martes, 16 de febrero de 2016

Goodbye

Me despido. Esta tarde cojo el avión de vuelta a España y mañana, si nada se tuerce, ya estaré en Mérida. Dejo Inglaterra con una sensación agridulce. En estos dos años y medio de vida en Londres he aprendido mucho, he escrito mucho (demasiado, dicen algunos amigos), he disfrutado de una ciudad fascinante, y he conseguido mantenerme alejado, física y espiritualmente, de un entorno laboral y político que me aburría y agobiaba. Sin embargo, no he logrado arraigar en esta sociedad, por más que lo he intentado. Sí, es difícil arraigar con 50 años y sin un conocimiento previo del lugar, más allá de las consabidas visitas turísticas, pero tenía la esperanza de que la paciencia, la buena voluntad y el sacrificio abriesen puertas y rindiesen frialdades. No lo han hecho. Probablemente fui demasiado ingenuo. La sociedad británica está abierta a la presencia del extranjero (a menos que se sigan extendiendo las opiniones defendidas por el UKIP y el gobierno conservador siga adelante con su plan de aislamiento y saque al Reino Unido de la Unión Europea), pero poco a la influencia del extranjero y menos aún a la intimidad con el extranjero (aunque ¿cuál lo está?). La sociedad británica es ordenada, laboriosa, precavida, tradicional, mercantil, reglamentista e indiferente, y quienes, metecos en general y meridionales en particular, no hemos sido criados en ese haz de valores (porque aquí forman un conjunto inseparable), o no compartimos el individualismo solitario de la mayoría de la gente, encontramos difícil encajar en las exiguas celdillas en las que está compartimentada la vida cotidiana. Por otra parte, los ingleses, y sigo hablando en general, no destacan por su capacidad para expresar los sentimientos ni comunicarse con el prójimo, lo que tampoco ha favorecido la relación mutua. Sin embargo, creo haber intuido una ternura y una cordialidad a las que no he sido capaz de acceder. Es muy posible que, bajo la fachada de imperturbabilidad habitual del ciudadano inglés, bullan emociones escondidas que no me ha sido dado compartir. Los acostumbrados gentíos de Londres tampoco han propiciado la comunicación individual. Es la conocida paradoja de las masas: cuantas más personas hay, menos personal es todo. Esta capital es un museo del mundo, una fiesta de la arquitectura y un centro cultural planetario, pero también un lugar inabarcable y hostil, en el que las aglomeraciones de las que tanto me he quejado en este diario y los precios vuelven incómodo cualquier movimiento. Echaré en falta, no obstante, sus iglesias y su parques sobre todo, Battersea, uno de los más bellos y menos conocidos , sus museos y sus salas de arte, el té y el pastel de zanahoria. Una de las mayores satisfacciones que me ha reportado esta experiencia ha sido la creación y el mantenimiento de estas corónicas, satisfacciones que superan con mucho a los pesares, que se limitan, en esencia, a un puñado de anónimos desagradables cuyo inmediato destino ha sido la papelera, es decir, la nada. Han sido, finalmente, 561 entradas, más de 800 comentarios y, en este momento, casi 140 000 visitas. Cuando lo inauguré, a principios de septiembre de 2013, no podía imaginarme un resultado tan abrumador. Hoy lo contemplo entre alegre y asustado, pero, sobre todo, agradecido a quienes han tenido la curiosidad y la paciencia de seguir mis confusas y a veces malhumoradas narraciones. Este blog, como mi estancia en Inglaterra, concluye hoy, pero otro nace en el mismo momento. En realidad, no es que sean dos blogs diferentes, sino el mismo, aunque hablen de lugares distintos: Corónicas de Ingalaterra se transforma en Corónicas de Españia (eduardomoga1.blogspot.com), al que remito a quienes tengan interés en conocer mis nuevas peripecias. En Corónicas de Españia continuaré hablando de lo que me pase, pero ahora ya no en la tierra verde de Albión, sino en la ocre, verde y asendereada de mi país. Ojalá siga contando con la compañía de los amigos y los lectores. La voy a necesitar.

lunes, 15 de febrero de 2016

Stratford-upon-Avon, el pueblo de Shakespeare

No quería irme de Inglaterra sin visitar Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y está enterrado William Shakespeare. (También me gustaría haber hecho otras cosas relacionadas con la literatura, como visitar Hay-on-Wye, el pueblo del millón de libros, pero tendré que dejarlo para otra ocasión). Lo hacemos hoy, aprovechando mi último fin de semana en el país, como excursión de despedida. El tren sale de Marylebone, en cuya librería compruebo, con horror, que El País no ha llegado todavía. Como me horripila la perspectiva de estar encerrado dos horas en tren sin nada que leer, me compro allí mismo un libro. Entre el bosque de superventas y otros libruchos de supermercado que llenan las estanterías, solo descubro uno que tenga algo que ver con la literatura: The Noise of Time [El ruido del tiempo], de Julian Barnes. Cuenta la vida de Shostakovich, pero me da igual de qué hable: me lo habría comprado aunque hubiese hablado de Rosa Díez. Por desgracia, no puedo disfrutar demasiado de la lectura, porque, aunque nos hemos sentado en una quiet zone, una pareja de turistas portugueses no se ha dado cuenta de que estamos en una zona de silencio, y garlan como cornejas. Ante la disyuntiva de llamarles la atención o de cambiarnos de asiento, optamos por lo segundo: el tren va casi vacío y no es difícil encontrar otras butacas a resguardo de la cháchara lusitana. El tren a Stratford no es directo: hay que cambiar en un pueblecito llamado Dorridge. Para hacerlo, apenas tenemos unos minutos. Tan justo es el lapso para el transbordo que, cuando estamos ya a punto de embarcar en el que nos ha de llevar a nuestro destino, las puertas se nos cierran en las narices. Es decir, no se cierran solas: alguien les ha ordenado que se cierren. Yo le hago gestos desesperados al revisor, al que veo asomado todavía al andén, pero el hombre se retira, imperturbable, al interior del tren y nos deja compuestos y sin ferrocarril, a escasos centímetros/segundos de abordarlo. Es la primera vez en mi vida que pierdo un tren, aunque no es la primera vez en mi vida que constato la satisfacción sádica que experimentan algunos cuando consiguen frustrar a sus semejantes tan palmariamente. Para eso da igual ser español o inglés: lo que hay que ser es borde. Nos queda, pues, según averiguamos en la taquilla de la estación, una hora en Dorridge hasta el siguiente tren a Stratford. Damos un breve paseo y nos tomamos un capuccino en la cafetería del Sansbury local. Lo que vemos es igual que lo que veríamos en cualquier pueblo inglés: una homogeneidad de casas unifamiliares, con sus jardincitos a la puerta y sus inevitables chimeneas. Todo es pulcro, ordenado y aburrido. Eso sí: en la estación comprobamos que unos caballeros de edad están muy preocupados por algunos desperfectos en la sala de espera, restaurada hace poco con mimo y dedicación ejemplares. Eso también es muy inglés: la implicación desinteresada de la gente en la conservación de sus lugares. Llegamos por fin a Stratford-upon-Avon, una pequeña ciudad de 23.000 habitantes y 800 años de antigüedad, situada, como su nombre indica, en las orillas del río Avon, y antiguo mercado medieval, cuyo pasado se prolonga hoy en una desaforada actividad comercial, avivada por el turismo: no hay apenas locales en el centro (pero el centro es casi toda la ciudad) que no sean tiendas o restaurantes. Llovizna, hace frío y sopla el viento (la peor combinación posible), pero estamos dispuestos a desafiar a los elementos para conocer los lugares shakespearianos de la ciudad, que son varios y están unidos por una ruta de la que nos informan amablemente en la oficina de turismo. La primera parada es, desde luego, la casa natal de Shakespeare, en Henley Street, cuya popularidad demuestra una larga y lenta cola que rebasa la taquilla y se extiende por la calle. Tras la inevitable espera, llegamos a uno de esos bonitos momentos de toda convivencia matrimonial: "¿Tienes los billetes?", le pregunto a Ángeles (habíamos comprado un bono en la oficina de turismo para las cuatro visitas fundamentales). "Pero si te los he dado a ti". Establecida la contradicción irreductible, ambos nos dedicados a rebuscar furiosamente en los bolos y bolsillos y bolsos, con desesperación creciente, mientras sentimos en el cogote la mirada taladrante de los demás integrantes de la cola, y en los ojos la no menos acerada de la taquillera, que debe de estar maldiciendo la estupidez de estos extranjeros que son incapaces de encontrar los billetes que acaban de comprar y forman un pifostio considerable a la hora de mayor afluencia de público. Aunque la peor mirada es la que me lanza Ángeles el basilisco no me habría fulminado con mayor ferocidad— cuando, después de haber metido yo la mano al menos cinco veces en el bolsillo del pantalón sin encontrarlos, doy con los dichosos tiques y se los entrego, entre triunfante y humillado, a la cancerbera. La casa de Shakespeare nos parece hoy de una modestia casi cavernaria, pero gozaba de ciertos lujos en su época: no en vano el padre de Shakespeare era un rico comerciante local, que ostentó cargos de altura en el gobierno local. Así, tiene chimeneas en todas las habitaciones, que combatían eficazmente el frío, pero llenaban el sitio de humo, y suelo enlosado que es el original: pisamos, pues, las mismas losas por las que Shakespeare caminaba, hace 500 años. La higiene, no obstante, era tan precaria como en cualquier otro sitio: los ingleses de entonces no solo no usaban el agua, sino que la rehuían, porque estaban convencidos de que transmitía enfermedades por los poros de la piel. El lavado se practicaba en cara y manos (las partes del cuerpo que se veían), y la evacuación, en orinales y minúsculas letrinas exteriores. En el centro de información contiguo a la casa se exhibe, entre otros materiales, un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de las obras de Shakespeare, publicada en 1623, siete años después de la muerte del escritor. De los entre 750 y 1000 ejemplares que se tiraron, sobreviven unos 230, tres de los cuales se encuentran aquí. Y, como las técnicas de composición e impresión no eran homogéneas, ninguno es igual a otro. Nos sorprende averiguar que el libro se puso a la venta a un precio exorbitante para su época, una libra: un maestro de escuela ganaba veinte al año. Pero es que los libros eran entonces objetos preciosos: en todas las buenas casas, y también en esta de Shakespeare, se guardaban en cajas, para que no sufrieran daño. Tras la muerte de los descendientes directos de Shakespeare, a finales del s. XVII, la casa se convirtió en una posada, y lo siguió siendo hasta finales del XIX. Visitamos después las siguientes paradas de la ruta shakespeariana. Primero, la Harvard House, un hermoso edificio tudor que no tiene nada que ver con el dramaturgo, pero que es un excelente ejemplo de arquitectura isabelina. Luego, Hall's Croft, la casa donde vivió Susanna, la hija de Shakespeare, con su marido, el doctor John Hall. Muy pronto vemos aquí más signos de riqueza que en la casa natal de Shakespeare. Y es lógico: los médicos bien establecidos eran gente, como hoy, acaudalada. Además del suelo enlosado también original, como las escaleras de madera, los techos son aquí muy altos y las habitaciones, espaciosas y bien caldeadas e iluminadas. En el jardín adyacente, el Dr. Hall cultivaba las plantas medicinales que administraba a sus enfermos, junto con remedios mucho más oscuros, como las sangrías y los purgantes. Quizá provengan de ese jardín los cardos que ponen en las sillas de la casa para evitar que los visitantes se sienten en ellas. Llegamos por fin a la Holy Trinity Church, la iglesia de la Santísima Trinidad, donde Shakespeare fue bautizado el 26 de abril de 1564, en una pila bautismal que se exhibe junto a su tumba; debió de nacer dos o tres días antes, aunque no sabe con exactitud cuándo y enterrado el 23 de abril de 1616. Puede que también aquí matrimoniara con Anna Hathaway, aunque de eso no han quedado registros documentales. Lo que sí se sabe es que lo hizo con prisa, y por buenas razones: seis meses después del casorio, nació Susanna. Shakespeare tenía entonces 18 años, y Anna, 26. Los restos del dramaturgo reposan en el presbiterio, cerca del altar mayor de la iglesia, junto a los de su mujer, su hija, su yerno y otros familiares más lejanos. Su lápida aparece circundada por un cordón negro, para distinguirla de las de sus parientes. Y el epitafio, escrito por el propio Shakespeare, reza así: Good friend for Jesus' sake forebear / to dig the dust enclosed here. / Blessed be the man that spares these stones, / and cursed be he that moves my bones [Buen amigo, por Jesús abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras, / y maldito el que remueva mis huesos]. No fueron felices sus últimos años. Además de las enfermedades que lo aquejaban, tuvo que sufrir un proceso contra el futuro marido de su otra hija, Judith, acusado de promiscuidad: había preñado, al parecer, a otra mujer, que murió, con su vástago, al cabo de poco tiempo. Aunque siempre se ha dicho que el fallecimiento de Shakespeare se debió a un proceso febril, consecuencia de una francachela que se había corrido con otros dramaturgos, como Ben Johnson, en la que habían circulado vino y cerveza en abundancia, las últimas investigaciones apuntan a que pudo haberlo hecho a causa de un cáncer, aunque esto, como tantas otras cosas de su vida (y de su muerte), no se ha podido verificar todavía. Comemos, a la salida de la iglesia, en un pub tranquilo delante de la grammar school a la que se cree que pudo haber asistido Shakespeare, y luego volvemos al centro paseando junto a uno de los canales del río Avon. Pasamos al lado del teatro en el que actúa la Royal Shakespeare Company y vemos muchísimos cisnes del río en montoneras debajo de los puentes: la gente les echa migas de pan, pero ellos pierden siempre con los patos a la hora de cogerlos. El frío se ha recrudecido y caminamos deprisa hasta la estación para volver a Londres. Esta vez hemos de cambiar de tren en un pueblo llamado Solihull. Aunque solo nos separan 170 km de Londres, tardaremos cuatro horas en llegar a casa. 

miércoles, 10 de febrero de 2016

Incluso la muerte tarda

Así se titula el último poemario del barcelonés Jordi Virallonga, uno de los miembros de la "segunda escuela de Barcelona", en la que también militan, entre otros, Sergio Gaspar, Ramón Andrés, José Ángel Cilleruelo y José María Micó. Incluso la muerte tarda ha ganado el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2015, un veterano galardón poético que durante mucho tiempo publicó DVD ediciones y que hoy asume la ubicua Visor. Llevaba Virallonga mucho tiempo sin publicar —desde Poemas de Turín, aparecido en 2004— y se agradece volver a tener la oportunidad de leerlo. Además, cuando ha regresado a la actualidad poética, lo ha hecho por partida doble: también ha publicado Amor de fet [Amor de hecho], su primer poemario en catalán, fruto asimismo de un premio, el Màrius Torres (que muchos han considerado el regreso del hijo pródigo al hogar del que nunca debió haber salido). Hasta ahora, Jordi Virallonga era conocido, en el ámbito de la poesía en catalán, como antólogo y traductor: Sol de sal, por ejemplo, publicada por DVD ediciones en 2003, es uno de los mejores compendios bilingües de poetas en lengua catalana del último cuarto de siglo. Su incorporación como autor a esta literatura demuestra su vitalidad creadora, su inquietud lingüística y su porosidad cultural. Incluso la muerte tarda cuenta con un breve prólogo de Juan Gelman, titulado "Empobrecer la lengua para reinventarla", del que discrepo: no creo que Jordi Virallonga empobrezca la lengua, ni quisiera con el loable propósito, como sostiene el maestro Gelman, de hacer que renazca. Creo, por el contrario, que en este poemario da un paso adelante en su concepción y uso del idioma, y vuelve su expresión más compleja, más torturada, si se quiere. Virallonga proviene de un figurativismo teñido de espantos íntimos y auscultaciones sociales, algo visible también en este libro. Los que lo hemos leído hasta hoy sabemos de su gusto por las fórmulas coloquiales, dotadas de una inmediatez dolorosa, de un despojamiento arrebatado, que se ofrece, a veces, a puñetazos. En Incluso la muerte tarda, en cambio, sin renunciar a una dicción narrativa y hospitalaria, se dicen cosas como esta: "No quiero hablar de ti porque te llevo / en esta niña que soy yo cuando fui tuyo, / que te haría ser más joven, menos muerta, / no esta ruina permanente sin columnas / que no acaba de asolar la tempestad, / esta última sed, la vencida inmensidad del abandono". De Jordi Virallonga me ha interesado siempre —y también en Incluso la muerte tarda, pese a sus novedosas revueltas sintácticas— la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incivisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutilísimas transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: "soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo, / pero ellos sí saben quiénes son, / y que a los hijos de los perros, / si son hombres, / se les llama hijos de puta", escribe en "Analogía entre hombres y perros". Todo en Incluso la muerte tarda y, en general, en toda la poesía de Jordi Virallonga, trasmina un aire machadiano, esto es, una inclinación moral, un aliento transparente y una templanza enardecida. Los temas de Incluso la muerte tarda abundan en los conflictos del hombre y la sociedad contemporáneos, con una activa preocupación por los pobres y los oprimidos. Pero, junto a una mirada crítica, en la estela de la actual rebelión contra un poder esclerotizado pero todavía dañino, el poemario incorpora asimismo un caudalosa veta reflexiva, melancólica, que atiende al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia. Incluso la muerte tarda se concibe como un viaje, al modo homérico —las dos partes en que se divide se titulan "A propósito de Ulises" y "Los mercaderes de Ítaca"—, igual que el viaje de la vida. Sobre este trasfondo helénico, advertimos un libro muy mexicano: en los epígrafes y dedicatorias menudean los autores aztecas: José Gorostiza, Rosario Castellanos, Manuel Maples, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta, José Ángel Leyva, etc. En Incluso la muerte tarda brilla una cólera sosegada: nada se desmanda. La incomodidad que trasluce con el mundo y sus mecanismos de poder no se plasma en poemas gesticulantes, ni en chirridos endecasilábicos, ni mucho menos en "tarascadas de bruto cargado de razón", como dijo memorablemente Juan de Mairena y recoge Virallonga en uno de los epígrafes del libro, sino en un verso que fluye como un río, con espumas y gran acopio de limos, con ocasionales encrespamienos y meandros arremansados, pero siempre absorto en su corriente y su destino: resucitar una palabra que sirva para denunciar las flaquezas y esperanzas del hombre.

Hay muchos buenos poemas en Incluso la muerte tarda, y algunos excelentes, como "Profesionales de la pobreza", "Loa a los sinceros", "Normas de la organización", "Fidelidad" o "Recto gobierno progresista". Transcribo el primero:

Me pregunto,
los pobres de hoy, no aquellos
con los que lucharon algunos
de nuestros padres y recibieron a cambio
desdén o muerte, los pobres de hoy,
los que ya no son los sujetos de la historia,
los que nunca supieron
qué era esto del sujeto de la historia,
los que saben muy poco
y no les gusta que otro sepa
o que hable dos lenguas,
los profesionales de la pobreza, digo,
no los obreros que perdieron su trabajo,
los locos o los minusválidos,
los pobres que ya no son una clase
sino una estirpe que sigue viviendo a sueldo
de la inmovilidad y de la paz burguesa,
los que no pagan escuela, hospital
ni impuestos, los pobres
a quienes lo que más les interesa
es su dinero, lo mismo que a los ricos,
los que nunca creyeron necesario emprender
ni trabajar demasiado, que todo era inmutable,
los que cada vez menos mansos y humildes
están hoy inquietos, miran a los lados con rabia,
acusan a quienes dejaron de saciarles,
se cagan tanto en dios, esos pobres, me pregunto,
¿son los bienaventurados que hace lustros y lustros
admiran al millonario, al hijo pródigo
y mejor o peor siguen heredando la tierra?

sábado, 6 de febrero de 2016

Cosas (extrañas) que siguen pasando en Inglaterra

El otro día salí de casa y vi, al otro lado de Battersea Park Road, a una joven negra, montada en una bicicleta, delante de un antiguo local de apuestas, ahora en proceso de reconversión en tienda de decoración, gritando como una loca. Iba en bicicleta, pero estaba parada: con los pies en el suelo y los hierros del vehículo desmadejados. No conseguí entender lo que decía: el tráfico y su propia desesperación me lo impidieron. Seguí mi camino. También lo hicieron los demás transeúntes. 

El otro día estábamos Ángeles y yo en South Kensington habíamos ido a comprar cápsulas de Nespresso a la tienda que hay cerca de Harrods y luego a tomar un café en un curioso bar que se llama Viena, decorado con motivos austriacos (Klimt, Alpes, Schönbrunn), pero que atiende un tunecino nacido en Marsella y en el que siempre suena música del Magreb, cuando se nos acercó un caballero mayor. Ángeles llevaba un abrigo verde, muy verde. "Permítame decirle, señora, que lleva Ud. a very beautiful coat", le espetó el hombre. Mi reacción, cuando el hombre había empezado a hablar, había sido la propia de un urbanita experto: la desconfianza y hasta la hostilidad. Uno se espera que, en la calle, los desconocidos le pidan dinero, le larguen una parrafada beoda o intenten convertirlo a la fe de Jehová. Pero, al acabar la frase, el hombre había derretido toda animosidad. Ángeles sonrió, antes sorprendida que halagada. Yo también. "Aquí todo el mundo va de oscuro, sobre todo los hombres", añadió el señor, señalándome a mí y a sí mismo. "Este color es una bendición. La felicito, señora". Y, sin nada más que decir, se fue. Apenas alcanzamos a darle las gracias. 

El otro día hacía un frío de mear a cubitos. No está siendo un invierno difícil, pero hubo, hace un par de semanas, varias jornadas polares. Volvía yo solo a casa Ángeles me había dado plantón: tenía que atender una solicitud urgente en el hospital, forrado en abrigos y bufandas como si la Antártida se hubiera materializado en Londres, cuando algo extraño se cruzó conmigo. Al principio, no supe identificarlo: tan extraño resultaba a mis ojos y a mi comprensión. Pero luego lo reconocí: era un runner, uno de los cientos, de los miles que recorren Londres cada día, con tenacidad de ermitaños, bregando por afilar el cuerpo y retrasar la muerte. Lo singular de este runner es que iba desnudo, es decir, solo llevaba unos pantalones cortos y las zapatillas de deporte. Precisamente, me adelantó delante de la casa de Oakley Street en la que vivió Robert Falcon Scott, el malhadado explorador del hielo que pereció en la Antártida, en la trágica carrera que mantuvo con Amundsen. Quizá reivindicase su memoria, o quizá pertenecía a algún cuerpo especial del ejército británico, una de esas unidades a las que se lanza en paracaídas, en medio de una tormenta fragorosa, detrás de las líneas enemigas con un cuchillo en la boca y acaban con una división de tanques. La resistencia de los ingleses al frío es legendaria. Los que provenimos del sur y vivimos aquí, estamos acostumbrados a ver por la calle a jóvenes y no tan jóvenes en mangas de camisa con ventarrones escandinavos y relentes asesinos. Pero aquel runner excedía todo lo conocido. Yo, envuelto en lana; él, envuelto solo en la piel. Medía casi dos metros y parecía esculpido por Praxíteles. Corría desenvuelto, despreocupado, con sosiego, manteniendo un ritmo cómodo de braceo y apoyando bien los pies en el suelo. Yo apretaba el paso cada vez más, aunque de vez en cuando tenía que pararme para limpiar las gafas, empañadas por el vaho que se formaba al respirar. Parecía Rompetechos. En una de estas, cuando alcé la vista, vi el torso desnudo del corredor, iluminado por una luna inclemente, perderse sin prisa por entre las brumas de Albert Bridge.

Me iré de esta isla y aún no me habré acostumbrado a esa maniobra que todos los automovilistas de Londres están acostumbrados a hacer, y que no dejo de ver en las calles: cambiar de un carril al carril contrario. Supongo que el tráfico de la ciudad la hace imprescindible, si uno no quiere quedar atrapado en alguno de los pavorosos embotellamientos que se forman todos los días en todas partes. Pero a mí me sigue pareciendo una pirula escandalosa y peligrosísima (ahora que lo pienso, no sé cómo se dice pirula en inglés), que todo el mundo, sin embargo, acepta con naturalidad, porque todo el mundo se beneficia tarde o temprano de ella. Aquí no hay rayas continuas que valgan: los conductores giran e invaden el carril contrario con toda la deliberación del mundo. Para un pueblo que ha hecho de la observancia de la norma su razón de ser, esta vulneración de las prescripciones constituye una excepción clamorosa. Una de las pocas que le conozco.

miércoles, 3 de febrero de 2016

La Editora Regional de Extremadura

Esta va a ser una entrada un poco extraña. Me interesan poco los blogs que son la mera caja de resonancia de las novedades literarias o profesionales de sus autores, y he procurado que este no lo fuera, o lo fuese en muy escasa medida. Sin embargo, dado el cambio que va a suponer en mi vida y probablemente también en esta bitácora, no puedo dejar de dedicar un comentario a esta novedad: ayer fui nombrado director de la Editora Regional y del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura. El puesto estaba vacante desde el cambio de gobierno en las últimas elecciones autonómicas, en mayo del año pasado, y a principios de diciembre se difundió un "procedimiento competitivo", algo muy parecido a un concurso público, para proveerlo. Las bases exigían aportar un currículum vítae y una memoria de no más de 10 folios con las ideas y propuestas del candidato para la Editora y el Plan de Fomento. Decidí participar porque el puesto me parecía adecuado a mis intereses y aptitudes, y porque suponía un desafío intelectual y, lo que era más importante aún, vital muy estimulante, después de dos años de soledad creativa, pero soledad al fin y al cabo, en Inglaterra. Además, había que desempeñarlo en Extremadura, una región en la que llevo muchos años refugiándome de los agobios de la vida urbana primero en Barcelona y después en Londres, en la que tengo casa, familia y amigos, y que considero mía. Debo confesar que no tenía demasiadas esperanzas de ganarlo. Estaba acostumbrado, como casi todos los españoles, a un ejercicio del poder que discrimina entre los propios y los ajenos, entre los conocidos y los que no lo son, entre los del terruño y los forasteros, y pensaba que la resolución vendría determinada por los intereses particulares antes que por una consideración objetiva. Sin embargo, en esta ocasión quien ha tomado la decisión lo ha hecho sin atender a razones ajenas a lo exigido en la convocatoria, esto es, sin parcialidad ni, en mi caso, catalanofobia (un amigo de los que me han felicitado ha dicho que no parecía una decisión española), y yo estoy encantado de haberme equivocado. Agradezco, pues, al gobierno extremeño que me haya otorgado esta confianza y esta responsabilidad, a la que intentaré corresponder con mi mayor dedicación y todos mis esfuerzos. El desafío es grande: la Editora, una de las mejores editoriales públicas de este país durante muchos años, si no la mejor, ha decaído algo, me parece, en los últimos años, por muchos factores, entre los que se cuentan la crisis económica y los altibajos políticos. Pero su prestigio, su catálogo y su potencial siguen ahí: se trata de recuperarlos y de volver a garantizar su presencia en la vida cultural de Extremadura y de España, en beneficio tanto de los creadores extremeños como de los lectores del país. Habrá que garantizar la calidad de lo que se publica, reordenar las colecciones y la imagen de marca de la Editora, introducirla de lleno en el mundo digital y actualizar su página web, y este es un punto fundamental mejorar la distribución, esto es, asegurar que sus libros se encuentren en todas las librerías literarias de la región y en las más importantes de, al menos, Madrid, Barcelona, Sevilla y Bilbao. En definitiva, habrá que luchar por que, cumpliendo con su obligación legal de promover la creación en Extremadura, sea también una editorial equiparable, en contenidos, imagen y circulación, a las grandes editoriales comerciales del país. Quizá sea un objetivo muy ambicioso, pero es el que me propongo. En cuanto al Plan de Fomento de la Lectura, ha de revitalizar la presencia de la literatura como hecho vivo de la comunidad y seguir trabajando en la red de bibliotecas y aulas literarias que tan buen papel han desempeñado, y siguen desempeñando, en Extremadura, además de insistir en la necesaria vinculación cotidiana entre la literatura y la gente: reuniendo a los estudiantes con los escritores y a todos con la letra oída e impresa, también en lugares inhabituales: hospitales, estafetas de correos, residencias de ancianos. Regreso a España, para incorporarme al nuevo puesto, dentro de dos semanas. Será un cambio grande: de Londres a Mérida (el mismo amigo que ha dicho que mi elección no parecía una decisión española, también ha sugerido que ese es el título de un libro y que solo me falta sentarme a escribir lo que se esconde en él). No me importa la diferencia de tamaño, es más, la agradezco: Londres es un monstruo inabarcable, y Mérida, una ciudad de dimensiones humanas, casi renacentistas: con 60.000 habitantes, ni agobia ni entristece. Su legado histórico y cultural es impresionante, y estoy seguro de que me va a ofrecer muchas horas de instructivo solaz. Además, en Mérida se comen unas migas y unas morcillas sobrenaturales, y en Londres apenas se encuentra siquiera un gazpacho decente. No lamento abandonar Inglaterra: han sido dos años intensamente vividos y muy provechosos en lo literario, pero que siento como una etapa ya cumplida. Vuelvo a casa, y eso me serena. Otra consecuencia de hacerlo será que tendré que modificar el diseño y, seguramente, el tenor también de este blog, que quizá cambie de nombre: estoy barajando Corónicas de Españia. Es seguro que ya no podré comentar, en mis entradas españolas, nada que tenga que ver con el ejercicio de mi cargo, pero pretendo mantenerlo como tribuna personal para todo aquello que no sea incompatible con mis responsabilidades públicas, y como foro de crítica literaria, siempre, como es lógico, que ello no plantee ningún conflicto de intereses. Muchos amigos me han felicitado por el nuevo cargo. Aprovecho para agradecerles a todos ellos sus palabras de cariño y de ánimo. Ando todavía un poco asustado, pero espero estar a la altura de sus expectativas.