que llevaba alianza; de hecho, estar casado es una de las cosas que John Cleese hace con más frecuencia: ha estado casado cuatro veces, con otras tantas mujeres, desde 1978. Me llamó la atención también que el dependiente que por fin lo atendió —un señor mayor, con una corbata de la Segunda Guerra Mundial, que arqueaba mucho la espalda hacia fuera, es decir, en la dirección contraria a los jorobados, lo que le daba un curioso aspecto de ce mayúscula— no dio ninguna muestra de reconocerlo. Quizá los dependientes de Pedro Juan —y, sobre todo, los que trabajan en esta zona, que abunda en celebridades— han sido instruidos, como aquel mayordomo de Agatha Christie, para no darse cuenta de aquello de lo que no se les ha pedido que se den cuenta, pero a mí me habría sido muy difícil no plegarme a su fama y regalarle una amplia sonrisa de complicidad. (No sé si personas como Cleese celebran o lamentan que no se les reconozca. Por una parte, debe de ser insufrible estar sometido permanentemente al asalto de los fans; por otra, tiene que ser preocupante que alguien cuyo trabajo consiste en triunfar entre el público no sea reconocido por el público). En cualquier caso, es improbable que el dependiente no haya visto nunca una película de Monty Python o de John Cleese; que desconozca al Sr. Bolsita de Té de El Ministerio de Andares Tontos; que no recuerde al personaje de La vida de Brian y las inigualables escenas de Pijus Magnificus (en inglés, Bigus Dickus) o de los grafiteros antirromanos que escriben mal un imperativo en latín y son castigados a copiar mil veces la conjugación correcta en la misma pared en que han hecho la pintada; o que haya olvidado las descacharrantes peripecias de Un pez llamado Wanda. Todas estas películas (y otras: El sentido de la vida, Los héroes del tiempo) y muchos de los sketches de The Monty Python Flying Circus forman parte, para mí, del mejor humorismo del siglo, lleno de irreverencia, pero, a la vez, de lucidez y hasta de filosofía. No sé si John Cleese compró finalmente la lámpara que estaba buscando. Nosotros sí nos hicimos con una nueva aspiradora. Pero de vuelta a casa no podía dejar de pensar que aquel rostro arrugado y desarreglado que acababa de ver llevaba toda la vida arrugando y arreglando el mío de risa. Y que le estaba muy agradecido por ello, aunque no me hubiera atrevido a saludarlo.

domingo, 21 de junio de 2015

El claustro rojo

El claustro rojo no es un monasterio comunista, sino el último libro de Juan Vico, uno de los narradores jóvenes más prometedores de la literatura española. Juan es también poeta, o empezó siéndolo, como tantos otros novelistas Víspera de ayer, Still Life y La balada de Molly Sinclair acreditan una singular trayectoria lírica, y esa condición influye y, en mi opinión, enriquece su actividad como prosista. El claustro rojo ha ganado el XI Premio Café 1916, antes Premio Cafè Mon, de Palma de Mallorca, y se ha publicado en la muy activa editorial Sloper. Celebro que Juan se sume a una lista de ganadores de un premio que encabeza Agustín Fernández Mallo, cuyo fantástico y premonitorio de la literatura que escribiría después Creta lateral travelling lo obtuvo en su primera edición, en 2004, y en la que figuran otros narradores valiosos, como Jesús Zomeño o José Vidal Valicourt. En El claustro rojo, Vico reúne once relatos cuyo nexo de unión es el mundo de la pintura. Quizá por eso va precedido por una cita de Jusep Torres Campalans, el estrafalario personaje inventado por Max Aub, uno de los mejores escritores españoles aunque fuese francés de nacimiento del siglo XX: "Los cuentos no necesitan pintarse: se escriben, negro sobre blanco". Pero ese mundo de la pintura descrito por Vico no es solo ficción: lo alimentan personajes históricos, sucesos reales. De hecho, el autor hace un personal recorrido por la historia de la pintura, desde las tablas religiosas del flamenco Hugo van der Goes, en el s. XV, hasta el impresionismo de Edgard Degas, el expresionismo de Egon Schiele o la obra plástica del polaco Bruno Schulz, ya en el s. XX. Ninguna historia es, no obstante, una mera recreación de lo que dicen las enciclopedias. Todas incorporan algún elemento de intriga, incluso detectivesco, y todas están narradas por alguien que no es el pintor o artista gráfico de que se trata: esa voz ajena, la verdadera protagonista del relato, busca siempre una distancia, y también una resonancia, que haga verosímil la acción. El misterio de esa voz, que a menudo habla en pasado, relatando lo ya sucedido, lo recordado, impregna los cuentos, que se aparecen oblicuos, melancólicos, iluminados por una luz tibia y trémula. Los personajes elegidos por Vico son fascinantes. En "Tuyo es el siete", una fantástica sesión de espiritismo, celebrada en Tossa de Mar en 1916, reúne a Olga Sacharoff, Francis Picabia, Josep Dalmau, Robert y Sonia Delaunay, y Arthur Cravan, entre otros personajes de las vanguardias artísticas de Europa. Cravan que se llamaba, en realidad, Fabien Avenarius Lloyd es, como se recordará, aquel sobrino de Oscar Wilde que fundó revistas dadaístas, que boxeó en Barcelona contra el campeón del mundo Jack Johnson aguantó hasta el sexto asalto, aunque Johnson lo habría podido tumbar en el primero, pero el púgil había firmado con una productora cinematográfica que el combate tendría una duración determinada, y hubo de contenerse y que, por fin, desapareció en una travesía por el Golfo de México en 1918, presumiblemente engullido por las aguas, a las que, si no es por una borrachera, sabe Dios por qué se habría precipitado. En Fleurs, la esposa de Henri Fantin-Latour detalla el famoso cuadro de su marido en el que, entre otros escritores de la época, aparecen Paul Verlaine y su amigo-amante, un jovencísimo Arthur Rimbaud. En un rincón del óleo se ve un jarrón con unas flores blancas, pero esto no es un guiño a Las flores del mal, sino un apaño en la composición, porque en ese rincón debería haber estado Albert Mérat, otro miembro del grupo. Mérat, sin embargo, no había acudido a la reunión, porque estaba enemistado con Rimbaud. "Mérat —explica Vico— había publicado un libro titulado El ídolo, en el que se dedicaba a glosar, poema a poema, cada una de las encantadoras partes del cuerpo de su amada, desde el cabello hasta los pies, evitando, claro está, las más impúdicas. Verlaine y Rimbaud se propusieron parodiarlo y escribieron juntos un soneto dedicado a cierto rincón de la anatomía que me abstengo de explicitar. (...) Se trata de un poema sodomita, burdo, zafio, de tremendo mal gusto. Me encantó, e incluso llegué a memorizarlo...". Uno de los relatos que más me gusta es "La espuma de los cangrejos", dedicado a Katsushika Hokusai, el gran pintor japonés. El narrador es un personaje anónimo enamorado de su hija, Oei. El recuerdo de su idilio frustrado con Oei se mezcla con el del trabajo de Hokusai, que dijo aquello tan célebre y tan sabio, y tan verdadero de que "a los ochenta años espero haber hecho algunos progresos, y a los noventa conocer la auténtica naturaleza de las cosas. Hacer maravillas a los cien. Y a los ciento diez conseguir transmitir la línea en cada vida". La prosa de Vico es siempre ceñida y sabrosa, sin fastos ni ramplonerías. En "La espuma de los cangrejos" se acentúa su dimensión poética y el resultado es un cuento evocativo y compacto, de alto voltaje erótico, en el que las escenas se llenan de tanto color como aquella lámina pisada por un gallo al que Hokusai le había embadurnado las patas de rojo, para que su paso reprodujera la caída aleatoria de las hojas en otoño. Así acaba: "Te aborrecí, lunática Oei. Llegué a detestar tu sexo en ocasiones voraz y en ocasiones distante. Tu carne desplomándose sobre la mía. (...) Tu repugnante virtuosismo. Pero echo de menos ese hastío. (...) Añoro la violencia de tu desprecio, remota Oei. Mi amada, mi monstruosa Oei". Juan Vico ha compuesto en El claustro rojo una excelente alegoría de la hermandad entre literatura y arte, que se lee, casi, como una novela policiaca.

jueves, 18 de junio de 2015

All Hallows by the Tower y el nido del cuervo

Visitamos hoy uno de esos rincones, tranquilos y curiosos, que tanto alegran la vida en la ruidosa y multitudinaria Londres: la iglesia de All Hallows by the Tower, que, como su nombre indica, está muy cerca de la Torre de Londres. Por suerte, las muchedumbres de turistas que hormiguean siempre en la Torre no saben de este discreto templo: desde la elevación en que se encuentra, los vemos amontonarse en las taquillas y las entradas del recinto, rigurosamente esquilmados, pero prestos a seguir batallando con colas, cuervos y beefeaters. All Hallows by the Tower, fundada en el 675 d. C., es una de las iglesias más antiguas de Londres. La información que ofrece al público insiste en que es la más antigua, pero se sabe que la iglesia parroquial de San Pancracio, en King's Cross, ha acogido un lugar de culto cristiano desde el s. VI. La iglesia de All Hallows, como tantas otras, se construyó en el emplazamiento de una antiguo edificio romano. En la cripta, un tubo sombrío y fascinante, reconvertido hoy en museo, subsisten restos del suelo de teselas de la vieja edificación latina, del s. II d. C., abombados por el tiempo y la humedad. Al bajar al hipogeo, se puede apreciar también un arco de la iglesia sajona original, construido asimismo con ladrillos romanos. Es sorprendente que estos vestigios hayan sobrevivido a los múltiples percances que All Hallows ha sufrido: en 1650 estallaron los barriles de pólvora que se almacenaban en el patio (por qué se almacenaban explosivos en el patio es algo que la información de la iglesia no aclara), que destruyeron la torre occidental y cincuenta casas de los alrededores, con sus moradores dentro. Se trata de otro caso de milagro inverso: de daño injusto y fatal provocado por Dios en su casa. All Hallows estuvo a punto de desaparecer también dieciséis años después, en el Gran Incendio de Londres, que se desató muy cerca de allí, pero la salvó la inteligencia del almirante William Penn padre del fundador del estado de Pennsylvania, que destruyó las construcciones aledañas (es decir, las que habían sobrevivido a la explosión de 1650) para crear un cortafuegos. Desde luego, ser vecino de All Hallows a mediados del s. XVII no era una buena idea. Desde el campanario de la iglesia, por cierto, Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, veía cómo el fuego devoraba la ciudad, creando un espectáculo de "tristísima desolación". Pero, aunque la iglesia escapó de aquellas llamas, no pudo hacerlo de las provocadas por los bombardeos nazis de la Segunda Guerra Mundial, que prácticamente la destruyeron. La restauración que vemos hoy data de 1957. Husmeando en el museo de la cripta, donde se exponen otros restos romanos de la zona, descubro una inscripción latina en memoria de Flavio Agrícola, soldado de la VI Legión, la victoriosa, muerto a los 42 años. Su mujer, Alba Faustina, la erigió en memoria de su "incomparable marido", y pienso en la hipérbole del elogio: si ya en su tiempo Flavio era "incomparable", leída hoy la lápida, tras las sucesivas generaciones de maridos que ha habido desde entonces en el mundo, y que no pueden comparársele, su figura señera se acrecienta hasta lo indecible. Al fondo de la cripta encontramos el Panteón del Vicario, el columbario donde se apilan las urnas metálicas con los restos de los difuntos que han querido ser enterrados en este lugar. Dada la cercanía de All Hallows con la Torre de Londres, que durante siglos ha sido el patíbulo de la ciudad, aquí han recibido sepultura muchos reos notables, como el humanista Tomás Moro, el arzobispo de Canterbury William Laud y el obispo John Fisher; todos ellos con la cabeza separada del cuerpo. Irónicamente, también descansa aquí uno de los más famosos sentenciadores de Inglaterra, Georges Jeffreys, "el juez ahorcador", que encontró culpables de traición a 1381 personas durante el reinado de Jaime II y condenó a 170 a la horca. La joya del columbario, no obstante, es el altar de piedra, de 1218, que los caballeros templarios trajeron a finales del s. XIII del castillo de Athlit, también llamado castillo del Peregrino, el último reducto cristiano en Tierra Santa. A la salida del Panteón, encontramos un objeto extraño: es un tonel de madera al que se han adosado una especie de pasamanos frontal. No sabemos qué es hasta que leemos la placa informativa: se trata del crow's nest literalmente, el nido del cuervo; en buen castellano, la cofa: el puesto de observación del vigía de un barco del Quest, el vapor en el que Ernest Shackleton, el explorador polar, hizo su último viaje: y esto hay que entenderlo literalmente, porque no solo fue su última expedición, sino también porque murió en él. Qué pinta en un columbario sajón algo que debería estar en un museo naval tampoco se explica, pero la tradición marítima de los ingleses es tan grande que lo invade todo. Lo que más me llama la atención es que en el barril hay grabados unos versos de Walt Whitman: Winds blow south, or winds blow north, / Day come white, or night come black..., pertenecientes al poema "De la cuna que se mece sin fin", de Hojas de hierba, que yo he traducido así: "Soplen vientos del norte o soplen vientos del sur, / con la claridad del día o la negrura de la noche...". La identificación definitiva del crow's nest con la cofa del barco despeja una cuestión sobre la que he llegado a pronunciar una conferencia en un congreso de traducción. Porque, cuando trabajaba en mi versión de Hojas de hierba, descubrí que algunas traducciones prestigiosas, como la de Francisco Alexander y la del mismísimo Jorge Luis Borges, traducían literalmente crow's nest por "nido del cuervo" (al igual que foretruck, sinónimo de crow's nest, por "carreta"), creando una escena surrealista, en la que alguien que observa un paisaje polar desde un barco resulta estar subido a una carreta y, aún peor, embutido en el nido de un cuervo. Salgo del Panteón agradecido a la realidad por que haya confirmado mi interpretación del pasaje, cosa que no sucede demasiado a menudo. Admiramos todavía la capilla de San Francisco, de 1280, y el Oratorio de Santa Clara, del s. XVII, ambos austeros y diminutos, antes de volver a la nave de la iglesia, donde observo que, en una pared, entre hornacinas e imágenes de Jesús, hay un corcho en el que la gente puede pegar post-its con peticiones o mensajes de agradecimiento al Señor. Estoy tentado de enganchar uno dándole gracias por que me haya dado una prueba irrefutable de lo que es un crow's nest, pero recuerdo que soy ateo y me limito a leer aquellas expresiones de la debilidad humana, recogidas en trocitos de papel amarillo.

lunes, 15 de junio de 2015

La jardinería, qué orgía

Ángeles siempre ha querido que me dedicara a la horticultura. Desengañada de mi actividad literaria, que ocupa muchas horas y rinde pocos, muy pocos beneficios, preferiría que invirtiese el tiempo en labores más provechosas, como criar lechugas o recolectar tomates, que, al menos, dan para una ensalada. Yo, no obstante, me he resistido siempre a las tareas campestres: prefiero doblar el espinazo ante un libro que ante una mata de berenjenas. Por eso, cuando hoy le he propuesto que visitáramos el Garden Museum, o museo del jardín, me ha mirado con una expresión en la que se mezclaban la perplejidad y la esperanza. Quizá esto signifique que se le han despertado las ganas de desmochar cebollinos, parecía estar pensando. Pero no: el motivo de mi interés era menos pedestre y más erudito: el Garden Museum de Londres alberga la principal colección del mundo de piezas relacionadas con la jardinería más de 500, y la jardinería es una de las principales actividades de los británicos, tan común como el cricket, el bridge o la ingesta de cerveza. Además, el museo no está lejos de casa: en el puente de Lambeth, al que podemos llegar en un santiamén con el 344. Así lo hacemos y, en efecto, al cabo de 25 minutos ya estamos ante la puerta. El Garden Museum se encuentra en la iglesia de Saint Mary-at-Lambeth, un hermoso templo fundado en 1062, aunque su torre data del s. XIV y el interior fue ampliamente remodelado en la época victoriana. A su lado se alza el imponente palacio de Lambeth, residencia del arzobispo de Canterbury en Londres, de 1490, con su fachada de ladrillo rojo y sus ventanas de mármol. La colección permanente del museo recoge las herramientas con las que se ha practicado el arte de la jardinería durante más de cuatro siglos. El origen de la actividad es alimenticio: el jardín no era, en un principio, sino un huerto pegado a las casas, que proporcionaba plantas comestibles, en una época en que las plantas comestibles garantizaban la supervivencia de una familia. Con el tiempo, aquel terruño cultivable se fue desprendiendo de sus funciones vitamínicas y acabó por convertirse en un reducto de esparcimiento y placer. Inglaterra, con un clima húmedo que facilita mantener la vegetación y con un amplio sentido de arraigo por parte de la gente, ha desarrollado una pasión singular por la jardinería, que se observa en cualquier casa, en cualquier parque, en cualquier rincón del país. La colección permanente del museo también hay regularmente exposiciones temporales: la de hoy está dedicada a Russell Page, uno de los grandes diseñadores de jardines del s. XX, autor de los Festival Gardens que presiden el parque de Battersea, y que dijo algo con lo que simpatizo de inmediato, aunque parece mentira que lo haya dicho un inglés: rules are good servants, but not always good masters: "las normas son buenos criados, pero no siempre buenos amos" incluye objetos curiosísimos: una regadera de barro de finales del s. XVI; una máquina contadora de semillas; un gato-espantapájaros; una cortadora de hierba de 1885; y un anuncio estupendo de la podadora Woolf, de finales de los 60 o principios de los 70, en el que se ve a una joven que ha salido a cortar el césped con minifalda y tacones, radiante de felicidad por disponer de una, mientras su vecino, un señor calvo y con corbata, se inclina, derrengado, sobre la suya, que no es Woolf y, por lo tanto, no funciona. No obstante, los objetos que más nos llaman la atención son los gnomos de jardín. En una vitrina se exhiben unos cuantos, alguno de 1910, otros tallados en hueso, pero todos cortados por el mismo patrón: ropas vistosas, gorrito puntiagudo, barriga simpática, barba blanca. Al parecer, su origen se encuentra en Alemania: allí nació, a principios del s. XIX, la costumbre de colocarlos en el jardín, como elemento decorativo y también para propiciar el favor de la naturaleza. Averiguar su estirpe germánica me decepciona un poco: yo creía que los enanos de jardín los había inventado Walt Disney. Pero no: en realidad, el amigo Walt se inspiró en las tradiciones teutonas para crear a sus enanos de Blancanieves, igual que hizo, por cierto, con el castillo de la Bella Durmiente, que no es otro que el castillo bávaro de Neuschwanstein: se conoce que los antepasados alemanes de su madre influyeron decisivamente en su imaginación. Pero el museo también explica que los enanos de jardín quizá sean una continuación moderna de la tradición romana que consistía en erigir en los huertos y jardines, y nunca mejor dicho, una estatua del dios Príapo, para invocar a la fertilidad de la naturaleza. Es una teoría plausible, aunque no confirmada. La verdad es que los gnomos que vemos en el museo, y los que habitualmente adornan es un decir los jardines españoles, tienen pocos rasgos priápicos, es decir, no tienen el rasgo priápico, pero todo puede ser. Nos preguntamos también si los gnomos aquí dispuestos no correrán el riesgo de sufrir algún atentado por parte del F.L.E.J., el Frente de Liberación de los Enanos de Jardín, que tan activo fue en España en décadas pasadas. De momento, no parecen estar protegidos por especiales medidas de seguridad, pero nunca se sabe. En Inglaterra los enanos no gozan hoy de excesiva consideración: no abundan en los jardines privados, alabado sea el Todopoderoso, y se han prohibido expresamente en la Chelsea Garden Show, la principal y más exclusiva feria de jardinería del país. Que en las composiciones vegetales que la reina pudiera admirar apareciese una de estas rechonchas y disneyanas figuras, como un zurullo en un prado verde, sería un atentado contra el buen gusto que las autoridades fitosanitarias han declarado interdicto, aunque a mí me cabe la duda de por qué no han decretado lo mismo con los sombreros de la soberana. Los atractivos del Garden Museum no acaban en el edificio de la iglesia. Fuera se encuentra el Knot Garden, un pequeño pero delicioso espacio de flores, plantas y recogimiento, diseñado por la presidenta del museo, la marquesa viuda de Salisbury, cuyo nombre acojona. Es un placer pasear por los arriates de flores, que atienden varios jardineros voluntarios, y sentir la policromía de los olores, el zumbido de los abejorros, la elegante displicencia de las campánulas, la erótica belleza de las orquídeas; también reconozco unos magníficos ejemplares de geranium versicolor y de geranium macrorrhizum. Sin embargo, el jardín no ha dejado de ser, como manda la tradición de las iglesias en Inglaterra, un breve camposanto. Y en este Knot Garden está enterrado nada menos que el vicealmirante William Bligh, el capitán de la Bounty, aquella fragata cuyo motín ha constituido el argumento de hasta cinco películas. En casi todas el capitán Bligh es el malo, pero tan malo no debía de ser cuando sobrevivió a un viaje infernal a Timor, de 6 700 km, sin apenas agua ni alimentos, en el bote en que los amotinados lo habían dejado, a él y a sus leales, a la deriva. Al parecer, su tripulación no compartía su obsesión ni sus esfuerzos por hacerse con el árbol del pan, sino que prefería gozar de las arenas doradas y las nativas más doradas todavía de Tahití. Es comprensible. La tumba de Bligh es una enorme urna de piedra, coronada por un artocarpus altilis. Allí consta que fue "el celebrado navegante que llevó por primera vez el árbol del pan de Otaheite [Tahití] a las Indias Orientales. Luchó con valentía en las batallas de su país, y murió amado, respetado y llorado el 7 de diciembre de 1817, a los 64 años de edad". No estoy seguro de que fuera beloved, respected and lamented por todos, como dice la inscripción, pero queda muy bien. Además, ¿quién lo es?

sábado, 13 de junio de 2015

La creación del sentido

Basilio Sánchez es uno de los mejores poetas de la Generación de la Democracia —su primer libro, A este lado del alba, que fue accésit del entonces prestigioso premio Adonáis, data de 1984—, cuyo carácter, cuyo sentido pudoroso de la literatura y cuyas otras ocupaciones —Basilio es médico en un hospital de Cáceres— le han mantenido, quizá, en un relativo apartamiento, en cierta penumbra, en el mundo de la poesía, aunque su ritmo de publicación haya sido, desde principios de los 90, bastante alto, y todos sus libros hayan visto la luz en colecciones y sellos relevantes: su poesía completa, por ejemplo, Los bosques de la mirada, Poesía reunida 1984-2009, apareció en Calambur en 2009. Da a conocer ahora, en Pre-Textos, este volumen misceláneo, que recoge tanto textos inéditos como algunos otros ya publicados en entregas anteriores. Lo misceláneo está de moda: la mezcla, la hibridación, el fragmento, responden adecuadamente al sentido alineal que han adquirido las cosas en la posmodernidad, que reproduce, si no estoy equivocado, el propio zigzaguear del pensamiento y, a la vez, el reblandecimiento de las certidumbres, la relatividad de los discursos. Pero el desafío de lo misceláneo radica en que no lo parezca, es decir, en que sostenga otra suerte de coherencia, en que se revele como otra forma de lo sólido. Y eso Basilio lo hace a la perfección. En La creación del sentido reúne poemas en prosa, apuntes metaliterarios, entradas de un diario personal, breves ensayos sobre estética, trazos de una poética, fragmentos de unas memorias y pinceladas autobiográficas, entre otros textos de, felizmente, difícil clasificación. Sin embargo, esta multiplicidad de aproximaciones al lenguaje y a la vida si es que son dos cosas distintas no se dispersa en una nebulosidad variable, sino que se mantiene firmemente anclada a la realidad de la experiencia (y no me refiero, Dios nos asista, a la escuela poética así llamada, sino a la experiencia vital y a la de la literatura). Tres son las anillas de esta fijeza: la poesía, la reflexión sobre la poesía y la memoria, las tres enhebradas, a su vez, por una prosa firme, educada, elegante. Basilio analiza el hecho de la creación literaria desde su propia experiencia como lector y luego como escritor (así debería ser siempre: leer primero y después escribir, y no al revés, como muchos parecen hacer, o, aún peor, escribir sin leer, ni antes ni después): el arte y la biografía se juntan, pues, para explicar el poeta que Basilio es hoy. En ocasiones lo hace con espíritu introspectivo y, no es de extrañar, hasta científico, y, en otras, con palabras que hablan de la poesía siendo poesía, una poesía que, en su caso, siempre es silenciosa y susurrante, límpida y penumbrosa, despojada pero repleta. Me ha interesado mucho su análisis de la evolución que ha experimentado, desde sus primeras lecturas las que lo lanzaron a la arena de la poesía de Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Miguel Hernández, Walt Whitman y Claudio Rodríguez, entre otros autores de voz briosa y proliferante, hasta su descubrimiento de Antonio Machado, que le allanó el camino a un discurso y un tono propios. Escribe Basilio en "El galápago viejo", una de las piezas más interesantes del conjunto: "Desde el principio he querido escribir como si murmurase a alguien al oído, con la cercanía de las confidencias insoslayables y la mayor naturalidad posible, sin destemplanzas ni estridencias. 'Nunca se debería escribir ni una sola frase que no se pudiera susurrar al oído de un moribundo', decía Henri Pichette". La defensa de la mesura y la claridad que hace Basilio no es incompatible con el ejercicio de la complejidad y, sobre todo, con la aceptación de la oscuro que no deja de ser otra forma de claridad, y aun la más radical como un elemento más de la psique y las pasiones del alma, como otra dimensión, ineludible y enriquecedora, de la realidad. Su obra reivindica lo diáfano, lo preciso, lo equilibrado, pero sin futilidad, sin desgana lingüística, sin humildad artificiosa, sin ingeniosidades vacuas, sin tópicos. En el enumerativo "Imágenes en un espejo roto", Basilio escribe así: "La ortiga religiosa, la zarzamora mística, el espino sagrado. (...) Las cartas que se pierden en las hospederías, el anillo que se tira a los peces, la loza triturada y la madera reducida a ceniza de los represaliados. La varilla de iridio de los justos, la medida de lo bueno y lo malo. La invención de la lluvia en las cornisas, la capilla del bosque en la que viven hacinados los ángeles, la luz del horizonte reducida a un fulgor, a una piedra que late hasta extinguirse sobre las casas de los hombres...". La creación del sentido es también una reivindicación de la memoria: Basilio Sánchez vuelve una y otra vez a los paisajes de su infancia: a la zapatería que regentaba su padre en la calle Pintores, al pozo de su casa en la que una leyenda decía que se escondía una vasija llena de monedas de oro, a las calles, los parques y los rincones de la Cáceres del último franquismo, a los padres, abuelos y bisabuelos de la familia. Y todo revive con una naturalidad, pero a la vez con una intensidad evocativa, condigna de su pensamiento. Su melancolía, dorada pero domada, nos despierta la nuestra, porque esa es una de las virtudes de la mejor literatura: lo más íntimo de quien nos habla acaba constituyendo nuestra propia intimidad. "Como a la pintura o a la música escribe Basilio en uno de los esclarecedores apuntes de 'Semillas para pájaros (I)', es posible que accedamos mejor a la poesía con los sentidos que con la inteligencia. Y sin embargo, aun de naturaleza esencialmente intuitiva, el poema es siempre un acto de reflexión moral". Es verdad: hasta el poema más irracional es un arrebatado ejercicio de la razón. Basilio Sánchez ha escrito en La creación del sentido un gran libro de poesía y un gran libro sobre la poesía.

jueves, 11 de junio de 2015

50 escritores

Así se titula esta magnífica edición de papeles mínimos, la editorial madrileña, y pocas veces un título describe con tanta fidelidad el contenido de un libro: 50 escritores se han reunido para hablar de otros 50 escritores. La selección, a cargo de la editorial, que dirige Imanol Bértolo, es consciente, y así lo hace constar en una nota introductoria, de que podía haberse decantado por otros autores o ampliado la nómina: 50 es un número tan arbitrario como cualquier otro. Sin embargo, todos los homenajeados ya fallecidos forman parte del canon de la literatura occidental: todos representan lo mejor de la literatura contemporánea universal: desde Rulfo a Pasolini; desde Chéjov a Cunqueiro; desde Austen a Woolf; y se agradece, precisamente, que haya muchas más mujeres entre las elegidas de lo que es habitual: Chacel, Dinesen, Ginzburg, Laforet, Martín Gaite, McCullers, O'Connor. También otros habrían podido ser los comentaristas, claro está. Pero me alegro de que sean los que son, diversos en edades, gustos, estilos y sexos. Y celebro, asimismo, encontrar a no pocos amigos: José Luis Cancho, que sorprende con un texto crítico con su escritor, Gabriel García Márquez, cuyas novelas reconoce no haber podido terminar nunca: "demasiada prosa-selva", dice; Sergio Gaspar, que recuerda a Carmen Laforet, nacida en una casa de la calle Aribau, de Barcelona, pero que hizo decir a Andrea, la protagonista de Nada: "De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada (...) la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí"; Tomás Sánchez Santiago, que aporta una reflexión honda, casi filosófica, sobre el portugués Miguel Torga (del que ayer leía cosas también dichas sobre él por otro excelente escritor, Basilio Sánchez, médico y poeta como Torga); Mercedes Cebrián, que sitúa a Virginia Woolf, ucrónicamente, en el Londres del s. XXI: "¿Virginia, que declaró en uno de sus escritos autobiográficos no saber situar Guatemala en el mapa, cenando en un mexicano de Brixton? ¿Virginia en el mercadillo dominical de Brick Lane, hurgando entre prendas con estampados de los sesenta, ella, que detestaba comprar atuendos y que, por no hacerse con un par de ligas, renunció a tomar el té con Paul Valéry en casa de Sibyl Colefax?"; Carlos Jiménez Arribas, que describe con pictórico vigor el Lübeck de Thomas Mann; José María Cumbreño, que contribuye con un poema sobre el contradictorio Pessoa, aquel autor que "jamás salió de Lisboa. Aunque varias veces llegó al fin del mundo. Y regresó"; Miguel Casado, que evoca sus sensaciones al visitar la casa de Lu Xun en Pekín y leer los textos del antiguo letrado, "saturados de malestar, de una ansiedad casi beckettiana, un mundo donde no se puede vivir. El ahogo es la gente..."; y otros más Juan Andrés García Román, Kirmen Uribe, José Luis Morante, Juan Marqués, Óscar Esquivias, Angélica Tanarro, Carlos Pardo, Ignacio Escuín..., que se suman a una relación muy representativa asimismo de la pluralidad de la literatura española actual. Todos los textos son breves: textículos, en realidad, que no superan la página de extensión. Y todos acompañan a o van acompañados por los dibujos de César Fernández Arias, de una sencillez llena de ingenio y significado. 50 escritores es una antología radicalmente subjetiva de la literatura mundial. Pero es que no hay, no puede haber, antologías objetivas. El mérito de esta selección es, precisamente, su subjetividad y su radicalidad. Lo que yo quiero en un compendio, como en la gente, es saborear la personalidad que lo define, aunque sea tan plural como la de este; lo que me gusta es que tenga un color singular, un aroma especial, incluso unas rarezas y unos errores propios. Las antologías solo tienen sentido solo enriquecen el panorama si se dotan de un sesgo particular, si incluyen a gente que nosotros no incluiríamos jamás, si hacen descubrimientos inverosímiles o cometen errores asimismo inverosímiles. 50 escritores es respetuoso con la tradición, pero su aproximación a los autores es intensamente antiacadémica, propia de escritores que bregan cada día con la creación y con la crítica. Los textos están vivos, y eso hace que aquellos de quienes hablan también lo estén. Un ángulo de visión, una escena, un detalle, una idea: eso basta para engrandecer lo mirado. Estos textículos son pequeñas lupas de muchos aumentos y, en no pocos casos, de muchos quilates.

Este es el que yo he aportado, sobre Marcel Proust:

Marcel Proust solo hizo dos cosas en la vida: recorrer los salones de París y escribir En busca del tiempo perdido. Su libro se compone de siete volúmenes y miles de páginas. Acaba cuando el narrador, tras referirnos el laberinto de sus afectos, llega a la conclusión de que, si dispusiera de tiempo, nos referiría el laberinto de sus afectos; de que, si pudiese realizar su obra, nos contaría el discurrir de tantos años, entre los que se dispondrían los hombres como seres monstruosos, como gigantes sumergidos, limítrofes simultáneamente con épocas distantes. Proust, asmático, insomne, murió en el dormitorio de su casa en el número 44 de la rue de l’Amiral-Hamelin, del que ya no salía, envuelto en abrigos y mantas, entre sahumerios que aliviaban la escocedura letal de sus pulmones. Las cortinas estaban siempre corridas y las paredes, forradas con planchas de corcho, para insonorizar el cuarto y que Marcel pudiera descansar. Lo atendía Céleste, la criada, que le servía infusiones y le proporcionaba el recado de escribir que no dejaba de reclamar. Proust escribía, con caligrafía microscópica, en resmas que pegaba unas a otras, en ampliaciones constantes, telescópicas, desesperadas, porque sabía que su muerte era inminente, y no quería que ninguna palabra se quedara por decir, aunque todas las palabras se queden siempre por decir. Proust se murió escribiendo para no morir; se murió escribiendo contra la muerte.

martes, 9 de junio de 2015

Algunos incidentes en la poesía inglesa (o en todas partes cuecen habas)

Recientemente he tenido noticia de algunos casos curiosos ocurridos en el duro, en el áspero mundo de la poesía inglesa actual. Bajo esta capa de hielo que los ingleses despliegan en sus relaciones sociales y literarias, se esconde un mundo tan volcánico como el de cualquier otro lugar, atravesado por las mismas pasiones, debilidades, odios y anhelos anhelos que se reducen, como los mandamientos del Señor, a uno solo: figurar. Yo ya lo sospechaba, desde luego, pero ha sido reconfortante descubrirlo con pruebas fehacientes. El primer sucedido es un clásico: el plagio. La poesía inglesa cuenta desde hace algunos años con un sabueso implacable, el Dr. Ira Lightman, cuyo nombre y apellido se corresponden pasmosamente con la función que desempeña, que ha desvelado numerosos casos de apropiación de obras literarias por parte de autores que no las habían escrito. Uno de los más sonados ha sido el de Christian Ward, un joven poeta inglés cuyo poema "The Deer at Exmor" ("El ciervo de Exmor"), con el que había ganado un importante certamen poético, era una reproducción casi literal de "The Deer" ("El ciervo"), de su colega Helen Mort. Si uno compara ambos textos, comprobará que, en efecto, las diferencias se reducen al título, una palabra en el primer verso (un cambio transgénico: donde Mort escribe "madre", Ward pone "padre") y los dos versos finales del segundo cuarteto, en el que se modifican los lugares referidos (River Edge y Bossington Beach en lugar de Ullapool y Rannoch Moor) y el pájaro del que se habla, un halcón peregrino en el de Ward y un martín pescador en el de Mort. No hay más alteraciones en los 18 versos de que se compone la pieza. Llama la atención la desvergüenza de la copia: el poema de mentira está prácticamente calcado del de verdad. Ward no se ha preocupado por introducir las mínimos cambios que le permitieran, en caso de necesidad como así ha ocurrido, alegar cercanía, comunidad espiritual o incluso error, y descartar la acusación de plagio. Quizá es que se le acababa el plazo para presentar algo al concurso y no tuvo tiempo de reelaborar el original. Aún sorprende más que la gente se atreva a lanzar desfachateces como esta a un mundo globalizado y digital, donde cualquiera con algo de cultura poética y las armas que proporciona Internet puede descubrir fácilmente la trampa. Para defenderse, Ward alegó lo de siempre: que la copia no había sido intencionada, sino un desliz: estaba utilizando el poema de Mort como base para el suyo propio, pero, por una equivocación en la manipulación de los textos, acabó enviando aquel en lugar de este al concurso. Si la inverosimilitud de la excusa y el reconocimiento de su propia imbecilidad (¿quién, además de Ana Rosa Quintana y Christian Ward, no se da cuenta de que la obra que manda a una competición no ha salido de su mano?) eran ya insuficientes para absolverlo, el engaño se ha hecho más evidente todavía cuando, excitados por este primer hallazgo, lectores e investigadores han destapado una verdadera retahíla de plagios. Al parecer, Ward es un virtuoso de la copia, un plagiador congénito y perseverante. Desde ese fatídico año de 2013, The Yale Journal for Humanities in Medicine, Magma Poetry, Monongahela Review, The Bridport Prize, Readheaded Stepchild y Sixth Finch han retirado poemas de Ward, por ser copias directas, con leves alteraciones textuales, de poemas de otros autores. Ward es, por otra parte, un autor muy presente en revistas, y con varios premios en su haber, pero sin obra conocida. No es extraño que se haya suspendido la aparición del libro que se anunciaba como pendiente de publicación, The Moth House. Es estupendo que la palabra moth, "polilla", aparezca en el título: la polilla se alimenta de la ropa o los enseres almacenados de la gente.

El segundo caso que quiero referir es el de un poema, "Gatwick", publicado hace algunos días por Craig Raine en la prestigiosa London Review of Books. El poema se limita a contar que el protagonista se encuentra, en el control de pasaportes del aeropuerto de Gatwick, a una agente de inmigración que ha estudiado su obra en la universidad, y que después, en el autobús que lo lleva desde el aeropuerto a Oxford, disfruta con la contemplación de una joven sueca de pecho abundante, que viaja con su madre, a la que sospecha que acabará pareciéndose con los años. El poema es malo de solemnidad, propio del peor poeta de la experiencia español. Pero la tormenta que ha desatado en las redes sociales no se ha debido a su calidad, inexistente, sino a la naturaleza de lo expresado: que un hombre mayor Raine tiene 69 años explicite su agrado por las mujeres jóvenes, y especialmente por el pecho de las mujeres jóvenes, le ha valido una catarata de insultos, en el que "viejo verde" ha sido lo más suave que ha tenido que leer. La ferocidad de los comentarios habitual en ese patio de vecinos anónimos que es twitter oculta una tendencia muy preocupante en las sociedades occidentales, que se agrava, a mi juicio, cada día que pasa: la imposición de censuras ideológicas en la expresión artística, que quizá sea paralela a la que se da también en el ámbito político-cultural. Que un hombre elogie las tetas de una mujer es una grosería inaceptable, que ofende a muchas personas y que, en consecuencia, no se puede permitir que se diga, al igual que afirmar que Mahoma era un caudillo cruel y un misógino contumaz, cuya pugnacidad inspira hoy la de sus sangrientos herederos, hiere a millones de creyentes, y, por lo tanto, ha de ser prohibido. Yo no concibo la literatura sino como el lugar de la libertad absoluta. En la literatura, y en cualquiera de las artes, y también en la confrontación de las ideas, en el debate diario sobre cómo queremos que sean nuestras sociedades, la libertad no debe tener límites: para escribir malos poemas, como el de Raine; para decir lo que se cree, lo que se siente, aunque sea ofensivo o blasfemo para otros (e incluso para uno mismo); para elevarnos, pero también bucear en lo más oscuro del ser, en lo más fangoso de cuanto nos constituye. La vida está llena de restricciones, y está bien que sea así: sin ellas no podríamos convivir. Por eso el arte, el espacio singular del arte, ha de darnos la posibilidad de romperlas todas: de gritar, y confesar, y escupir, y llorar. Lo cual significa, entre otras cosas, que también hemos de estar dispuestos a que nos griten a nosotros, a que nos escupan a nosotros, a que nos salpiquen de barro, a que blasfemen contra lo que nosotros tenemos por sagrado. Nuestra salvación depende de que aceptemos la salvación de los demás, aunque nos repela. Como he dicho, el poema de Raine es lamentable. Pero no lo es que reconozca la pasión carnal que todavía lo mueve, ni la belleza de un pecho femenino, ni el futuro más bien sombrío para la joven y para él mismo que le hace imaginar. Si a alguien no le gusta lo que ha dicho, lo que debe hacer es escribir una poesía distinta o un ensayo en el que lo critique o razone su disgusto. Y si una poeta mayor elogia en un poema el culo o el paquete de un joven, lo leeré con mucho interés.

Por último, un caso personal. Una poeta inglesa, y ya examiga, se ha molestado mucho con una entrada que le he dedicado en este blog, y recogido en la selección recientemente publicada en forma de libro, Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España). El hecho de que le haya regalado un ejemplar, cariñosamente dedicado, no le ha hecho pensar que mis intenciones al escribirla no podían ser malas, salvo que yo fuese un hipócrita redomado. En el correo con el que ha cortado relaciones conmigo expresaba su malestar porque yo no hubiera mostrado el debido respeto por un I have to say, generally considered rather distinguished literary track record ("currículo de publicaciones literarias que se considera, en general, he de decir, más bien distinguido"). Obsérvese el understatement, formulado con la mejor sintaxis oxoniense, que esconde, en realidad y a eso iba, un overstatement: el de su obra insuperable, el de su calidad impar. El incidente en sí no tiene ninguna importancia: un episodio más de las eternas peleas entre poetas, que se diluirá que se ha diluido ya, en lo que a mí concierne en la nada de la intrahistoria literaria, pero sí es revelador de algo que nos aqueja a todos los que nos dedicamos porque no podemos hacer otra cosa: porque estamos enfermos a esta tarea agotadora de escribir: una desesperada necesidad de reconocimiento, una vanidad aplastante. 

domingo, 7 de junio de 2015

Barça, 3 - Juventus, 1

Ayer, cuando salí a comprar el periódico, me crucé con dos chicos en el parque de Battersea que peloteaban en la hierba, vestidos con la camiseta del Barça. Esto es normal en Londres y, por lo que parece, en cualquier parte del mundo. Las zamarras del Barça son, para los jóvenes del mundo, como las del Ajax  y las de Holanda lo eran para los de mi generación: un signo de aristocracia, una forma de elevación. También se ven de otros equipos, pero pocas: el Real Madrid, pese a su Champions del año pasado, ha descendido en estimación pública, lastrado por la vulgaridad de su juego, la antipatía que inspiran sus héroes el insufrible Ronaldo, el mordoriano Mou y la evidencia de que su proyecto no es futbolístico, sino empresarial: el inefable Flo el constructor, no el cómico, aunque a veces se confundan ha hecho de la otrora noble casa blanca un rascacielos sin alma. Cuando vi ayer a aquel par de niños jugando al fútbol en el parque con la camiseta del Barcelona, pensé en mis propias camisetas, de tela, sin brillo, llenas de agujeros, pero dotadas de un aura sobrenatural, que yo llevaba, a su edad, en los partidillos del colegio y las pachangas callejeras. (Eso fue, claro, antes de descubrir lo malo que era con el balón en los pies: por eso me hice o, mejor, me hicieron portero). Eran los años de hierro del FC Barcelona: los setenta, en los que el club estaba ya lejos de los éxitos europeos, protagonizados por Kubala y sus húngaros magníficos Kocsis, Czibor, y apenas sobrevivía en la competición española a base de Copas del Generalísimo (y aquella Liga del 1974, tras el legendario 0-5 del Bernabéu). Mucha gente no ha llegado a conocer o se ha olvidado de aquellas temporadas grises, amenizadas por algún fichaje pintoresco un oriundo padre de doce hijos en tres continentes distintos, o un mirlo blanco que prefería volar de noche, por las boîtes (así se llamaban entonces las discotecas) de Castelldefels, que sobre la hierba del Camp Nou, por algún arbitraje perverso (ah, Guruceta, cuánto te añoramos), y salvadas, en último término, por un triunfo contra el Real Madrid, o por haber aplastado al Español aunque eso no tenía demasiado mérito: al Español se le aplastaba casi siempre, o por la conquista de alguna competición veraniega. Hoy los éxitos se dan por descontados, gracias a Cruyff, que transformó, como jugador y después como entrenador, el estilo y la arquitectura del club; a Guardiola, que prosiguió su obra y cuajó un proyecto coherente; y al Mesías Messi, a cuyo alrededor se disponen los doce discípulos: los otros diez jugadores, el entrenador y el utillero. Pero durante muchos años, el Barça fue solo un equipo resistente, que contemplaba, desde lejos, y con indecible pesar, las victorias nacionales y europeas del Madrid. Los aficionados se consolaban pensando que esos triunfos se debían, en gran parte, si no completamente, a la ayuda que el Régimen prestaba al club, con latrocinios de diversa índole el de Di Stefano y el de Guruceta u oportunísimas recalificaciones que, por cierto, también los gobiernos democráticos del PP han aprobado cuando el club blanco necesitaba un empujoncito económico, y todo eso conectaba con una historia de discriminación del Barcelona, cuyo momento álgido había sido el asesinato del presidente Josep Suñol i Garriga por las tropas franquistas en 1936. Fuese como fuese, el Barcelona era, en mi niñez, un equipo descosido y melancólico, cuyos mejores jugadores se desgastaban en una brega casi siempre infructuosa. Recuerdo, por ejemplo, a Rexac, cuya estampa arácnida no le impedía regalar el balón a los pies del compañero, a treinta metros de distancia, o dejar sentado, con un recorte inverosímil, a un fornido defensor. Rexac es el único jugador del Barça que he conocido —con la excepción, quizá, del argentino Riquelme, otro cansino maravilloso— capaz de despertarse de una siesta y meter un gol olímpico. A Rexac, sin embargo, se le reprochaba su falta de combatividad. Y era cierto: no le gustaba pegarse, ni, sobre todo, que le pegaran. Yo lo entiendo: la vida es demasiado corta para cansarse corriendo o para que te partan los tobillos. Recuerdo un partido contra el Real Madrid en el que Rexac recibió la pelota a la salida de un córner y vio cómo Benito aquel central que impetraba el favor de la Virgen de los Desamparados (los Desamparados eran los otros) antes de salir al campo, que salía a él como un victorino, y que se pasaba después los noventa minutos rebanando piernas como quien trincha solomillos empezaba a correr hacia él. Charly no lo dudó: le pasó el balón. Pero Reixac también fue uno de los héroes de Basilea, en 1979, cuando el Barça ganó la Recopa de Europa, el primer triunfo continental del equipo muchos años después de las celebradas Copas de Ferias. No he olvidado el trepidante partido, que acabó 4 a 3, ni el desfile de autocares con culés enfervorizados que volvían de Suiza y que llegaban al Camp Nou por la Travessera de las Corts, donde estaba mi colegio: los saludábamos con el puño en alto, como si hubiéramos conquistado la Luna. Luego, en los Estados Unidos, donde viví al año siguiente, me sorprendió volver a ver el partido retransmitido por televisión: había sido un éxito rotundo, del que hasta los países poco dados al fútbol se hacían eco. Las cosas han cambiado mucho, para bien. Aunque debo admitir que ya no siento las victorias del equipo con la misma pasión. Y no solo porque me haya acostumbrado a ellas (nadie, no obstante, se acostumbra nunca a las victorias, como nadie se se acostumbra jamás al calor: siempre queremos más éxitos y menos temperatura), sino porque mi gusto por el fútbol se ha moderado, y no descarto que llegue a desaparecer. Es, supongo, una consecuencia de la edad: conforme uno cumple años, se siente más desligado de cuanto lo vincula a la existencia de la comunidad. El fútbol es un nexo privilegiado con la tribu: te inserta en ella, te otorga su protección, comparte contigo sus inquinas y sus éxtasis. Y también una potentísima máquina de inmortalidad: ser de un club te garantiza que seguirás existiendo mientras exista ese club (como vio con claridad aquel fan del Sevilla que se hizo incinerar y depositar en una urna, para que su hijo pudiera llevarlo a ver los partidos desde un asiento cuyo abono no dejó de pagar). La madurez y luego, ¡ay!, la vejez te revelan el engaño de este discurso, un trampantojo de la sociedad para mantener anestesiados a sus miembros. La realidad se impone entonces con desmitificadora crudeza: el fútbol es solo un ejercicio simbólico de la violencia, una catarsis colectiva, y también un negocio astronómico del que los aficionados son mantenedores y solo remotísimos e inmateriales beneficiarios. Ayer, cuando Xavi levantaba la Copa, rodeado por todo el equipo, y lanzaba un aullido de júbilo, yo pensé en los neandertales que levantaban las cabezas cortadas de sus enemigos, o del ciervo que hubieran cazado, en señal de triunfo y, sobre todo, de supervivencia. (Aunque también debo confesar que me parece mucho más neolítico el rostro de Sergio Ramos en esas mismas circunstancias, a quien, además, se le habría caído la copa de las manos). Mi relación con el fútbol se ha enfriado, desde luego. Sin embargo, la huella indeleble de la infancia de mi padre, predicándome las maravillas de un equipo que era, como definiría memorablemente Manuel Vázquez Montalbán, el ejército desarmado de Cataluña sigue ahí: ayer vi el partido, di saltos con los goles azulgranas, maldije el de Morata (madridista tenía que ser...), superé el dolor de cabeza que me había levantado la tensión del encuentro, y me acosté, reconfortado por la victoria, como después de un orgasmo. Ya en la cama, pensé: "Eres imbécil". Lo había sido, ciertamente; lo soy. ¿Pero quién es capaz de liberarse de esa losa? ¿Quién puede despojarse para siempre de aquella camiseta de tela, sin brillo, llena de agujeros, que nos enfundábamos, aunque fuésemos regordetes y acentuara nuestras lorzas, para creernos, por un rato, Cruyff, Rexac o Neeskens? ¿Quién supera alguna vez los sueños de su niñez?

viernes, 5 de junio de 2015

The UK is not OK

Eso me dijo una compañera de trabajo de Ángeles, una científica extranjera educada en las mejores universidades que lleva veinte años dedicada a la investigación del cáncer. Ha pasado todo ese tiempo en Londres, pero ahora está a punto de marcharse. Los recortes del gobierno conservador de David Cameron que, como todos los gobiernos conservadores del mundo, pretende reducir el tamaño del Estado para que resplandezca la iniciativa individual, aun cuando muchas personas no estén en condiciones de tener iniciativa; recortes que, pese a ello, deben de haber complacido a sus compatriotas, porque no solo han revalidado su mandato, sino que lo han premiado con la mayoría absoluta han vuelto imposible mantener su puesto de trabajo, y la mujer ha decidido abandonar el Reino Unido y volver a su país, para proseguir sus investigaciones y reemprender su vida. Algo parecido nos ha dicho otra compañera, también extranjera, del hospital. Lleva muchos años haciendo aportaciones a su seguro privado (que aquí es fundamental para garantizarse un retiro suficiente), y ha reunido el máximo capital que podría alcanzar, es decir, aunque siga contribuyendo, no mejorará ya su pensión. No le compensa, pues, seguir trabajando. Con lo que lleva ya acumulado, la mejor opción, salvo que uno sea workcoholic o masoquista, es dejar el hospital y disfrutar de una jubilación dorada. Pero la mujer tiene poco más de 50 años, y aún se siente útil. Leer el periódico hasta las necrológicas mientras desayuna y pasarse luego toda la mañana dando de comer a las palomas no es todavía a lo que quiere dedicarse hasta que ella misma sea la protagonista de una necrológica. En consecuencia, también esta compañera está pensando en dejar los bártulos y regresar a su país. Aunque podría pensarse que son dos desgraciadas con mucha suerte, ambas situaciones revelan la confluencia de dos elementos muy importantes en la configuración social del país: la retracción de los servicios públicos y, en general, del papel del Estado como garante del bienestar de sus ciudadanos, y la simultánea prevalencia de los mecanismos privados para asegurar ese mismo bienestar (y, a su vez, el paradójico efecto desincentivador de muchos de ellos: una vez asegurado el beneficio individual, ¿para qué seguir aportando al país?). Lo cual supone que, en amplias capas de la población que no se pueden permitir esos recursos individuales, la gente solo goza de una cobertura mínima y, con el gobierno conservador, irremediablemente menguante. Gran Bretaña ha pasado por una grave crisis económica, como casi todos los países de la Unión Europea, pero está saliendo de ella mucho mejor que nosotros. Lo ha conseguido gracias a que su tejido productivo era mucho más sólido y plural que el nuestro, al poder financiero de la City, y a que la corrupción, aunque existente, no estaba tan extendida ni resultaba tan corrosiva como la española, que bate casi todos los récords de putrefacción en Europa. Hoy basta con darse un paseo por las calles de Londres para ver, en muchísimos escaparates, anuncios que reclaman personal. Son puestos de trabajo que apenas requieren cualificación profesional: vendedores, camareros, conductores, repartidores de publicidad, cosas así, pero suficientes para proporcionar unos ingresos básicos a mucha gente. El caso de Álvaro ha sido revelador: se apuntó hace cuatro días, por internet, en la bolsa de trabajo de una empresa que proporciona recepcionistas y camareros para eventos y celebraciones; esa misma tarde ya tenía una llamada de la empresa para convocarlo a una entrevista; al día siguiente ya estaba recibiendo la preparación mínima que necesitaba para desempeñar su labor; y al otro, ya estaba trabajando: en un cóctel con el que se conmemoraba el centenario del nacimiento de Tapio Wirkkala, el gran diseñador finlandés. El sueldo es miserable, pero es un sueldo, y también una experiencia. A los estudiantes como él, y también a muchos que ya no lo son, estas oportunidades, sencillamente, les permiten sobrevivir. No obstante, este dinamismo en los estratos más bajos de la pirámide económica no resuelve el gran problema de la sociedad británica: la desigualdad. Un informe de Oxfam, de 2014, revela un dato estremecedor: cinco familias son más ricas que doce millones y medio de británicos, una quinta parte de la población del país. Además, el crecimiento de los ingresos respectivos desde 1993 ha sido mucho mayor en el caso de los primeros que en el de los segundos, es decir, la brecha entre ambos no solo no ha disminuido, sino que lleva décadas aumentando. Las brutales diferencias de renta y, por lo tanto, también de formación, de salud y de expectativas laborales y, en general, vitales pueden apreciarse en Londres mismo, donde al esplendor de Westminster y los barrios acaudalados Chelsea y Kensington, Mayfair, Belgravia se opone la tristeza de Peckham, Whitechapel o Finsbury Park, entre muchos otros lugares insalubres. Cuando vivimos en Littleborough, cerca de Mánchester, recuerdo las localidades que rodeaban a la gran capital del norte, y que constituían un cinturón de inmigración, pobreza y, en muchos casos, desesperanza, como Oldham o Bury: lugares tristes, grises, difícilmente habitables. De hecho, no he sentido nunca tanta tristeza como paseando por algunos de estos arrabales, cuyo proletariado es decir, casi toda su población constituye una masa anónima y vociferante no hay contradicción en los términos de gente sin recursos y sin educación, que se da en muchos casos a la bebida una necesidad que las docenas de miles de pubs de la nación atienden con admirable diligencia y a la depresión. Aunque la tasa de paro, que no superaba el 6% en febrero de este año, es bajísima comparada con la española, que todavía ronda el 24%, en el Reino Unido hay más de seis millones de parados o subempleados. Y también siete millones de personas que, o son alcohólicos, o acostumbran a beber más de la cuenta, como puede apreciarse en las infatigables hordas de británicos que riegan de cerveza, sangría, vómitos y semen las calles de las ciudades costeras españolas. Las diferencias de clase siguen siendo abrumadoras: los ingleses no han sabido desprenderse de esta visión clasista de la existencia, es más, la han acentuado como forma de singularización y mecanismo de edificación social. Y todo se agrava por este clima gélidamente infernal, en el que hemos llegado a junio sin atisbo alguno, todavía, de tibieza.