lunes, 30 de noviembre de 2015

Escribir en otro idioma

Desde que estoy en Londres, he conocido a no pocos escritores, tanto británicos como españoles e hispanoamericanos residentes en la ciudad. Y entre estos últimos me ha sorprendido averiguar cuántos han hecho o aspiran a hacer del inglés su lengua de creación. Algunos fluctúan todavía entre el castellano y el inglés; otros escriben en castellano y se traducen ellos mismos al inglés; otros, en fin, se han decantado ya definitivamente por el segundo y todo lo escriben en este idioma. Y es algo que me perturba: ¿por qué alguien va a renunciar a lo que le ofrece su lengua materna, que es todo, para abrazar una herramienta ajena, desvinculada del hecho fundacional de convertirse en ser humano, por bien que la utilice, por perfecto que sea incluso su manejo? ¿Qué espera encontrar en otro idioma que no tenga ya en el que utiliza desde la cuna? Sé bien que hay ejemplos en la historia de la literatura de escritores que han empleado con éxito otra lengua. De hecho, en la historia de la literatura hay ejemplos de todo: también de obras maestras autoeditadas, lo cual no significa que la autoedición no sea otra cosa que la forma que tiene uno de publicar lo que nadie más quiere publicar. El caso más socorrido y dramático de autor translingüistico es el polaco Joseph Conrad, que aprendió inglés con veinte años y decidió componer en ese idioma su obra literaria, a la que dio inicio a los treinta y siete, con La locura de Almayer; El corazón de las tinieblas, su novela más famosa, la escribiría cuatro después. Algunos biógrafos han subrayado el hecho de que en la decisión de Conrad de abandonar el polaco como lengua literaria quizá pesara la voluntad, precisamente, de alejarse de su cultura de origen, cuya representación más inmediata es el lenguaje. No me extrañaría: yo mismo he conocido a una persona cuya madre, sueca emigrada a los Estados Unidos en los años veinte del siglo pasado, decidió no volver a hablar sueco, ni, naturalmente, enseñárselo a sus hijos, por el odio que sentía por una tierra que, por su miseria y su falta de oportunidades, la había obligado a emigrar. (Hay que recordar que los países escandinavos eran de los más pobres de Europa hace un siglo: las oleadas migratorias se sucedían, sobre todo con destino a América. Ah, cuánto han cambiado las cosas). Otros autores célebres que han renunciado, parcial o totalmente, a su lengua materna han sido Vladimir Nabokov, que pasó del ruso al inglés; Samuel Beckett, del inglés al francés; Jack Kerouac, francocanadiense, del francés al inglés; Emil Cioran, del rumano al francés; y Milan Kundera, que ha renunciado a su primera lengua, el checo, cuando escribe ensayo, para hacerlo en francés. Los ejemplos no se acaban aquí, desde luego. En la poesía norteamericana contemporánea hay algunos casos más de escritores translingüísticos: Charles Simic, que ha dejado de hacerlo en serbocroata; y ruth weiss, una judía austriaca que no quiere utilizar el alemán para distanciarse del pasado nazi de su cultura (y que por eso mismo no utiliza nunca las mayúscula, ni siquiera en su nombre: en alemán todos los sustantivos se escriben en mayúscula). Aunque la lista a la que sin duda podrían añadirse otros personajes parece relativamente larga, en realidad no supone sino un porcentaje minúsculo de los escritores del mundo; de hecho, son una minoría infinitesimal, es decir, una exigüísima excepción. Pese al éxito de estos casos excepcionales, a mí no deja de sorprenderme que alguien prefiera expresarse en un idioma distinto del que ha mamado de su madre. Creo que era Cesare Pavese el que decía que "el que lo hace, miente". Quizá sea una afirmación demasiado radical, pero contiene un grano de verdad. Yo soy un hablante muy competente de catalán, un buen conocedor del inglés y un aceptable usuario del francés, pero estoy seguro de ser incapaz de alcanzar en cualquier de ellos el nivel de conocimiento y de uso, es decir, de expresión, del que disfruto en castellano. Claro que eso no tiene por qué decir nada de la cuestión que ahora me ocupa y sí mucho de mí uno es sus limitaciones, pero me sorprendería que hubiese mucha gente que fuera capaz de expresarse en más de un idioma con un mismo nivel de competencia, suficientemente alto como para crear con todos (y más aún con el adquirido en segundo lugar) obras literarias solventes. Puede que haya bilingües perfectos, pero yo no los conozco. Llevo más de dos años viviendo en Inglaterra a la que ya llegué con un buen nivel de inglés y sigo sorprendiéndome de la vastedad casi oceánica del vocabulario cada día aprendo palabras y expresiones nuevas, de las complejidades de la gramática y la sintaxis, y de la hondura de los matices, por no hablar de los acentos, los dialectos y las jergas. Se me hace inimaginable moverme en ese espeso bosque de ecos, sugerencias, dobles sentidos, indirectas, ironías, asociaciones, lecturas entre líneas, analogías, neologismos, tonalidades y silencios que es cualquier idioma sin haber nadado en él desde que abrí los ojos y los oídos al laberinto del mundo y a la realidad confusa y desconcertante de mi propia mente, de mi propio yo. Uno puede, me parece, acceder a un estadio avanzado de esa frondosidad, y moverse con soltura por sus senderos y trochas, pero nunca a uno absoluto. En los escritores de la diáspora que viven en Londres y que se han pasado, o quieren pasarse, al inglés como lengua literaria advierto una inquietud muy propia, y muy comprensible, de su naturaleza de seres lingüísticos hecha de curiosidad y descubrimiento y una consecuencia obvia de las circunstancias en las que viven si el inglés nos rodea por todas partes, ¿por qué no hacerlo también el instrumento de nuestra creación?, pero también un error fundamental: si no hemos sido capaces de componer una obra literaria satisfactoria en nuestro primer idioma, ¿cómo esperamos hacerlo en uno que hemos aprendido después, sin el impulso constitutivo, sin la fuerza genésica, definidora del ser y del pensamiento, de aquel? A mí me ha pasado justamente lo contrario: desde que vivo en Inglaterra, asediado por la lengua de Shakespeare, se ha acendrado mi vivencia del español: ahora es el reducto en el que me encierro con más pasión, lo más íntimo e individual, lo que justifica con más exactitud lo que siento y lo que soy. El castellano se ha convertido en una fortaleza espiritual en la que amo, sudo, me peleo y eyaculo: las palabras tienen una fuerza de la que antes carecían; las frases se disponen como peldaños de un ascenso horizontal con el que llego a lo más profundo de mí; todo lo que escribo me ciñe y abraza y golpea y amuralla, y yo lo siento como un regalo intransferible, incomunicable. Revivir esa experiencia en otro idioma se me hace inconcebible.

viernes, 27 de noviembre de 2015

El alegre Gay

Como no me apetece cocinar (nunca me apetece cocinar), salgo con Álvaro a comer a un restaurante japonés del barrio, donde los bufés son contundentes, a precios no monstruosamente caros. Justo antes de llegar, hay una charity shop en cuya amplia sección de libros ya he husmeado en otras ocasiones, y que no me resisto a volver a visitar. Mientras Álvaro selecciona películas, yo descubro un par de libros interesantes: una edición moderna de Ariel, de Sylvia Plath, en tapa dura, con un enjundioso aparato crítico y con una reproducción facsímil del manuscrito original; y una edición de las Fábulas de John Gay, publicado por Frederick Warne & Co. en Londres, en 1889. El volumen, "con una introducción biográfica y crítica, y un apéndice bibliográfico", a cargo de W. H. Kearly Wright, miembro de la Real Sociedad de Historia y bibliotecario del ayuntamiento de Plymouth, está espléndidamente conservado y cuenta con las ilustraciones, asimismo espléndidas, de William Harvey: 126 dibujos de una delicadeza y detalle sobresalientes. Lo mejor, si es que hay algo mejor que encontrar un libro como este, es que vale cinco libras. Las pago con gusto y salgo con él, como si hubiera encontrado la aguja en el pajar, y además la aguja tuviera incrustada una esmeralda. Después del sushi y el sashimi, leo el prólogo de Wright e investigo algo sobre Gay. Fue un hombre singular. Su obra más popular son, precisamente, las fábulas, de las que publicó dos series: en 1727 y 1738, ambas recogidas en el volumen que he comprado. Fue, además, el primero en hacerlo en inglés. El XVIII fue, en toda Europa, el siglo de oro de las fábulas. En España contamos, entre otros, con Iriarte y Samaniego, ilustrados adoctrinadores, valga la redundancia, que las utilizaban para moralizar a un pueblo, a sus ojos, devastado por la ignorancia y la necesidad. Sin embargo, estos mismos partidarios de las luces cultivaban también las sombras en literatura, y lo hacían con ahínco y algún escrúpulo, que acallaban utilizando seudónimos o no permitiendo que esa labor subterránea se publicase, sino, en todo caso, que circulara en copias manuscritas, manoseadas hasta la desintegración. Tanto Iriarte como, sobre todo, Samaniego escribieron relatos rijosos y facecias pornográficas, cuya brutalidad, en no pocos casos, prefigura, y aun excede, la del expresionismo y el surrealismo de dos siglos después. No me consta que Gay incurriera en sicalipsis semejante, pero sí que fue un hombre dado al ludibrio y la cuchufleta, con finura, eso sí, como lo hacen todo los ingleses, excepto si son hooligans o Benny Hill. Empezó siendo ayudante de un comerciante de sedas en Londres, pero, "gustando poco del servilismo de esa profesión", como dejó dicho el doctor Johnson, volvió a su ciudad natal, Barnstaple, para continuar con su educación, que corrió a cargo de un tío suyo, ministro de una confesión protestante que discrepaba de la Iglesia de Inglaterra. Se conoce que las enseñanzas de su pariente tampoco sedujeron a Gay (y no me extraña), y el escritor in pectore volvió a la capital británica, decidido esta vez a hacerse un sitio en el mundo literario. Gay utilizó muy pronto el viejo recurso de las dedicatorias halagadoras de los libros a autores admirados, cuya protección se deseaba, para conseguir la de Alexander Pope, uno de los poetas y satíricos más destacados del país. La que estampó en uno de sus primeros libros, Rural Sports [Diversiones rurales], le granjeó la estima del pope Pope, a cuyo estímulo se debe su siguiente libro, The Shepherd's Week [La semana del pastor], un conjunto de seis pastorales con las que parodiaba las pastorales arcádicas de Ambrose Phillips. En realidad, el que estaba resentido con Phillip's no era Gay, sino Pope, a quien aquel disputaba el título de Teócrito de la época. Por qué era deseable escribir las mejores églogas de ninfas y pastores, y por qué se cifraba en eso la gloria literaria, es algo de difícil comprensión hoy, pero que en aquella época no admitía discusión. Gay, pues, desde sus inicios en la literatura, se adhirió a la anchurosa tradición de la sátira, que en Inglaterra llevaba siglos cultivándose. Se unió al Scriblerus Club, una asociación de escritores practicantes de la burla y el cachondeo, encabezados por Alexander Pope y otro gran satírico, Jonathan Swift. Este le ayudó con otro libro, Trivia, or the Art of Walking the Streets of London [El arte de recorrer las calles de Londres], un largo poema en tres libros en el que describe con precisión fotográfica y espíritu reformista el entramado urbano de Londres, y que constituye un extraordinario fresco de tipos y costumbres de la sociedad de su época. Poco después, en 1717, Gay estrena una comedia, Three Hours After Marriage [Tres horas después del matrimonio], que se consideró "groseramente indecente" y que resultó un fracaso. Que aquella obra no estaba destinada al parnaso ya quedó claro la noche del estreno, cuando Gay y Colley Cibber, el actor principal, se liaron a bofetadas, al descubrir este que el papel que había de representar era una sátira de sí mismo. Pope y otro miembro del Scriblerus Club, John Arthbutnot, habían colaborado en su composición, pero, en vista del éxito obtenido, declinaron constar como coautores. La verdad es que me encantaría leerla. Tras este señalado tropezón, en 1720 sufre una adversidad mayor: Gay, cuyo sentido práctico de la vida, como el de tantos otros escritores, no está a la altura de su talento literario, desoyendo a Pope y otros colegas, invierte todo su dinero en la Compañía del Mar del Sur, un monopolio comercial que acaba en desastre y devora sus ahorros. Vive entonces varios años de la ayuda de sus amigos y protectores, sin escribir nada, hasta que en 1727 da a la imprenta la primera entrega de sus fábulas, dedicada, cómo no, a otro mentor promisorio, el duque de Cumberland, de, a la sazón, seis años. Está claro que Gay invertía en un poderoso que pudiera garantizarle su favor durante muchos años, como hoy hacen las editoriales, que no fichan a viejos maleados, sino a autores jóvenes a los que puedan extraer largamente el jugo. Es curioso también que Gay persiguiera toda su vida el auxilio de mentores aristocráticos, cuando muchas de sus obras, y desde luego sus fábulas, criticaban acerbamente las costumbres de la corte y las vanidades de los cortesanos. Pero esas contradicciones forman parte de la vida literaria, y además hay que comer. Un año más tarde, en 1728, estrena la que acaso sea su obra más importante, The Beggar's Opera [La ópera del mendigo], una especie de antiópera italiana, en la que hace una amplia crítica de la sociedad de su tiempo de su hipocresía y su corrupción y se despacha a gusto contra sir Robert Walpole, entonces primer ministro, que se sospechaba había permitido que los responsables del fiasco de la Compañía del Mar del Sur eludieran la acción de la justicia. Gay respiraba por la herida. The Beggar's Opera, producida por el empresario teatral John Rich, tuvo un éxito inmenso y, como alguien dijo con retruécano feliz, "puso alegre [gay] a Rich [rico] e hizo rico a Gay". La obra ha perdurado en la historia de la historia por sus propios valores y también por haber influido en una obra mayor de las letras contemporáneas, La ópera de los tres centavos, de Bertold Brecht. Tuvo una secuela, Polly, en 1729, asimismo de gran éxito, al que contribuyó que fuese prohibida por Walpole, que no deseaba verse ridiculizado de nuevo, pero que, con su censura, consiguió que se divulgase y fuera celebrada mucho más que si la hubiera aceptado con cristiana resignación: un error común a todos los inquisidores. Gay, no obstante, ya no aportaría mucho más a las letras de su país, y moriría en 1732. Está enterrado en la abadía de Westminster. Su epitafio es obra de Pope, pero concluye con un pareado del propio Gay, que mantuvo, como buen inglés, el sentido del humor hasta el final: "La vida es una broma, y todo lo demuestra; / así lo pensaba antes, y así lo sé ahora".


Traduzco la fábula XXXVIII de su primera serie, "El pavo y la hormiga", en la edición mencionada de W. H. Kearley Wright:

Sabemos descubrir defectos en otros hombres
y echar la culpa a la mota que les nubla los ojos,
encontrar cada una de sus manchas e imperfecciones,
pero estamos ciegos ante nuestros propios y más graves

                                                                                        [errores.
     Un pavo, cansado de la comida de siempre,

dejó el corral y se fue al bosque,
seguido por una comitiva de pavitos,
que picoteaban un grano aquí y allá.
"¡No os alejéis, hijos míos¿", les grita la madre;
"Esta colina nos ofrece un delicioso yantar:
mirad esas filas de ajetreadas negras;
hay millones: ¡tantas que oscurecen el lugar!
No tengáis miedo: comed, como yo, con libertad;
la hormiga es un placentero manjar.
Cuán bendita, cuán envidiada sería nuestra vida
si pudiéramos escapar del cuchillo del carnicero.
Pero el hombre, el maldito hombre, se alimenta de pavos
y la navidad acorta nuestros días.
A veces nos combina con ostras
y a veces proporcionamos el sabroso filete.
Desde el campesino llano hasta el señor,
el pavo humea en todas las mesas;
está claro que los hombres se condenan por gula,
el peor de los siete pecados capitales".
     Pero una hormiga, que se había puesto fuera de su

                                                                                  [alcance,
respondió desde un haya vecina:
"Antes de advertir el pecado de otro,
invita a tu conciencia a mirar dentro de ti.
Controla tu pico, más voraz,
y no mates a naciones enteras para desayunar".


martes, 24 de noviembre de 2015

Las Salas de Guerra de Churchill

Las Churchill War Rooms, o Salas de Guerra de Churchill, son una de las pocas atracciones de Londres que nos quedan por visitar (la otra es la Abadía de Westminster, que sigue inexpugnable a nuestros esfuerzos: precios disuasorios, horarios reducidos, colas soviéticas, masas ingentes de visitantes...). Decidimos subsanar la omisión hoy, un sábado lluvioso de noviembre, valga la redundancia. Las Churchill War Rooms son el búnker habilitado por el gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial para dirigir las operaciones militares. Se encuentra debajo del actual Ministerio del Tesoro, en Westminster, quizá por aquello de que no hay nada más indestructible que la Hacienda Pública, y empezó a ser construido en 1938: se conoce que los británicos ya consideraban previsible, y hasta inevitable, que Mr. Hitler, como le llamaban los periódicos de la época, decidiera hacerles algunas visitas aéreas varios años antes de que, en efecto, se animase a hacerlo. Concluido en agosto de 1939, justo antes del estallido del conflicto, estuvo operativo hasta exactamente seis años después, con la rendición de Japón. La visita se inicia en un vestíbulo de cuyo techo pende una bomba alemana de 250 kilos, una de los cientos de miles que los nazis tuvieron a bien regalar al pueblo británico, y que mataron a 43.000 personas, hirieron a 139.000 y destruyeron más de un millón de viviendas. El Blitz, técnicamente, duró desde septiembre de 1940 hasta mayo de 1941, pero tuvo un trágico epílogo entre mediados de 1944 y principios de 1945, con el lanzamiento de las bombas volantes V-1 y V-2, aquella idea de bombero (nazi) de Hitler, gracias a la cual Alemania, que llevaba toda la guerra perdiendo la guerra, iba por fin a doblegar la resistencia inglesa, y que sumó más víctimas y más devastación al conflicto, pero que no alteró su resultado. Sorprendentemente, los arquitectos del gobierno sabían que las salas de guerra, aunque habían ganado protección al ser subterráneas, no resistirían un impacto directo de la aviación alemana, y solo pudieron reforzarlas con capas extras de cemento y metal en diciembre de 1940. Pero la suerte quiso que ningún explosivo cayera justamente allí, a pesar de que Westminster, la sede del gobierno, era una de las zonas más castigadas de la capital, lo que demuestra que la suerte es esencial en todos los órdenes de la vida. Las salas de guerra impresionan por su aparato técnico-militar, como la sala de mapas, erizada de teléfonos, donde aparece cartografiado el universo mundo; la de radio, llenas de cables y aparatos que hoy parecen antediluvianos, desde la que Churchill pronunciaba sus famosos discursos; la del teléfono transatlántico, disimulada como uno de sus baños personales, desde la que el premier británico hablaba con Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos, primero para instarlo a sumarse a la guerra (algo que no consiguió; lo lograron los japoneses, con su imprudente ataque a Pearl Harbor) y luego para coordinar las acciones militares de los aliados, y cuyas tripas —un codificador llamado "Sigsaly"— ocupaban una habitación entera en los sótanos de Selfridges, los grandes almacenes de Oxford Street; o, en fin, el generador de electricidad del búnker, grande como un dinosaurio, que se extendía por varias salas y que hoy se utiliza para fiestas privadas. Es lógico: es una zona que permite muchos juegos de luces. En la puerta del macrogenerador hay colgado un cartel que indica el número de teléfono al que hay que llamar si se desea alquilar el local. Como se ve, las relaciones entre la política y el comercio, o entre la historia y el comercio, o entre la guerra y el comercio en las Islas Británicas siempre han sido muy intensas. Pero aún más interesantes que los aspectos bélicos del conjunto son los apartados, digamos, humanos. Un espacio tan reducido y claustrofóbico, en el que la gente trabajaba bajo la presión asfixiante de la guerra, generaba situaciones difíciles. Por ejemplo, todo el mundo fumaba, empezando por Churchill, que se asestaba una media de ocho puros al día (aunque no se tragaba el humo). En muchas mesas observamos ceniceros de lata con la leyenda cigarette ends: los ingleses podían procurarse día tras día rozagantes cánceres de pulmón, pero no permitir que las colillas no estuvieran en su sitio. Nos imaginamos, no obstante, aquellas catacumbas siempre llenas del humo del tabaco y nos preguntamos cómo podía resistir la gente tantas horas entre nubes de nicotina. A mí me parece que debía de ser más saludable exponerse al humo de las explosiones, y a las explosiones mismas, en la superficie, que soportar aquella toxicidad de brea. En las salas de guerra hay también muchos dormitorios para todo el personal, incluyendo el primer ministro, que debía pasar allí noches enteras. En general, son horrorosos: catres estrechos con mantas del ejército y el inevitable orinal. No es extraño que muchos, incluyendo el primer ministro, prefirieran arriesgarse a salir de noche a las calles bombardeadas de la ciudad para volver a sus casas, si aún seguían en pie, a quedarse en aquellos nichos deprimentes con poca luz y todavía menos ventilación. Entre los dormitorios se cuentan el de los dos detectives que protegían a Churchill (solo dos, aun en guerra; hoy los séquitos de seguridad de los mandatarios públicos necesitan plantas enteras de hotel), los de sus numerosos colaboradores (en los que, además del orinal, siempre hay libros, mayormente de Penguin) y el de la esposa de Churchill, Clementine, cuyo edredón es rosa y las sillas están tapizadas de flores: el toque femenino, sin embargo, apenas dulcifica la lobreguez del lugar. No pocas de las características del búnker están determinadas por la arrolladora personalidad de Churchill. Para empezar, le disgustaba estar bajo tierra: era como admitir implícitamente el poder del enemigo. Por eso solía subirse a los balcones o tejados de los edificios del gobierno, para desesperación de sus guardaespaldas, con el fin de contemplar los raids de la Luftwaffe y la actuación de las defensas antiaéreas. Y hay que tener valor. De hecho, todo el mundo que lo conocía estaba convencido de que, en caso de ataque contra el búnker (se esperaban incursiones de paracaidistas alemanes y sabotajes), Churchill saldría a luchar personalmente: ya lo había hecho contra los pastunes en la India, los mahdistas en el Sudán y los bóers en Sudáfrica. Y la verdad es que ver abalanzarse contra uno a un tipo de 120 kilos con cara de bulldog, un puro ardiente en la mano y muy malas intenciones, había de asustar a cualquiera, por muy paracaidista alemán que fuese. El carácter ejecutivo —para muchos, agresivo— de Churchill se manifestaba en detalles como los carteles que hacía colgar en todos los rincones del búnker, y en los que se leía: Action this day, es decir, "Para hoy". Sin embargo, como a toda persona inteligente, no le gustaba el ruido: abundan también los letreros de Quiet, please, y las máquinas de escribir son especiales: silenciosas. Con las muchísimas que hay, el estruendo de todas, resonando en el hormigón, habría sido insoportable. Las salas de guerra son, de hecho, un homenaje a Churchill, hasta tal punto que albergan su museo, en el que se da cuenta con admirativo detalle de su vida y su obra política, literaria y hasta pictórica, y se recogen numerosos objetos personales, de los que no se sustraen los aspectos más polémicos. Así, vemos una botella de coñac Hine, su preferido, que le acompañaba en todas las comidas, y de otros espirituosos con los que se mantenía entonado desde que se levantaba hasta que se acostaba. La parte del museo que más me interesa es una colección de frases memorables, a las que Churchill era particularmente aficionado, para mortificación de sus adversarios políticos. Unas cuantas están dedicadas al pobre Clement Atlee, el líder laborista que fue su vicepresidente durante la guerra (así son los británicos: feroces en el combate partidista, pero unidos en el que libran contra el enemigo: deberíamos aprender en España) y que lo derrotó en las elecciones posteriores a ella (así son, de nuevo: capaces de echar del gobierno a quien ha ganado una guerra). De él dijo Churchill que era un cordero disfrazado de cordero, o un hombre modesto con muy buenas razones para serlo, o que llegaba un taxi vacío al 10 de Downing Street y de él se bajaba Atlee. Sin embargo, Atlee fue un gran gobernante y un ejemplo moral: abogó por que Gran Bretaña apoyara a la República española en la Guerra Civil (Churchill se opuso a ello) y, durante su gobierno, creó el National Health Service (el que quieren desmantelar los herederos políticos de Churchill) y sentó las bases del estado del bienestar en el país. En el museo de Churchill también se encuentra la placa del Premio Nóbel de Literatura que recibió en 1953 (aunque no, obviamente, por sus méritos literarios) y algunos de los muchos paisajes que pintó. Pintaba paisajes y no retratos, dijo, porque un árbol nunca se había quejado de que no se le hubiera hecho justicia. Tanto le gustaba pintar que escribió que, cuando llegase al cielo, pasaría una buena parte del primer millón de años haciéndolo. A la salida del museo, seguimos viendo dependencias del complejo. Reparo en un cartel en un pasillo que informa del tiempo que hace en el exterior: fine & warm, dice una tablilla, sorprendentemente; y otra: windy, que significaba que estaban bombardeando: ah, el gusto por el understatement de los ingleses. Más allá, llegamos a la sala de conferencias, donde se reunían Churchill y los jefes militares para discutir las grandes decisiones de la guerra. En el gran mapa de Europa que todavía preside la habitación alguien pintó una caricatura de Hitler, y ahí sigue. Frecuentó mucho esta sala el general —y luego mariscal— Alan Brooke, jefe del Estado Mayor, un militar extraordinariamente sensato que se especializó en contener las ideas a veces geniales pero a veces enloquecidas de Churchill, como, por ejemplo, invadir la Península Ibérica para garantizar el control de Gibraltar. Por desgracia, a la salida de esta sala, la audioguía que he estado utilizando se queda sin pilas y tengo que seguir el recorrido sin la aterciopelada voz de la informadora. En parte por esa sobrevenida orfandad y en parte porque me tiene agarrotado ya el síndrome del museo, acelero el paso y ganamos pronto la calle, donde hace un frío de mear a cubitos, pero que agradecemos: todo lo que está bajo tierra, aunque sea el recuerdo de una gran victoria, recuerda a la muerte.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Nos mudamos, otra vez

Mudarse en Londres se está convirtiendo en una costumbre: llevamos tres mudanzas en tres años, y hay que recordar que dos equivalen a un incendio y que con tres te convalidan el Camino de Santiago. Se trata, no obstante, de una costumbre que no hemos adquirido por placer, sino por obligación. El mercado inmobiliario es tan feroz que nos zarandea a todos, queramos o no queramos. Para empezar, quien alquila en la Gran Bretaña no cuenta con la protección de que sí disponen los inquilinos en España. Aquí la ley no establece un plazo mínimo de alquiler, que allí es de cinco años. La duración de los alquileres depende del mero acuerdo entre las partes, algo que, en la práctica, se resume en el viejo dicho de las lentejas: el propietario fija las calendas del alquiler —normalmente un año, y con una tendencia creciente a reducirlo a seis meses— y el arrendatario, si quiere, las toma y, si no, las deja. Lograr un alquiler de dos años, como hemos estado nosotros en nuestro último piso, es un éxito cada vez más infrecuente, casi un privilegio, aunque no está completamente a salvo de las veleidades del propietario: casi todos los contratos incluyen una break clause, o cláusula de rescisión, en virtud de la cual se puede cancelar unilateralmente el contrato antes de su vencimiento, si ha transcurrido un determinado plazo y se notifica con la debida antelación. Tampoco hay limitación alguna en el incremento del precio del alquiler. Así como en España suele estar vinculado al aumento del coste de la vida, reflejado en el Índice de Precios al Consumo, aquí solo aparece vinculado, una vez más, a la voluntad del casero y, de nuevo, si uno no está de acuerdo, solo puede recurrir a otra solución vegetariana: ajo y agua. Pero así son las cosas en este país. Y así es la economía: mucho más agresiva, aunque sus gestores prefieran llamarla "dinámica". Las necesidades del sistema —movilizar permanentemente el capital, no dejar que se estanque nunca, para mantener girando la rueda de las transacciones y maximizar así los beneficios— se imponen a las necesidades de la gente, aunque, no hay que olvidarlo, si es así, es porque la gente lo quiere o, por lo menos, lo tolera. Por otra parte, comprar un piso o una casa está out of the question: auténticos cuchitriles en Londres cuestan, como poco, lo que un piso en Sarriá o El Viso, y un lugar decente puede irse, sin forzar demasiado la máquina, a un millón o un millón y medio de libras. Y eso sin contar con otras exigencias de la compra, como la necesidad de disponer de unos ahorros catedralicios para afrontar la entrada de la hipoteca (porque no hay entidades que financien el 100% de la adquisición) o el papeleo inverosímil, y los no menos inverosímiles costes —bancarios, fiscales, de gestión— asociados a la operación. Estar bajo techo en la capital británica se parece mucho a disfrutar de un milagro, aunque también puede equipararse a la esclavitud: la esclavitud de vivir para pagar ese techo; la esclavitud de apenas poder hacer otra cosa que trabajar como un pigmeo para no estar al raso. En nuestro caso, el detonante de la marcha han sido, cómo no, las pretensiones económicas del dueño: ya pagábamos un alquiler altísimo y, al vencer el contrato, quería incrementarlo un 7,5%. Aunque otra mudanza nos daba una pereza infinita, hemos optado por que esquilme a otros primos. Desde el mismo instante en que comunicas a la agencia inmobiliaria que gestiona el alquiler —Foxton's, una empresa draculiana, una de las realidades más sórdidas a las que hemos tenido que enfrentarnos en el Reino Unido, pero una empresa de éxito: de nuevo, la gente sufre, pero parece resignada al sufrimiento y hasta disfrutar con él— que no vas a renovarlo, empieza una batalla que es más bien una carga a la bayoneta y en la que no se hacen prisioneros. Lo de menos son las visitas a tu piso que hace la agencia con potenciales nuevos inquilinos, que estás obligado a soportar porque así lo establece el contrato, y que te pueden pillar cuando estás sufriendo una gastroenteritis o en un momento de efusión conyugal. Lo peor es el calvario de las visitas que uno tiene que hacer para encontrar algo que no sea una pocilga o que, aunque lo sea, no te cueste un testículo. Las visitas y los pisos visitados siempre me hacen sentir que los propietarios y los agentes inmobiliarios no te consideran más que un siervo de la gleba, dispuesto a dejarse la vida para vivir en el fango y estar agradecido por ello. El sufrimiento, empero, no acaba cuando has encontrado un lugar medianamente digno donde refugiarte. Los requisitos y la documentación necesarios para suscribir el contrato de alquiler hacen que las novelas de Kafka parezcan una hoja parroquial. En nuestro caso, después de cumplirlos todos, de aportar una información para cuya comprensión y rellenado hay que ser ingeniero de caminos, canales y puertos, y de depositar la paga y señal, la agencia —Savills, otra que tal baila— nos comunicó que la propietaria había retirado el piso y que la operación quedaba anulada. Luego supimos que el motivo por el que había hecho eso, era porque Foxton's le había mentido: le había dicho que entraríamos a vivir al cabo de un mes, cuando nosotros siempre habíamos dejado claro que lo haríamos al cabo de dos. Pero Foxton's no quería perder su comisión y se arriesgó a dar, a sabiendas, una información falsa, confiando en que, cuando se descubriera la realidad, la propietaria preferiría seguir con lo ya hecho, en lugar de volver a iniciar el proceso, y sabiendo que, en cualquier caso, si no era así y cancelaba la operación, como en efecto hizo, ellos no sufrirían otro castigo que la pérdida de la comisión: no hay penalizaciones para el mentiroso que perjudica a otros con sus mentiras. Así que, después de cinco semanas de busca infatigable de piso, y cuando ya disfrutábamos del indescriptible alivio psicológico de haberlo encontrado, tuvimos que volver a empezar, ahora con la presión de disponer solo de tres para no tener que dormir bajo alguno de los puentes de Londres, habitualmente muy concurridos por indigentes y desahuciados. Dimos con él, sí: en una ciudad tan grande como Londres, estaba al otro lado de la calle. Nuestra vivienda ha menguado, es cierto, pero también lo ha hecho el alquiler que pagamos, y eso nos pone muy contentos. Por otra parte, ahora tenemos un sótano y un jardín; ambos pequeños, pero para nosotros son una novedad. Por suerte, en el jardín apenas hay plantas: es más bien un jardín zen. Si las hubiera, yo tendría que cortar el césped, como cualquier residente en las Islas Británicas, así provenga de Groenlandia o Los Monegros, y podar los arbustos, actividades para las que estoy tan cualificado (y que me interesan tanto) como para la inseminación artifical de ganado. Ayer hicimos el traslado: como ya preveíamos, fue una jornada agradabilísima. Después de asombrarnos de cuántas cosas se acumulan en una casa, aunque uno no quiera acumular ninguna —es como si se reprodujeran: se abre un armario y aparecen adminículos extraños y paquetes desconocidos, que uno juraría, por la gloria de su padre, que no estaban ahí la última vez que miró—, y de pasarnos varios días apretujándolas todas en cajas de cartón, descubrimos que los chicos de la mudanza —que nos habían facilitado las señoras de la limpieza— habían venido sin furgoneta. Y ni siquiera eran fornidos. El primero en aparecer fue un guatemalteco, adornado con una no pequeña panza, que se quedó sobrecogido ante la perspectiva de trasladar, a tracción sangre, todo lo apilado en el comedor. Al parecer, les habían dicho que la mudanza era a la puerta de enfrente. Pero no: era a la casa de enfrente, siendo "enfrente" el otro lado de la calle, un poco a la derecha. Y estaba lloviendo. Al cabo de un rato (con un retraso de media hora: estamos hablando de hispanos), apareció otro mudancero, que soltó un bufido aún mayor al ver lo que le esperaba. "¿De dónde es Ud., paisano?", le preguntó el guatemalteco. "Yo soy de Ecuador, de donde son los buenos", respondió el recién llegado. "Ah, ¿pero hay malos en Hispanoamérica?", le pregunté yo. Por fin apareció Pilarsita, la jefa de las limpiadoras, que decidió acometer el asunto con profesionalidad: habló por el móvil con un primo del cuñado del guatemalteco que tiene una furgoneta y que hace portes, y pactó con él una "carrera", por 40 libras, que nos evitaría a todos el dramático espectáculo, quién sabe con qué funestas consecuencias, de transportar a puro músculo, por las calles de Londres, una cama de matrimonio, tres mesas, cuatro sillas, varios electrodomésticos y ordenadores, y unas cincuenta cajas  y bolsas (entre ellas, diez de libros, cada una de varias arrobas de peso). Hoy, alabado sea el Hacedor, ha concluido el proceso: las huestes de Pilarsita han limpiado el piso, ya vacío, y hemos recibido al técnico inspector. Este singular personaje se asegura, por cuenta de la agencia inmobiliaria, de que la propiedad no haya sufrido menoscabo durante el alquiler. Para ello compara el inventario que hizo de ella antes de nuestra entrada y su estado actual, y anota cuantos arañazos, manchitas, sombras, grietecillas o motas de polvo encuentra en el inmueble. Aunque no es necesario acompañarlo en esta tarea, a nosotros nos gusta estar presentes cuando la hace. Así podemos justificar las objeciones que nos haga, subrayar que hemos cuidado el piso como si fuera de nuestra sangre y, quizá, dejarle ver que no somos malas personas: caerle bien redundará en su informe. Con este hombre creemos haberlo conseguido. Nos ha preguntado de dónde éramos. Al responderle que de España, ha querido saber "qué coño hacíamos en Inglaterra, viniendo de un  país como ese" (el "coño" no lo ha dicho, pero me considero autorizado a añadirlo: el tono lo implicaba inequívocamente). Le hemos contestado que eso mismo nos estamos preguntando últimamente nosotros. Él era sudafricano y, mientras iba haciendo fotos de todos los rincones de la casa, nos ha contado que ha tenido que emigrar porque Sudáfrica ya no es tierra para blancos. Según él, ahora son los blancos los discriminados. Con Mandela no era así, pero ahora, con los monos (sic) que gobiernan el país, todo se ha ido a la mierda (sic). Por un momento he temido que se nos hubiera metido en casa, aunque fuera en aquellos momentos postreros, el nieto de Johannes Gerhardus Strijdom, pero luego he comprendido que solo era un emigrante enfadado, como nosotros, que detestaba a Foxton's (que se queda con un 30% de sus ingresos, en concepto de comisión), como nosotros, y que encontraba Londres una ciudad agobiante e insoportablemente cara, como nosotros. Confiamos en que su informe sea positivo. Que Foxton's nos devuelva la fianza depende de ello.

martes, 17 de noviembre de 2015

Orquesta de desaparecidos

Descubrí a Francisco Javier Irazoki, navarro de Lesaca, con Los hombres intermitentes, publicado en 2006 por Hiperión. Me llamó mucho la atención aquel libro, escrito por un poeta para mí desconocido, porque llevaba a la práctica algo que yo también estaba intentando hacer, aunque de forma inarticulada, casi inconsciente todavía: volcar el verso en la prosa, sin que esta dejara de ser prosa, es más, siendo prosa, sobre todo, pero también, radicalmente, poesía. Ese es, de hecho, uno de mis propósitos más antiguos: que los géneros poético y narrativo se fundan de un modo que supere los cartilaginosos límites del poema en prosa; que se imbriquen con sus músculos respectivos en un solo organismo, pero en el que se puedan reconocer las fibras sin conmixtión de cada uno. Como he dicho, la sorpresa era todavía mayor porque aquel libro era obra de un poeta que no me era familiar, y porque sumaba a la insolencia de haber conseguido, de golpe, lo que yo llevaba años buscando, la de haberlo hecho de forma inmejorable. Irazoki siguió publicando libros en la misma editorial lo que demuestra que quien encuentra un editor que apueste, no solo por un poemario, sino por toda una obra, encuentra un tesoro hasta este Orquesta de desaparecidos, en que reedita y prolonga aquel volumen inicial, o, mejor dicho, iniciático. Pero Irazoki no era un neófito: había formado parte, a finales de los 70, del grupo CLOC, de inspiración surrealista —el nombre, CLOC, era la onomatopeya del "sonido que producen veinte mil garbanzos arrojados desde el octavo piso contra las cabezas de los ignorantes"—, fundado por Fernando Aramburu, otro excelente poeta, y llevaba publicados tres poemarios: Árgoma, en 1980, Cielos segados, en 1992, y Notas del camino, en 2002. Por desgracia, los grandes intervalos entre uno y otro, y su aparición en colecciones vascas y navarras, de escasa difusión en el resto del país, habían dificultado que se le leyera y conociera. Con Orquesta de desaparecidos confirma y radicaliza ahora una trayectoria admirable. El quid de este poemario es la fluidez, la naturalidad, con que su autor logra insertar lo fantástico, es decir, lo poético, en lo real. Y esa realidad es multifacetada: se compone de los recuerdos del poeta, de su ya extensa biografía, y entonces adquiere tintes elegíacos, pero también de la cotidianidad más inmediata, de los conflictos políticos actuales, de lo más cercano y abrasivo. En este abanico de preocupaciones, destacan algunas: la literatura, desde luego, con un dilatado elenco de menciones, desde Baroja al conde de Lautréamont, desde Aramburu hasta Leopoldo María Panero —Orquesta de desaparecidos es también un recorrido por su formación literaria—; la música, tan importante para el poeta, que ha sido crítico musical muchos años; y los conflictos sociales, entre los que destaca un nacionalismo que se condena con misericordia y cuyo malmeter con la lengua es descartado por Irazoki con plausible clarividencia: "quien ama un idioma, ama todos los idiomas". Una fuerte fibra moral, en la que se confunden lo hedonista y lo estoico, recorre Orquesta de desaparecidos: una fibra moral que reprueba el dolor y reclama la piedad, y que sostiene la soberanía de la conciencia individual frente a las imposiciones doctrinales, como ilustra el magnífico "Oración laica": "Sin templo ni dogmas, sin rito ni devociones, he desocupado un paraje mental. / Lo ocupará una piedad sin recompensas. / (...) Piedad por el apedreado en el callejón oscuro de las razas. / (...) Piedad por los que duermen o se despiertan sin cubrirse con los apellidos de la patria. / Piedra por quien llega solo y sin equipaje a los tribunales de la conciencia. / (..) Piedad por quienes con su amor disidente golpean los muros de la moral". El surrealismo de sus orígenes ha dejado una nítida impronta en su poesía presente. Irazoki opera por sustitución: toma un referente previsible y lo reemplaza por otro inesperado. La combinación suscita la sorpresa y mucho más: suscita la emoción. En "Ebriedad reina", por ejemplo, se presenta como una etapa ciclista lo que no es sino un encuentro en un bar, alrededor de unas botellas de cerveza: "Los ciclistas pedalean dentro de un vaso. Sus labios tocan los hielos de las cumbres. Hoy disputan la etapa reina de la Vuelta al Dolor, y a ambos lados de la carretera líquida se agolpan los espectadores". La sustitución es briosamente metafórica. El poeta ve en las cosas de la realidad otras cosas: nunca se queda en la superficie. Su mirada transformadora no solo transforma el lenguaje: también muda la realidad. Y, así, escribe: "Corremos despavoridos mientras una gran lágrima se filtra entre los muros rotos de la urbe y sigue diluviando la cabeza estallada de Dios". Un aire expresionista se posesiona, a veces, de los poemas. Y todo confluye en una percepción dolorosa del paso del tiempo, en una conciencia angustiosa de lo amado y lo perdido, como en otros libros señalados de la poesía española más reciente: pienso, por ejemplo, en Arden las pérdidas, de Antonio Gamoneda. Orquesta de desaparecidos es, desde su título, un canto a lo ido, un largo pero sereno lamento a lo extraviado en las arenas de los años. Muchas composiciones funden lo personal y lo colectivo: Irazoki rememora los hechos de su infancia, entrañable y difícil, y el final de franquismo, en el que la sordidez cohabitaba con la esperanza. El poema que da título al libro, "Orquesta de desparecidos", agrupa esta lúcida melancolía y hace de cuantos se han alejado de la vida del poeta el motor de su literatura, su melodía existencial: "sus muertes o su desamor se han convertido en música". La muerte asoma, con su resplandeciente rostro negro, al final del poemario: la muerte de los demás y la muerte propia, sobre la que Francisco Javier Irazoki solicita en "Testamento", el último poema, que se plante "el árbol de la discreción", como discreta, pero magnífica, es su literatura.

Esto dice el poema "La entereza":

El equilibrio fue mi padre.
     En una tierra de coleccionistas de lindes, veíamos a pocos hombres con la altura de su serenidad. Imperturbable, el humor y la rectitud eran las dos fuerzas que compensaban su carácter, y con ellas dirigía nuestra niñez.
    Nunca practicaba la pequeñez humana de escucharse solo a sí mismo. Tuvo abierta la quietud para recibir las turbaciones ajenas, y nos daba cita en una habitación bien iluminada por la ironía.
    Las maldades le aburrían, y a todas las reuniones aportó los panes y el escepticismo con deseos de ayudar.
  Durante los meses de la enfermedad última, su cuerpo grande perdió tamaño. Pero los dolores no le redujeron la calma que aún nos acogía. Con una mínima seña desocupó parte de la impasibilidad y allí depositamos todos los miedos.
    También las palabras finales construyeron para nosotros un cobertizo con la grieta de la risa.
    Seguimos sus instrucciones y embotellé la ausencia en los frascos de medicamentos de la despedida.
    Muchos años más tarde, noté su presencia muy lejos de los lugares que él conoció. Al acabar el verano, en la escalinata de las cremaciones de Benarés, unas mujeres lavaban las cenizas de los familiares muertos. En las cercanías, algunos ancianos, caminaban impávidos. Sin alterarse, parecía que en sus mentes la mesura iba a apagar los fuegos de los crematorios.
  De repente, sentí que sobre los peldaños de piedra empezaba a bajar el equilibrio de mi padre. Giró como una rueda hasta caer a las aguas del Ganges.
            

domingo, 15 de noviembre de 2015

Los atentados de París

Hace dos días un grupo de terroristas del Estado Islámico, una más de las organizaciones que, con Al Qaeda y otros dicharacheros grupos del fascio mahometano, llenan de sorpresa nuestra vida (y nuestra muerte), ha asesinado en París a 129 personas y dejado a más de 300 heridas, la mitad en estado crítico. Es muy posible, pues, que en la lista de muertos vayan goteando nuevas incorporaciones estos próximos días. Los asesinos deben de sentirse muy satisfechos: en primer lugar, porque, habiéndose inmolado, deben de estar ya disfrutando de los inenarrables placeres que les procuran las despechugadas huríes del paraíso, y también, y quizá sobre todo, porque, ellos y quienes los apoyan, han conseguido introducir el dolor, una vez más, en el seno de la sociedad occidental que tanto detestan: han destrozado docenas de vidas inocentes (aunque para ellos no lo eran: todo no musulmán es, a sus ojos, un culpable), han deshecho familias, han destruido bienes y han sembrado el caos en una capital europea. Un gran logro: una hazaña digna de héroes. Ahora, junto con las expresiones de condolencia a las víctimas y de condena de los victimarios, no faltarán las voces que proclamen que los atentados no tienen nada que ver con el Islam. Dirán: el Islam es una religión de paz, el Corán repudia la violencia, Alá es misericordioso y Mahoma, su profeta, solo desea la concordia entre las gentes (aunque él fuera un temible guerrillero que destripó a cientos de enemigos y a no pocos de los suyos, no suficientemente fieles). Que como en el atentado contra el Charlie Hebdo— los matarifes gritaran, mientras estaban celebrando su aquelarre de destrucción, Alá es grande no parece persuadir de lo evidente a los irredentos defensores del mahometanismo: el Corán justifica, es más, promueve la violencia. Los terroristas nunca estarían de acuerdo con quienes los defienden: para ellos, su libro sagrado es el motor, no solo de su fe, sino también de sus actos, de esos actos con los que pretenden establecer una teocracia probablemente peor que la que ya rige en Irán o Arabia Saudita que redima al mundo de las aberraciones del laicismo y el liberalismo democrático. Y Alá no es grande: si lo fuera, no permitiría que una horda de criminales sin cerebro causara el mal en el mundo que ha creado. Alá, de hecho, como todo dios, es la proyección de lo peor del ser humano: de su pequeñez, de su miedo, de su miseria de criatura desconcertada y débil, y condenada a morir. Hace algunos años, cuando los atentados en los trenes de Madrid, escribí un poema sobre el horror que se publicó en 11-M: Poemas contra el olvido, un libro colectivo de Bartleby Editores. Lo transcribo a continuación, en homenaje a estas nuevas víctimas. Escribir y leer poemas es más necesario que nunca después de una atrocidad como esta; escribir y leer poemas es más necesario que nunca después de Auschwitz. Cuanta más ferocidad demuestren los enemigos de la razón, más feroces hemos de ser nosotros en afirmar la razón. Y la poesía es la razón. Este "Llanto por los desconocidos y los amados" expresa hoy mi consternación y mi solidaridad por lo sucedido en Francia, y aspira a proclamar que la brutalidad de los verdugos nunca debe doblegar la voluntad de vivir sin temor, libres e iguales, en una sociedad exonerada, después de tantos siglos de sufrirlas, de la peste de la religiones.


LLANTO POR LOS DESCONOCIDOS Y LOS AMADOS

                          Poema para los asesinados el 11 de marzo de 2004 en Madrid 
                                                                                                                                y contra el terror.

Un sol nacido e inmediatamente muerto.
Un cuervo amarillo.
Sangre en el aligustre.
Los perros han huido.
Un tórax sin cuerpo.
Una ventana que grita.
Mariposas entre la chatarra.
Lápices sin niño.
Cuerpos sin yo.
La nada es elástica y negra.
El silencio ha hablado ciento noventa veces.
La embarazada ya no tendrá que parir.
Hígados rebozados en polvo.
Han perdido el nombre: ahora se llaman ciegos, se llaman                                                                                                    [decapitados,
se llaman nadie.
¿Olieron sus cuerpos?
¿Vieron ojos?
Todo el ser es materia.
Ulular lila de sirenas.
El berbiquí de los móviles agujerea la ausencia.
Un gorrión encuentra un gusano.
Pronto habrá miles.
¿Repararon en los pechos de las jóvenes?
Los cuerpos ya no proyectan sombra.
La sombra se proyecta en los cuerpos.
Cielo coagulado y derruido.
Dios no existe, pero ha hecho esto.
No hay palomas en las azoteas.
La hemorragia alcanza los cerros difusos, la ropa tendida.
Se oyen ladridos como tumbas.
El suelo es un lodazal, aunque esté seco.
Muerde la brisa, tras la que brilla lo oscuro.
Un gato se asoma al abismo.
Penden lágrimas de los cascotes.
Piel no piel.
Los andenes vomitan noche y amor.
Madrid.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Dos poetas griegos

Acabo de escribir el título de la entrada, "Dos poetas griegos", y ya estoy pensando que me he equivocado. Debería ser "El poeta griego y otro más". Porque el primero de ellos es Constantino Cavafis, el vate heleno contemporáneo por antonomasia (aunque naciese hace 150 años en Egipto, después de que su familia emigrase de Turquía: su helenidad la otorga el lenguaje). En una escaso margen de días, he recibido dos libros: Ítaca, el célebre poema del escritor de Alejandría, publicado por Nórdica, y Cuatro estaciones, de Costas Mavrudís, un autor de nuestro tiempo al que no conocía, aparecido en Pre-Textos. Ambos han sido traducidos por Vicente Fernández González, nuestro mejor traductor del griego moderno, junto con Juan Manual Macías (que, por cierto, también acaba de traducir la poesía completa de Cavafis, igualmente en Pre-Textos). Ambas ediciones son bilingües y primorosas: Mavrudís aparece en el elegante formato habitual de la editorial valenciana, y Cavafis, en Nórdica, con las espléndidas ilustraciones de Federico Delicado. Lástima que con este Correos no sí el español o el británico haya hecho de las suyas y, pese al cuidado con que había sido envuelto, me haya llegado con un importante desgarrón en el lomo. Para consolarme, lo consideraré una herida de guerra, una cicatriz honorable. En cuanto al contenido, nunca he ocultado que Cavafis no está entre mis poetas favoritos. Es demasiado plano, demasiado escueto, demasiado astringente, para mi gusto. No me interesan demasiado sus elucubraciones bizantinas, ni el realismo áptero de sus cuadros, ni su alabada falta de retórica (que solo es otro tipo de retórica: siempre hay retórica en un poema, como siempre hay arquitectura en una casa). Este es uno de esos clásicos casos en que se difiere de una convención universal. El mundo parece admirar sin excepción a Cavafis, y la lista de quienes le han rendido pleitesía, desde que se publicaran por primera vez los 154 poemas que él consideraba canónicos, y que constituyen su obra completa, en 1948, abruma: en España, desde Cernuda (aunque confesara que apenas había leído algunos poemas traducidos al inglés) hasta Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente, pasando por casi todos los novísimos. Pero a mí no me dice nada. (Una vez dije esto mismo de Gil de Biedma en un acto público y Antonio Martínez Sarrión, que estaba a mi lado, gritó, entre verbenero y reivindicativo: "¡Pues a mí me dice discursos!"; tuvo gracia). El mundo de Cavafis se sustrae a mi lente lectora, como si no hubiera ajuste posible entre sus intereses y procedimientos, y mi ángulo de visión. Pero no pasa nada, o no debería pasar: todos tenemos autores con los que no sintonizamos. Nabokov detestaba el Quijote; hay muchos que no pueden con Faulkner o con Proust; Celan, uno de mis poetas favoritos, es repudiado por la mayoría de los amantes de Cavafis; Gamoneda suscita rechazo en algunos editores que conozco. A mí, modestamente, no me gusta Cavafis. Pero esto no es óbice para reconocer el magnífico trabajo hecho por Vicente Fernández González, tanto con él como con Costas Mavrudís: ceñido, fluyente, comprensible, castellano. Y esto no es poco, antes bien, es muchísimo: que un poema, escrito en un idioma tan alejado de la lengua a la que se traduce como el griego, suene con la entereza y, a la vez, con la naturalidad del español, es lo máximo a que puede aspirar un traductor (y sus lectores). Mavrudís, por su parte, nacido en 1948 en las islas Cícladas, propone una poesía hondamente arraigada en la vida cotidiana, en el ajetreo diario de los seres. Mavrudís siempre cuenta historias que se reconocen como tales, pero en las que se incardina, como un aguijón o un garfio, el sobresalto de la poesía. Sus historias, permítaseme la redundancia, anclan, o, mejor, sobrenadan, en la historia (en la de su familia, su país y el mundo), y se apoyan en una intertextualidad ubicua, que incluye a Madame Bovary y Blaise Cendrars, a Rubinstein y Goofy, al Eclesiastés e Isabel Allende. Sus formas, muy dúctiles de poemas en prosa a versos constituidos por una sílaba o incluso una letra, se vierten en poemas largos, en bloques culebreantes, llenos de información, pero también colmados de transformación lingüística y de imágenes perturbadoras, como los pechos y muslos "vehementes" de las mujeres a las que ve en una playa o un "edredón ingrávido, como una idea". En estos grandes continentes de acontecimientos, cuya argamasa es una percepción líquida y una reflexión penetrante, que son los poemas de Cuatro estaciones de tan vivaldiano título cabe casi todo: la crítica política, la rememoración autobiográfica, la crónica viajera, el bucle histórico, la pulsión existencial y el humor negro, como cuando habla de "la rutinaria atención / de las funerarias / al pelo / de todos los difuntos / hombres, mujeres / siempre peinados hacia atrás / (al parecer facilita las cosas al maquillador)". Me ha agradado encontrar en el libro dos poemas que hablan de realidades que también yo conozco: el primero se titula "Verano o En la playa de Badalona" (que es donde observa aquella vehemencia carnal antes mencionada y donde algunos veraneantes leen a Isabel Allende), cuyos hechos encuentran cobijo en la memoria, "aterciopelado incordio", y cautividad en el poema, donde restituyen, machadianamente, lo perdido. (Yo mismo estuve hace no demasiados meses en la playa de Badalona, charlando con Christian Tubau: había ido a presentar su Libro de los alfabetos y nos entretuvimos en una terraza junto a la arena, hablando con vehemencia de mujeres y literatura, y chupando una cerveza muy fría, a la vista de un mar acorazado por la oscuridad que se derrumbaba). El segundo, "Verano o Primera clase" describe el Londres de la Segunda Guerra Mundial, sometido a los bombardeos nazis. Ayer, 11 de noviembre, fue precisamente Remembrance Day, la jornada en la que se recuerda, con explosiones no de bombas, sino de amapolas, a los muertos en las innumerables guerras libradas por la Gran Bretaña. Esta cercanía de Mavrudís, este hablar de lo que ha visto (o pensado, o imaginado) en el puro tráfico de la vida, con incrustaciones desordenadas, como están siempre en la conciencia, de impresiones, de analogías, de lecturas, de diálogos, de pechos y muslos admirados, de instantes que de desvanecen e instantes que perduran, me lo hace más tangible, más sanguíneo, más hermosamente impuro, que el casi inexistente, de tan fino, de tan frío, Cavafis.

Transcribo un fragmento del poema titulado "Verano o Agosto en Lutraki":

Retrospección
práctica provechosa
para quienes (con los ojos en la nuca) contemplan
el etéreo cuerpo de lo perdido
así ocurre con quienes evocan lo ya periclitado
y así ocurrió con el vespertino imprevisto
cuando el desconocido me telefoneó
me levantó de la mesa navideña
había leído lo que yo había escrito
sobre el torpedeo del Hele
no, me dice, el Frixo no se encontraba como usted afirma
el día de la Virgen de agosto en Tinos
en el puerto estaba el Frida
propiedad de los hermanos Inglesi
samios
me ha dado su número la compañía telefónica
en el cuarenta tenía dieciséis años aclara
aquel día con un fuerte viento del norte
me dirigía a Siros
conocía a sus padres
empieza a hablar de cierto soldado italiano
ya no conocía la historia
persiguió a su padre
por las clases del colegio
le tiraba objetos y pupitres
(había difundido noticias derrotistas
sobre África dl Norte)
sería acaso Pierino
se pregunta sesenta y cinco años después
no estoy seguro, me dice, con circunspección de historiador
y pasa a asuntos familiares
le gustaba mi madre cuando iba al colegio
el tío Yanis
qué éxito tenía
era admirado
el único que vive le respondo
había interrumpido como he dicho el banquete navideño
escuchaba aquella lista de caídos (un cronista extraño, un pasado con teléfono), la pulverización del tiempo, quiero decir, el desconocido apedreándome con acontecimientos, echándome ausencias a la cara con malicia, como diciendo de sesenta años en esencia este es el resumen, aunque sé que querrías un siglo tartamudo incapaz de decir una palabra, que cada frase durara un infinito, que no tuvieras que asentar los hechos con los versos, lo que sabemos desde Horacio ("exegi monumentum...", "he levantado un monumento más duradero que el bronce") hasta el cerebral Seferis que escribió "asirnos en la huida" (...).

lunes, 9 de noviembre de 2015

Guy Fawkes y la noche de las hogueras

Anteayer, cuando iba a dar mi taller de narrativa en Battersea Spanish, me sorprendieron unos fuegos artificiales. Los petardos no eran muchos: apenas un puñado de esqueletos eléctricos en el cielo unánimemente gris de Londres. Hoy, el parque de Battersea estará cerrado por la tarde, como llevan días anunciando los carteles colgados en las entradas y podemos anticipar por la profusión de vallas que acotan los caminos y orientan el tráfico. Y es que habrá fuegos artificiales. Es un fastidio que el parque esté interrumpido por barreras y cercados: lo más agradable de tenerlo cerca es la libertad de recorrerlo sin obstáculos, de perderse, con indolencia, por sus rincones y alamedas. Cuando no es posible, es que se va a celebrar algún evento, normalmente multitudinario y ruidoso. El último fue una carrera de coches (en cuya organización, me enteré luego, había participado la empresa, aaaagggh, para la que trabaja Agag, ese pedazo de yerno, matrimoniado en El Escorial); hoy son los fuegos y, previsiblemente también, las hogueras. En el resto del mundo, y sobre todo en los países mediterráneos, la exaltación del fuego celebra la llegada del verano: es una metáfora del calor, la fertilidad y la plenitud. En Gran Bretaña, las hogueras se encienden el 5 de noviembre, cuando en España nos calentamos las manos con castañas, y no suponen un rito equinoccial, sino una efeméride histórica. Tal día de hace 410 años se descubrió la llamada Conspiración de la Pólvora, una conchabanza para asesinar al rey Jacobo I, a su familia y, ya puestos, a todos los lores del Parlamento. El frustrado magnicidio se enmarcaba en las luchas de religión que asolaban en aquella época Europa. La religión siempre ha sido, y sigue siendo, una gran fuente de sufrimiento. Jacobo I, protestante, después de unos inicios que no hacían pensar en una nueva tiranía de la fe, había cumplido la inveterada tradición, tantas veces puesta en práctica en España, de expulsar a los jesuitas del país, y pasado a perseguir a los papistas ingleses. Los conspiradores, por su parte, eran restauracionistas católicos que reclamaban la vuelta a la ortodoxia romana. Los capitaneaba Robert Catesby, un fanático religioso que murió de un arcabuzazo, abrazado a una imagen de la Virgen María. Entre sus secuaces había un tal Guy Fawkes, que se había destacado también como católico fervoroso y soldado aguerrido. Guy había sido mercenario de los españoles en la Guerra de los Ochenta Años (en aquellos tiempos, las guerras no eran cortas: treinta, ochenta, cien años eran lo normal; hoy parece que hayamos avanzado, pero algunos conflictos, latentes o activos, duran todavía muchas décadas, y, en cualquier caso, si los hemos abreviado es porque estamos seguros de que, de desatarse un conflicto grave, la destrucción sería planetaria) contra las Provincias Unidas de los Países Bajos, y, con el rango de alférez, había combatido bien en el sitio de Calais, por el que el Ejército de Flandes habían arrebatado la importante plaza costera a los franceses. Más aún: en 1603 Fawkes se atrevió a viajar a Madrid para entrevistarse con el rey Felipe III. Hay que tener en cuenta la enormidad que suponía que un inglés luchase al lado de quienes habían intentado invadir su patria tan solo 15 años antes, y, más aún, que fuese recibido por su rey. Fawkes pidió al monarca que apoyaran una rebelión católica en Inglaterra, que restauraría a un católico en el trono, como Dios mandaba. Para favorecer su petición, se castellanizó o más bien italianizó el nombre, que pasó a ser Guido. Pese a esto, y a ser bien recibido en la corte, no consiguió la complicidad de España, que bastante tenía con batallar en todos los frentes del orbe como para sumarse a una conspiración interior de dudosa enjundia y resultado incierto. De vuelta en Londres, Guy Fawkes se involucró decididamente en el complot de Catesby. Los conjurados alquilaron una cripta debajo de la Cámara de los Lores y apilaron en ella hasta 36 barriles de pólvora, junto con abundante leña y carbón, elementos incendiarios que magnificarían los efectos de la explosión. Pero algo salió mal. Uno de los lores, el barón de Monteagle, que había de asistir a la sesión en la que estaba prevista la voladura, recibió una carta anónima informándole del atentado. Monteagle, presa de comprensible agitación, le entregó la carta al conde de Salisbury, que, a su vez, se la hizo llegar al rey. Jacobo, aún más preocupado que sus nobles, hizo registrar los sótanos del Parlamento y descubrió los explosivos y a Guy Fawkes, que salía de la cripta a medianoche, después de cumplir su guardia. Jacobo decidió entonces recompensar el patriotismo y la lealtad de Fawkes con una minuciosa sesión de tortura, que duró varias semanas. Fawkes, sin embargo, no se achantó: cuando sus interrogadores/torturadores le preguntaron qué pensaba hacer con tanta pólvora era una pregunta tonta, respondió que "devolveros a todos a las montañas escocesas de mierda de las que venís". El propio rey Jacobo se admiró de aquella fortaleza, y consideró a Fawkes animado por una "resolución romana". Pero ello no le impidió seguir adelante con el musculoso interrogatorio. Es más: autorizó que la tortura fuese creciendo en intensidad, de acuerdo con el bien acreditado principio de per gradus ad ima tenditur, es decir, que pasara de las formas más benévolas, si es que este adjetivo se puede aplicar a un tormento medieval, a las más terribles, como el potro, en el que, en efecto, Fawkes cabalgó durante varios días. Pero ni siquiera estas indescriptibles disciplinas quebraron completamente la voluntad de Guy. Se avino a firmar una confesión, sí, pero solo para delatar a otros conspiradores que también habían sido detenidos o que ya estaban muertos: su resistencia duró hasta el fin. Y lo hizo literalmente. Porque lo peor estaba aún por llegar. Condenado a muerte por alta traición, la sentencia ordenaba que fuese arrastrado por un caballo hasta el lugar de ejecución en Old Palace Yard, frente al edificio que habían pretendido volar y ahorcado; que, descendido de la horca aún con vida, se le cortasen los testículos y fueran quemados ante él; que se le rajase la tripa y extrajesen los intestinos, igualmente ante su vista, y luego el corazón; que fuese decapitado; y, por fin, que se descuartizara su cuerpo y dispersasen sus trozos por los cuatro rincones del reino para satisfacción de la justicia, escarmiento de traidores y edificación del pueblo. Un programa completo, vamos, que debía de ser la delicia de las damas y caballeros, presididos por el rey, que asistían al espectáculo. Pero Fawkes aún tuvo un último gesto de valentía: después de que otros tres cómplices de la Conspiración de la Pólvora, también condenados como él, hubiesen pasado por la trituradora de los verdugos (y él hubiera constatado, pues, lo que le esperaba), y pese a lo debilitado que estaba por la tortura sufrida, encontró fuerzas para tirarse del cadalso y partirse el cuello en la caída, lo que le ahorró el inenarrable sufrimiento que le estaba reservado. Desde aquel 31 de enero de 1606, perdura la leyenda de Guy Guido Fawkes, al que se quema en efigie cada noviembre, y por el que se encienden hogueras en los parques y los campos, para rememorar la explosión que no se produjo y que, de haberlo hecho, habría cambiado la historia de este país. Su imagen perdura, además, en esas caretas de anonymous, que reproducen con la que se cubre el protagonista de V de Vendetta, la novela gráfica y después excelente película de James McTeigue, cuyo desenlace es, precisamente, el que persiguió Fawkes: la voladura del Parlamento británico, epítome de une estado fascista. No en vano alguien ha dicho que Guy Fawkes fue "el último en entrar en el Parlamento con honradas intenciones". 

viernes, 6 de noviembre de 2015

La noche de cine de Battersea Spanish

Hoy se celebra la noche de cine de Battersea Spanish, la academia de español cuyos talleres de narrativa y poesía estoy impartiendo. Se proyectan varios cortos de diversos directores, y se cierra con una sesión musical a cargo de Felipe, un cantautor colombiano. El lugar elegido para la proyección y el concierto es el Doodle Bar, un local alternativo del barrio. Se encuentra en un pasadizo entre edificios de la zona, junto al Támesis. En ese mismo espacio se apiñan otros negocios y establecimientos no menos underground, y nunca mejor dicho: entidades feministas, asociaciones de amistad con Oriente, más bares y restaurantes, y algunos otros sitios cuyo propósito aún no he sido capaz de averiguar. Frente al Doodle Bar hay varias mesas de ping-pong y futbolines en los que los ingleses, y también los que no lo son, se solazan ruidosamente, aunque sus habilidades con el futbolín nunca serán las de mi compinche de salón recreativo Miki Seis Dedos Azpilicueta, o las de mi colega de mili Agapito Moscoso, alias el infalible, que eran capaces de marcar desde la defensa girando el mango con la punta del dedo índice. Y no me extraña: por algo el futbolín lo inventó un español. También hay una terraza más allá, desde la que se ve el agua. Es incómoda los bancos de madera son ásperos y la distancia al bar, excesiva, pero algo parece reclamar que, en estos sitios bohemios, las cosas sean incómodas, y a uno ni siquiera le molestan. Por desgracia, todo esto va a caer bajo la piqueta dentro de pocos meses. Un proyecto de construcción, cómo no, de apartamentos carísimos va a acabar con este rincón singular. Todo Londres está sembrado de andamios y grúas. (Otra cosa de la que está llena la ciudad estos días es de jack-o'-lanterns, esas calabazas huecas de Halloween con una luz dentro: se encuentran en las ventanas de las casas, en los parques públicos, en las mesas de los restaurantes, hasta en forma de bolsa de basura; y también hay mucha niebla). En particular, en ambas riberas del Támesis, pero sobre todo en la sur, la actividad inmobiliaria es frenética. Y la reventa no es menos constante: en la calle que está detrás de nuestro piso actual, formada por sendas hileras de modestas casitas victorianas, brotan como níscalos carteles de agencias inmobiliarias que informan de que están a la venta o en alquiler, o de que se ya han vendido o alquilado. (De hecho, también nosotros nos cambiamos de piso: el propietario del que todavía ocupamos pretendía aplicarnos un aumento de 180 libras en la renta mensual, y hemos decidido que exprima a otros). Pero hoy el Doodle Bar luce como siempre: amplio, oscuro, gastado, desordenado, acogedor. Hay mucha gente, así que hemos de apresurarnos a ocupar asiento. Hecho esto, hay que pensar en comer algo: la sesión será larga y casi es hora de cenar. Las veladas cinematográficas de Battersea Spanish, como en general todas las actividades de la academia, se complementan con comida española o hispanoamericana. Hoy un chiringuito delante del Doodle sirve condumios colombianos. La carta es corta pero apetitosa: tamales, arroz con lechón y unos pasteles cuyo nombre no recuerdo, pero que, dados a probar, deben de tener ocho mil calorías. Tanto Ángeles como yo optamos por el arroz, regado con una salsa verde sin identificar pero sabrosa, del que damos cuenta sin vacilación ni arrepentimiento. Poco antes de empezar la sesión nos procuramos sendas copas de vino español, por supuesto— con las que acompañar el visionado. En la primera parte se proyectan tres cortos: Instantáneas, Cólera y El pescador. El primero es un documental sobre la gente de Cuba, compuesto por brevísimas entrevistas a los habitantes de un pueblo de pescadores. Es realista y refrescante. El tercero trata también de Cuba, aunque es un relato de ficción que me recuerda un poco a "Continuidad de los parques", el cuento de Cortázar: dentro de la historia que narra el corto aparece otra historia, que engarza imposiblemente con aquella. Pese a este giro sorprendente, Ángeles y yo estamos de acuerdo en que es la película que menos nos ha gustado. Cólera, por su parte, es una producción vasca basada en un cómic y protagonizada por el gran Luis Tosar, violenta y cuyo final sobrecoge. La segunda parte de la sesión incluye dos cortos más, ambos del director español Jorge Dorado: El otro, un nuevo remake del extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de impecable factura y angustia garantizada; y La guerra, narrada en francés, que cuenta la pavorosa historia de un soldado alemán herido y dos niños pequeños en una casa sombría y abandonada durante la Segunda Guerra Mundial. En el intermedio, como en aquellos descansos que se hacían en los cines de barrio (y de pueblo) cuando era niño, salgo a estirar las piernas junto al Támesis. Conozco entonces a una pareja curiosa: él, Manuel, es portugués; ella, Lorna, es finlandesa. Viven juntos en Londres desde hace varios años. Manuel parece el prototipo del fumeta dicharachero: luces rastas, viste (y seguramente ve) a cuadros, lleva la capucha puesta aunque no llueva, habla mucho (aunque con cierta borrosidad, consecuencia de muchos años de canutos) y critica a la gente de este país, que te deja de lado en cuanto sabe que eres extranjero. Pero es simpático: ríe mucho (otra consecuencia de los psicotrópicos, supongo) y predica la concordia y el amor, esto último dando ejemplo: aunque es muy joven, tiene ya tres hijos ("pero no conmigo", precisa Lorna). Esta, por su parte, es rubia, amable y educada, como todos los finlandeses. Le cuento el viaje que hicimos a su país, hace muchos años ya, y que ha quedado en el recuerdo de toda la familia como un viaje mítico, entre bosques y lagos, y sopas de salmón, y vodka riquísimo, y renos con cuernos musgosos; hasta conocimos a Papá Noel. Sonríe, complacida. También hablamos de Portugal les cuento que tenemos una casa en Extremadura, muy cerca de la frontera con el Alentejo, y Manuel se apresura a preguntarme si sigo disfrutando de su país aun sabiendo cuánto estiman los portugueses a los españoles. Yo le respondo que sus compatriotas siempre me han tratado con amabilidad y que entiendo que el antiespañolismo constituya uno de los rasgos de identidad de los portugueses (igual que el antigalicismo lo es de los españoles: tirrias de vecinos), pero que, mientras se guarden sus sentimientos para ellos, no me importa lo que piensen. En cuanto a Finlandia, Manuel me pregunta si vimos las auroras boreales. Le contesto que no, pero sí el sol de medianoche: un disco inacabablemente encendido rodando por el horizonte, sin elevarse ni hundirse. En junio, en Finlandia, siempre son las cinco de la tarde. Por último, Manuel y yo dedicamos algún tiempo a ponderar el significado de que haya aparecido una amanita muscaria en El otro, y compruebo que Manuel sabe mucho más que yo de setas alucinógenas. "A dosis elevadas", precisa con exactitud micológica, "es neurotóxica, pero, en la medida adecuada, produce una agradable estimulación". Se nota que sabe de lo que habla. Manuel y Lorna no son las únicas personas que conocemos en la noche de cine de Battersea Spanish. También intercambio besos con Paloma Dios sic; para un ateo recalcitrante como yo, se hace extraño comprobar que Dios existe, y que es simpática y morena, otra colaboradora de Battersea Spanish, española de Palencia y con novio sueco, que nos presenta. Al grupito se suma una figura descomunal, un joven inglés, compañero de piso de Paloma y su novio, de más de dos metros de altura, que chupa con delectación una guiness. No puedo contenerme: "Tío, qué alto eres". Esta es la segunda extrañeza de la noche: mirar a alguien de abajo arriba. En mi vida cotidiana, hago siempre lo contrario. En Inglaterra no es raro encontrar a gente muy alta (con la que compito silenciosamente por la calle: al pasar a su lado, me yergo bien y hasta estiro el cuello para no ser menos), pero este hombre es desmesurado. Asistimos un rato al recital del colombiano Felipe, pero es tarde ya y decidimos marcharnos. Nos han gustado casi todas las películas, el arroz con lechón, el vino y la charla. Lástima que en este lugar ya no puedan repetirse. Dentro de poco dejará de existir y, con él, una realidad distinta, acaso feliz, que nunca más podrá ser vivida.