lunes, 31 de agosto de 2015

Una tarde en el hospital

En realidad, no es una tarde la que paso en el hospital, sino casi todas: abandono esa prolongación de mí mismo que es el ordenador, ante el que consumo mis días, cruzo el parque de Battersea y me adentro en Chelsea para reunirme con Ángeles a la salida de su trabajo. Casi siempre he de esperarla un rato en el vestíbulo del centro, y aprovecho esos minutos para leer El País, que compro en una tienda cercana, regentada por indios. Eso hice hace algunos días: hojear el diario y  picotear en algunos artículos. Alcancé a leer uno entero, repugnante, del tertuliano Amando de Miguel, a cuyo privilegiado cacumen y exquisito sentido moral El País no tiene empacho en ceder su mejor tribuna de opinión, y una noticia sobre los 105 millones de euros que Esperanza Aguirre, condesa de Bornos, condesa de Murillo y Grande de España, y su monaguillo, Ignacio González, habían dilapidado en la faraónica —y hoy fantasmal— Ciudad de la Justicia de Madrid. Nada nuevo, en realidad: la prensa española viene cargada de obscenidades así desde hace años. Tuve tiempo de leer también una columna, "Verano del 45", en la que Javier Rodríguez Marcos elogiaba la defensa de los servicios públicos que habían hecho los laboristas británicos después de la Segunda Guerra Mundial, y que había redundado, entre otros avances, en la creación del Servicio Nacional de Salud. Mientras leía todo esto, veía por el rabillo del ojo lo que pasaba a mi alrededor. Un matrimonio judío —él, con los tirabuzones parietales de los ortodoxos, y ella, con el pelo recogido en un paño multicolor y aspecto de colona de Gaza— se cruzaba a la entrada del hospital con un grupo de musulmanas embalsamadas en sus negrísimos capisayos, pero todos se comportaban como si los otros no existieran. Pensé en la necesidad que tiene tanta gente de afirmar su pertenencia al grupo, de uniformarse y actuar como la horda exige de ellos; gente para la que la libertad de pensamiento y de conducta se subordina a los dictados del clan —o, sin ningún remordimiento, se suprime—. Reparé también en la obsesión de las religiones con el pelo de las mujeres: esconderlo es la forma inmediata que tienen todas de proclamar que están sometidas a la doctrina y, por lo tanto, a la moral sectaria. Y, cuando estaba pensando esto, se me vino a la memoria, no sin algún estremecimiento, la escena de Gilda en la que Rita Hayworth (que, pese a representar la esencia de lo norteamericano, era hija de un bailarín español, pariente, a su vez, del escritor Rafael Cansinos Assens) canta Put the blame on Mame y menea el pelo, rojo, como una prolongación llameante de su cuerpo. También vi a alguien a quien llevaban en camilla hasta una ambulancia aparcada a la entrada. Se tapaba la cara con una toalla y daba gritos, pero no continuos: tras una pausa de segundos, el enfermo o accidentado soltaba un chillido corto y agudo; y así siguió, como una alarma humana, hasta que lo metieron en la ambulancia. Sin embargo, lo que más consciente me hacía de estar en un hospital era el anciano sentado, muy cerca de mí, en una silla de ruedas. Era un hombre viejísimo, completamente encorvado, que no me habría extrañado que hubiese combatido en la Segunda Guerra Mundial (y hasta en la Primera). Una sonda le asomaba por el pecho, aunque no podría decir por dónde le entraba (o salía). Lo atendía una señora, también bastante mayor, negra, que le había envuelto las piernas con un suéter, quizá para ocultar el itinerario de la sonda. La mujer le aguantaba un móvil en el oído, y el hombre, con un inglés agujereado por la edad, pero encendido por la indignación, se quejaba de que llevaba mucho tiempo esperando una ambulancia, y de que quería irse a casa. Repetía constantemente: I want to go home, I want to go home, y, cuando expresaba aquel deseo elemental, el tono de su voz subía todo lo que podía subir, hasta hacerse trémula, frágilmente imperativo. Como apenas podía moverse —el pobre hombre ni siquiera era capaz de sujetar el teléfono—, todo lo demás que comportaba aquella conversación lo hacía la asistente: hablar con el recepcionista, traerle al anciano un café para aliviar la espera, reacomodarle el jersey-sábana que se desajustaba por la agitación... Cuando la conversación se interrumpía, el viejo caballero proseguía su queja con un pizzicato de ayes: ah, ah, ah, ah, ah, que punteaba de dolor, o, peor aún, de incomodidad, el silencio del vestíbulo. La mujer intentaba aplacar aquel gorjeo turbador y le acariciaba el hombro, aunque sin demasiada intensidad; era obvio que juzgaba improcedente una caricia demasiado vigorosa o prolongada. Pero el hombre no cejaba en su alteración, tan persistente como su espera. "El pobre lleva así desde las cuatro", me susurró entonces una señora que se había sentado a mi lado. Eran casi las seis. Se me hizo inverosímil que se tuviese esperando dos horas, en la gelidez de un hall, a una persona a la que había que trasladar en ambulancia, tan mayor, entubada, sin otra ayuda ni consuelo que los que ella misma pudiera procurarse. Y pensé que los hospitales españoles sufren, como todos los hospitales del mundo, aglomeraciones y desbordamientos, y que presentan deficiencias, también como en todas partes, pero que los servicios de atención al paciente no habrían abandonado a su suerte, en el recibidor, a alguien tan mayor, ni a nadie. En este, en cambio, moderno, rigurosamente enmoquetado, con una fotografía de la reina en una pared principal, sin un enfermo en los pasillos y envuelto en un silencio de balneario (salvo por las exclamaciones desesperadas de quien apenas tenía fuerzas para expresar su desesperación), un anciano desvalido llevaba dos horas, con la sola compañía de su cuidadora, peleando con la desidia del mundo. Releí las líneas en las que Rodríguez Marcos evocaba con admiración aquella representación orgullosa del Servicio Nacional de Salud en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, pero vi que Ángeles ya salía del despacho, doblé el periódico,  me levanté y nos fuimos, pimpantes, a merendar a una cafetería de King's Road.

viernes, 28 de agosto de 2015

El cabaré literario de Battersea Spanish

Participo hoy en un cabaré literario. Lo de "cabaré" me hace pensar en chicas de trajes rojos y ligas bien visibles que dan gritos y patadas al aire, pero sospecho que no va a haber nada de eso, aunque confío en que a la reunión acudan chicas vestidas de rojo y, a ser posible, con ligas muy visibles. Se trata de un encuentro literario que organiza Battersea Spanish, la escuela de idiomas de Londres fundada y dirigida por Sara Caba, una costarricense que ha viajado por medio mundo, para recalar, por fin, en el mismo barrio en el que yo vivo. Sara no solo es una mujer dinámica e inteligente, sino que debe de ser una de las pocas costarricenses que habla danés: vivió algunos años en Copenhague y ahí aprendió un idioma que nunca me ha parecido un idioma, sino una enfermedad de garganta. Su marido, Ben, estadounidense, a quien conoció en el país de la Sirenita, me aclara, no obstante, que el danés, pese a sus complejidades fonéticas, tiene aún menos reglas que el inglés y que, por tanto, no es difícil de aprender. El cabaré se celebra en el piso de arriba del pub Cat's Back, "el lomo del gato", en Putney, al suroeste de Londres. Aunque el barrio es de nueva construcción, queda algún vestigio de su pasado, como Prospect House, un noble edificio del s. XVIII, al lado del Támesis, al que la inevitable placa azul recuerda que el rey Jorge IV venía a alojarse y, quizá, a divertirse con las posaderas (aunque esto último no lo especifica la placa). Hoy es vecino de un restaurante especializado en langosta y ha perdido mucho de su lustre monárquico, pero aún conserva una marmórea dignidad. Antes de entrar en Cat's Back, echo un vistazo al cercano parque de Wandsworth, también contiguo al río, en el que una hilera de magníficos plátanos constituye una espesa pantalla verde contra la a veces mordiente brisa del Támesis. Pasa entonces junto a mí una joven con cuatro o cinco perros. Pese al número de animales, no parece una paseante de perros oficio que consiste en sobrevivir a una maraña de chuchos, todos atados con correas, que se dispone alrededor de uno como una araña ladradora y siempre en movimiento—, sino su dueña: hay gente que no sabe sentir afecto sino por los seres irracionales. Uno de ellos, pequeño, peludo y blanco, se queda algo rezagado y, de repente, empieza a ladrarme con furia, como si le hubiera quitado un hueso. Es más: se dirige a mis tobillos con la peor de las intenciones. Procuro alejarme, pero despacio, sin perder la dignidad: echarme a correr delante de un bicho que apenas levanta un palmo del suelo no habría dado de mí la imagen que me gusta proyectar en público. El perro, sin embargo, insiste en sus acometidas y sigue intentando morderme los bajos de los pantalones. Sus ladridos son aún más furiosos: ha olido el miedo, y eso lo hace una bestia desenfrenada. Sopeso la posibilidad de enviarlo de una patada al Támesis, pero eso sería aún peor que recibir un bocado en las canillas: por más que el animal me hubiese atacado sin que mediara provocación, yo sería el culpable de un crimen injustificable; y al amanecer no me fusilarían, porque la pena de muerte está abolida en el Reino Unido, pero sí me devolverían a España con menos miramientos que con los sirios y afganos a los que expulsan del país. La joven, por fin, que lleva un rato gritándole al perro que vuelva con ella, consigue que el animal desista de su presa y se reintegre en la manada. Yo, con el ánimo algo alterado pero la dignidad intacta, entro en el pub, que, ahora que me doy cuenta, representa al archienemigo de los perros: quizá eso había suscitado la hostilidad del caniche feroz. Allí están ya Sara y su equipo preparando el escenario. Porque se necesita un escenario: en el cabaré habrá música, danza y hasta un espectáculo teatral. Se espera mucho público: 105 personas han confirmado su asistencia. Miro a mi alrededor y pondero las dimensiones del local: si allí se reúnen 105 personas, hay muchas probabilidades de que acabemos todos en el piso de abajo. En realidad, añade Sara, iban a ser 13 más: los intérpretes de un concierto de mandolinas organizado por Wandsworth Radio, que retransmite el acto. Pero el dueño del pub se ha plantado: si hay mandolinas, no hay pub ni, por lo tanto, cabaré literario. Así que se han cancelado. Con lo que a mí me gustan las mandolinas. Desde que vi aquella película en que el capitán Corelli se la tocaba a Penélope Cruz, estoy enamorado del instrumento. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, escucho el concierto para mandolina, cuerdas y clave en do mayor, RV 425, de Antonio Vivaldi. Antes de que empiece el acto, Ben y yo ensayamos brevemente la lectura de mi poema. Yo lo leeré en castellano y él ha tenido la amabilidad de ofrecerse para leer en inglés la traducción de Terence Dooley. Mientras practicamos sentados en la escalera, Sara nos trae unos pinchos de tortilla. Cada uno se come los suyos mientras el otro recita, y yo descubro un saludable, irónico contraste entre la gravedad de los versos y el hecho de escucharlos comiendo tortilla de patatas. Ciertamente, acude mucho público: no los 105 que han reservado, pero sí muchas docenas de personas. Voy al lavabo a lavarme las manos y allí compruebo que el ataque del can iracundo no va a ser la única desgracia de la tarde. Cuando aprieto el dispensador de jabón, una ráfaga incontrolada de líquido me ametralla la pechera. Me limpio, como puedo, con agua y papel higiénico, confiando en que el jabón no deje mancha, pero de momento luzco un enorme lamparón en pleno plexo solar. Qué mala suerte tengo, o, mejor, qué torpe soy. Si no desaparece, haré el ridículo, aunque no tanto como aquella vez en que, en la boda de una amiga, leí un poema epitalámico con la bragueta abierta. Inicia el acto Andy, el responsable de Wandsworth Radio, un inglés dicharachero y enorme, al que, no obstante, estoy por recomendarle un champú más eficaz que el que él debe de utilizar. Su desaliño es el de cualquier inglés excéntrico y alternativo, acentuado, en su caso, por un detalle llamativo: parece llevar los pantales desabrochados; por lo menos, una larga porción de cinturón le cuelga más allá de la camisa, que lleva por fuera. Es, sí, un rasgo peculiar, pero también inquietante, sobre todo para las mujeres. Tras su introducción, Sara nos da la bienvenida a todos con su particular estilo, cariñoso y entusiasta. Sara es, como se dice aquí, una natural de las relaciones sociales: su simpatía se impone a cualquier equívoco o desafuero, aunque tengo para mí que en esa alegre naturalidad subyace un carácter fuerte y una determinación a prueba de bombas. El maestro de ceremonias es el colombiano Juan Toledo, que lleva más de dos décadas viviendo en Londres. La argentina Carolina Frontini lee unos poemas delicados y enigmáticos, nacidos de unos dibujos que, llegados a cierto punto, ya no le alcanzaban para expresar lo que quería expresar: por eso se pasó al verso. Hoy, nos cuenta, es la primera vez que lee sus poemas en público, y está un poco nerviosa. Pero ese nerviosismo no se le nota en la lectura. Lo hace bien. Solo debería, quizá, subir algo el tono de voz: a pesar del micrófono, apenas oímos las últimas composiciones. Felipe Duarte, también colombiano, es economista, pero lo que le gusta en realidad es la guitarra y la música. Interpreta cuatro piezas, algunas tradicionales de su país y otras compuestas por él. En una habla de la lluvia, el nexo entre Londres y Bogotá, aunque aquí es fina y gris, y en su ciudad natal, escandalosa y llameante. Fernando Sdrigotti, argentino, residente en Londres desde hace trece años, lee un cuento escrito en inglés sobre la muerte de un gato. En realidad, lee, interpreta y casi glosa. Cargado de humor, los últimos días de Totó así se llama el gato; los gatos están teniendo un papel relevante en esta velada— nos hacen reír a todos. Alejandro de Mesa Palau es otro colombiano que nos interpreta un monólogo y que sale al escenario en calzoncillos, unos calzoncillos blancos, austeros, clásicos. Hay que ser muy valiente para salir así a una sala atiborrada y actuar, literalmente, entre el público, que se amontona en el suelo, contra las paredes, por todas partes. Alejandro resuelve bien la papeleta y sale del proscenio vestido: no diré más, para no desvelar el final. A continuación, Yoli, mexicana, y Dan Calvert, editor de la prestigiosa Oxford University Press, pero también músico y guitarrista, y cuyo aspecto dista mucho del de Pepe Habichuela, interpretan sevillanas. Se hace algo extraño que una mexicana y un inglés  rubio y de Oxford bailen algo tan racial como la sevillana, pero salen airosos del trance. Al fin y al cabo, si hasta hay ya bailaores japoneses de flamenco, ¿por qué no pueden flamenquear también ellos? A continuación, el costarricente-portorriqueño Carlos Fonseca lee un fragmento —no sé si capítulo— de su recientemente publicada novela Coronel Lágrimas, en Anagrama. Como bien dice, es difícil competir, leyendo un texto, con el baile y el teatro: estos son tan poderosos, remueven tanto las emociones, que la palabra escrita ha de hacer un esfuerzo enorme por estar a su nivel. Después de Carlos actúo yo, con un poema de Cuerpo sin mí. Hago una breve introducción en inglés y agradezco la posibilidad que se me ha dado de compartir un encuentro tan cálido como este, y no solo por el numeroso público. En una ciudad como Londres, que puede ser muy fría, que puede ser hostil, compartir intereses e inquietudes, literatura, con gente querenciosa y cercana culturalmente, es un respiro, más aún, es un bálsamo. Tras mi lectura y la de la traducción de Ben, cierra el acto el propio Juan Toledo, que lee del móvil un poema escrito en inglés, "I'd love to be British": "Me encantaría ser británico". De nuevo, nos reímos, y esa risa es el resumen perfecto del cabaré: una risa franca y sin aristas. Pero aún nos queda charlar un rato con los asistentes. Una joven inglesa, muy tímida, me pide un libro. Otro joven local, que ha venido al cabaré con su madre, me cuenta que su padre, ya fallecido, era novelista y poeta, y que ambos, su madre y él, están trabajando por reunir su obra inédita y publicarla. Siempre que los ingleses, cualquier inglés, se me acercan para hablarme, tengo la impresión de que se revela una realidad oculta: los ingleses existen, y son capaces de conversar con uno, y hasta de hacerlo con interés y cordialidad. Dos jóvenes de Barcelona, en fin, me asombran al preguntarme dónde está la plaza Universidad que menciono en el poema: es como si un madrileño no supiera dónde está la plaza de Santa Ana. He de esforzarme por describírsela, pero acaban por reconocerla: "¿Al principio de la calle Aribau?, me pregunta uno, triunfal. "¡Eso!", le respondo yo, aliviado. Cuando salgo a la calle, ya de vuelta a casa, miro a mi alrededor, no sea que otro perro colérico, o el mismo de antes, vuelva a querer merendarse mis tobillos. Pero no: todo está tranquilo. La noche es suave y negra, y suena cerca el blando movimiento de las olas que levantan en el Támesis las barcas espectrales que lo surcan.

Este es el poema que he leído en el cabaré:

                                                 Plaza Universidad

Paseo por las calles. Veo su vaciedad,
que cuaja en el asfalto,
y se atiranta como un alba
                                                 coloreada
de espanto, y engalana las iglesias
y los burdeles,
y no prescribe, y tartamudea.
Flota en la nada
el azufre que soy, el silencio que soy,
el hedor de la muerte, que difunden
gaviotas
oscuras,
                cuyos graznidos
atraviesan el día como dardos
de sombra. Veo las gaviotas,
y perros parecidos a hombres, y hombres
parecidos a mí,
que no respiran, sino que malgastan
la piel,
e hipotecan el semen,
y observan
conductas
                    inútiles:
nacer, hablar, enamorarse. Y veo
la lluvia: la arenosa unidad
del agua
que aguijonea
la tierra,
y el sol sumido en una algarabía
de negaciones,
y mis pupilas saqueadas,
en las que habita
                                lo ajeno,
lo inerte, lo sin alas,  y se cobijan luces
difuntas. En la calle no hay nadie, y, sin embargo,
la gente
               eyacula, envejece,
se resigna a sus miembros, no discrepa de ser;
por el contrario,
                              se da
a la promiscuidad y al polvo:
celebra la agonía;
y el ultraje que implica su presencia
resuena en las criptas
                                        que me componen.
La calle está vacía, pero me abastece
de formas
                   en las que me disuelvo,
me estrangula con la respiración
de muchos, me deslumbra de negrura
y de deseo.
Los autobuses tienen bocas
calientes
por las que nunca asoma
un río, ni la posibilidad
de un río,
                  ni cosas
que vuelen. Y el azul
se adentra en lo que no es azul
y le transfunde
                              su sangre, lo avería
con su escoplo, sojuzga su vidrio magullado.
Un pecho
me asedia:
                    es el mío. Otros
se ofrecen como bálsamos,
pero resbalo por sus cuestas,
y balbuceo, y me reflejo
en su laca obsesiva,
y apenas reconozco a quienes gritan
mis nombres, y enumeran
mis muertes, y me miran con mis ojos,
desde dentro de mí. No estoy.
No siento las costillas
                                        que me circundan.
No me detengo en los escaparates
que me invitan a ser y me prohíben ser.
No participo de la transparencia
con que las cosas
se tiznan,
y que me abraza
                               como si me repudïara.
No advierto lenguas, cálices, derrumbamientos, mundos.
No veo, en fin, a nadie amar,
ni a los objetos
                            reproducirse, ni comparto
el trajín de lo quieto, o el de los insectos
ungidos
al yugo boreal de los neones.
Sólo soy ya
                     este deambular sin piernas
y sin conciencia de que deambulo,
esta derogación
de la caricia, que me aboca
a un nuevo abismo y me regala
su pulpa desquiciada,
entre cuyas viscosidades
contabilizo muertos que sonríen,
y sus sonrisas.

martes, 25 de agosto de 2015

Suecia (2): Hälleviksstrand

El pueblo donde nuestra amiga Gisela tiene una casa, en la que quiere que pasemos unos días, se llama Hälleviksstrand, un nombre que solo se puede pronunciar al tercer o cuarto intento. Nosotros, con paciencia, lo conseguimos. Hälleviksstrand se encuentra en la isla de Orust, la tercera más grande del país (aunque sobre esto los geógrafos no dejan de discrepar: según los criterios que utilicen para medir, pasa a ser la cuarta y hasta la quinta; ocurre lo mismo con los saldos fiscales en España), situada en la costa oriental, cerca ya de Noruega. Orust tiene 345 km2 y apenas 15.000 habitantes, de los que 1.800 viven en Henån, la capital. No hay que dejarse engañar por la escasa población: cuando llega el verano, la zona, muy turística, triplica sus residentes. Además, todos —tanto los domiciliados como los transeúntes— son ricos: puede que las casas sean de madera y no muy grandes, pero a la puerta siempre hay un lujoso cochazo. Por otra parte, aquí ha vivido el hombre desde tiempos inmemoriales, como acreditan los diferentes megalitos diseminados por sus bosques y las abundantes runas vikingas. Hälleviksstrand es un pueblecito de poco más de 200 habitantes tradicionalmente dedicados a la pesca, pero que ahora se dedican, en su mayoría, al turismo y los servicios, cuando no a disfrutar de una muy holgada jubilación. La casa de Gisela es más bien una casita: data de 1881, y los techos y, en general, los espacios apenas se han alterado desde entonces. Eso supone que mi integridad física corre peligro, y, en efecto, al marcharme, me llevaré, junto con un buen puñado de recuerdos, otro, no menos memorable, de chichones. Queda claro que en 1881 los suecos no eran tan altos como hoy en día (ni tan ricos: en aquellos tiempos, y hasta el primer cuarto del siglo XX, Escandinavia era una de las regiones más pobres de Europa). En la casa de Gisela, que reúne todos las características de las viviendas suecas que ha popularizado Ikea por el mundo, me llama la atención una fotografía pegada a la nevera de Ingemar Ingo Johansson, nacido en Gotemburgo, que fue campeón del mundo de los pesos pesados entre 1959 y 1960, y héroe nacional. Ingo le arrebató el título, cuando nadie pensaba que pudiera hacerlo, al estadounidense Floyd Patterson, y luego se estuvo atizando con él en una serie de combates que siempre ganó el norteamericano. No solo esa épica rivalidad los unió: de mayores, ambos padecieron Alzheimer. Cuando ya estamos instalados (y yo ya me he golpeado la cabeza dos veces contra las vigas del techo del comedor, por el que he de caminar agachado; barrunto que los golpes deben de ser parecidos a los que asestaba Ingo), salimos a conocer el pueblo. El día es luminoso, como siempre son los días en Suecia cuando la visitamos, y es un placer pasear por el puerto y el breve pero encantador entramado de calles que constituyen el barrio antiguo. Casi todas las entradas de las casas están enmarcadas por flores, y el colorido resulta hasta doloroso. Dentro puede verse a las mujeres tomando café, charlando o leyendo; fuera, los hombres cortan el césped (uno lo hace vestido con un traje de seguridad, con casco, chaleco, gafas y manoplas, como un desactivador de explosivos), limpian el coche o arreglan cosas. Unos hasta están construyendo una casa, una de esas casitas de madera que aquí llaman boathouse, donde las familias guardaban antes los aperos de pesca y ahora amontonan los de baño. En un promontorio se encuentran las hermosas casas de los capitanes, las mejores de la localidad, construidas y habitadas, antiguamente, por los capitanes de los barcos, que demostraban con ello su preeminencia y su fortuna. Casi todas ellas, tanto las de los capitanes como las más modestas, lucen un asta en la que flamea la bandera sueca o un gallardete con los colores nacionales (que tiene la ventaja de que no hay la obligación legal de arriar al anochecer, como sí hay que hacer con la enseña). Y si nos habíamos reído de la pasión de los americanos por desplegar las barras y estrellas en el jardín o la puerta de casa, Suecia da para mondarse: el azul y el amarillo ondean por todas partes, como si todos fueran aquí aficionados del River Plate. El edificio más interesante del pueblo está algo apartado: es la iglesia, construida por Adrian Peterson, en madera, en 1904, un año antes del terremoto que afectó a la isla y que hizo que el templo se hundiera parcialmente. Hoy se yergue, airosa y roja, a medio kilómetro de distancia de Hälleviksstrand, junto a la ría, en una espesura de castaños y abetos. Llegar paseando hasta ella supone someterse al ataque de unos cuantos centenares de mosquitos, pero uno sabe que encontrará refugio físico y consuelo espiritual para los picotazos entre sus paredes: es una ventaja. Otra es que los mosquitos no son los únicos animales que pueden verse: también hay ciervos, como los cuatro o cinco, seguramente miembros de una misma familia, que distingo brincando en una finca cercana. Hälleviksstrand tiene otro rincón interesante: una lacónica playa cerca del puerto, cuyas exiguas prestaciones en arena y comodidades se han ampliado con la instalación de una no menos breve plataforma de cemento y madera, donde los veraneantes se pueden tumbar, tomar el sol y pasar la mañana. También se puede uno chapuzar allí en las aguas del Mar del Norte, que no están tan frías como uno creería: la corriente del Golfo llega hasta estas costas y las caldea lo suficiente como para que bañarse no resulte una experiencia dolorosa. Sin embargo, el momento de meterse en ellas no deja de acarrear sufrimiento, sobre todo cuando el agua llega a las ingles y, en el caso de los varones, envuelve cuanto alojan las ingles. Luego, si ya nos hemos introducido por entero, hay que bracear con energía, es decir, como si nos persiguiera un tiburón blanco, durante un par de minutos, para sacudirnos el frío. Con paciencia y apretando los dientes, uno consigue estar a gusto. Es más: uno acaba estando más a gusto dentro del agua que fuera de ella, porque la brisa del Atlántico norte es muy perra y, a pesar de la tibieza del día, puede morder. Eso sí: hay que evitar las medusas, que se pasean por estas aguas como plásticos vivos, y no han de importar las algas, que forman espesas concentraciones en el fondo arenoso y alrededor de los islotes rocosos cercanos, y cuyos filamentos, larguísimos, pueden tomarse a veces por medusas. No obstante, se está bien nadando cerca de la plataforma, y al sol. El enclave no puede compararse con Benidorm, ni siquiera con Malgrat de Mar, pero tiene su encanto. Un encanto que refuerzan las muchas suecas, inevitablemente rubias, que disfrutan del sosiego del día en traje de baño a nuestro alrededor, y cuyas pieles se tuestan de ese modo singularmente escandinavo: si los mediterráneos nos amarronamos, y los británicos enrojecen como gambas, los hijos del norte se doran, y es maravilloso contemplar ese matiz áureo, en el que los músculos repujados y el vello sutil trazan dérmicas cenefas. Tengo también ocasión de comprobar ese notable resultado fotosolar en la piel de la vecina de Gisela, una diseñadora de moda de Gotemburgo que ha venido a celebrar en Hälleviksstrand su 50º aniversario. La buena señora sale por la mañana al jardín contiguo con un escueto camisón de dormir, que seguramente habrá diseñado ella, y que permite constatar la homogeneidad y el lustre de su bronceado: habla por teléfono con despreocupación; se toma un café con leche sentada, con las piernas cruzadas, a la puerta de la casa; y, en general, se pasea por su finca con jovial donosura, para pasmo y admiración de los circunstantes y, en particular, de Álvaro y míos. Pero Hälleviksstrand no solo cuenta con los encantos de las bañistas y de nuestra vecina, sino también los más austeros, pero no por ello menos interesantes, de un museo local, cuya encargada es Gunilla, una tía de Gisela. De hecho, Hälleviksstrand tiene dos museos, lo que es asombroso, teniendo en cuenta sus dimensiones y su población: uno etnográfico y otro pesquero. Gunilla, una persona como la que debería haber muchas, amante de sus raíces y preocupada por la dignidad de su pueblo, se encarga del primero y nos invita a visitarlo. Se expone allí una amplia colección de los objetos que constituían el ajuar y las herramientas de labor de una familia sueca desde finales del s. XIX hasta mediados del XX, aunque hay piezas mucho más antiguas, como una estufa noruega, que era también cocina, de 1795 o libros, en letra gótica, de la época napoleónica. Me llama la atención un candil que funcionaba con aceite de arenque (yo recuerdo los candiles que mi abuela aún utilizaba en casa, y para los que empleaba aceite de oliva) y las camas extensibles: como las viviendas eran tan pequeñas, el espacio se aprovechaba mucho mejor si las camas podían reducirse y ampliarse a voluntad. Después de la visita, la encantadora Gunilla nos invita a pastas y té en su casa, y allí nos habla de su familia y de su vida en Gotemburgo y Hälleviksstrand. Nosotros alabamos cortésmente el pueblo, el museo y la casa, y ella responde, satisfecha, aunque también irónica, Sweden is perfect! Pese a su ironía, estamos de acuerdo. Podría muy bien ser cierto.

sábado, 22 de agosto de 2015

Un acontecimiento extraordinario

Hace un par de días me pasó algo inaudito: alguien me habló en el metro. En el metro de Londres, y, en general, en los transportes públicos, y, más en general todavía, en cualquier espacio público (y hasta privado) de este país, excepto el pub, los ingleses no hablan con nadie. Y, si lo hacen, es solo por exigencias de la urbanidad, esa cortesía lapidaria que les han enseñado a observar siempre, así perezca el mundo. Por ejemplo, a mí se me había dirigido alguien alguna vez para, ay, cederme el asiento. Pero, aparte de eso, las únicas frases con sentido que se dirigen los viajeros del metro o del autobús son: excuse me, para que les dejen pasar, y thank you, para agradecer que les hayan dejado pasar. Por lo demás, si alguien dice algo durante el viaje, uno creerá que se trata de un lunático, o que es probable que se baje en la misma parada que uno y lo sodomice en el primer callejón oscuro que encuentre. Ni siquiera una gran desgracia justifica la conversación. Viajando en tren, en mi primera visita a Inglaterra, vi cómo un señor indio que subía al vagón con su familia se pillaba el pulgar con la puerta, una puerta de ferrocarril, grande y pesada, una de esas puertas que podrían ser también la entrada de un refugio nuclear: no entiendo cómo no se lo amputó. El pobre caballero soltó, comprensiblemente, un alarido, pero enseguida, en lugar de retorcerse de dolor y quedarse en la estación, en la que le habría sido más fácil obtener ayuda médica, prosiguió su camino por el vagón hasta el asiento que tenía reservado. Se apretaba la mano herida con la mano ilesa, y su rostro, desencajado, traslucía un sufrimiento indescriptible. Y gemía: un gemido que habría estremecido a Jack el Destripador, pero contenido, asordinado: apenas se oía. A su alrededor, la familia —una mujer con sari y dos hijos morenos y repeinados— caminaba con rostro de preocupación, pero con toda la naturalidad que las circunstancias permitían. Salvo el quejido sotto voce de la víctima, allí nadie decía ni oxte ni moxte: ni los parientes pedían ayuda, ni los demás viajeros la ofrecían. Todo el mundo miraba al frente, sumido, se diría, en perseverantes reflexiones, salvo el indio del dedo, que, doblado sobre sí, parecía hundido en un abismo de dolor. Pues bien, como decía, el otro día alguien me habló en el metro. Álvaro y yo volvíamos del cine por la noche y cogimos el tube en Piccadilly, una de las más concurridas estaciones del centro. Quien crea haber vivido aglomeraciones en el suburbano, no sabe lo que son en el metro de Londres: una riada monstruosa de ciudadanos, más algún perro, se embute en los exiguos vagones con la misma resignación con que los judíos del Holocausto se encajonaban en los que habían de transportarlos a Auschwitz o Treblinka. O no, no se embute: es embutido. La fuerza descomunal de la masa lo arrastra a uno como a un junco por el Amazonas y uno se entrega a esa corriente indetenible desasido, en cesación mística, encomendado a la misericordia del Altísimo. Así entramos Álvaro y yo en el underground esa noche, y así quedamos atrapados en el vagón: como cantos rodados que el caudal deposita en el barro. Sucedió, sin embargo, que, así como Álvaro quedó encarado a un elemento inorgánico —una barra de sujeción—, la fortuna dispuso que yo me encontrase casi pegado a uno muy orgánico: otra persona. Y ahí, en esa intimidad forzosa, donde todos habríamos mantenido un silencio forzado, ese ser me empezó a hablar. Era un hombre de mediana edad, ya canoso, pero de aspecto juvenil: uno de esos cuarentones que todavía conservan los modos y la ropa de la adolescencia. Se refirió a la masificación del metro, lo que revelaba que era un hombre con poca imaginación, y al hecho de que buena parte de los que viajaban a aquella hora en el underground volvía ya a casa. "En este país", puntualizó, "las once de la noche es tarde". No estaba yo muy seguro de que aquello fuera cierto, pero me sentí obligado a darle la razón. Luego añadió: "En España, por ejemplo, a esta hora es cuando empieza todo". No supe muy bien a qué se refería con aquel "todo", pero las circunstancias en las que nos encontrábamos me disuadieron de preguntárselo. Por otra parte, es posible que hubiese reconocido mi acento hispano en las breves respuestas con las que había punteado su charla, y quisiera de alguna manera agasajarme. Eso es también muy inglés. Parecía, en fin, un tipo amable y educado. Cuando salimos del metro al cabo, gracias sean dadas al Altísimo, de pocas paradas, Álvaro me dijo: "Creo que era gay". Yo también lo creía. Era halagador pensar que aquello hubiera podido hacer que aquel inglés quebrantara la norma inquebrantable según la cual los ingleses no hablan nunca con nadie en los transportes públicos, pero no podía estar seguro. O quizá la forma que tenía un inglés, como cualquier otro ser humano, de sobrellevar una situación insoportable era recurriendo a esa tabla de salvación que es el lenguaje. No lo sé. Lo que sí sé es que, a pesar de los apretujones, y a pesar si era el caso de que entre aquel hombre y yo nunca habría podido haber más que una buena amistad, agradecí mucho aquella conversación. O simplemente el hecho de que se hubiera producido.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Suecia (1): Gotemburgo

Mi relación con Suecia se remonta a un libro ilustrado que leía cuando niño y que se titulaba así: Suecia. No sé quién me lo regaló, o cómo llegó a casa, pero lo cierto es que me recuerdo pasando sus páginas llenas de fotografías, fascinado por aquellos paisajes nevados, aquellas ciudades limpias y ordenadas, y aquella mujeres en trajes típicos, llenos de borlas, lanas, gorritos y colores. (Por aquel entonces yo aún no había descubierto que la mejor forma de admirar a una mujer sueca no era ataviada como los lapones, ni conocía la fama que había cobrado en España, gracias a Alfredo Landa, Paco Martínez Soria y tantos otros, de hembra desinhibida, que contribuía como ninguna a la modernización de nuestras costumbres). Algunos años más tarde, Suecia volvió a mi vida, bajo la especie de Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrump, alias Pippi Calzaslargas, una pelirroja de trenzas tiesas y fuerza descomunal que se paseaba por las praderas del Septentrión con un caballo y un tití. Me desconcertaban la presencia del mono (¿no eran animales tropicales?) y la luminosidad de aquellas praderas: nunca estaban nevadas, y yo creía que en Suecia nevaba mucho. Pero lo que me parecía un error, se me ha revelado luego, cuando he conocido el país, una verdad inobjetable: siempre que he ido a Suecia, he gozado de un clima no ya mediterráneo, sino casi tropical —lo que, de paso, explica la presencia del tití—. Más aún: he llegado a asociar a Suecia con la luz, con el esplendor del sol. La primera vez que llegué a Estocolmo, a principios de los 80, lo hice tras pasar la noche en un tren desde Copenhague. En Estocolmo me esperaba una seminovia muy rubia y muy escandinava, que atendía por el nordiquísimo nombre de Ulrika, y que había conocido, alabado sea Dios, en los Estados Unidos. Cuando, entrando ya en la ciudad, me incorporé de la litera en la que había sobrevivido al traqueteante viaje y descorrí de golpe las cortinas de la ventanilla, lo que vi me dejó anonadado: un hermosísimo paisaje de casas, de entre las que emergían las torres puntiagudas de las iglesias, y entreverado por los entrantes del mar, cuyo azul bruñía un sol melar hasta convertirlo en una miríada de espejos. Mi compañero de camareta no compartía mi fascinación, porque le habían robado la mochila. Qué extraña es la vida y qué extrañamente reparte la fortuna sus dones, pensé: en el mismo espacio, alguien era feliz por lo que veía, y otro, aunque veía lo mismo, era desgraciado, porque lo habían desvalijado. Vamos esta vez, no a la capital, sino a Gotemburgo, la segunda ciudad del país, invitados por una excompañera de trabajo de Ángeles, Gisela. Como no podía ser de otro modo, y aunque la llaman, no sé bien por qué, "la pequeña Londres", la ciudad irradia luz. Una claridad de estaño pinta las fachadas de las casas y se derrama por las calles como un río. La arquitectura de Gotemburgo es luterana, es decir, estricta, lineal, austera: los adornos no son necesarios. Unas aceras muy amplias hacen que las calles parezcan singularmente despejadas. Ni siquiera las del barrio antiguo resultan estrechas o tortuosas; en realidad, el barrio antiguo parece poco antiguo —aunque lo es: la ciudad se fundó en 1621, como acredita una estatua del rey que lo quiso así, Gustavo II Adolfo, en la que aparece señalando al suelo con el dedo, como recuerdo de aquel momento fundacional (muchos grandes hombres, en la estatuaria internacional, apuntan con el dedo; apuntar con el dedo es una de las grandes metáforas de la actividad humana)—. Los tranvías azules que recorren la ciudad son asimismo sobrios: vehículos añejos que apenas tintinean al pasar. Una gran avenida atraviesa Gotemburgo de este a oeste, la Kungsportsavenyn, a la que nos conformaremos con llamar Avenyn. Construida entre las décadas de 1860 y 1870, sus dos kilómetros de extensión van desde el antiguo foso que defendía la ciudad, al pie de las murallas, hasta Götaplatsen, la plaza, presidida por una enorme estatua de Poseidón (en la que aparece feísimo, y sin apuntar con el dedo), donde se concentran los principales equipamientos culturales de la urbe: el Museo de Bellas Artes, el de Arte Contemporáneo, la Sala de Conciertos y el Teatro municipal. En el segundo vemos una singular exposición del arte conceptual del sueco Johan Zetterquist, con el sugestivo título de Kill the poor, eat the rich (matad a los pobres, comeos a los ricos), y en el que destacan, entre otras piezas, la cúspide de un campanario con la cruz invertida —es decir, convertida en un símbolo satánico—, y un vídeo en el que el propio artista aparece follándose a la Muralla China. Literalmente. Pero ante semejante ejercicio de transgresión nuestras reacciones difieren: mientras que Álvaro y yo contemplamos, divertidos, la esforzada cópula, Ángeles sale disparada a la habitación contigua en cuanto  Zetterquist se baja los pantalones y ataca con brío temerario los adoquines del suelo. Otra mujer que coincide con nosotros en la contemplación del fascinante engendro no se marcha, pero se le cae la mandíbula. Luego nos mira, con la expresión de estupor que habría adoptado ante una realidad extraterrestre: que el Español gane alguna vez la Liga, por ejemplo, o que un político español articule una frase subordinada. A mí me gusta lo que veo: una propuesta enérgica contra el poder, en cualquiera de sus formas; una vulneración estética de lo previsible y lo admitido. Siguiendo con los museos, en el de Bellas Artes alcanzamos nuevamente la indignación que Zetterquist nos ha inspirado con sus artefactos, aunque por otros motivos: en la tarjeta informativa de uno de los cuadros de Picasso que se exponen en la pinacoteca, de sorprendentemente ricas colecciones, el pintor español aparece como Spanish French artist. ¿Cómo "artista hispano-francés"? ¿Desde cuándo alguien que nace en Málaga, estudia en Madrid y Barcelona, y se establece en París a los 23 años, en 1904, se convierte en francés, por más que viva mucho tiempo en Francia? Mientras estamos masticando nuestra irritación, una mujer, que nos ha oído protestar, me pregunta en perfecto castellano: "¿No está de acuerdo?". "Por supuesto que no", le contesto, arrebatado por el furor pictórico-nacionalista, y le resumo la trayectoria vital y artística de Picasso. La joven —de muy buen ver, por cierto: eso alcancé a distinguirlo, a pesar de mi enfado; hay aptitudes que uno nunca pierde, ni con la edad ni por las circunstancias— me escucha con atención y una media sonrisa, y luego continúa recorriendo las salas. Entramos más tarde en una librería internacional: hay una rotunda sección de literatura en español, aunque muy escasa presencia de poesía: solo veo un ejemplar de Calor, de Manuel Vilas, en la inevitable Visor. No deja de sorprendernos el excelente nivel de inglés de casi todos los suecos y, sobre todo, la naturalidad y fluidez con que pasan de su propio idioma a este. Puede entenderse en una librería internacional, pero también sucede en un Seven Eleven, por poner un ejemplo: la señorita que vende panecillos responde a mi petición en inglés con la soltura de un nativo de Worcestershire. Y así es en todas partes: la conciencia de manejar una lengua minoritaria, la proyección de películas sin subtitular en los cines y la televisión, y una magnífica educación primaria y secundaria, han obrado el milagro de hacer políglotas a la gran mayoría de habitantes de este país, para alegría de turistas y foráneos en general. Sin embargo, no todo es perfecto en Suecia: en un banco de la Avenyn vemos sentado a un hombre joven y de buen aspecto con un cartel en el que se anuncia, en inglés y en sueco, como doctor en Ciencias Físicas y se ofrece a aceptar cualquier tipo de trabajo. Cuando lo estamos leyendo, pasan a su lado dos somalíes, imperturbablemente vestidas con sus capisayos musulmanes. Algo más allá, nos paramos a leer la carta de El corazón, un restaurante español. La oferta es sustanciosa, pero la ortografía, lamentable: hay, por ejemplo, "queso de manchego", "patata frito", "pimientos de padrones", "tallarines con rebozuelo" (¿qué serán?) y, apoteósicamente, "sallad mexicano". Aunque tenemos hambre, nos negamos a comer ahí: preferimos algo parecido a una ensaimada, pero más grande, y recubierto de canela, que venden en un tenderete de un parque. Eso tiene la ventaja, además, de ser sueco.